David Levy ya no estaba en Edimburgo. Al menos, no en el Hotel Roxburghe. Lo único que se le ocurrió para ponerse en contacto con él fue llamar a la Oficina de Investigación del Holocausto en Tel Aviv y preguntar por Solomon Mayerlink. Mayerlink no estaba, pero Rebus explicó quién era, insistió en que necesitaba hablar urgentemente con él y consiguió que le dieran el número de su teléfono particular.
—¿Hay alguna novedad sobre Linzsteck, inspector? —preguntó Mayerlink con voz áspera.
—En cierto modo. Ha muerto.
Silencio y una especie de suspiro.
—Es una lástima.
—¿Ah, sí?
—La gente muere llevándose consigo parte de la historia. Habríamos preferido verle ante un tribunal, inspector. Muerto, de nada sirve, —una pausa—. Supongo que para usted es caso cerrado.
—Lo único que cambia es la naturaleza de la investigación, porque fue asesinado.
Oyó ruidos de electricidad estática en la línea mientras se producía una larga pausa.
—¿Cómo murió?
—Colgado de un árbol.
Se hizo un largo silencio en la línea telefónica.
—Ya —dijo Mayerlink finalmente con voz ligeramente hueca—. ¿Cree que esas acusaciones provocaron su muerte?
—¿Usted qué cree?
—Yo no soy policía.
Pero Rebus sabía que Mayerlink mentía, ya que había sido él quien eligió una vida de auténtica dedicación policíaca. Un poli de la historia.
—Tengo que hablar con David Levy —dijo Rebus—. ¿Sabe su dirección y teléfono?
—¿Fue a verle a usted?
—Le consta que así es.
—Con David nunca se sabe. No trabaja para nosotros más que por simple motivación personal y no siempre presta ayuda cuando se le solicita.
—Pero tendrá algún modo de ponerse en contacto con él…
Mayerlink tardó un minuto en darle lo que quería: una dirección de Sussex y un número de teléfono.
—Inspector, ¿es David el sospechoso número uno?
—¿Por qué lo dice?
—Le aseguro que va mal encaminado. ¿Cree usted que Levy puede ser un asesino?
Vestimenta de safari, bastón.
—Los hay de todo tipo —replicó Rebus colgando.
Llamó insistentemente al número de Levy pero no contestaban. Hizo una pausa de dos minutos para tomarse un café y volvió a probar. Nada. Llamó a British Telecom y tras explicar lo que quería le pasaron la comunicación a la persona encargada.
—Atiende su llamada Justine Graham. ¿En qué puedo servirle, inspector?
Rebus le dio los datos de Lintz.
—Solía recibir el recibo con el desglose de las llamadas pero últimamente cambió.
Oyó teclear sobre el ordenador.
—Así es —dijo la empleada—. El cliente pidió que dejásemos de enviarle el recibo desglosado.
—¿Dijo por qué motivo?
—No consta. No hace falta alegar nada, ¿sabe?
—¿Cuándo lo hizo?
—Hace un par de meses. La facturación mensual la tenía solicitada hace años.
Facturación mensual: porque era meticuloso y llevaba su contabilidad al mes. Un par de meses antes, en septiembre, al saltar el escándalo a los medios de comunicación debió de adoptar la decisión de no dejar constancia de las llamadas.
—¿Tienen una relación de llamadas que no figuran desglosadas en la factura?
—Sí, debe de haberla.
—Le agradecería que me facilitara una lista de todas las llamadas no especificadas en el recibo a partir de la primera hasta las de esta mañana.
—¿Es cuando ha muerto?
—Sí.
—Bien, tendré que comprobarlo —dijo tras una pausa de indecisión.
—Haga el favor. Señorita, tenga en cuenta que es una investigación por homicidio.
—Sí, naturalmente.
—La información que nos dé puede ser crucial.
—Sí, me hago cargo…
—Por lo que sería de agradecer si la tuviera hoy mismo…
—Eso no podría prometérselo —respondió la mujer vacilante.
—Algo más. Falta la factura de septiembre y necesito una copia. Apunte mi número de fax para mayor rapidez.
