Cuando volvió a St. Leonard sonaba el teléfono de su mesa y se sentó a ella con el vaso de café que acababa de servirse en la máquina. Durante todo el camino no había dejado de pensar en Candice. Dio dos sorbos y cogió el teléfono.
—Inspector Rebus.
—¿A qué cojones viene todo ese follón?
Era la voz de Big Ger Cafferty.
—¿Dónde estás?
—¿Dónde quiere que esté?
—Suena como si hablaras desde un móvil.
—No se imagina las cosas que entran aquí en Barlinnie. Bueno, ¿qué es lo que está pasando?
—Te has enterado…
—¡Me ha quemado la casa! ¡Mi casa! ¿Cree que voy a dejarle que se quede tan pancho?
—Escucha, creo que he encontrado el modo de encerrarle.
—¿Cuál?
—Aún no, quiero…
—¡Y todos mis taxis! ¡Ese hijo de puta! —vociferó Cafferty.
—Escucha, precisamente lo que él quiere es provocarte y estará esperando represalias inmediatas.
—Y las va a tener.
—Pero está preparado. ¿No sería mejor sorprenderle cuando baje la guardia?
—Ese cabrón no ha bajado la guardia desde que nació.
—¿Te digo por qué lo ha hecho?
—¿Por qué?
—Porque según él has matado a Matsumoto.
—¿A quién?
—Un socio suyo. Y quien se lo cargó lo organizó de manera que pareciese que era yo quien conducía el coche.
—No ha sido cosa mía.
—Pues díselo a él porque Telford está convencido de que fue por orden tuya.
—Nosotros dos sabemos que no.
—Exacto; sabemos que alguien me tendió una trampa con intención de apartarme del asunto.
—¿Cómo ha dicho que se llama el muerto?
—Matsumoto.
—¿Es japonés?
Rebus habría deseado ver los ojos de Cafferty. Aun así era difícil saber cuándo decía mentiras.
—Era japonés —respondió.
—¿Y qué demonios tenía él que ver con Telford?
—Me da la impresión de que tu servicio de espionaje va a la deriva.
Se hizo un silencio.
—Lo de su hija…
Rebus se estremeció.
—¿Qué?
—Hay una tienda de artículos de segunda mano en Porty. —Se refería a Portobello—. El dueño compró un lote y en él había unas cintas de ópera y de Roy Orbison. Le llamó la atención porque son músicas que se dan de palos.
Rebus apretó el receptor contra el oído.
—¿Qué tienda? ¿Qué aspecto tenía el que se las vendió?
Cafferty dejó oír una risa helada.
—Estamos averiguándolo, Hombre de paja. Déjenoslo a nosotros. Bien, en cuanto a ese japonés…
—Te he dicho que trincaré a Telford. Ese fue el trato.
—Lo que quiero son hechos.
—¡Estoy en ello!
—Bueno, pues téngame al corriente.
Rebus hizo una pausa.
—Bien, ¿cómo está Samantha? —preguntó Cafferty—. Se llama así, ¿no?
—Está…
—Porque yo sí que estoy a punto de cumplir lo acordado, mientras que usted…
—Matsumoto era de la Yakuza. ¿Has oído hablar de ella?
Se hizo un silencio.
—Algo he oído.
—Telford les está ayudando a comprar un club de campo.
—¿Y para qué demonios lo quieren?
—No lo sé muy bien.
Cafferty volvió a guardar silencio hasta que Rebus pensó que había agotado la batería del móvil.
—Es un chico de grandes ideas, ¿no? —dijo de pronto Cafferty como con cierta admiración pese a su cólera por los ataques en su territorio.
—Tú sabes que no es el primero que se pasa por querer abarcar tanto.
De pronto se le había ocurrido adonde iba todo a parar.
—Pero Telford debe de tener bastante margen de maniobra —dijo Cafferty—. Y a mí no me queda ni la mitad.
—¿Sabes que te digo, Cafferty? Tú cuando pareces admitir la derrota es precisamente cuando estallas.
—Bien sabe que tendré que replicar, quiera o no. Es un ritual obligado como el de darse la mano.
—¿Cuántos hombres tienes?
—Más que suficientes.
—Escucha otra cosa… —añadió asombrado de estar facilitando información a su gran enemigo—. Hoy ha llegado Jake Tarawicz y creo que esos fuegos artificiales eran en su honor.
—¿Y Telford me ha quemado la casa sólo por hacerle una demostración a ese feo cabrón ruso?
