Tenía que volver a St. Leonard a las diez para continuar el interrogatorio y cuando sonó el busca a las ocho y media pensó que era para recordárselo. Pero el número de teléfono que vio en la pantalla era el del depósito de cadáveres de Cowgate. Llamó desde un teléfono público del hospital al doctor Curt.
—Se ve que me ha tocado la china —dijo el médico.
—¿Va a hacerle la autopsia a Matsumoto?
—Por desgracia. Escuche, me han dicho… aunque supongo que no es verdad…
—Yo no le atropellé.
—Me alegro de oírselo decir, John. —Tuvo la impresión de que el forense quería hablarle de algo más—. Porque qué duda cabe de que hay principios éticos. Bien, no puedo sugerirle que venga aquí…
—¿Para enseñarme algo?
—No puedo decir nada —replicó Curt con un carraspeo—, pero si por azar estuviera usted presente… A esta hora de la mañana no suele haber nadie…
—Voy de inmediato.
Del hospital al depósito de cadáveres había un paseo de diez minutos. Curt le esperaba y le llevó directamente a la sala de necropsias.
Era una sala revestida de azulejos blancos de arriba abajo, con intensa iluminación y mobiliario de acero inoxidable. Rebus vio dos mesas de disección vacías y, en una tercera, el cadáver de Matsumoto. Se acercó sin salir de su asombro a mirar los increíbles tatuajes del muerto.
No era la simple efigie de un gaitero escocés como los que se hacen los marineros en los brazos. Aquello era una obra de arte en toda regla: en un hombro, un dragón verde con escamas echando por las fauces una llamarada de color rojo y rosa que descendía por el brazo hasta la muñeca; sus patas traseras rodeaban el cuello del muerto y las delanteras le ceñían el pecho. Había además dragones más pequeños, un paisaje del monte Fuji reflejado en un estanque, diversos símbolos japoneses y el rostro con visera de un luchador de kendo. Curt se puso unos guantes de goma, indicando a Rebus que hiciera lo propio, y dieron la vuelta al cadáver para examinar los tatuajes de la espalda: un actor con máscara de comedia. No, un guerrero con armadura y unas delicadas florecillas. El efecto era fascinante.
—Fantástico, ¿no es cierto?
—Extraordinario.
—He ido algunas veces a Japón a presentar ponencias de mi profesión.
—Entonces conocerá algunos de estos dibujos.
—Conozco su simbolismo, pero el quid está en que los tatuajes, y más estos tan extensivos, suelen denotar pertenencia a una banda.
—¿Como las Tríadas?
—En Japón se llaman Yakuza. Mire esto —dijo Curt alzando la mano izquierda del muerto para mostrarle el dedo meñique amputado por la primera falange con un burdo muñón.
—Se lo cortan cuando hacen algo mal, ¿no? —preguntó Rebus, dándole vueltas al término Yakuza—. Un dedo de vez en cuando.
—Sí, creo que sí —respondió Curt—. Pensé que le interesaría saberlo.
Rebus asintió con la cabeza sin apartar la vista del cadáver.
—¿Algo más?
—Bueno, aún no he comenzado la autopsia. A primera vista parece todo de lo más normal: impacto evidente por vehículo en movimiento con aplastamiento de tórax y fracturas en las extremidades. —Rebus advirtió que de la pantorrilla sobresalía un hueso blanco en obsceno contraste con la piel—. Habrá diversas lesiones internas y probablemente murió a causa de la impresión —añadió Curt pensativo—. Avisaré al profesor Gates; no creo que haya visto nunca nada igual.
—¿Puedo llamar desde su teléfono?
Rebus conocía a alguien que podía darle información sobre la Yakuza, un especialista en asociaciones criminales de todos los países. Llamó a Newcastle a Miriam Kenworthy.
—Tatuajes y dedos cortados… —dijo ella.
—Exacto.
—Se trata de la Yakuza.
—Bueno, la verdad es que sólo le falta la punta del dedo meñique. Se los cortan si se pasan de la raya, ¿no?
—No exactamente. Se los cortan ellos mismos para demostrar que lo lamentan. Es lo único que sé. —Oyó cómo revolvía papeles—. Espera que consulte mis notas.
—¿Qué notas?