Rebus se levantó de la mesa y fue a celebrarlo con otra taza de café más un cigarrillo en el aparcamiento. No sabía si lo recibiría aquel mismo día, pero estaba seguro de que la mujer se lo enviaría lo antes posible. ¿No era lo menos que puede pedirse a una persona?
Otra llamada; esta a la Brigada Especial de Londres para preguntar por Abernethy.
—Le paso.
Oyó que descolgaban y un gruñido a guisa de respuesta.
—¿Abernethy? —preguntó al tiempo que oía tragar líquido.
—No está —contestó una voz poco clara—. ¿Qué desea? —añadió, vocalizando mejor.
—Quería hablar con él.
—Puedo avisarle por el busca si es urgente.
—Soy el inspector Rebus de la policía de Lothian y Borders.
—Ah, bien. ¿Es que se le ha perdido?
—Ya sabe cómo es Abernethy —respondió Rebus con gesto burlón y cierta sorna.
—A mí me lo va a decir.
—Por eso le agradecería…
—Sí, claro. Escuche, deme su teléfono y le diré que le llame.
—¿No tiene idea de dónde puede estar?
—En su ciudad, amigo. Pero a saber dónde.
«Está aquí —pensó Rebus—. En Edimburgo».
—Me imagino que ahí estarán más tranquilos sin él.
Oyó risas y luego el ruido al encender un cigarrillo y expulsar el humo.
—Es como estar de vacaciones. Quédenselo el tiempo que quieran.
—¿Cuánto hace que no anda por ahí?
Una pausa. A medida que se prolongaba el silencio Rebus notó el cambio de actitud.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Inspector Rebus. Sólo quería saber cuándo salió de Londres.
—Esta mañana, nada más enterarse. Bien, ¿qué me gano, el coche o el carrito de la azafata?
Ahora fue Rebus quien se echó a reír.
—Lo siento, era simple curiosidad.
—Tendré cuidado en decírselo.
La comunicación se cortó con un clic.
Por la tarde Rebus volvió a llamar a British Telecom y a casa de Levy, en donde esta vez contestó una mujer.
—¿Señora Levy? Soy John Rebus, desearía hablar con su esposo.
—Con mi padre, dirá.
—Ah, perdón. ¿Está su padre en casa?
—No, no está.
—¿Tiene usted idea de dónde…?
—En absoluto —replicó en tono picado—, para él soy su asistenta y como una extraña en su vida. Perdone, usted, señor… —añadió más comedida.
—Rebus.
—Es que nunca me dice cuánto tiempo va a estar fuera.
—¿Está de viaje en este momento?
—Lleva quince días fuera de casa y no telefonea más que dos o tres veces por semana para preguntar si le han llamado o tiene correo y como mucho saber qué tal estoy.
—¿Y qué tal está usted?
—Sí, ya sé que le pareceré su madre o algo así —replicó ella en un tono algo más risueño.
—Bueno, los padres, ¿sabe usted…? —añadió Rebus mirando al vacío—. Si no se les dice que ha sucedido alguna adversidad asumen alegremente que todo va bien.
—¿Habla por experiencia?
—Ya lo creo.
—¿Se trata de algo importante? —inquirió ella con interés.
—Muy importante.
—Bien, deme su número de teléfono y cuando llame le diré que se ponga en contacto con usted.
—Gracias.
Rebus le dio de carrerilla los números de su casa y del móvil.
—Muy bien —dijo ella—. ¿Quiere dejar algún recado?
—No; sólo que me llame. —Hizo una pausa—. ¿Ha recibido alguna otra llamada?
—¿De alguien buscándole, se refiere usted? ¿Por qué lo pregunta?
—Pues… por nada. —No quería decir que era policía por no asustarla—. Por nada —repitió.
Cuando colgó alguien le tendió otro café.
—Ese auricular debe de estar al rojo vivo.
Lo tocó con la punta de los dedos y sí que estaba caliente, pero en aquel momento volvió a sonar el teléfono y lo cogió.
—Inspector Rebus.
—John, soy Siobhan.
—Hola, ¿cómo te va?
—John, ¿recuerdas aquel tipo?
—¿Qué tipo?
—Danny Simpson.
—El lacayo de Telford, el despellejado.
—¿Qué pasa con él?
—Me dicen que es VIH positivo. Su médico de cabecera acaba de comunicarlo en el hospital.
