19

Rebus regresó a St. Leonard, vio que todo andaba bastante bien sin él y fue al hospital con la camiseta de Iron Maiden del doctor Morrison en una bolsa de plástico. En la habitación de Sammy habían instalado una tercera cama con una anciana despierta que miraba fijamente al techo. Rhona estaba sentada a la cabecera de Sammy leyendo un libro.

—¿Cómo está? —preguntó él acariciando el pelo de su hija.

—Igual.

—¿Van a hacerle algún otro análisis?

—Que yo sepa, no.

—¿Y eso es todo? ¿No hay nada nuevo?

Cogió una silla para sentarse. Aquellas noches en vela se estaban convirtiendo en una especie de ritual y casi se sentía… «cómodo», pensó. Apretó la mano de Rhona y permaneció unos veinte minutos sentado sin decir palabra, hasta que al final decidió ir a ver a Kirstin Mede.

La encontró en su despacho del Departamento de Francés corrigiendo ejercicios en una mesa grande frente a la ventana, pero se levantó a recibirle y se acomodaron ante una mesita de centro con seis sillas.

—Recibí su mensaje —dijo Rebus tomando asiento cuando ella se lo indicó.

—Ahora que ha muerto, poco importa, ¿no?

—Sé que habló con él, Kirstin.

—¿Perdón? —replicó ella.

—Le estuvo esperando a la puerta de su casa. ¿Fue una charla agradable?

El rubor tiñó sus mejillas. Cruzó las piernas y se estiró la falda hasta las rodillas.

—Sí —admitió—, fui a su casa.

—¿Por qué?

—Porque quería conocerle —respondió mirándole a los ojos, retadora—. Pensé que a lo mejor viéndole la cara podía saber… por su mirada o tal vez por algo en el tono de voz.

—¿Y qué pudo saber?

—Nada —respondió ella meneando la cabeza—. Falló eso del espejo del alma.

—¿Qué fue a decirle?

—Le conté quién era.

—¿Y hubo reacción por parte de él?

—Sí —respondió ella cruzando los brazos—. Me dijo: «Apreciada señorita, haga el favor de irse a la mierda», tal cual.

—¿Y lo hizo?

—Sí, porque en ese momento me percaté de que, independientemente de que fuese Linzstek o no, había otro factor.

—¿Qué factor?

—Que aquel hombre no podía más —contestó asintiendo repetidas veces con la cabeza—. Estaba en el punto límite —añadió mirándole— y era capaz de cualquier cosa.

El problema de la vigilancia en Flint Street era haberla hecho tan a las claras. Lo que convenía era una operación secreta, y Rebus decidió explorar el terreno.

A los pisos de alquiler frente al café y el salón de juegos de Telford se accedía por un portal común, pero como estaba cerrado optó por un botón cualquiera del portero automático, uno con el apellido de HETHERINGTON. Aguardó, volvió a pulsarlo y le respondió una voz de anciana.

—¿Quién es?

—¿Señora Hetherington? Soy el inspector Rebus, de la comisaría de su distrito. ¿Podría hablar con usted a propósito de seguridad domiciliaria? Por aquí se han dado algunos casos de robo, sobre todo a personas mayores.

—Dios mío. Suba.

—¿Qué piso es?

—El primero.

Sonó el zumbador de apertura y Rebus empujó la puerta. La señora Hetherington le aguardaba en el umbral. Era una mujer pequeña y de aspecto frágil, pero de ojos vivos y movimientos firmes. Su piso era pequeño y estaba bien cuidado. La calefacción del cuarto de estar provenía de una pequeña estufa eléctrica. Rebus se acercó a la ventana y vio que daba precisamente al salón de juegos. Lugar ideal para la vigilancia, pensó mientras fingía examinar el estado de las ventanas.

—Ninguna anomalía —dijo—. ¿Las tiene siempre cerradas?

—Las abro un poquito en verano —respondió la mujer— y siempre que limpio, pero nunca las dejo abiertas.