—Hice una investigación para determinar los paralelismos entre esta clase de bandas y sus distintas culturas. Quizá tenga algo sobre la Yakuza… Escucha, ¿quieres que te llame yo?
—¿Cuánto vas a tardar?
—Cinco minutos.
Rebus dio el número de teléfono de Curt y se sentó a esperar. El despacho del médico forense era prácticamente un armario empotrado con montones de archivadores sobre la mesa y encima de ellos un dictáfono con una caja de cintas nuevas. Olía a tabaco y a falta de ventilación; en las paredes se veían horarios de citas, tarjetas postales y un par de grabados con marco. Era una guarida con lo imprescindible, ya que Curt pasaba casi todo su tiempo fuera del depósito.
Rebus sacó la tarjeta de visita de Colquhoun y llamó a su casa y luego al despacho. La secretaria le dijo que el profesor continuaba enfermo.
Claro, pero no hasta el extremo de verse impedido de ir a un casino. Un casino de Telford. No sería por pura coincidencia…
Kenworthy valía su peso en oro.
—La Yakuza cuenta con noventa mil miembros —dijo leyendo sus anotaciones— que componen unos dos mil quinientos grupos. Son muy crueles pero a la vez muy inteligentes y refinados; tienen una rígida estructura jerárquica, prácticamente impenetrable, similar a la de una sociedad secreta; existe además una especie de nivel de mandos intermedio llamado la Sokaiya.
Rebus apuntó lo que iba diciendo.
—¿Cómo se escribe eso?
Kenworthy se lo deletreó.
—En Japón son dueños de salas de pachinko, una especie de locales de juego, y poseen intereses en casi todos los sectores ilegales.
—Si no les cortan los dedos. ¿Y fuera de Japón?
—Lo único que tengo anotado es que introducen de contrabando en Japón artículos de marcas caras para su venta en el mercado negro, así como objetos de arte robados para venderlos a gente rica…
—Un momento. ¿No me dijiste que Jake Tarawicz empezó su carrera con el negocio de sacar de contrabando iconos de Rusia?
—¿Insinúas que el señor Ojos Rosa está relacionado con la Yakuza?
—Tommy Telford ha ido con ellos por Edimburgo haciendo de chófer y hay un almacén que suscita al parecer el interés de todos ellos, aparte de un club de campo.
—¿Un almacén de qué?
—No lo he averiguado.
—Pues hazlo.
—Lo tengo en la lista. Otra cosa: esos locales de pachinko… ¿qué son, como salas recreativas?
—Muy parecidos.
—Una relación más con Telford que suministra máquinas de juego a la mitad de bares y clubs de la costa este.
—¿Crees que la Yakuza ha encontrado un ocio para hacer algún negocio?
—Pues no lo sé —respondió tratando de contener un bostezo.
—¿Demasiado temprano para cavilar?
—Algo por el estilo —respondió sonriendo—. Gracias por tu ayuda, Miriam.
—De nada. Tenme informada.
—Desde luego. ¿Hay alguna novedad sobre Tarawicz?
—Que yo sepa, no; y tampoco hay rastro de Candice. Lo siento.
—Gracias de nuevo.
—Adiós.
Curt estaba en la puerta. Se quitó la bata y los guantes y sus manos desprendieron olor a jabón.
—No puedo hacer gran cosa hasta que llegue mi ayudante —dijo consultando el reloj—. ¿Le apetece desayunar?
—Tiene que comprender la impresión que esto puede causar, John. Se nos puede echar encima la prensa y me consta que hay periodistas que darían un brazo por ponerle a usted en la picota.
El jefe superior Watson estaba en su elemento. Sentado con las manos juntas sobre la mesa del despacho, irradiaba la serenidad de un Buda de piedra. Las contrariedades con que Rebus a veces le hacía sufrir le habían curtido para otras adversidades cotidianas que afrontaba con plena calma.
—Va a suspenderme de empleo —dijo convencido, pues no era la primera vez, al tiempo que apuraba el café y conservaba la taza entre las manos—. Para lo cual abrirá una investigación.
—De momento no —replicó Watson para sorpresa suya—. Previamente, lo que quiero es que me haga un informe verídico y pormenorizado de sus últimos movimientos con el porqué de su interés por el señor Matsumoto y Thomas Telford. Incluya cuanto desee en relación con el accidente de su hija, cualquier sospecha, explicando en particular la lógica de las sospechas. Hay un abogado de Telford que ha empezado a hacer preguntas sobre el intempestivo final de su amigo japonés. El abogado… —Watson miró a Gill Templer, que estaba sentada muda junto a la puerta.