Rebus sintió la sangre salpicándole en los ojos, mojándole las orejas, regándole el cuello…
—Pobrecillo —musitó.
—Tendría que habernos informado en aquel momento.
—¿Cuándo?
—Cuando lo llevamos a Urgencias.
—El pobre tenía otras cosas en que pensar y más aún con la cabeza tan desabrigada.
—¡Por Dios, John, un poco de seriedad! —Se oyó la exclamación y algunos alzaron la cabeza del escritorio—. Tienes que hacerte un análisis de sangre.
—Muy bien. Por cierto, ¿cómo está?
—Le han dado de alta, pero está mal. E insiste en la misma versión de los hechos.
—¿Influencia acaso del abogado de Telford?
—¿Ese baboso de Charles Groal? Naturalmente.
—Así te ahorras una tarjeta para San Valentín.
—Oye, llama al hospital y hablas con la doctora Jones para que te dé cita. Pueden hacerte el test enseguida, aunque no es el último grito ya que los resultados tardan tres meses.
—Gracias, Siobhan.
Colgó y tamborileó con los dedos en el teléfono con los dedos. ¿No sería maldita la gracia…? Él, que perseguía a Telford, hace de buen samaritano con uno de sus hombres, pilla el sida y la diña. Se quedó mirando al techo.
«Vaya gracia, Gran Jefe».
Sonó de nuevo el teléfono. Lo cogió de un manotazo.
—Centralita —dijo.
—¿Eres tú, John? Patience Aitken.
—La única e incomparable.
—Quería saber si sigue en pie lo de esta noche.
—A decir verdad, Patience, no sé qué decirte. No estoy muy fino.
—¿Quieres que lo dejemos?
—Ni mucho menos. Pero es que tengo que hacer una cosa en el hospital.
—Sí, claro.
—No, no es eso. No es por Sammy, sino por mí.
—¿Qué te pasa?
Se lo explicó.
Fue con ella. Era en el mismo hospital de Sammy, pero en otro departamento. Lo que menos deseaba era tropezarse con Rhona y explicarle que cabía la posibilidad de que estuviera infectado por el sida, porque era capaz de echarle allí mismo una bronca.
La sala de espera era blanca y limpia; en las paredes había paneles de información y en las mesitas, folletos, como si el virus fuese una cuestión administrativa.
—Hay que reconocer que para un lazareto no está mal.
Patience se abstuvo de comentarios. Ahora estaban solos tras pasar por la recepción y después de que una enfermera anotara sus datos. Se abrió otra puerta.
—¿Señor Rebus?
Una mujer alta y delgada con bata blanca le escrutaba desde el umbral. La doctora Jones, pensó. Patience se puso en pie cogiéndole del brazo para entrar pero a mitad de camino Rebus giró sobre sus talones.
Patience le alcanzó afuera y le preguntó qué sucedía.
—No quiero saberlo —dijo él.
—Pero John…
—Vamos, Patience. Sólo fueron unas simples salpicaduras de sangre.
Ella no parecía muy convencida.
—Tienes que hacerte el análisis.
Él volvió la vista hacia el edificio.
—Bueno, pero otro día, ¿vale? —añadió mientras echaba a andar.
Era la una de la madrugada cuando regresó a Arden Street. No había ido a cenar con Patience y optó por ir al hospital para hacer compañía a Rhona sellando un pacto con el Gran Jefe: si le devolvía a Sammy, dejaba la bebida. Acompañó a Patience a su casa y lo último que ella le dijo fue:
—Hazte el análisis. No lo dejes.
Estaba cerrando el coche cuando de pronto se le acercó un tipo.
—Señor Rebus, cuánto tiempo.
Conocía aquella cara. Barbilla puntiaguda, dientes mellados y respiración entrecortada. El Comadreja: uno de los hombres de Cafferty. Vestía como un mendigo, un camuflaje perfecto para su cometido de hacer de ojos y oídos del jefe en la calle.
—Tenemos que hablar, señor Rebus.
No sacaba las manos de los bolsillos de un abrigo demasiado grande para él y miraba hacia el portal.
—En mi casa no —dijo Rebus.
Había cosas sagradas.