—Debo advertirle que tenga cuidado con falsos funcionarios y con gente que llama diciendo que son tal y cual cosa. Usted pídales siempre el carnet y no abra hasta que esté segura.

—¿Cómo voy a ver el carnet si no abro la puerta?

—Dígales que lo echen por debajo de la puerta.

—Usted no me ha enseñado el suyo, ¿no es cierto?

Rebus sonrió.

—No, no se lo he enseñado —dijo sacando la placa—. Hay falsificaciones que dan el pego. Si tiene dudas, no abra usted y llame a la policía. ¿Tiene teléfono? —preguntó mirando alrededor.

—Lo tengo en el dormitorio.

—¿Hay allí una ventana?

—Sí.

—¿Me permite que la examine?

La ventana del dormitorio daba también a Flint Street y Rebus vio unos folletos de viaje en el tocador y una maleta junto a la puerta.

—¿De vacaciones, eh?

Si el piso estaba vacío tal vez pudieran montar allí la vigilancia.

—Sólo un fin de semana largo —dijo la anciana.

—¿Va a algún sitio bonito?

—A Holanda. No es la época de los tulipanes, pero siempre he soñado con ese viaje. Desde luego que es un engorro volar desde Inverness, pero sale mucho más barato. Desde que murió mi esposo… he hecho algún viaje que otro.

—¿Y no podría usted invitarme a mí? —dijo Rebus sonriendo—. Está ventana también está correcta. Voy a examinar la puerta y comprobar si es posible instalar otra cerradura.

Fueron al minúsculo vestíbulo.

—En estos pisos hemos tenido suerte, ¿sabe usted? Ni robos ni nada por el estilo.

No era de extrañar con Tommy Telford de casero.

—Aparte de que con el botón de alarma…

Rebus miró la pared junto a la puerta y vio un enorme botón rojo que él había creído que sería la luz de la escalera o algo por el estilo.

—Tengo que apretarlo siempre que llame alguien, sea quien sea.

—¿Y lo hace? —preguntó Rebus abriendo la puerta.

Afuera había dos tipos fornidos.

—Ah, claro que sí —respondió la señora Hetherington.

Para ser matones estuvieron muy correctos. Rebus les enseñó la placa y les explicó el motivo de su visita, preguntándoles de paso quiénes eran y ellos se identificaron como «representantes del propietario del edificio». Sus caras le eran conocidas: Kenny Houston y Ally Cornwell. Houston, el feo, era el encargado de los «porteros» de Telford; Cornwell, el de aspecto de luchador, era el forzudo para todo. La farsa se desarrolló con humor y campechanía por ambas partes y finalmente le acompañaron al portal. En la acera de enfrente vio en la puerta del café a Tommy Telford, que le señalaba con el dedo agitándolo. Un peatón se interpuso en su línea de visión, pero Rebus se percató demasiado tarde de quién era y cuando abrió la boca para gritarle vio que Telford agachaba la cabeza y se llevaba las manos a la cara lanzando un alarido.

Cruzó a todo correr para dar la vuelta a aquel viandante que no era otro que Ned Farlowe, quien dejó caer un frasco al suelo. Los hombres de Telford se les echaron encima, pero Rebus no soltó a Farlowe.

—Este hombre queda detenido —dijo—. Me lo llevo, ¿entendido?

Doce rostros clavaron su mirada furiosa en él mientras Tommy Telford continuaba arrodillado en la acera.

—Llevad a vuestro jefe al hospital —añadió Rebus—. Este se viene conmigo a St. Leonard…

Ned Farlowe, con cara de satisfacción por su hazaña, estaba sentado en una celda de paredes azules con manchas marrones en el rincón del inodoro.

—Así que ácido, ¿no? —dijo Rebus paseando de arriba abajo por el calabozo—. Ácido… La investigación en que trabajas ha debido de trastornarte.

—Es lo que se merecía.

—No sabes lo que has hecho —dijo Rebus fulminándole con la mirada.

—Sé perfectamente lo que he hecho.

—Te matará.