—Charles Groal —dijo ella con voz neutra.
—Exacto, Groal… Ha ido a preguntar al casino y tiene la descripción de un individuo que entró detrás de Matsumoto y lo abandonó inmediatamente después de él, y él dice que por lo visto se trata de usted.
—¿Le va usted a decir que no? —preguntó Rebus.
—No vamos a decirle nada sin haber efectuado previamente nuestras indagaciones… etcétera. Pero no podré torearle eternamente, John.
—¿Han preguntado donde corresponda qué hacía Matsumoto en Edimburgo?
—Trabajaba para una empresa de asesoría de empresas y viajó a petición de un cliente para ultimar la compra de un club de campo.
—¿Con Tommy Telford a remolque?
—John, no perdamos de vista que…
—Matsumoto era miembro de la Yakuza, señor. Es la primera vez que veo de cerca a uno de sus miembros, aparte de en la tele. Y ahora los tenemos aquí. —Rebus hizo una pausa—. ¿No le parece a usted algo curioso? Quiero decir, ¿es que a nadie le preocupa? ¡No sé si yo confundo el orden de prioridades, pero me da la impresión de que chapoteamos de charco en charco mientras se nos viene encima un maremoto!
Había ido aumentando tanto la presión de las manos sobre la taza que esta se quebró de repente, cayó un trozo al suelo al tiempo que él hacía una mueca de dolor y se sacaba una esquirla de cerámica de la palma de la mano. La alfombra se manchó de sangre y Gill Templer se acercó a mirarle la herida.
—Déjame ver.
—¡No! —vociferó él revolviéndose furioso y buscando un pañuelo en el bolsillo.
—Tengo un pañuelo de papel en el bolso.
—No es nada.
Le caía sangre en los zapatos. Watson comentó algo sobre una grieta en la taza y Templer miró mientras se enrollaba la mano con el pañuelo.
—Voy a lavarme. Con permiso, señor —dijo él.
—Vaya, John, vaya. ¿Se encuentra bien?
—No es nada.
No era un corte importante y el agua fría cortó la hemorragia. Se secó con unas toallas de papel, las arrojó a la taza y tiró de la cadena hasta verlas desaparecer en el remolino. En el primer botiquín que encontró cogió media docena de tiritas para tapar bien el corte, cerró el puño, vio que no sangraba y no le dio mayor importancia.
Ya en su mesa se puso a redactar su diario tal como le había ordenado Watson. Gill Templer se acercó a decirle unas palabras para tranquilizarle.
—Nadie piensa que hayas sido tú, John. Pero es un asunto… Ha intervenido el cónsul de Japón… Hay que actuar conforme al reglamento.
—Todo es cuestión de política en definitiva, ¿no? —replicó pensando en Joseph Lintz.
A la hora de comer fue a ver a Ned Farlowe y le preguntó si necesitaba algo. Farlowe le pidió emparedados, libros, periódicos y compañía. Estaba demacrado y harto de la celda; quizá no tardase en exigir un abogado. Cualquier letrado conseguiría que le pusiesen en libertad.
Rebus entregó el informe a la secretaria de Watson y salió de la comisaría. No había caminado cincuenta metros cuando a su lado paró un coche, un Range Rover desde el que El Guapito le hacía señas para que subiera. Miró al asiento trasero y vio que lo ocupaba Telford con la cara llena de pomada, como un Jake Tarawicz de vía estrecha…
Dudó un instante. Si echaba a correr, la comisaría no estaba muy lejos…
—Suba —repitió El Guapito. Rebus no pudo resistir la tentación y entró en el Rover.
El Guapito arrancó. El oso amarillo ocupaba el asiento delantero sujeto por el cinturón de seguridad.
—Supongo que no servirá de nada que diga que dejéis en paz a Ned Farlowe —dijo Rebus.
Pero no era en Farlowe en quien Telford pensaba.
—Si quiere guerra, tendrá guerra —dijo.
—¿Quién?
—Su jefe.
—Yo no estoy al servicio de Cafferty.
