A media mañana Rebus fue al cementerio. Venía del hospital de ver a Sammy que seguía igual y no sabía cómo matar el tiempo…
—Hoy hace algo más de frío, inspector —dijo Joseph Lintz arrodillado, incorporándose y alzándose las gafas hasta el puente de la nariz.
Sus rodilleras acusaban la humedad. Guardó la azadilla en la bolsa de plástico junto a la cual había unos tiestos con plantas.
—¿No acabará la helada con ellas? —preguntó Rebus y Lintz se encogió de hombros.
—Acaba con todos; la juventud es efímera.
Rebus volvió la vista hacia otra parte. No estaba para juegos de palabras. El cementerio de Warriston era grande. En ocasiones anteriores había sido para él como un libro de historia escrito en lápidas sobre el Edimburgo decimonónico; pero aquel día se le antojaba una incongruencia que recordaba lo perecedero. Los únicos seres vivos allí eran ellos dos. Lintz sacó el pañuelo.
—¿Viene a hacerme más preguntas? —dijo.
—No exactamente.
—¿De qué se trata, entonces?
—La verdad, señor Lintz, es que tengo otras preocupaciones.
El anciano le miró.
—¿No será que empieza a aburrirle toda esta arqueología, inspector?
—No acabo de entender que plante antes de las primeras heladas.
—Bueno, no creo que después pueda plantar mucho, ¿no? Y a mi edad… cualquier día voy a la sepultura, pero me agrada pensar que me sobreviven unas florecillas en la tierra que me cubra.
Llevaba casi cincuenta años viviendo en Escocia y aún había veces en que se le escapaba un deje extraño que contrastaba con el acento local y peculiaridades de expresión y entonación que no abandonarían a Joseph Lintz hasta la hora de su muerte; recuerdos de su existencia pretérita.
—¿Así que hoy no hay preguntas? —Rebus negó con la cabeza—. Sí que es verdad, inspector, parece preocupado. ¿Es algo en lo que yo pueda ayudarle?
—¿En qué sentido?
—¿Cómo puedo saberlo? Pero, con preguntas o sin preguntas, el caso es que ha venido aquí. Supongo que tendrá sus motivos.
Un perro saltó entre las hierbas, pisoteando las hojas caídas y olisqueando la tierra. Era un labrador amarillo, lustroso y de pelo corto. Lintz se revolvió hacia él casi enfurecido. Era evidente que los perros no le gustaban.
—Estaba pensando —dijo Rebus— de lo que sería usted capaz.
Lintz le miró perplejo.
El perro comenzó a escarbar y el anciano se agachó a coger una piedra que lanzó contra el animal sin acertarle. En aquel momento apareció el dueño, un joven delgado de pelo corto.
—¡Ese bicho tiene que ir atado! —vociferó Lintz.
—Jawohl! —le espetó el joven dando un taconazo y pasando a su lado riéndose.
—Ya ve que soy famoso —comentó Lintz, apaciguado tras el estallido— por culpa de los periódicos. —Miró al cielo y parpadeó—. Me llegan por correo mensajes de odio y el otro día a un coche que estaba aparcado delante de mi casa le rompieron el parabrisas de un ladrillazo creyendo que era el mío. Ahora los vecinos no se atreven a aparcar allí.
Hablaba como el anciano que era, un tanto cansado y derrotado.
—Es el peor año de mi vida —dijo mirando al parterre que acababa de hacer. La tierra recién removida era negra y sustanciosa como migajas de tarta de chocolate y en ella se retorcían unas lombrices buscando nuevos escondrijos—. Y empeorará, ¿no cree?
Rebus se encogió de hombros. Tenía los pies fríos y notaba la humedad calándole los zapatos. Estaba en el paseo de tierra y Lintz unos centímetros por encima en el césped, pero a pesar de ello el anciano no le llegaba a la cabeza. Era un viejo bajito, eso es lo que era, un anciano a disposición suya para escrutarlo, hablar con él, ir a su casa y ver las pocas fotografías que le quedaban —según decía— de los buenos tiempos.
—¿Por qué ha vuelto por aquí? —preguntó—. ¿Qué dijo antes…, que yo era capaz de…?
Rebus le miró.
—No tiene importancia; el perro me ha dado la respuesta.
—¿La respuesta a qué?
—A su forma de actuar con el enemigo.
Lintz sonrió.
—No me gustan los perros, es cierto, pero no haga falsas interpretaciones, inspector. Deje eso a los periodistas.