Farlowe se encogió de hombros.

—¿Estoy detenido?

—Ya lo creo, hijo. No quiero que corras peligro. Si no llego a estar yo…

No quería ni pensarlo. Miró a Farlowe y vio al novio de Sammy, quien acababa de protagonizar una agresión a pecho descubierto contra Telford; la clase de iniciativa que él sabía que no serviría de nada.

Ahora tendría que redoblar esfuerzos porque, en caso contrario, Ned Farlowe era hombre muerto… y no quería que cuando Sammy recobrase el conocimiento la primera noticia que le dieran fuera esa.

Volvió a Flint Street, aparcó cerca y se dirigió a los dominios de Telford. La calle era su feudo, evidentemente. Alquilar pisos a ancianos sería un acto benéfico pero lo había hecho porque servía a sus propósitos. Se preguntó si en iguales circunstancias Cafferty habría sido tan sagaz para pensar en el detalle de los botones de alarma. Seguramente no. Cafferty no era burro pero casi todo lo hacía por intuición. Se preguntó si Tommy Telford habría actuado precipitadamente alguna vez en su vida.

Vigilaba Flint Street porque necesitaba algo, necesitaba dar con un fallo en la cadena protectora de Telford. Al cabo de diez minutos de viento y frío se le ocurrió algo mejor y llamó por el móvil a una empresa de taxis, identificándose y preguntando si Henry Wilson estaba de servicio. Sí lo estaba, y pidió a la centralita que se lo enviasen. De lo más sencillo.

Diez minutos más tarde comparecía Wilson, un bebedor ocasional del Oxford. Bueno, ir bebido al volante del taxi era su problema. Afortunadamente para él Rebus le había echado una mano de vez en cuando y por ello Wilson le debía no pocos favores. Era alto, fornido, tenía el pelo corto, adornaba su rostro rubicundo con una frondosa barba negra y vestía siempre camisa escocesa a cuadros. Para Rebus era «el Leñador».

—¿Adónde quiere ir? —preguntó Wilson al sentarse Rebus delante.

—Primero haz el favor de subir la calefacción —Wilson así lo hizo—. Necesito tu taxi de tapadera.

—¿Con usted dentro?

—Exacto.

—¿Y corriendo el contador?

—Digamos que has tenido una avería, Henry. El taxi queda fuera de juego para el resto de la tarde.

—Ahora que estaba ahorrando para Navidad… —protestó Wilson.

Rebus le miró fijamente y el grandullón lanzó un suspiro y cogió un periódico que tenía junto al asiento.

—Bueno, pues ayúdeme a apostar a un par de ganadores —dijo buscando las páginas de las carreras de caballos.

Permanecieron una hora larga a la entrada de Flint Street sin que Rebus se moviera del asiento delantero convencido de que un taxi con pasajero detrás habría despertado sospechas, mientras que siendo dos delante podrían parecer dos compañeros del ramo en hora de descanso o que cambian de turno charlando y tomando un té.

Rebus dio un sorbo del vaso de plástico y torció el gesto: Wilson había echado medio paquete de azúcar en el termo.

—Siempre he sido goloso —dijo Wilson, que tenía en el regazo una bolsa abierta de patatas fritas con sabor a cebollas en vinagre.

Por fin, Rebus vio dos Range Rover enfilar la calle. Al volante del primero iba el contable de Telford, Sean Haddow, quien bajó del coche y entró en el salón de recreativos, Rebus advirtió en el asiento delantero un enorme oso de peluche. Haddow volvió a salir con Telford que llevaba las manos vendadas y la cara con tiritas como si se hubiera hecho un afeitado desastroso. La agresión con ácido no le apartaba de los negocios. Haddow le abrió la portezuela de atrás y Telford subió al Rover.

—Ahí los tenemos, Henry —dijo Rebus—. Sigue a esos dos Range Rover rezagándote lo que quieras porque con lo altos que son haría falta un autobús de dos pisos para taparlos.