—No me venga con cuentos.
—Fui yo quien le metió entre rejas.
—Y desde entonces no ha roto un plato.
—No he matado a Matsumoto.
Telford le miró y Rebus advirtió una violencia incontenible.
—Sabes que yo no he sido —insistió Rebus.
—¿Cómo dice?
—Porque lo has hecho tú y quieres que a mí…
Telford le echó las manos al cuello y Rebus se las apartó tratando de sujetárselas, pero era imposible con el coche en marcha en el escaso espacio de la parte trasera. El Guapito paró, se bajó, abrió la portezuela del lado de Rebus y lo sacó del coche. Telford echó también pie a tierra con el rostro congestionado y los ojos fuera de las órbitas.
—¡A mí no me va a cargar eso! —bramó.
Los coches que pasaban reducían la marcha y los peatones cruzaban a la otra acera.
—¿A quién si no? —replicó Rebus con voz temblorosa.
—¡A Cafferty! —gritó Telford—. ¡Usted y Cafferty se han propuesto acabar conmigo!
—Te he dicho que yo no he sido.
—Jefe —dijo El Guapito—, larguémonos, ¿vale?
Miraba de un lado a otro nervioso porque estaban llamando la atención, y Telford comprendió que tenía razón.
—Suba al coche —dijo más calmado, pero Rebus lo miró sin moverse—. No se preocupe, suba, que quiero enseñarle un par de cosas.
Rebus, el policía más loco del mundo, volvió a entrar en el Rover.
Durante un par de minutos no dijeron palabra. Telford se recompuso el vendaje de las manos que se había desbaratado durante el forcejeo.
—No creo que Cafferty quiera guerra —dijo Rebus.
—¿Por qué lo dice tan convencido?
«Porque he llegado a un trato con él y soy yo quien te va a encerrar», pensó. Iban en dirección este y procuró alejar de su pensamiento toda conjetura sobre el destino final.
—Usted estuvo en el Ejército, ¿no? —preguntó Telford.
Rebus asintió con la cabeza.
—De paracaidista y luego en las SAS.
—Pero no pasé del período de instrucción —dijo Rebus, sorprendido de lo bien informado que estaba.
—Porque decidió hacerse poli. —Telford había vuelto a recobrar la calma, se había alisado el traje y arreglado el nudo de la corbata—. Cuando uno está sometido a una estructura como la del Ejército y la de la policía tiene que obedecer órdenes, cosa que me han dicho que no se le da muy bien. Conmigo no duraría mucho —añadió mirando por la ventanilla—. ¿Qué es lo que planea Cafferty?
—Ni idea.
—¿Por qué vigilaba a Matsumoto?
—Por su relación contigo.
—La Brigada Criminal levantó la vigilancia. —Rebus guardó silenció—. Pero usted dale que dale —añadió Telford volviéndose hacia él—. ¿Por qué?
—Porque has intentado matar a mi hija.
Telford se le quedó mirando sin parpadear.
—Ah, ¿era por eso?
—Por lo mismo que Ned Farlowe intentó dejarte ciego. Es su novio.
Telford soltó una carcajada y meneó la cabeza de un lado a otro.
—Yo no tengo nada que ver con el accidente de su hija. ¿Por qué iba a hacer yo eso?
—Por hacerme daño a mí porque ella me ayudó con Candice.
Telford reflexionó.
—De acuerdo —dijo asintiendo con la cabeza—, comprendo que lo crea y no sé si mi palabra le va a servir de mucho pero, para su tranquilidad, sepa que yo no tengo nada que ver con lo de su hija. —Hizo una pausa y Rebus oyó cerca unas sirenas—. ¿Es eso lo que le ha empujado hacia Cafferty?
Rebus no contestó, actitud que a Telford le dio a entender que acertaba. Volvió a sonreír.
—Para —dijo.
El Guapito frenó, aunque, en cualquier caso, estaban en pleno atasco y la policía desviaba el tráfico por las bocacalles. Rebus cayó en la cuenta de que ya hacía rato que olía a quemado. No habían visto el incendio porque lo tapaban los edificios, pero ahora se veían las llamas. Era en el aparcamiento de taxis de Cafferty. El cobertizo que servía de oficina había quedado reducido a cenizas, el techo de uralita del taller para reparación y limpieza de los vehículos estaba a punto de hundirse y toda una fila de taxis ardía a más y mejor.
