Desayunó con Hogan panecillos con beicon en el DIC de St. Leonard. Habían instalado una sala de homicidios en Leith y a Hogan le correspondía estar allí, pero quería la documentación en poder de Rebus y sabía de sobra que no podía confiar en que se la enviase.
—Pensé que así te ahorraba molestias —le dijo.
—Eres un señor —dijo Rebus examinando el interior de su panecillo—. Oye, ¿el cerdo es una especie en peligro de extinción?
—Te he quitado media loncha —dijo Hogan sacándose de la boca una tira de grasa que arrojó a la papelera—. Pensé que te hacía un favor por el colesterol y todo eso.
Rebus dejó el panecillo a un lado, dio un sorbo a la lata de Irn-Bru, idea de Hogan como bebida matinal, y deglutió. ¿Qué importancia podía tener el consumo de azúcar comparado con el VIH?
—¿Qué te ha contado la mujer de la limpieza?
—Su gran pesar. En cuanto le dije que su patrón había muerto fue un mar de lágrimas —dijo Hogan sacudiéndose la harina de los dedos al terminar—. No conoce en persona a ninguno de sus amigos, nunca contestó al teléfono ni advirtió ningún cambio últimamente y no se cree que fuese un genocida. «Si hubiese matado a tanta gente yo me habría enterado», fueron sus palabras.
—¿Se toma por vidente o qué?
Hogan se encogió de hombros.
—Todo lo que he podido sacarle es que tenía bastante genio y que le pagaba por adelantado, por lo cual habrá de devolver dinero.
—Considéralo como un posible móvil.
Hogan sonrió.
—Hablando de móviles…
—¿Has averiguado algo?
—El abogado de Lintz me dio una carta del banco del difunto —dijo tendiéndole una fotocopia—. Hace diez días retiró cinco de los grandes.
—¿Al contado?
—Él sólo llevaba encima diez libras y en su casa había otras treinta. De los cinco grandes ni rastro. Para mí que podría tratarse de un chantaje.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Y la agenda de direcciones?
—Nos va a dar trabajo. Hay muchos teléfonos antiguos con las señas de gente que cambió de domicilio o personas fallecidas. Eso, aparte de varias asociaciones benéficas, museos… y un par de galerías de arte. —Hogan hizo una pausa—. ¿Y tú?
Rebus abrió el cajón y sacó las hojas de fax.
—Acabo de recibir las llamadas que Lintz quería conservar en secreto.
Hogan echó un vistazo a la lista.
—¿Las llamadas en general o alguna en particular?
—Lo he mirado por encima. Es de suponer que habrá personas con las que hablaba habitualmente cuyos números figurarán en los otros estadillos. La cuestión es detectar anomalías o excepciones.
—Lógico —dijo Hogan mirando su reloj—. ¿Alguna cosa más?
—Dos. ¿Recuerdas que te hablé del interés de la Brigada Especial?
—¿Abernethy?
Rebus asintió con la cabeza.
—Ayer intenté localizarlo.
—¿Y?
—Según su oficina venía hacia aquí. Ya se ha enterado.
—¿Así que Abernethy anda husmeando por aquí y tú no te fías de él? Magnífico. ¿Qué más?
—David Levy. He hablado con su hija y no sabe dónde está, únicamente que se fue de viaje.
—¿Y él odia a Lintz?
—Es posible.
—¿Cuál es su número de teléfono?
Rebus dio unos golpecitos sobre el montón de carpetas.
—Lo tienes ahí.
Hogan miró con cara de pocos amigos el enorme montón de papeles.
—Lo he reducido a lo estrictamente necesario —comentó Rebus.
—Tengo lectura para un mes.
—Lo mío es tuyo, Bobby —dijo Rebus encogiéndose de hombros.
Después de irse Hogan, Rebus volvió a la lista de British Telecom y vio que venía desglosada como él quería. Contenía muchas llamadas al abogado y algunas a una empresa de taxis. Llamó a un par de números que resultaron ser entidades benéficas; Lintz habría llamado para comunicarles su dimisión. Otras se salían de lo normal: había una de cuatro minutos al Hotel Roxburghe y una segunda de veintiséis a la Universidad de Edimburgo. La del Roxburghe para hablar con Levy, sin duda alguna. El propio Lintz había confesado que había hablado con él; pero hablar, discutir con él, era una cosa, y llamarle al hotel otra.