Los dos Range Rover arrancaron. En el segundo iban tres «soldados» de Telford de los que Rebus reconoció a El Guapito; los otros dos eran reclutas más jóvenes, bien vestidos y perfectamente peinados. Viaje de negocios, sin duda.

El convoy se dirigió al centro y se detuvo delante de un hotel. Telford dijo algo a sus hombres y entró solo mientras los coches aguardaban.

—¿Va usted a entrar? —preguntó Wilson.

—Me verían.

Los dos chóferes se habían bajado de los vehículos y fumaban un cigarrillo sin dejar de observar quién entraba y salía del hotel. Un par de peatones se acercó al taxi pero Wilson dijo que estaba ocupado.

—Me apetecería un caramelo de menta —musitó.

Rebus le ofreció uno de la marca Polo que él aceptó con un resoplido.

—Magnífico —musitó Rebus.

Wilson miró hacia el hotel y vio una vigilante municipal que, libreta en mano, interpelaba a Haddow y a El Guapito, al tiempo que ellos señalaban sus respectivos relojes tratando de convencerla, pero la línea amarilla del bordillo prohibía rigurosamente aparcar.

Haddow y El Guapito intercambiaron finalmente unas palabras y volvieron a subir a los vehículos. El Guapito hizo unos gestos circulares con las manos para indicar a sus compañeros que iban a dar vueltas a la manzana mientras la vigilante permanecía impertérrita hasta que los vio arrancar. Haddow cogió el móvil y habló por él seguramente explicando a su jefe la jugada.

Era curioso que no hubieran intentado amedrentar o sobornar a la uniformada. Se portaban como ciudadanos respetuosos con la ley. El estilo Telford, sin duda, y Rebus pensó que de haber sido hombres de Cafferty no habrían cedido con tanta facilidad.

—¿Ahora sí va a entrar? —insistió Wilson.

—No tiene mucho sentido, Henry. Telford estará en alguna habitación o en alguna suite resolviendo sus asuntos a puerta cerrada.

—Ah, ¿ese era Tommy Telford?

—¿Has oído hablar de él?

—En el taxi oímos de todo. Se dice que pretende apoderarse del negocio de taxis de Big Ger. —Hizo una pausa—. Entiéndame, no es que Big Ger tenga las empresas a su nombre.

—¿Y tienes idea de cómo piensa quitárselo a Cafferty?

—Amedrentando a sus taxistas o congraciándose con ellos.

—¿Y tu empresa qué, Henry?

—Es legal y decente, señor Rebus.

—¿No habéis tenido contactos por parte de Telford?

—De momento, no.

—Ahí vuelven.

Los dos Range Rover entraban de nuevo en la calle. No estaba ya la vigilante y dos minutos más tarde salía Telford del hotel con un japonés de pelo erizado y traje verde mar reluciente que llevaba una cartera aunque no tenía aspecto de hombre de negocios, quizá por las gafas de sol a aquella hora tan tardía o por el cigarrillo en la comisura de los labios. Subieron los dos al asiento trasero del primer vehículo y el japonés se inclinó a acariciar las orejas del oso de peluche haciendo algún comentario que a Telford no debió de hacerle gracia.

—¿Los seguimos? —preguntó Wilson y, al ver la mirada de Rebus, dio a la llave de contacto.

Salían de la ciudad en dirección oeste y aunque Rebus tenía ya cierta idea del destino final, quería ver qué ruta seguían. Resultó ser casi la misma que él había hecho con Candice. La muchacha no había reconocido nada de particular hasta Juniper Green y lo cierto era que en aquel trayecto no había nada que llamara la atención. En Slateford Road vieron encenderse el intermitente del segundo coche señalando un alto.

—¿Qué hago? —preguntó Wilson.

—Continúa y te metes por la primera bocacalle para dar la vuelta. Esperaremos a que nos pasen.

