16

Los vecinos de Joseph Lintz eran una artista y su esposo por un lado, y un abogado jubilado y su esposa por el otro. La artista tenía una mujer de la limpieza llamada Ella Forgan cuya dirección y teléfono les facilitó. Vivía en East Claremont Street.

De aquellas dos entrevistas la única información que recogieron fue sorpresa y horror por la muerte de Lintz y elogios al apacible y cortés vecino que todos los años enviaba una felicitación por Navidad y que en julio, un domingo por la tarde, les invitaba a una copa. No podían afirmar con exactitud si se ausentaba mucho porque era un hombre que salía de vacaciones sin avisar a nadie, salvo a la señora Forgan. Visitas, recibía pocas; o al menos era lo que ellos habían advertido, lo que, en resumidas cuentas, venía a ser lo mismo.

—¿Hombres? ¿Mujeres? ¿O las dos cosas? —preguntó Rebus.

—Yo diría que las dos cosas —contestó la artista pensándoselo—. Realmente, sabíamos muy poco de él teniendo en cuenta que éramos vecinos hace más de veinte años…

Ah, algo también característico de Edimburgo; al menos en aquella clase de barrio. La riqueza era algo muy privado en la ciudad, no un objeto de presunción llamativo, sino una condición discretamente a resguardo tras los muros de piedra.

Rebus y Hogan celebraron conferencia al salir.

—Yo llamaré a la mujer de la limpieza para ver si puedo hablar con ella en la casa —dijo Hogan mirando hacia la puerta de entrada.

—Me gustaría saber de dónde sacó el dinero para comprar una casa como esta —comentó Rebus.

—No resultará fácil de averiguar.

Rebus asintió con la cabeza.

—Deberíamos empezar por el abogado. ¿Y la agenda de direcciones? ¿No valdría la pena localizar a alguno de sus escurridizos amigos?

—Pues sí —contestó Hogan poco animado por la perspectiva.

—Yo averiguaré lo de los recibos de teléfono —dijo Rebus—, a ver si nos da alguna pista.

Hogan asintió con la cabeza.

—No olvides pasarme copia de tu documentación. ¿Tienes algo más entre manos en este momento?

—Bobby, si el tiempo fuese dinero, estaría empeñado con todos los prestamistas de Edimburgo.

Mae Crumley llamó a Rebus al móvil.

—Creí que ya no se acordaba de mí —dijo a la jefa de Sammy.

—Inspector, soy simplemente metódica y supongo que lo prefiere. —Rebus se detuvo en un semáforo—. Fui a ver a Sammy. ¿Hay alguna novedad?

—La verdad es que no. ¿Así que habló con sus clientes?

—Sí, y todos se mostraron sinceramente contrariados y sorprendidos; lamento decepcionarle.

—¿Por qué piensa que me decepciona?

—Sammy mantenía con ellos muy buena relación y ninguno le habría deseado ningún mal.

—¿Y los que rechazaron su asesoramiento?

Crumley dudó.

—Bueno sí, uno… No quiso tratar con ella al saber que su padre era inspector de policía.

—¿Cómo se llama?

—Pero ese no pudo ser.

—¿Por qué?

—Porque se suicidó. Se llamaba Gavin Tay y era conductor de una camioneta de helados…

Rebus le dio las gracias y colgó. Si habían tratado de matar a Sammy, la pregunta que se planteaba era: ¿Por qué? Él investigaba en el caso Lintz y Ned Farlowe había estado vigilando al anciano; él había tenido dos enfrentamientos con Telford, y Ned preparaba un libro sobre el crimen organizado. Y luego, estaba Candice… ¿No le habría contado algo a Sammy, algo que supusiera un riesgo para Telford, o para el señor Ojos Rosa? Imposible saberlo, pero estaba totalmente seguro de que el sospechoso más probable, el que tenía menos escrúpulos, era Tommy Telford. Recordó la primera entrevista y las palabras del joven gángster: «Eso es lo bueno de los juegos, que se puede volver a empezar después de un accidente. En la vida real no». Entonces le pareció una bravata, una fanfarronada para la galería, pero ahora le sonaba a amenaza.

Y además surgía el caso del señor Taystee, que relacionaba a Sammy con Telford; Taystee, cuyo trabajo era vender a la salida de los clubs de Telford y que no había querido saber nada de Sammy. No había más remedio que hablar con la viuda.

El problema principal que se perfilaba era la amenaza del señor Ojos Rosa de que si no dejaban en paz a Telford, Candice las pagaría. Asaltaron la imaginación de Rebus imágenes de Candice arrancada de su país y de los suyos, utilizada, violada y autolesionada como último recurso, aferrándose a las piernas de un desconocido… Recordó las palabras de Levy: «¿Puede el tiempo borrar la responsabilidad?». La justicia era algo bueno y noble, pero la venganza…, la venganza era un sentimiento mucho más fuerte que un concepto abstracto como «justicia». Se preguntó si Sammy querría venganza. Probablemente no. Desearía que ayudase a Candice, es decir, que cediera a las pretensiones de Telford. Pero Rebus no se veía capaz.