Al marcar el número de la universidad le contestaron en la centralita y pidió que le pusieran con el antiguo departamento de Lintz. La secretaria, que llevaba más de veinte años en el departamento y estaba a punto de jubilarse, se mostró muy solícita y le dijo que, aunque recordaba al profesor, este llevaba mucho tiempo sin contacto con el departamento.
—Yo me entero de todas las llamadas que recibimos.
—¿No hablaría directamente con algún profesor? —sugirió Rebus.
—Ninguno me lo ha comentado, además, aquí ya no hay nadie de la época del profesor Lintz.
—Así que no está en contacto con el departamento.
—No sé los años que hará que no hablo con él, inspector…
¿Con quién habría sostenido el anciano una conversación de más de veinte minutos? Dio las gracias a la secretaria y colgó. Llamó a los otros números y resultaron ser dos restaurantes, una tienda de licores y la emisora local; explicó a la recepcionista lo que quería y ella le dijo que haría cuanto pudiera por averiguarlo. Luego, volvió a llamar a los restaurantes para que le informaran si Lintz había reservado mesa en ellos.
Al cabo de media hora comenzaron a llamarle a él. En el primer restaurante había reservado mesa para cenar él solo; en cuanto a la emisora, le habían invitado a un programa y Lintz había dicho que lo pensaría pero después les llamó declinando la invitación; en el segundo restaurante había reservado mesa para dos.
—¿Para dos?
—El señor Lintz y otra persona.
—¿Sabe por casualidad quién era la «otra persona»?
—Me parece que un señor, bastante mayor, creo,… Lo siento, la verdad es que no lo recuerdo.
—¿Llevaba bastón?
—Me gustaría ayudarle pero a la hora de la comida tenemos tanta gente…
—Pero al señor Lintz lo recuerda, ¿no?
—El señor Lintz es cliente… era cliente habitual.
—¿Solía ir solo o acompañado?
—Casi siempre solo. A él le daba igual porque se traía un libro.
—¿Recuerda por casualidad a alguno de sus invitados?
—Sí, a una joven… su hija tal vez; o su nieta.
—¿Joven, dicen usted…?
—Más joven que él. —Una pausa—. Quizá bastante más joven.
—¿Eso cuándo fue?
—La verdad, no recuerdo —contestó, impaciente.
—Muchas gracias por la información. Le robo un minuto más… A esa mujer joven, ¿la invitó más de una vez?
—Lo siento, inspector, me reclaman en la cocina.
—Bien, si recuerda algo más…
—Cuente con ello, adiós.
Rebus colgó e hizo algunas anotaciones. Faltaba un número más. Lo marcó y aguardó.
—¡Diga!
—¿Quién habla?
—Habla Malky. ¿Y tú quién coño eres?
Se oyó una voz al fondo: «Tommy dice que la nueva máquina está jodida». Rebus colgó. La temblaba la mano. «La máquina nueva…». Tommy Telford en la moto del salón de juegos. Recordaba las fotos de vigilancia de los miembros de La familia: Malky Jordán, con su nariz chata y sus ojuelos en aquella cara regordeta. ¿Joseph Lintz hablando con un hombre de Telford? ¿Llamando a la oficina del gángster? Buscó el número del móvil de Hogan.
—Bobby, si estás al volante reduce velocidad… —dijo.
A juicio de Hogan, cinco grandes en metálico era el estilo de Telford. ¿Chantaje? Pero ¿en relación a qué? ¿Y qué otra cosa…?
Hogan opinaba que había que hablar con Telford.
A juicio de Rebus, cinco de los grandes era demasiado para un asesino a sueldo. Aunque, quién sabe; pensó en Lintz… Un pago de cinco de los grandes a Telford para organizar el «accidente». El móvil: ¿asustarle para que abandonase el caso? De momento volvía a sospechar del viejo.
Rebus tenía en la estación de Haymarket una cita que no había mencionado a nadie. Era un lugar ideal para pasar inadvertido. En un banco del primer andén le esperaba Ned Farlowe. Parecía cansado: la preocupación por Sammy. Hablaron de ella un par de minutos y Rebus fue enseguida al grano.
—¿Sabes que han asesinado a Lintz?
—Ya suponía que esto no era una cita de cortesía.
—Las indagaciones van orientadas hacia un posible chantaje.
Farlowe puso cara de interés.
—¿Se negó a pagar?