Haddow entró en una tienda de periódicos. Exactamente como había dicho Candice. Era extraño que Telford hiciese una parada durante un viaje de negocios. ¿Cuál sería el edificio por el que según Candice mostraron interés? Allí estaba: era una construcción anodina de ladrillo. ¿Un almacén? Rebus no acababa de entender qué interés podía tener Telford por un almacén. Haddow estuvo tres minutos exactos dentro de la tienda y Rebus, que lo había cronometrado, reparó en que durante ese tiempo no había salido nadie de allí antes que él. Poca clientela. Subió al coche y el convoy reanudó la marcha. Iban hacia Juniper Green y con toda seguridad al club de campo Poyntinghame. No tenía sentido seguirlos, pues cuanto más se alejaran de Edimburgo más llamaría la atención el taxi. Rebus le dijo a Wilson que diera la vuelta y le llevase al bar Oxford.

Una vez allí, Wilson bajó el cristal de la ventanilla antes de arrancar.

—¿Quedamos en paz? —preguntó.

—Hasta la próxima, Henry —contestó Rebus desde la puerta del local antes de entrar.

Se sentó en un taburete. Tenía por única compañía el televisor y a Margaret la camarera. Pidió una taza de café y un panecillo de ternera en conserva con remolacha. Como segundo plato Margaret sugirió una empanada.

—Muy acertado —dijo Rebus, quien no dejaba de pensar en el hombre de negocios japonés sin aspecto de tal por sus rasgos duros y angulosos.

Saciado el estómago, fue a pie hasta el hotel para apostarse en un elegante bar que había enfrente, donde mató el tiempo llamando por el móvil. Antes de agotar la batería había hablado con Hogan, Bill Pryde, Siobhan Clarke, Rhona y Patience y poco faltó para que llamara a la comisaría de Torphichen para preguntar si podían decirle qué era aquel edificio de Slateford Road. Transcurrieron dos horas en las que batió su propio récord de bebedor moroso: dos Coca-Colas. Pero al no haber muchos clientes, pasó desapercibida su escasa consumición. La música del bar era una cinta que ponían una y otra vez. Estaba oyendo por tercera vez Asesino psicópata en el momento en que los Range Rovers aparcaban delante del hotel. Telford y el japonés se dieron la mano acompañándolo con leves inclinaciones de cabeza y el jefe se marchó con sus hombres.

Rebus salió del bar, cruzó la calle y entró en el hotel en el preciso momento en que vio cerrarse las puertas del ascensor tras el señor Verde Mar. Fue a recepción y enseñó la placa.

—¿Cómo se llama ese cliente que acaba de entrar?

La recepcionista consultó una lista.

—Señor Matsumoto.

—¿Nombre?

—Takeshi.

—¿Cuándo llegó?

La mujer volvió a mirar la lista.

—Ayer.

—¿Cuánto tiempo estará alojado?

—Tres días más. Escuche, debería avisar a mi jefe…

Rebus negó con la cabeza.

—Es todo cuanto quería saber. Gracias. ¿Le importa que me siente un rato en el vestíbulo?

La recepcionista negó con la cabeza y Rebus se dirigió al salón, se acomodó en un sofá desde donde veía bien la zona de recepción a través de la doble puerta acristalada y cogió un periódico. Matsumoto había venido a Edimburgo por el negocio de Poyntinghame, pero él se olía algún asunto más turbio. Hugh Malahide le había dicho que una multinacional pretendía comprar el club, pero Matsumoto no tenía aspecto de ejecutivo. Cuando por fin reapareció en el vestíbulo se había cambiado y lucía un traje blanco, camisa negra sin corbata y una gabardina Burberry con bufanda escocesa a cuadros. Llevaba en la boca un cigarrillo que encendió en la calle y acto seguido echó a andar subiéndose el cuello de la gabardina. Rebus le siguió durante más de un kilómetro, asegurándose de que no era seguido a su vez. Era muy posible que Telford vigilara al japonés. Si lo estaba haciendo, debía de ser alguien muy hábil porque los movimientos de Matsumoto no eran los de un turista que callejea, sino que parecía dirigirse hacia algún sitio concreto con la cabeza agachada para defenderse del viento.