Y ahora habían asesinado a Lintz; un homicidio sin relación pero con consecuencias indirectas.

«Nunca me he sentido a gusto con el pasado, inspector», le dijo Lintz en una ocasión.

Lo curioso es que Rebus sentía lo mismo respecto al presente.

Joanne Tay vivía en Colinton, en un semiadosado nuevo de tres dormitorios. El Mercedes de marras seguía aparcado en el camino de entrada.

—Es muy grande para mí. Tendré que venderlo —dijo la mujer a Rebus.

Rehusó el té que le ofrecía y se sentó en el cuarto de estar atiborrado de adornos y cuadritos. Joanne Tay guardaba luto; vestía blusa y falda de color negro y llamaban la atención sus profundas ojeras. Rebus ya la había interrogado al iniciarse la investigación del caso de la muerte de su marido.

—No acabo de explicarme por qué lo haría —dijo, como si estuviera absolutamente convencida de que había sido un suicidio.

Pero la autopsia y los análisis lo cuestionaban.

—¿Ha oído hablar de un hombre llamado Tommy Telford? —inquirió Rebus.

—El dueño de un club nocturno, ¿no es eso? Gavin me llevó allí una vez.

—¿Así que su marido lo conocía?

—Parece que sí.

Evidente, porque Taystee no iba a plantar el puesto de perritos calientes delante del local de Telford sin permiso de este. Y casi con toda seguridad un permiso de Telford equivalía a un pago en una u otra modalidad: un porcentaje… o algún favor.

—¿Dice usted que la semana antes de morir anduvo muy ocupado? —preguntó Rebus.

—No paró de trabajar.

—¿Día y noche? —La mujer asintió con la cabeza—. Aquella semana hizo muy mal tiempo.

—Ya lo creo. Ya le dije yo que no iba a vender ningún helado, porque llovía a cántaros. Pero él salió.

Rebus se rebulló en la silla.

—¿Le mencionó alguna vez el SWEEP, señora Tay?

—Venía a hablar con él una mujer… una pelirroja.

—¿Mae Crumley?

Ella asintió mirando la estufa eléctrica que imitaba unos carbones ardientes y le repitió la invitación al té, pero Rebus negó con la cabeza y se despidió de ella. Fue una retirada bastante digna, pues sólo tropezó con dos adornos del vestíbulo.

El hospital estaba tranquilo. Al abrir la puerta de la habitación de Sammy vio que habían instalado otra cama donde dormía una mujer de mediana edad con la cabeza vendada. Tenía las manos sobre las sábanas con una etiqueta de identidad en la muñeca y estaba conectada a un aparato.

Junto a la cama de Sammy había dos mujeres sentadas, Rhona y Patience Aitken. A Patience hacía tiempo que no la veía. Ocupaban dos sillas contiguas e interrumpieron su conversación en voz baja al verle entrar. Rebus cogió otra silla y la arrimó a la de Patience, quien se inclinó a darle un apretón en las manos.

—Hola, John.

Él respondió con una sonrisa pero se dirigió a Rhona.

—¿Cómo está?

—Ha dicho el especialista que los análisis son muy alentadores.

—¿Qué quieren decir con eso?

—Que hay actividad cerebral y que no es coma profundo.

—¿Eso ha dicho?

—Asegura que lo superará, John.

Tenía los ojos enrojecidos y Rebus advirtió que apretaba un pañuelo.

—Estupendo —dijo—. ¿Qué médico era?

—El doctor Stafford, que acaba de regresar de vacaciones.

—Hay tantos que me hago un lío —comentó Rebus restregándose la frente.

—Bueno —dijo Patience mirando su reloj—, tengo que irme. Seguro que vosotros…

—Por mí puedes quedarte —dijo Rebus.

—Llego ya tarde a una cita —replicó ella poniéndose en pie—. Encantada de haberte conocido, Rhona.

—Gracias, Patience. —Se dieron la mano con cierta torpeza, pero Rhona se puso en pie y se abrazaron—. Gracias por venir.

Patience se volvió hacia Rebus. A él le pareció esplendorosa, radiante. Llevaba su perfume habitual y había cambiado de peinado.

—Gracias por haber venido —dijo.

—Ya verás como se pone bien, John —dijo ella cogiéndole las manos e inclinándose a besarle en la mejilla.

Un beso de amigos. Rebus vio que Rhona los observaba.

—John —dijo—, anda, acompaña a Patience.

—No, no es…

—Sí, claro que sí —dijo él.

Salieron y caminaron unos metros en silencio hasta que habló ella.

—Es estupenda, ¿no?