«Pagar sí que pagó —pensó Rebus—. Pagó y a pesar de todo se lo cargaron».
—Mira Ned, esta conversación es oficiosa. Realmente debería interrogarte.
—¿Porque lo seguí unos días?
—Sí.
—¿Me convierte eso en sospechoso?
—Te convierte en posible testigo.
Farlowe se quedó pensativo.
—Una tarde vi a Lintz salir de su casa y dirigirse a una cabina telefónica para hacer una llamada y volverse inmediatamente después.
Por no utilizar su propio teléfono… ¿Por temor a tenerlo intervenido? ¿Por temor a que localizasen el número al que llamaba? Intervenir teléfonos era uno de los recursos preferidos de la Brigada Especial.
—Y además —añadió Farlowe—, habló en la puerta de la calle con una mujer que parecía estarle esperando. Fue una conversación breve y creo que ella lloraba al irse.
—¿Cómo era?
—Alta, morena, pelo negro corto, bien vestida, y llevaba una cartera.
—¿Qué clase de ropa?
Farlowe se encogió de hombros.
—Falda y chaqueta a juego de cuadros blancos y negros. Muy… elegante.
La descripción correspondía a Kirstin Mede, quien en su mensaje telefónico le había dicho a Rebus: «No puedo seguir con esto…».
—Quiero preguntarle una cosa sobre esa Candice —añadió Farlowe.
—¿Qué pasa con ella?
—Me comentó usted si había sucedido algo extraño antes de que atropellaran a Sammy.
—¿Y bien?
—Pues que precisamente lo extraño fue eso: ella, ¿no? —dijo Farlowe entrecerrando los ojos—. ¿Hay alguna relación entre esa mujer y el atropello?
Rebus le miró sin contestar y el joven asintió repetidas veces con la cabeza.
—Gracias por confirmármelo. ¿Quién era?
—Una de las prostitutas que explota Telford.
Farlowe se puso en pie de un salto y comenzó a pasear de arriba abajo por el andén. Rebus aguardó a que volviera a sentarse. Cuando lo hizo echaba fuego por los ojos.
—¿Se le ocurre nada menos que esconder a una puta de Telford en casa de su hija?
—No tenía otro remedio. Telford sabe dónde vivo y…
—¡Se ha aprovechado de nosotros! —exclamó e hizo una pausa—. Ha sido obra de Telford, ¿verdad?
—No lo sé —respondió Rebus. Farlowe volvió a ponerse en pie como un resorte—. Escucha, Ned, no quisiera que…
—Con toda franqueza, inspector, no creo que sea usted el más indicado para dar consejos.
Echó a andar y aunque Rebus fue tras él llamándole no volvió la cabeza ni una sola vez.
Al entrar en la oficina de la Brigada Criminal le rozó un avión de papel que fue a estrellarse contra la pared. Ormiston estaba con los pies encima de la mesa y sonaba una suave música country en un casete que había en la repisa de la ventana detrás de la mesa de Claverhouse. Siobhan Clarke estaba sentada en una silla a su lado y ambos leían un informe.
—No formáis que digamos el equipo A —dijo Rebus recogiendo el avión, enderezándole el morro arrugado y lanzándoselo a Ormiston, quien le preguntó qué le llevaba por allí.
—Servicio de enlace —respondió él—. Mi jefe quiere informes diarios.
Ormiston miró a Claverhouse, que había inclinado hacia atrás la silla y apoyaba la cabeza en las manos.
—¿A que no adivinas lo que hemos ganado?
Rebus se sentó frente a Claverhouse y saludó a Siobhan con una inclinación de cabeza.
—¿Cómo está Sammy? —preguntó ella.
—Igual —respondió.
Claverhouse parecía avergonzado y Rebus fue consciente de pronto de que podía servirse de Sammy como incentivo para despertar simpatía en los demás. ¿Por qué no? ¿No la había utilizado en el pasado? ¿No había dado en el clavo Ned Farlowe?
—Se ha suspendido la vigilancia —dijo Claverhouse.
—¿Por qué?
Ormiston lanzó un bufido, pero fue Claverhouse quien contestó.
—Porque es costosa y da pocos resultados.
—¿Órdenes superiores?
—Consideraban que no íbamos a conseguir nada.
—¿Y vamos a dejar que Telford campe por sus respetos?
Claverhouse se encogió de hombros. Rebus pensó que la noticia llegaría a Newcastle y que Jake Tarawicz lo celebraría pensando que él había cumplido el trato, con lo que Candice quedaría a salvo. Podría ser.