Vio que entraba en un edificio y se detuvo a mirar la puerta de cristal tras la cual arrancaba una escalera con alfombra roja. Sabía lo que era aquello sin necesidad de leer el rótulo de la entrada. Era el Casino Morvena, propiedad de un delincuente llamado Topper Hamilton, dirigido por un tal Mandelson. Pero Hamilton se había retirado, Mandelson había desaparecido y no se sabía quién era el nuevo propietario, aunque ahora a Rebus le cabían pocas dudas de que no fuesen Tommy Telford y sus amigos japoneses. Miró los coches aparcados de las cercanías y no vio ningún Range Rover.

—¡Qué demonios! —dijo para sus adentros. Empujó la puerta y empezó a subir la escalera.

En el vestíbulo de la primera planta los de seguridad le taladraron con la mirada; a dos de ellos se les notaba poco hechos al esmoquin. El delgado debía de ser el rápido experto en llaves y trucos, y el peso pesado, el fortachón para apoyo en los movimientos rápidos. Superó el minucioso examen ocular, cambió veinte libras por fichas y pasó a la sala de juego.

El salón debió de ser en su momento biblioteca de alguna casa georgiana a juzgar por sus dos enormes ventanales y las elaboradas molduras que remataban las paredes color crema de siete metros antes del arranque del techo rosa claro. Ahora alojaba mesas de juego; del veintiuno, de dados y la ruleta. Las camareras iban de una a otra sirviendo las copas pero no había bullicio y los clientes parecían abstraídos en el juego. No estaba muy concurrido, pero la clientela podía decirse que era internacional. Matsumoto había dejado la gabardina en el guardarropa y se había sentado a la ruleta. Rebus tomó asiento en la mesa del veintiuno al lado de otros dos clientes, a quienes saludó con una inclinación de cabeza mientras el joven y desenvuelto crupier le obsequiaba con una sonrisa. Ganó la primera mano y perdió la segunda y la tercera. Volvió a ganar la cuarta y en ese momento oyó una voz detrás de él.

—¿Desea algo para beber, señor?

La camarera se había inclinado para decírselo mostrándole su generoso escote.

Coca-Cola con hielo y limón —dijo él, fingiendo que contemplaba sus andares para aprovechar y echar un vistazo al salón.

Había elegido aquella mesa nada más entrar por no llamar la atención ante la duda de que pudiese haber alguien que le reconociera.

Pero no había nada que temer; el único conocido para él era Matsumoto, quien ahora se frotaba las manos al empujar el crupier hacia él las fichas que había ganado. Rebus se plantó en dieciocho y la banca sacó veinte. Nunca había sido un jugador afortunado, aunque alguna vez probó en las quinielas y en las carreras de caballos y últimamente en la lotería. No le atraían las máquinas tragaperras ni las partidas de póquer que organizaban en el departamento. Él perdía dinero de otra manera.

Matsumoto perdió y profirió una maldición en un tono de voz algo más fuerte de lo adecuado en aquel ambiente y el guardia de seguridad delgaducho asomó la cabeza por la puerta sin que el japonés se intimidara, tras lo cual el delgado desapareció al percatarse de quién había sido, haciendo que Matsumoto se echara a reír. Mucho inglés no sabría pero en aquel lugar no era un cualquiera. Y así debió de decirlo con unas frases en su lengua para beneficio de la concurrencia, mientras asentía repetidamente con la cabeza tratando de cruzar la mirada con alguien. En ese momento una camarera le sirvió un whisky con hielo y él le dio dos fichas de propina. El crupier cantó «hagan juego» y el japonés recuperó la calma y volvió a concentrarse en la ruleta.

La consumición de Rebus tardó en llegar. La Coca-Cola no es la bebida más frecuente entre los policías que frecuentan casinos. Había ganado un par de manos y se sentía mejor; al ponerse en pie para coger el vaso el crupier no le incluyó en la siguiente mano.

—¿De dónde es? —preguntó a la camarera—. No localizo su acento.