—Aquí hace frío.
Rebus negó con la cabeza y El Comadreja sorbió por la nariz.
—¿Cree que la atropellaron aposta?
—Sí —contestó Rebus.
—¿Con intención de matarla?
—No lo sé.
—Un profesional no se andaría con bromas.
—Entonces, sería un aviso.
—Nos ayudaría disponer de sus datos.
—Eso no puede ser.
El Comadreja se encogió de hombros.
—¿No pidió usted ayuda al señor Cafferty?
—No puedo entregar mis notas. ¿Qué te parece un resumen?
—Algo es algo.
—Rover 600 robado en George Street la misma tarde y abandonado en una calle cerca del cementerio de Piershill. Radio y cintas robadas… no necesariamente por la misma persona.
—Rateros.
—Podría ser.
El Comadreja reflexionó un instante.
—Para ser un aviso… tendrían que haber recurrido a un conductor profesional.
—Sí —asintió Rebus.
—Y de los nuestros no ha sido… Así que eso reduce la cifra. Un Rover 600… ¿de qué color?
—Verde Sherwood.
—¿Aparcado en George Street?
Rebus asintió.
—Bueno, gracias —dijo El Comadreja dándose la vuelta para marcharse—. Me alegra volver a tratar con usted, señor Rebus —añadió antes de alejarse.
Rebus iba a decir algo pero recordó que necesitaba a El Comadreja más que El Comadreja a él. Pensó en cuánto había aguantado a Cafferty y cuánto tendría que aguantarle. ¿Toda la vida? ¿No habría sellado un pacto con el diablo?
Por Sammy habría sido capaz de mucho más…
En su casa puso el compacto de Rock’n Roll Circus y lo avanzó hasta las canciones de los Rolling Stones. Vio que el contestador automático parpadeaba. Había tres mensajes. El primero de Hogan.
—Hola, John. Era por comprobar si sabías algo de British Telecom.
Cuando él había salido de la comisaría aún no. Mensaje número dos, de Abernethy.
—Soy yo otra vez, el chico malo, etcétera. Me han dicho que me buscabas. Te llamo mañana. Adiós.
Rebus se quedó mirando el aparato, con deseos de que Abernethy dijera algo más o insinuara por dónde andaba, pero el aparato pasó al tercer mensaje; de Bill Pryde.
—John, he intentado localizarte en el despacho y te he dejado un mensaje. Pero pensé que querrías saber que nos han dado el resultado definitivo de las huellas. Si quieres localizarme en casa, el número es…
Rebus tomó nota. Eran las dos de la mañana pero Bill lo comprendería.
Al cabo de unos dos minutos contestó una voz de mujer algo borracha.
—Perdone —dijo Rebus—. ¿Está Bill?
—Ahora se pone.
Oyó que hablaban entre ellos y que a continuación cogían el receptor.
—Bueno, ¿qué hay de las huellas? —preguntó.
—¡Cielo santo, John! ¡Te dije que podías llamar pero no a estas horas!
—Es importante.
—Lo sé. ¿Cómo sigue Sammy?
—Inconsciente.
Pryde bostezó.
—Bueno, la mayoría de las huellas del interior son del dueño y de su mujer. Pero hay otras y lo curioso es que son de niño.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Por su tamaño.
—Hay muchos adultos con manos pequeñas.
—Bueno, sí…
—Te noto un tanto escéptico.
—Mira, hay dos probabilidades: que a Sammy la atropellara alguien que daba una vuelta con un coche robado, o que las huellas sean del que limpió el interior una vez abandonado en el cementerio.
—¿El crío que robó la radio y las cintas?
—Exacto.
—¿No hay más huellas? ¿Ni parciales?
—El coche está limpio, John.
—¿Y por fuera?
—Lo mismo. Hay tres clases de huellas en las puertas más las de Sammy en el capó —Pryde volvió a bostezar—. Así que tu teoría de una venganza…
—Sigue en pie. Un profesional usaría guantes.
—Es lo que yo he pensado. Pero no hay tantos profesionales.
—No.
Rebus pensó en El Comadreja: «Me estoy metiendo en el fango para cazar una babosa», se dijo. Pero esta vez por motivos personales.
Y no creía que fuese a haber juicio.