—Podríamos haber vendido entradas —comentó El Guapito y Telford se volvió hacia Rebus.
—Los bomberos no van a dar abasto con dos negocios de Cafferty ardiendo a la vez… —dijo consultando el reloj— en este mismo momento, así como su preciosa casa. No, no vaya a pensar… Hemos aguardado a que su mujer saliera de compras, pero sus hombres han recibido un ultimátum para que se larguen de la ciudad o se atengan a las consecuencias —añadió encogiéndose de hombros—. Allá ellos, a mí me tiene sin cuidado. Vaya a decirle a Cafferty que en Edimburgo no tiene nada que hacer.
Rebus se pasó la lengua por los labios.
—Me has dicho que estaba equivocado contigo y que no tienes nada que ver con mi hija. ¿Y si tú te equivocaras en cuanto a Cafferty?
—Baje de la higuera, ¿quiere? La puñalada en el Megan y luego Danny Simpson… Cafferty no es muy sutil que digamos.
—¿Te contó Danny que se lo hicieron los hombres de Cafferty?
—Él lo sabe y yo también —respondió Telford dando una palmadita en el hombro a El Guapito—. Volvemos a la base. Y lleve otro recado a Barlinnie —añadió para Rebus—: a partir de medianoche iremos a por todos los hombres de Cafferty que sigan en la ciudad… y yo no hago prisioneros. —Dio un resoplido satisfecho consigo mismo y se recostó en el asiento—. ¿Le importa que le deje en Flint Street? Tengo allí una reunión de negocios dentro de un cuarto de hora.
—¿Con los jefes de Matsumoto?
—Si quieren Poyntinghame tendrán que seguir negociando conmigo —replicó mirando a Rebus—. Usted también debería negociar conmigo. Piense una cosa: ¿a quién le interesa que estemos a mal? A Cafferty: el atropello de su hija, el atentado a Matsumoto… Todo apunta hacia Cafferty. Píenselo y luego quizá volvamos a hablar.
Al cabo de dos minutos Rebus rompió el silencio.
—¿Conoces a un tal Joseph Lintz?
—Lo mencionó Bobby Hogan.
—Lintz telefoneó a tu oficina de Flint Street.
Telford se encogió de hombros.
—Le digo lo mismo que a Hogan. Quizá marcara el número por equivocación. Fuese lo que fuese, yo no hablé con ese viejo nazi.
—Pero en la oficina hay más gente. —Rebus vio que El Guapito le observaba por el retrovisor—. ¿Y tú?
—Nunca he oído ese nombre.
En Flint Street había un coche aparcado; una enorme limusina blanca con cristales ahumados, antena de televisión en el capó y tapacubos color rosa.
—Cielo santo —comentó Telford sonriente—, mira su último juguete.
Como si Rebus ya no existiese, bajó del coche y echó a correr hacia el que descendía del aparatoso vehículo, un tipo con traje blanco, jipijapa, un puro enorme y camisa chillona de cachemir. Pese a ello, lo que más llamaba la atención era su rostro lleno de estigmas y sus gafas azules. Telford hizo comentarios admirativos sobre el traje, el coche, el lujo agresivo, que hicieron las delicias del señor Ojos Rosa, quien le pasó un brazo por los hombros para dirigirse hacia el salón de juegos, pero a medio camino se detuvo, chasqueó los dedos vuelto hacia limusina y estiró el brazo.
A su señal salió del coche una mujer. Vestía un traje negro corto con medias también negras y chaquetón de pieles. Tarawicz le acarició el trasero y Telford la besó en el cuello. Ella sonrió con mirada un tanto vidriosa y en ese momento Tarawicz y Telford se volvieron hacia el Range Rover, mirando a Rebus.
—Final del viaje, inspector —dijo El Guapito insinuando que bajase.
Rebus salió del Rover sin apartar la vista de Candice, pero ella no le vio, acurrucada como estaba contra el señor Ojos Rosa con la cabeza reclinada en su pecho. Él no dejaba de acariciarle el trasero mirando a Rebus con cara de desafío y sonrisa de látex. Rebus se acercó a ellos y Candice se sobresaltó al verle.