—De Ucrania.

—Habla inglés muy bien.

—Gracias —replicó ella, pero se alejó.

No dar conversación era regla de la casa para no distraer la atención de los clientes en el juego. Ucrania. Pensó si no sería otra importación mercantil de Tarawicz, como Candice… Algunas cosas comenzaban a cobrar sentido: Matsumoto se encontraba allí a gusto, por lo tanto no era un cliente nuevo; el personal guardaba sus distancias con él, lo que significaba que tenía poder, que le respaldaba Telford y que quería que le tratasen con deferencia. No eran conclusiones muy significativas, pero algo era.

En aquel momento entró alguien que Rebus conocía: el doctor Colquhoun, quien nada más verle se atemorizó. Colquhoun: el enfermo fingido que se había tomado unas vacaciones sin decir dónde se le podía localizar; Colquhoun, alguien al corriente de que iban a llevar a Candice a casa de los Drinic.

Le vio retroceder hacia la salida, volver la cabeza y apretar el paso.

¿Qué hacía, le seguía o se quedaba vigilando a Matsumoto? ¿Qué era más importante ahora, Candice o Telford? Optó por quedarse. Como el lingüista estaba de nuevo en Edimburgo ya le localizaría. Vaya si lo haría…

Transcurrida más de una hora de juego pensó en cambiar un cheque para sacar más fichas. Ya le habían desplumado veinte libras y Candice comenzaba a pugnar por ocupar un sitio en su atiborrado cerebro. Hizo una pausa y fue hacia unas máquinas tragaperras, pero los destellos y los botones no eran para él. Desaprovechó tres avances y le faltaron puntos para un acumulado. Otras dos libras perdidas, ahora en un par de minutos. No era de extrañar la abundancia de máquinas tragaperras por todos lados. Tommy Telford había elegido un buen negocio. Volvió la camarera a preguntarle si quería beber algo más.

—No, gracias —dijo—. Poca animación hay esta noche.

—Es que es pronto —replicó ella—. A partir de las doce…

Él no pensaba quedarse tanto. Le llamó otra vez la atención Matsumoto alzando las manos y profiriendo otra sarta de palabras en japonés, asintiendo sonriente mientras retiraba sus fichas. Las cambió en la caja y se dirigió hacia la salida. Rebus esperó treinta segundos y abandonó también el salón de juego. Dio despreocupadamente las buenas noches a los vigilantes de seguridad sin dejar de sentir clavados sus ojos en la espalda mientras bajaba la escalera.

Matsumoto se abrochó la gabardina, se ciñó la bufanda y se encaminó hacia el hotel, pero Rebus de pronto se sintió rendido y dejó de seguirle a mitad de camino. No hacía más que pensar en Sammy, Lintz y El Comadreja y en el tiempo que aparentemente estaba perdiendo.

—A la mierda este juego de detectives.

Se dio media vuelta y fue hacia su coche. Goin’ Home, de Ten Years After.

Hasta Flint Street había un paseo de veinte minutos, casi todo cuesta arriba y con el viento no precisamente a favor. La ciudad estaba tranquila y la gente se apiñaba en las paradas de autobús; los estudiantes comían patatas asadas y fritas con salsa curry y algún que otro viandante volvía a casa con el paso inseguro de la borrachera. Se detuvo, frunció el ceño y miró a su alrededor. Allí era donde había dejado el Saab. Estaba seguro… Sí, seguro que lo había dejado en el mismo lugar que ahora ocupaba un Ford Sierra negro con un Mini detrás. Pero de su coche, ni rastro.

—¡Por Dios! —exclamó.

En la calzada no vio restos de vidrio, prueba de que no le habían sacudido un ladrillazo a la ventanilla. Ah, vaya cachondeo en el departamento… apareciese o no. Vio llegar un taxi y levantó la mano para pararlo pero recordó que estaba sin blanca y dijo al hombre que siguiera.

Su casa en Arden Street no quedaba lejos, pero aquello era la gota que colmaba el vaso.