—Su vida sería más fácil sin perros, ¿no?
Lintz se encogió de hombros.
—Sí, claro.
—¿Y más fácil también sin mí?
Lintz frunció el ceño.
—Si no fuera usted, sería otro, un palurdo como el inspector Abernethy.
—¿Qué piensa de lo que le dijo?
Lintz parpadeó.
—No estoy muy seguro. También un tal Levy quería verme, pero me negué a hablar con él. Es uno de los pocos privilegios que conservo.
Rebus cambió el peso de un pie a otro tratando de calentárselos.
—Tengo una hija, ¿no se lo había dicho?
—Quizá lo mencionase —respondió Lintz desconcertado.
—¿Sabe o no que tengo una hija?
—Sí… Vamos, sí, creo que lo sabía.
—Pues bien, señor Lintz, anteanoche intentaron matarla, o herirla gravemente y está en el hospital inconsciente. Eso es lo que me preocupa.
—Lo siento. ¿Cómo…? Quiero decir, ¿usted qué…?
—Yo creo que alguien quiso hacerme una advertencia.
Lintz abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Y usted me cree a mí capaz de una cosa así? Dios mío, pensaba que habíamos llegado a entendernos, un poco, al menos.
Rebus reflexionó diciéndose lo fácil que resultaba fingir si es una costumbre de cincuenta años y pensó lo sencillo que era endurecerse para matar a un inocente…, o al menos ordenar su muerte; bastaba con una simple orden, cuatro palabras a otro para que la ejecute. Puede que Lintz fuese capaz de hacerle eso. Quizá le resultaba tan fácil como a Josef Linzstek.
—Quiero que sepa —dijo Rebus— que las amenazas no me asustan. Todo lo contrario.
—Es bueno que sea usted fuerte. —Rebus trató de desentrañar el sentido de aquellas palabras—. Me voy a casa. ¿Viene a tomar un té?
Fueron en el coche de Rebus. Él, mientras Lintz se afanaba en la cocina, se sentó en el estudio y se puso a hojear unos libros que había en el escritorio.
—Historia antigua, inspector —dijo Lintz al entrar con la bandeja, pues siempre se negaba a que le ayudasen—. Otra de mis aficiones. Me fascina la coincidencia entre historia y ficción. —Eran libros sobre Babilonia—. Babilonia es un hecho histórico, claro, pero ¿y la torre de Babel?
—¿La canción de Elton John? —comentó Rebus.
—Usted, siempre haciendo chistes —dijo Lintz alzando la vista—. ¿De qué tiene miedo?
Rebus cogió su taza.
—Sí que he oído hablar de los jardines colgantes de Babilonia —dijo dejando el libro en la mesa—. ¿Qué otras aficiones tiene?
—La astrología, los fantasmas y lo desconocido.
—¿Le ha acosado alguna vez un fantasma?
—No —contestó Lintz risueño.
—¿Le divertiría que le acosara?
—¿El de setecientos campesinos franceses? No, inspector, no me gustaría nada. Fue la astrología lo que me llevó a los caldeos que procedían de Babilonia. ¿Ha oído hablar de los guarismos babilónicos…?
Lintz sabía cambiar de conversación a su conveniencia, pero Rebus no pensaba dejárselo pasar esta vez y aguardó a que se llevara la taza a los labios.
—¿Ha intentado matar a mi hija?
Lintz dio un sorbo sin responder.
—No, inspector —dijo al cabo con voz tranquila.
Quedaban Telford, Tarawicz y Cafferty. Pensó en Telford, arropado por La familia y ansioso de verse a la altura de los grandes. ¿Qué diferencia había entre una guerra de bandas y una de verdad? También eran soldados que cumplían órdenes —disparando contra un paisano o atropellando a un peatón— y tenían que demostrar su valor o perder la cara quedando como cobardes. Se dio cuenta de que no era el conductor en sí lo que él quería, sino al inductor del atropello. El razonamiento a que recurría Lintz en defensa de Linzstek era que el joven teniente cumplía órdenes y que la culpa era de la guerra, como si los seres humanos no tuvieran voz ni voto…
—Inspector —dijo el anciano—, ¿cree que Linzstek soy yo?
—Estoy convencido —replicó Rebus asintiendo con la cabeza.
—Pues deténgame —añadió Lintz con una sonrisa irónica.