—¿Alguna novedad sobre el homicidio del club nocturno?
—Nada que lo vincule con tu amigo Cafferty.
—No es amigo mío.
—Lo que tú digas. Ormie, enchufa el hervidor.
Ormiston miró a Clarke y se levantó a regañadientes. Rebus había creído que la tensión en el ambiente se debía exclusivamente al asunto de Telford, pero lo que sucedía era que Claverhouse y Clarke habían hecho buenas migas y Ormiston había quedado marginado, relegado al papel del niño que hace avioncitos para llamar la atención. Le vino al pensamiento una antigua canción de Status Quo: Avión de papel, pero allí se había alterado el statu quo, Clarke había sustituido a Ormiston, le eximía de preparar el té.
Era comprensible el cabreo de Ormiston.
—Me han dicho que herr Lintz era un tanto juerguista —dijo Claverhouse.
—Esa sí que es buena.
El busca de Rebus sonó en ese momento y en la pantalla apareció un número de teléfono.
Utilizó el aparato de Claverhouse y le pareció que la comunicación procedía de una cabina en la calle por los ruidos y el zumbido del tráfico que oía.
—¿Señor Rebus?
Reconoció la voz de inmediato: El Comadreja.
—¿Qué hay?
—Un par de preguntas. ¿Tiene idea de la marca del casete del coche?
—Sony.
—¿Con frontal desmontable?
—Exacto.
—¿O sea que sólo se llevaron la radio?
—Sí.
Claverhouse y Clarke volvieron a enfrascarse en el informe fingiendo no escuchar.
—¿Y las cintas? ¿No dijo que habían robado unas cintas?
—De ópera: Las bodas de Fígaro y Macbeth de Verdi. —Rebus cerró los ojos pensando—. Otra más con temas famosos de películas, y los mejores éxitos de Roy Orbison.
La última era de la esposa del dueño. Rebus sabía lo que estaría pensando El Comadreja: el que las había robado trataría de revenderlas en pubs o en mercadillos en que se daba salida a mucho género robado. Pero localizar al que las había hurtado del coche abierto no iba a servir para detener al conductor… A menos que el ratero infantil que había dejado sus huellas hubiese visto quién dejaba allí el coche si andaba ya merodeando por la calle…
En cuyo caso sería un testigo ocular capaz de dar una descripción del conductor.
—Las únicas huellas que tenemos son pequeñas, de un niño.
—Interesante.
—Si me necesitas para algo más, ya sabes —dijo Rebus.
El Comadreja colgó.
—Sony es una buena marca —dijo Claverhouse como quien no quiere la cosa.
—Se trata de objetos robados en un coche que posiblemente estén localizados —dijo Rebus.
Ormiston ya tenía hecho el té, y cuando Rebus fue a coger una silla vio pasar a alguien por delante de la puerta y dejó el asiento, salió disparado y le cogió por el brazo.
Abernethy se volvió como accionado por un resorte pero al ver quién era se sosegó.
—Mira qué gracia, hijo. Casi te ganas un puñetazo —dijo sin dejar de mascar chicle.
—¿Qué haces tú por aquí?
—De visita —respondió Abernethy mirando la puerta abierta y retrocediendo hacia ella—. ¿Y tú?
—Trabajando.
Abernethy leyó con sorna en voz alta el rótulo de la puerta, «Brigada Criminal», y miró a los de dentro para, acto seguido, pasar al cuarto con las manos en los bolsillos seguido de Rebus.
—Abernethy, de la Brigada Especial —dijo el londinense a guisa de presentación—. Buena idea lo de esa música; ponedla en los interrogatorios y lograréis agotar a los sospechosos.
Sonreía y miraba el despacho como si estuviera pensando en instalarse allí. Cogió de la esquina de la mesa la taza destinada a Rebus, dio un sorbo, torció el gesto y continuó mascando chicle. Los tres le miraban como estatuas de piedra. Por obra y gracia de Abernethy habían recuperado de pronto el espíritu de equipo.
—¿En qué estáis trabajando? —Los cuatro guardaron silencio—. Debe de estar mal el rótulo de ahí afuera. Debería de poner Brigada de Mimo —añadió el londinense.
—¿Qué se le ofrece? —dijo Claverhouse conteniendo el tono de voz pero con cara de pocos amigos.