—¿Rhona?

—Sí.

Rebus se lo pensó.

—Es fantástica. ¿Te ha presentado a su amante?

—Se ha vuelto a Londres. Le… he dicho a Rhona si quiere quedarse en mi casa, dado que los hoteles…

Rebus sonrió displicente.

—Una idea genial. Así sólo falta que invites a mi hermano y estamos todos.

Una sonrisa de azoramiento cruzó su rostro.

—Bueno, sí que da la impresión de que os colecciono o algo parecido.

En la puerta principal ella se volvió hacia él y le tocó en el hombro.

—John, no sabes cuánto siento lo de Sammy. Si hay algo que yo pueda hacer no tienes más que decírmelo.

—Gracias, Patience.

—Pero a ti nunca se te dio bien pedir favores, claro. Tú siempre aguantas callado esperando que vengan a ti. —Suspiró—. No sé ni cómo te lo digo… pero te echo de menos. Creo que por eso acogí a Sammy en casa. No pudiendo conservarte a mi lado, al menos tenía un ser querido tuyo. ¿No es absurdo? ¿O vas a salirme ahora con aquello de que tú no me mereces?

—Conoces el guión —dijo él apartándose un poco para mirarle la cara—. Yo también te echo de menos.

Todas aquellas noches derrengado sobre una barra o en el sillón de casa, dando vueltas en coche sin cesar para contrarrestar el desasosiego y poniendo la tele y el tocadiscos a la vez sin lograr compensar el vacío de la casa. Intentaba leer un libro y en la página diez ya no se acordaba del principio; miraba entonces por la ventana los pisos de enfrente con la luces apagadas y pensaba en sus semejantes descansando.

Todo porque le faltaba ella.

Se dieron un abrazo en silencio.

—Vas a llegar tarde —dijo él.

—Por Dios, John, ¿qué podemos hacer?

—¿Vernos?

—Parece un buen comienzo.

—¿Más tarde? ¿A las ocho en Mario’s?

Ella asintió con la cabeza y volvieron a besarse. Él le apretó la mano. Cuando abrió la puerta se volvió a mirarle.

Emerson, Lake and Palmer: Still… You Turn Me On.

Rebus se sentía flotar camino de la habitación de Sammy. No era ya la habitación «de» Sammy porque la compartía con otra. Les habían advertido esa posibilidad debido a la falta de espacio por el recorte presupuestario. La mujer seguía dormida o inconsciente y su respiración era agitada. Rebus entró sin mirarla y fue a sentarse en la silla que había ocupado Patience.

—Tengo un recado para ti del doctor Morrison —dijo Rhona.

—¿Y ese quién es?

—No tengo la menor idea; lo único que me ha dicho es si puedes devolverle la camiseta.

El demonio con la guadaña… Rebus cogió a Pa Broon y dio vueltas en sus manos al osito. Estuvieron sentados un rato en silencio hasta que Rhona se rebulló en el asiento.

—Patience es encantadora.

—¿Habéis hablado? —Ella asintió con la cabeza—. ¿Y tú le has explicado la maravilla de marido que fui?

—Has sido un loco dejándola.

—La cordura nunca fue mi fuerte.

—Pero instinto para reconocer lo bueno sí que tenías.

—El problema es que cuando me miro en el espejo no es eso lo que veo.

—¿Qué ves?

—Hay veces que no veo nada —respondió mirándola.

Transcurrido un rato hicieron un descanso y salieron al pasillo a tomar un café de la máquina.

—La he perdido, John —comentó Rhona.

—¿Cómo?

—Cuando volvió aquí contigo me quedé sin Sammy.

—No creas que nos vemos tanto, Rhona.

—Pero la tienes aquí, ¿no lo entiendes? Es a ti a quien quiere y no a mí —dijo volviendo la cabeza y buscando el pañuelo.

Rebus, detrás de ella, no sabía qué decir. No le salían las palabras y las frases de consuelo que se le ocurrían le sonaban a hueco, a cliché. Le hizo una carantoña en el cuello y ella agachó la cabeza, cediendo. Un masaje. Al principio de su relación había habido muchos masajes, pero al final él no le daba cancha ni para un apretón de manos.

—Rhona, ignoro por qué volvería —dijo por fin—, pero no creo que fuese por huir de ti. No creo que tuviera mucha relación con el hecho de estar junto a mí.

Dos enfermeras llegaron corriendo por el pasillo.

—Mejor será que vuelva con ella —dijo Rhona pasándose la mano por la cara y tratando de recobrar la compostura.

Rebus la acompañó hasta la habitación pero no tardó en decir que tenía que marcharse. Se inclinó a besar a Sammy y sintió su hálito en la mejilla.

—Despierta, Sammy —dijo meloso—. No puedes estar toda la vida en la cama. Ya es hora de levantarse.

Como no se movía ni respondía, salió del cuarto.