—Aquí viene el puritano —dijo el padre Conor Leary—. A apoderarse de la bendita, Guinness de Irlanda. ¿O sigues deleitándote en tu abstinencia? —añadió entornando los ojos.
—Hago lo que puedo —dijo Rebus.
—Bien, no te tentaré, entonces —comentó Leary sonriente—. Pero ya me conoces, John, y, aunque no soy quién para decirlo, un traguito no hace mal a nadie.
—El problema es que con muchos traguitos se acaba cayendo.
El padre Leary se echó a reír.
—¿Acaso no somos todos caídos? Anda, pasa.
El padre Leary, párroco de la iglesia católica de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, hizo pasar a Rebus a la cocina.
—Anda, hombre, siéntate. Hace mucho tiempo que no nos veíamos. Pensaba que me habías olvidado —dijo el cura yendo a la nevera a por una lata de Guinness.
—¿Tiene una farmacia como pluriempleo? —preguntó al sacerdote, que se le quedó mirando. Rebus señaló con la cabeza hacia la nevera—. Lo digo porque la tiene abarrotada de medicinas.
El padre Leary alzó los ojos al cielo.
—A mi edad vas al médico por una gripe y te da fármacos para todos los males habidos y por haber porque piensan que así los viejos se quedan más tranquilos —añadió cogiendo un vaso que dejó junto a la lata.
Rebus notó la presión de su mano en el hombro.
—Siento muchísimo lo de Sammy.
—¿Cómo se ha enterado?
—Leí su nombre esta mañana en uno de esos periodicuchos. —El padre Leary se sentó—. Decía que el conductor se dio a la fuga.
—Y se dio a la fuga —repitió Rebus.
El sacerdote meneó desalentado la cabeza rascándose despacio el pecho. Tendría casi setenta años, aunque no confesaba la edad. Era fornido, con una pelambrera plateada y por las orejas, la nariz y el alzacuello le asomaban pelos canosos. Parecía querer estrujar con las manos la lata de Guinness, pero acabó por servirse con delicadeza, casi con reverencia.
—Es horrible —dijo despacio—. Está en coma, ¿no?
—No hasta que lo dictaminen los médicos. —Rebus carraspeó—. Sólo ha transcurrido día y medio.
—Ya sabes lo que dicen los creyentes cuando sucede una cosa así —añadió el padre Leary—. Es una prueba, una manera de hacernos más fuertes. —La espuma de la Guinness había bajado a su punto; dio un sorbo y se relamió complacido—. Es lo que se dice, aunque quizá no sea lo que se piense —añadió mirando el vaso.
—A mí no me ha fortalecido. He vuelto al whisky.
—Es comprensible.
—Hasta que un amigo me recordó que era un escapismo apático, cobarde.
—¿Quién dice que no tenga razón?
—Faint-Heart & the Sermon —dijo Rebus sonriendo.
—¿Quién?
—Una canción, pero quizá también nosotros.
—Anda ya, nosotros somos dos simples amigos de cháchara, nada de sermón. Bien, ¿cómo lo estás afrontando, John?
—No lo sé. —Hizo una pausa—. Creo que no fue un accidente. Y el inductor… no es a Sammy a la primera mujer a quien intenta destruir. —Rebus le miró a los ojos—. Voy a matarle.
—Pero de momento no lo has hecho…
—Ni siquiera me lo he echado a la cara.
—¿Porque te preocupa que puedas hacerlo?
—O no hacerlo. —Sonó el móvil de Rebus, e hizo un gesto de modo de disculpa.
—John, soy Bill.
—Dime.
—Es un Rover 600 verde.
—Bien, ¿y qué?
—Lo hemos encontrado.
El coche estaba mal aparcado delante del cementerio de Piershill con una multa en el parabrisas fechada la víspera por la tarde. Si alguien hubiese intentado abrirlo habría visto que la portezuela del conductor no estaba cerrada, y puede que lo hubieran hecho porque dentro no quedaba nada; ni monedas, ni mapas, ni casetes. Habían arrancado la carcasa del radiocasete y no había llave de contacto. Ya estaba allí la grúa para llevárselo.
—Les he pedido un favor a los de Howdenhall —dijo Bill Pryde— y me han prometido hacer hoy mismo el examen de huellas.
Rebus examinó la parte derecha del capó y vio que no había abolladuras ni señales de que el vehículo hubiese sido utilizado como ariete para embestir a su hija.
—John, creo que vamos a necesitar que nos des permiso.
—¿Para?