Rebus pensaba a toda velocidad a semejanza de un crío que quiere presumir delante de los mayores. Abarcar más de lo debido…
—¡Pues no, Hombre de paja! —dijo Cafferty furioso otra vez—. ¡La suerte está echada! Si esos dos quieren guerra sucia con Morris Gerald Cafferty van a tenerla y cómo. Se van a enterar. ¡Acabarán como si hubieran pillado el puto sida!
Rebus colgó al oír aquello último. Bebió el café frío y escuchó los mensajes. Patience preguntaba si podía ir a cenar con ella, Rhona le decía que habían hecho otra ecografía a Sammy y Bobby Hogan quería hablar con él.
Llamó primero al hospital y oyó casi sin escuchar a Rhona, quien le explicaba que habían hecho otra exploración a Sammy para evaluar la magnitud de la lesión cerebral.
—¿Y por qué demonios no se la hicieron en el primer momento?
—No lo sé.
—¿Lo has preguntado?
—¿Por qué no vienes tú a preguntarlo? Se ve que cuando no estoy yo sí que te gusta pasar tiempo con Samantha y hasta te quedas dormido en la silla. ¿Qué pasa, te doy miedo?
—Escucha, Rhona, lo siento. He tenido un día muy agitado.
—No eres el único.
—Lo sé. Soy un mamonazo egoísta.
El resto de la conversación era previsible y fue un alivio darle fin. Llamó a Patience, conectó el contestador automático y le dijo que aceptaba encantado la invitación. A continuación llamó a Bobby Hogan.
—Hola, Bobby, ¿qué has averiguado?
—No mucho. Hablé con Telford.
—Lo sé; me lo ha dicho.
—¿Has estado con él?
—Me ha dicho que a Lintz no lo conoce de nada. ¿Hablaste con La familia?
—¿Los que rondan por su oficina? Ellos dicen lo mismo.
—¿Mencionaste lo de los cinco mil?
—¿Me tomas por tonto? Escucha, a ver si tú sabes…
—Larga.
—En la agenda de direcciones de Lintz he visto un par de domicilios de un tal doctor Colquhoun. Al principio pensé que era su médico de cabecera.
—Es un especialista en idiomas eslavos.
—Sí, pero Lintz le ha seguido la pista porque tiene anotados todos los cambios de domicilio desde hace veinte años, incluidos los números de teléfono menos el último. Y he comprobado que el tal Colquhoun no ha cambiado de dirección desde hace tres años.
—¿Y?
—Que Lintz no tenía su número de teléfono, y si quería hablar con él…
—Tenía que llamarle a la universidad —añadió Rebus cayendo en la cuenta.
Eso explicaba la llamada de más de veinte minutos. Repasó mentalmente lo que Colquhoun le había dicho de Lintz.
«Le he visto en algunos actos sociales… Nuestros departamentos estaban apartados… Ya le digo, no estábamos cerca…».
—Trabajaban en departamentos distintos —añadió—. Colquhoun me dijo que apenas se veían…
—Entonces, ¿cómo se explica que Lintz tuviera constancia de sus diversos cambios de domicilio?
—No lo sé, Bobby. ¿Le has preguntado?
—No, pero pienso hacerlo.
—Anda por ahí escondido; hace una semana que intento hablar con él.
La última vez que le había visto fue en el Morvena: ¿sería Colquhoun el vínculo entre Telford y Lintz?
—Ahora ya ha aparecido.
—¡No me digas!
—Tengo una cita con él en su despacho.
—Me apunto —dijo Rebus levantándose.
Cuando aparcó en Buccleuch Place en un Astra camuflado, gentileza de St. Leonard, vio que arrancaba un coche junto a él. Saludó con la mano pero Kirstin Mede no le vio y cuando por fin él dio con el claxon del Astra ya estaba lejos. Pensó si la traductora conocería mucho a Colquhoun puesto que era ella quien se lo había recomendado…
Hogan, de pie junto a las bandas protectoras, había sido testigo de sus fallidos intentos de cortesía.
—¿La conoces?
—Era Kirstin Mede.
—¿La de las traducciones?
—¿Localizaste a David Levy? —dijo Rebus mirando hacia la fachada del edificio de estudias eslavos.
—Su hija sigue sin noticias de él.
—¿Cuánto tiempo lleva fuera?
—Lo bastante para que resulte extraño, aunque a ella parece tenerle sin cuidado.
—¿Cómo quieres que planteemos el interrogatorio? —preguntó Rebus.