—No lo sé; fue John quien me hizo entrar.
—Y ahora te hago salir —añadió Rebus cogiéndole del brazo, pero Abernethy se zafó de él—. Anda, hablemos en el pasillo… por favor.
—La conducta forma al hombre, John —dijo Abernethy sonriendo.
—¿Qué es lo que le forma a usted?
Abernethy volvió despacio la cabeza mirando a Siobhan Clarke, autora del comentario.
—Yo soy un tipo normal con un corazón de oro y treinta centímetros muy apañados —replicó sin perder la sonrisa.
—A juego con los treinta de puntuación de su cociente intelectual —replicó ella volviendo a enfrascarse en el informe.
Ormiston y Claverhouse hicieron esfuerzos por contener la risa al ver que Abernethy salía en estampida. Rebus tardó un instante en seguirle, vio que Ormiston daba unas palmaditas en la espalda a Siobhan, y fue tras los pasos del de la Brigada Especial.
—¡Qué tía! —exclamó Abernethy dirigiéndose a la salida.
—Es amiga mía.
—Ya se sabe que cada uno elige sus amistades… —comentó Abernethy meneando la cabeza.
—¿A qué se debe tu regreso?
—¿Es que hace falta preguntarlo?
—Muerto Lintz, caso cerrado en lo que a ti respecta.
Salieron del edificio.
—¿Y qué?
—¿Cómo haces un viaje tan largo —insistió Rebus—, habiendo teléfono y fax?
Abernethy se detuvo y se volvió hacia él.
—Para atar cabos sueltos.
—¿Qué cabos sueltos?
—Ninguno —replicó Abernethy con una sonrisa desmayada sacando una llave del bolsillo.
A unos metros del coche lo abrió con el mando a distancia.
—Abernethy, ¿qué es lo que sucede?
—Nada que pueda preocupar a tu linda cabecita —respondió abriendo la portezuela.
—¿Te alegras de que haya muerto?
—¿Quién?
—Lintz. ¿Qué sientes sabiendo que le han asesinado?
—No siento nada. Ha muerto, lo que significa que puedo tacharle de la lista.
—La última vez que estuviste aquí le previniste.
—No es cierto.
—¿Tenía intervenido el teléfono? —Abernethy se limitó a lanzar un resoplido—. ¿Sabías que podían matarle?
Abernethy se volvió hacia Rebus.
—¿A ti qué puede importarte? Yo te lo digo: nada. El caso lo llevan en Homicidios de Leith y tú no tienes nada que ver. Punto.
—¿Se trata de la Ruta de Ratas? ¿De un caso demasiado embarazoso si saliera a la luz?
—Pero ¿qué te pasa? Tranquilízate.
Abernethy subió al coche, puso el motor en marcha y bajó el cristal de la ventanilla, tal como esperaba Rebus.
—O sea, que te hacen viajar seiscientos kilómetros simplemente para comprobar que no hay cabos sueltos.
—¿Y qué?
—Lo que quiere decir que hay un cabo suelto bastante grande, ¿no? —Rebus hizo una pausa—. A menos que tú sepas quién mató a Lintz.
—Eso os lo dejo a vosotros.
—¿Vas a Leith?
—Tengo que hablar con Hogan —respondió Abernethy mirándole—. Eres un cabronazo, ¿sabes? Y algo egoísta.
—¿Por qué?
—Si yo tuviera una hija en el hospital, la investigación sería mi última preocupación.
En el momento en que Rebus se lanzaba contra la ventanilla Abernethy arrancó a toda velocidad. Se quedó allí parado y oyó pasos a su espalda: Siobhan Clarke.
—¡Lárgate con viento fresco! —exclamó mirando al coche que se alejaba. Abenerthy sacó por la ventanilla un dedo tieso y ella le respondió con dos en igual posición—. No he querido decir nada en el despacho… —comenzó a decirle a Rebus.
—Ayer me hice el análisis —mintió Rebus.
—Será negativo.
—¿Estás segura?
—Ormiston ha tirado tu té y dice que va a desinfectar la taza —añadió ella.
—Es el efecto Abernethy. Oye, ten presente que Ormiston y Claverhouse son amigos desde hace años —añadió mirándola.
—Lo sé. Creo que Claverhouse está enamorado de mí. Se le pasará, pero mientras tanto…
—Ve con cuidado —comentó él mientras volvían hacia el edificio—, y no te dejes llevar al huerto.