—Para tomar las huellas a Sammy en el hospital.
Rebus miró el morro del coche y sacó el dibujo. Cierto; había estirado el brazo y era posible que hubiera dejado las huellas.
—Desde luego —dijo—. No hay problema. ¿Crees que es este el coche?
—Lo sabré cuando tengamos el resultado de las huellas.
—Roban un coche —dijo Rebus—, atropellan a una persona y lo dejan abandonado tres kilómetros más allá. —Miró a su alrededor—. ¿Conocías esta calle? —Pryde negó con la cabeza—. Yo tampoco.
—¿Viviría por aquí el ladrón?
—Lo que no me explico es para qué lo robarían.
—Para cambiar la matrícula y venderlo —sugirió Pryde—. O quizá simplemente por divertirse conduciendo.
—Los que roban coches para dar una vuelta no lo dejan de esta manera.
—No, pero en este caso debieron asustarse al atropellar a una persona.
—¿Y siguieron hasta aquí antes de decidirse a abandonarlo?
—Quizá lo robaron para cometer un delito…, para atracar una gasolinera y como atropellaron a Sammy cambiaron de idea. A saber si iban a dar el golpe en esta parte de la ciudad…
—O el golpe era para Sammy.
Pryde le puso la mano en el hombro.
—A ver qué dicen los de la científica, ¿vale?
Rebus le miró.
—¿Tú excluyes esa posibilidad?
—Escucha, es comprensible que sospeches eso, pero hasta ahora no tienes más que la palabra de un estudiante. Hay otros testigos, John; he vuelto a interrogarlos y todos dicen lo mismo, que el conductor debió de perder el control. Eso es todo.
Notó un tonillo de irritación en la voz de Pryde explicable por tantas horas ininterrumpidas de servicio.
—¿Te dan esta tarde el resultado en Howdenhall?
—Eso han dicho. Te llamaré enseguida, ¿de acuerdo?
—Llámame al móvil —añadió Rebus—. Estaré por ahí. —Miró a un lado y a otro—. Hace poco hubo un incidente en el cementerio de Piershill, ¿verdad?
—Unos críos que profanaron unas tumbas —contestó Pryde asintiendo con la cabeza.
Rebus lo recordaba ahora.
—Las de judíos nada más, ¿verdad?
—Me parece que sí.
Y allí, en la tapia junto a la entrada se veía la misma pintada: «No ayudáis».
Era ya tarde avanzada cuando Rebus se dirigió en coche a Fife, no por la M90, sino por la M8 que discurre en dirección oeste hacia Glasgow. Había estado media hora en el hospital y otra hora y media con Rhona y Jackie Platt, cenando en el Sheraton. Acudió a la cita con camisa limpia y traje, no fumó un solo cigarrillo y no bebió más que una botella de agua Highland Spring.
A Sammy tenían que hacerle nuevos análisis y el neurólogo los había recibido en su despacho para explicarles en qué consistían y advertirles que seguramente tendrían que operarla de nuevo. Apenas recordaba las explicaciones del médico, y los detalles que Rhona le había pedido a título de orientación tampoco habían disipado sus dudas.
La cena fue tediosa. Jackie se dedicaba a la venta de coches usados.
—Lo más rentable, John, es la sección necrológica. Repaso los periódicos e inmediatamente voy a ver si el muerto tenía coche para hacer una oferta dinero en mano.
—Sammy no tiene coche, lo siento —dijo Rebus haciendo que Rhona dejase caer en el plato tenedor y cuchillo.
Al terminar la cena ella le acompañó al coche y le agarró con fuerza del brazo.
—Detén a ese hijo de puta, John. Quiero mirarle a la cara. Coge al cabrón que nos ha hecho esto —añadió echando fuego por los ojos.
Rebus asintió con la cabeza. Rolling Stones: Just Wanna See His Face. Él también quería verle la cara.
La M8, que en horas punta llegaba a ser un horror, de noche tenía poco tráfico. Sabía que llevaba buena media de velocidad y que no tardaría en divisar la silueta de Easterhouse. No oyó sonar el teléfono a la primera por culpa de Wishbone Ash, pero lo cogió cuando terminaba la canción Argus.
—Rebus.
—John, soy Bill.
—¿Qué has averiguado?
—Los de huellas se han portado. Hay bastantes, por fuera y por dentro. En diversos grupos. —Hizo una pausa y Rebus creyó que se había cortado la comunicación—. En el capó hay una muy clara de la palma y los dedos…
—¿De Sammy?