—Encantado de volver a saludarle, inspector —dijo Tarawicz—. ¿Viene en rescate de la doncella?
—Vamos, Candice —dijo Rebus sin hacer caso, tendiéndole una mano no muy firme.
Ella le miró y dijo que no con la cabeza.
—¿Por qué iba a querer eso? —respondió, al tiempo que Tarawicz le daba otro beso.
—Te secuestraron. Puedes denunciarles.
Tarawicz se echó a reír y la condujo hacia el café.
—Candice… —dijo Rebus tratando de agarrarla del brazo, pero ella se zafó de él y siguió a su amo hacia el local.
Dos hombres de Telford bloqueaban la entrada y El Guapito se le acercaba por detrás.
—¿No irá a hacer tonterías? —comentó al adelantarle.
Fue a St. Leonard para llevar comida y periódicos a Farlowe y pidió que le acompañaran en un coche patrulla a Torphichen. Quería hablar con el inspector «Shug» Davidson del DIC.
—Acaban de incendiar una parada de taxis —dijo Davidson, quien parecía agotado.
—¿Tienes idea de quién es obra?
Davidson entornó los ojos.
—El dueño era Jock Scallow. ¿Insinúas algo?
—Pero ¿quién era su verdadero dueño, Shug?
—Lo sabes de sobra.
—¿Y quién está invadiendo el territorio de Cafferty?
—He oído rumores.
Rebus se apoyó en la mesa de Davidson.
—Tommy Telford va a entrar en guerra si no le paramos.
—¿Nosotros?
—Quiero que me lleves a un sitio —dijo Rebus.
Shug Davidson era un hombre feliz, casado con una mujer comprensiva, y padre de unos niños que no le veían tanto como merecían. Un año antes, al ganar cuarenta mil libras en la lotería, invitó a una copa a los compañeros de la comisaría. El resto del dinero lo tenía a buen recaudo.
Rebus había trabajado con él. No era mal policía, aunque quizás algo falto de imaginación. Tuvieron que dar un rodeo a la zona del incendio. Dos kilómetros más allá Rebus le dijo que parase.
—Bueno, ¿qué hay? —preguntó Davidson.
—Eso es lo que quiero yo que me digas; qué hay ahí —replicó Rebus señalando el edificio de ladrillo que tanto interesaba a Tommy Telford.
—Es Maclean’s.
—Hombre, muy conocido en su casa a las horas de comer.
Davidson sonrió.
—¿En serio que no lo sabes? —dijo abriendo la portezuela del coche—. Bien, ven y lo verás.
En la entrada verificaron su identidad. Rebus advirtió muchas medidas de seguridad y cámaras en las esquinas del edificio enfocadas a las zonas de aproximación. Hicieron una llamada telefónica y acudió un hombre de bata blanca para acompañarles después de ponerles en la solapa la tarjeta de identificación de visitantes.
—Yo estuve en otra ocasión —dijo Davidson nada más iniciar el recorrido—. La verdad es que poca gente conoce su existencia.
A medida que subían escaleras y cruzaban pasillos las medidas de seguridad iban en aumento: guardianes que verificaban los pases, puertas cerradas con llave y videovigilancia constante, algo que sorprendió a Rebus dado lo anodino del edificio y el hecho de que aún no había visto nada extraordinario.
—Pero ¿dónde estamos, en Fort Knox? —preguntó.
En aquel momento, a la puerta de un laboratorio, el guía les dio batas blancas para que se las pusieran; entraron y, a la vista del personal que manipulaba productos químicos, controlaba tubos de ensayo y hacía anotaciones, Rebus comenzó a entender. En aquel laboratorio había toda clase de extraños y fantásticos aparatos, aunque fuera en esencia como el de un departamento de química de la universidad pero a mayor escala.
—Estamos en la mayor fábrica de droga del mundo —dijo Davidson.
Lo que no era exacto del todo, pues Maclean’s era simplemente el mayor productor mundial legal de heroína y cocaína, como puntualizó el guía.
—Trabajamos con licencia del Gobierno en virtud de un acuerdo internacional que se firmó en 1961 y que autoriza a todos los países a tener un fabricante, y nosotros somos el concesionario del Reino Unido.
—¿Qué es lo que fabrican? —preguntó Rebus mirando las hileras de frigoríficos con candado.