—Depende de la clase de individuo que sea.
—Tú haces las preguntas y yo hago de oyente.
Hogan le miró, se encogió de hombros y empujó la puerta.
—Espero que no le hayan confinado en el ático —comentó mientras subían la desgastada escalera de madera.
En el segundo piso, vieron en una puerta un trozo de tarjeta con el nombre de Colquhoun. La abrieron y se encontraron con un pasillo corto y cinco o seis puertas más. Al despacho de Colquhoun se entraba por la primera a la derecha y él ya aguardaba en el pasillo.
—Le oí llegar. Aquí resuenan todos los ruidos. Pase, pase.
Colquhoun sólo esperaba a Hogan y enmudeció al ver a Rebus. Les precedió para entrar en el despacho donde desplazó ostensiblemente dos sillas que situó delante de su mesa.
—Está todo muy desordenado —comentó tropezando con un montón de libros.
—Sé lo que es por experiencia, señor —dijo Hogan.
—Me ha dicho mi secretaria que estuvo en la biblioteca —dijo Colquhoun mirando a Rebus.
—Sí, para llenar ciertas lagunas —respondió Rebus sin alzar la voz.
—Ah sí, Candice… —dijo Colquhoun pensativo—. ¿Está…? Bueno, ¿sigue aún…?
—Hoy hemos venido para hablar de Joseph Lintz —le interrumpió Hogan.
Colquhoun se dejó caer en la silla de madera, que crujió bajo su peso. Pero volvió a ponerse en pie.
—¿Quieren un té? ¿O café? Perdonen este desorden, no suele estar así…
—No se moleste —replicó Hogan—. Haga el favor de sentarse.
—Cómo no, cómo no —dijo Colquhoun dejándose caer de nuevo en la silla.
—Joseph Lintz, señor —insistió Hogan.
—Horrible, ha sido una tragedia… horrible. ¿Saben que se dice que le han asesinado?
—Sí, lo sabemos.
—Ah, claro, cómo no. Perdone.
El escritorio de Colquhoun era una pieza venerable y carcomida. Las estanterías del despacho estaban combadas por el peso de los libros y en las paredes había viejos grabados y una pizarra con una única palabra escrita: carácter. Ocupaban la repisa de la ventana montones de boletines de la universidad que tapaban los dos cristales inferiores. Allí olía a fracaso intelectual.
—Da la causalidad de que en la agenda de direcciones del señor Lintz aparece su nombre, señor —prosiguió Hogan— y estamos localizando a todos sus amigos para hablar con ellos.
—¿Amigos? —dijo Colquhoun alzando la vista—. Yo no diría que fuéramos «exactamente» amigos. Éramos colegas, pero en veinte años creo que no habré coincidido socialmente con él en más de tres o cuatro ocasiones.
—Es chocante, porque él parecía tener cierto interés por usted… —dijo Hogan abriendo su bloc de notas—. Desde la época en que usted vivía en Warrender Park Terrace.
—Dejé de vivir allí en los setenta.
—Pero él tenía también su número de teléfono. Y después el de Currie.
—Pensé que me gustaría la vida campestre…
—¿En Currie? —replicó Hogan en tono escéptico.
Colquhoun se tocó la sien.
—Pero me di cuenta de mi error.
—¿Y se mudó a Duddingston?
—No. Antes viví de alquiler en varios sitios hasta que encontré una casa de compra.
—El señor Lintz tenía su número de teléfono de Currie pero no el de Duddignston.
—Ah, ya; es que me borré del listín al trasladarme.
—¿Por algún motivo concreto?
Colquhoun se rebulló en el asiento.
—Bueno, seguramente no les parecerá bien…
—Diga usted, a ver.
—Fue para que no me molestasen los alumnos.
—¿Le molestaban?
—Ya lo creo. Me llamaban para hacerme consultas, para pedir consejo, preocupados por los exámenes o para solicitar prórrogas.
—¿Recuerda usted haberle dado su dirección al señor Lintz?
—No.
—¿Está seguro?
—Sí, pero no le resultaría difícil averiguarla. Quiero decir que se la podría haber pedido a una secretaria.
Colquhoun estaba cada vez más nervioso, como si no cupiera en la silla.
—Dígame usted —continuó Hogan—. ¿Hay algo que desee decirnos sobre el señor Lintz? ¿Algún dato en concreto?
Colquhoun negó con la cabeza baja mirando el escritorio.
Rebus decidió sacarse un as de la manga.