—Sin ninguna duda.
—Entonces, ese es el coche.
—Hemos tomado las del dueño para descartarlo. Así que…
—No podemos respirar tranquilos, Bill. El coche estaba sin cerrar frente al cementerio y no sabemos si no lo limpiaron allí.
—El dueño dice que no había quitado la carcasa del radiocasete. Y también faltan media docena de cintas, una caja de paracetamol, recibos de gasolina y un mapa de carreteras. Sí, lo limpiaron; el cabrón ese o unos rateros.
—Por lo menos sabemos que es el coche que buscábamos.
—Mañana volveré a comprobar con Howdenhall si hay más huellas para compararlas. E indagaré en los alrededores de Piershill por si alguien vio quién lo abandonaba.
—Pero antes duerme algo, ¿eh?
—Eso no me lo quita nadie. ¿Y tú?
—¿Yo? —Llevaba en el estómago los dos cafés solos de después de cenar y en la cabeza la preocupación del asunto que le había llevado allí—. Me acostaré de aquí a un rato, Bill. Mañana hablaremos.
En las afueras de Glasgow se dirigió a la cárcel Barlinnie.
Había llamado antes para estar seguro de que le recibirían, pues aunque no era hora de visitas había inventado una historia sobre una investigación por homicidio con el pretexto de «indagaciones de seguimiento».
—¿A esta hora de la noche?
—Amigo, el lema de la policía de Lothian y Borders es la justicia nunca duerme.
Tampoco dormiría mucho Morris Gerald Cafferty. Rebus se lo imaginaba tumbado boca arriba con la cabeza apoyada en las manos escrutando la oscuridad y tramando una venganza. Dándole vueltas en la cabeza sobre el modo de conservar su imperio y contrarrestar el peligro que representaban los Tommy Telford. Rebus sabía que Cafferty enviaba mensajes a sus banda de Edimburgo por medio de un abogado, un hombre de mediana edad que vestía de punta en blanco y que vivía en el barrio elegante de New Town. En contraste, pensó en el letrado de Telford, Charles Groal, joven y agudo como su patrón.
—Hola, Hombre de paja.
Le esperaba ya en el locutorio con los brazos cruzados y la silla bien separada de la mesa. Y le saludó, como de costumbre, por su apodo.
—Qué agradable sorpresa, dos visitas en una semana. No me diga que viene con otro recadito del polaco.
Rebus se sentó frente a él.
—Tarawicz no es polaco —dijo mirando al guardián de la puerta y bajando la voz—. A otro de los muchachos de Telford le han hecho una faena.
—Qué estúpido.
—Casi pierde el cuero cabelludo. ¿Buscas guerra?
Cafferty acercó la silla a la mesa y se inclinó hacia Rebus.
—Yo nunca me he echado atrás peleando.
—También han hecho daño a mi hija y, curiosamente, poco después de nuestra charla del otro día.
—¿Cuánto daño?
—La han atropellado.
Cafferty reflexionó.
—Yo no ataco a neutrales.
Bien, pensó Rebus; pero no tan neutral porque él la había empujado al campo de batalla.
—Convénceme —dijo.
—¿A tenor de qué?
—A causa de la conversación que sostuvimos… Por lo que me pediste.
—¿Telford? —suspiró y se recostó un instante en la silla pensativo. Cuando se inclinó de nuevo, sus ojos taladraron a Rebus—. Olvida una cosa: que yo también perdí un hijo. ¿Me cree capaz de hacerle eso a un padre? Capaz soy de muchas cosas, Rebus, pero de eso no. Nunca.
Rebus sostuvo la mirada.
—Vale —dijo.
—¿Quiere que averigüe quién ha sido?
Rebus asintió pausadamente.
—¿Es su precio?
Rhona había dicho: «Quiero mirarle a la cara». Rebus negó con la cabeza.
—Quiero que me lo entregues. Eso es lo que quiero que hagas; cueste lo que cueste.
Cafferty apoyó con parsimonia las manos en las rodillas.
—¿Sabe que probablemente es cosa de Telford?
—Sí. Eso si no es cosa tuya.
—En ese caso, ¿lo trincará?
—Por todos los medios.
Cafferty sonrió.
—Pero sus medios no son los míos.
—Si tú lo coges antes, lo quiero vivo.
—¿Y mientras, va a estar de mi parte?
—Estoy de tu parte —respondió Rebus mirándole a la cara.