—De todo: metadona para heroinómanos, petidina para parturientas, diamorfina para enfermos terminales y cocaína para uso quirúrgico. Somos la continuación de la primitiva empresa victoriana que elaboraba el láudano.
—¿Y cuánto producen?
—Unas setenta toneladas anuales de opiáceos —respondió el guía— y casi un millón de kilos de cocaína pura.
Rebus se frotó la frente.
—Ahora entiendo la necesidad de tanta seguridad.
El guía sonrió.
—Figúrese si será bueno nuestro dispositivo que el Ministerio de Defensa nos pidió consejo.
—¿No ha habido intentos de robo?
—En dos ocasiones, pero nosotros mismos pudimos abortarlos.
«Sí —pensó Rebus—, porque no fueron obra de Tommy Telford y la Yakuza…».
Dieron una vuelta por el laboratorio y Rebus, admirado, señaló con la cabeza a una mujer que estaba plantada en medio de la nave.
—¿Quién es esa? —inquirió.
—La enfermera de turno permanente.
—¿Para qué una enfermera?
El guía señaló un aparato que manejaba un operario.
—A causa de la etorfina —dijo—. Un producto que vale cuarenta mil libras el kilo y que por su enorme potencia requiere tener a mano una enfermera con el antídoto en previsión de cualquier accidente.
—¿Para qué se emplea la etorfina?
—Para anestesiar rinocerontes —contestó el hombre como si fuera la cosa más natural del mundo.
La fabricación de cocaína se hacía a partir de hojas de coca enviadas desde Perú y el opio llegaba de plantaciones en Tasmania y Australia, pero cada laboratorio guardaba la heroína y la cocaína puras en sus respectivas cajas fuertes en un almacén dotado de detectores infrarrojos y sensores de movimiento. A los cinco minutos Rebus había comprendido perfectamente el interés de Tommy Telford por Maclean’s. Que la Yakuza estuviera al corriente del plan debía de ser porque él necesitaba su ayuda —lo que no era probable— o por presumir ante ellos de la hazaña.
Cuando regresaron al coche Davidson hizo la pregunta inevitable.
—¿De qué asunto se trata, John?
Rebus se dio un pellizco en el puente de la nariz.
—Creo que Telford planea atracarlo.
—Fracasaría —replicó Davidson con un resoplido—. Tú mismo lo has dicho: es Fort Knox.
—Es por cuestión de prestigio, Shug. Si lo consigue se hace famoso y desbanca a Cafferty.
Igual que las bombas incendiarias, que no eran un simple aviso para su rival, sino una «alfombra roja» para el señor Ojos Rosa recién llegado a Edimburgo para demostrarle de lo que era capaz.
—Te aseguro que no hay manera de entrar ahí —insistió Davidson—. ¡Qué barato!
Unos carteles en el escaparate de la tienda de la esquina habían llamado su atención.
Rebus miró hacia ella y vio que anunciaban una oferta de tabaco, de emparedados y de bocadillos, además de una rebaja de cinco peniques en los periódicos.
—La competencia en el barrio debe de estar que trina —comentó Davidson—. ¿Te apetece un bocado?
Rebus miraba en aquel momento la salida de los trabajadores de Maclean’s —debía de ser la media hora de descanso de la tarde— que cruzaban la calle esquivando coches y sacando monedas de los bolsillos camino de la tienda.
—Sí, de acuerdo —contestó Rebus pensativo.
El local estaba a rebosar. Davidson aguardó cola mientras Rebus miraba los periódicos y las revistas. Los trabajadores charlaban y contaban chistes mientras dos jóvenes dicharacheros pero muy poco eficientes atendían el mostrador.
—¿De qué lo quieres, John, de beicon?
—Bien —dijo Rebus recordando que no había comido.
Por dos panecillos con beicon le cobraron sólo una libra. Se sentaron en el coche a comerlos.
—Shug, en una tienda como esa lo normal es que rebajen un par de artículos para atraer clientela —Davidson asintió con la cabeza hincando el diente al panecillo—, pero esto es Jauja. —Rebus dejó de comer de pronto—. Hazme un favor: averigua quién es el dueño y quiénes son esos dos del mostrador.
Davidson redujo el ritmo masticatorio.
—¿Tú crees que…?
—Tú averígualo, ¿de acuerdo?