—El señor Lintz hizo una llamada a este despacho y sostuvo una conversación de más de veinte minutos.
—Eso… no es cierto —replicó Colquhoun enjugándose la cara con un pañuelo—. Sepan ustedes que me gustaría ayudarles, pero la verdad es que apenas conocía a Joseph Lintz.
—Él le llamó.
—No.
—¿Y no tiene usted idea de por qué apuntaba concienzudamente sus cambios de dirección en Edimburgo durante los últimos treinta años?
—No.
Hogan suspiró de forma exagerada.
—En ese caso, no perdamos más tiempo —dijo levantándose—. Gracias, señor Colquhoun.
La cara de alivio que puso el viejo profesor fue lo bastante elocuente para ambos.
Bajaron la escalera sin hablar. Colquhoun había comentado que allí dentro se oía todo. El coche de Hogan estaba más cerca que el de Rebus y se pusieron a charlar recostados en él.
—Se le notaba preocupado —dijo Rebus.
—Algo nos oculta. ¿Volvemos a subir?
Rebus negó con la cabeza.
—Déjale que sude un par de días antes de atacar de nuevo.
—No le ha hecho ninguna gracia que viniera contigo.
—Me he dado cuenta.
—Tenemos ese dato a propósito del restaurante… el día que Lintz fue a cenar con un hombre mayor…
—Podríamos decirle que los camareros nos dieron su descripción.
—¿Sin entrar en detalles?
Rebus asintió con la cabeza.
—A ver si eso sirve de desatascador.
—Oye, ¿y la otra persona a quien Lintz invitó, la mujer joven?
—No tengo ni idea.
—Es un restaurante caro. Hombre mayor, mujer joven…
—¿Sería una «azafata»?
—¿Todavía se llaman así? —dijo Hogan sonriendo.
Rebus reflexionó.
—Podría ser la explicación a la llamada a Telford. Pero no creo que Telford sea tan tonto para tratar asuntos de esa índole en su oficina. Además, su agencia de servicios de compañía no concuerda con esa dirección.
—La cuestión es que llamó a la oficina de Telford.
—Y allí nadie admite haber hablado con él.
—Lo de la azafata puede ser de lo más inocente. No querría cenar solo y contrató una acompañante a la que después dio un beso en la mejilla para irse luego cada uno por su lado en un taxi —dijo Hogan resoplando—. Estamos empantanados.
—Sé lo que es, Bobby.
Miraron a las ventanas del segundo piso y vieron que Colquhoun les observaba enjugándose con el pañuelo.
—Que sude —dijo Hogan abriendo su coche.
—Quería preguntarte qué tal te ha ido con Abernethy.
—No me ha dado demasiado la lata —respondió Hogan esquivando la mirada de Rebus.
—¿Ya se ha ido?
—Se ha ido —oyó que decía desde dentro del coche—. Hasta luego, John.
Rebus permaneció en la calzada con el ceño fruncido aguardando a que el coche de Hogan doblara la esquina para volver a entrar en el edificio y subir al segundo piso.
La puerta del despacho de Colquhoun estaba abierta y el anciano se agitaba nervioso sentado a la mesa. Rebus se sentó frente a él sin decir nada.
—He estado enfermo —dijo Colquhoun.
—Ha estado escondiéndose —Colquhoun comenzó a negar con la cabeza—. Les dijo dónde estaba Candice. —Colquhoun seguía negando con la cabeza—. Luego, se atemorizó y ellos le escondieron. Quién sabe si en una habitación del casino. —Rebus hizo una pausa—. ¿Voy bien?
—No voy a hacer ningún comentario —espetó Colquhoun.
—¿Por qué no habla de una vez?
—Márchese ahora mismo; si no, llamaré a mi abogado.
—¿Charles Groal, acaso? —dijo Rebus sonriendo—. Últimamente le habrán asesorado, pero eso no cambia lo que hizo —añadió levantándose—. Entregarles a Candice. Eso hizo. —Se inclinó sobre la mesa—. Sabía perfectamente quién era, ¿verdad? Por eso estaba tan nervioso. ¿Porque sabía quién era, doctor Colquhoun? ¿Cómo es usted tan amigo de una escoria como Tommy Telford?
Colquhoun cogió el teléfono pero le temblaba tanto la mano que se equivocó al marcar el número.
—No se preocupe —dijo Rebus—. Me voy. Pero volveremos a vernos. Y hablará usted. Hablará porque es un cobarde, doctor Colquhoun, y los cobardes terminan por hablar…