Rebus apretó el móvil contra la oreja al entrar en el hospital.
—Joe Herdman ha hecho una lista —decía Bill Pryde— con los Rover de la serie 600, los Ford Mondeo nuevos, los Toyota Célica y un par de Nissan. Categóricamente queda descartado el BMW de la serie 5.
—Bueno, eso simplifica algo las cosas.
—Dice Joe que el Rover, el Mondeo y el Célica son los más probables. Me ha dado algún detalle más sobre el cromado donde se halla la matrícula y alguna otra diferencia. Voy a llamar a nuestro amigo el estudiante a ver si coincide en algo.
Una enfermera miró furiosa a Rebus conforme caminaba hacia ella.
—Tenme al corriente de lo que te diga. Hasta luego, Bill —dijo guardándose el móvil.
—Aquí está prohibido el uso de esos teléfonos —espetó la enfermera.
—Oiga, es que tenía prisa…
—Provoca interferencias en los aparatos.
Rebus no supo qué responder y se le subieron los colores.
—Se me olvidó —dijo llevándose a la frente una mano temblorosa.
—¿Se encuentra bien?
—Estoy bien, estoy bien. Escuche, no volverá a suceder. Pierda cuidado —añadió alejándose.
Sacó del bolsillo la fotocopia del dibujo de Renton. Joe Herdman era un sargento del mostrador al público experto en modelos de coches y no era la primera vez que a partir de una vaga descripción les ayudaba con datos más concretos. Miró el dibujo mientras caminaba y comprobó que no le faltaba detalle porque el muchacho había incluido los edificios del fondo, el seto y peatones. Y a Sammy en el punto de colisión girada un poco sobre sí misma con las manos extendidas como intentando detener el coche. Pero Renton había dibujado además unas líneas de fuga por detrás del vehículo para dar sensación de velocidad, y a guisa de rostro había trazado un óvalo. La mitad trasera del vehículo era muy realista, al contrario del resto que no se apreciaba tan bien por efecto de la perspectiva dinámica. Renton le comentó que había dejado sin concretar los detalles de los que no estaba muy seguro.
Lo que inquietaba a Rebus de aquel dibujo era el rostro, o, mejor dicho, la ausencia del mismo. Se incorporó mentalmente a la escena del accidente diciéndose cómo habría reaccionado él de haber sido testigo. ¿Se habría concentrado en el coche para fijarse en la matrícula? ¿O habría mirado a Sammy? ¿Qué habría prevalecido: su instinto policíaco o el paterno? En la comisaría, alguien había comentado «No te preocupes, lo cogeremos» y no «No te preocupes, se pondrá bien». Lo que reducía la ecuación a dos términos: el conductor y el justo castigo, y la víctima y su recuperación.
—Yo habría sido un testigo como cualquier otro —dijo en voz baja doblando el dibujo y guardándoselo.
Sammy estaba en una habitación individual rodeada de tubos y aparatos, tal como él había visto en películas y por televisión. Sólo que aquel cuarto era más lóbrego y tenía desconchada la pintura de las paredes y el marco de la ventana. Las sillas eran de patas metálicas con pie de goma y asiento de plástico moldeado. Al entrar se levantó una mujer que fue a abrazarle y él la besó en la frente.
—Hola, Rhona.
—Hola, John.
Tenía aspecto de cansada, desde luego, pero lucía un elegante corte de pelo teñido color trigo dorado. Iba muy bien vestida y se adornaba con alhajas. La miró a los ojos y advirtió que no armonizaban con el conjunto por el color de las lentillas. Ni en los ojos quedaban huellas de su pasado.
—Rhona, Dios santo, no sabes cuánto lo siento…
Hablaba en un susurro para no molestar a Sammy. Lo cual era ridículo porque lo que más deseaba en aquel momento era que despertase.
—¿Cómo está? —preguntó.
—Igual.
Mickey se puso en pie. Había tres sillas dispuestas en semicírculo. Mickey y Rhona habían ocupado las de los extremos. Al desprenderse Rhona del abrazo de Rebus, Mickey se acercó a su hermano.
—Verdaderamente es horroroso —dijo en voz baja.
Tenía el mismo aspecto de siempre: el de un aficionado a fiestas al que ya no invitan.
Una vez hechos los cumplidos Rebus se acercó a la cabecera de Sammy. Se le notaban aún las magulladuras del rostro y ahora se apreciaba bien la causa de las distintas abrasiones: seto, bordillo, calzada. Tenía una pierna fracturada y los brazos vendados. A su lado había un osito sin una oreja. Rebus sonrió.
—Le has traído a Pa Broon.
—Sí.
—¿Han dicho si tiene alguna…? —preguntó Rebus con la mirada clavada en Sammy.
—¿Alguna qué? —replicó Rhona instándole a que hablara sin tapujos.
—Lesión cerebral.
—Nadie nos ha informado de nada —contestó ella con desaire.
Con intención de atropellada. ¿No era lo que habían dicho? No, ninguno de los otros testigos había llegado a tanto; pero tampoco gozaban de la privilegiada situación de Renton para verlo.
—¿No ha venido nadie a ver cómo sigue?
—Nadie, desde que yo estoy aquí.
—Yo, que llegué antes, tampoco he visto un alma —añadió Mickey.
Era el colmo. Salió a zancadas de la habitación y vio a un médico charlando al fondo del pasillo con dos enfermeras, una de ellas recostada en la pared.
—¿Pero qué pasa aquí —tronó Rebus— que nadie se ha ocupado de mi hija en toda la mañana?
El médico era joven, de pelo rubio corto peinado con raya.
—Estamos haciendo cuanto podemos.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Ya veo que es usted el…
—Váyase a la mierda, amigo. ¿Por qué no ha venido el jefe médico a verla? ¿Por qué la dejan ahí tendida como un…?
Se le ahogaron las palabras.
—Han examinado a su hija dos especialistas esta mañana —replicó el médico sin perder los nervios— y ahora estamos a la espera de unos análisis para decidir otra posible operación. El edema cerebral es importante e inevitablemente el resultado de los análisis lleva su tiempo.
Rebus se sintió burlado y seguía enfadado; pero no era el caso descargar allí su enfado. Asintió con la cabeza y les volvió la espalda.
Mientras explicaba la situación a Rhona en la habitación vio una maleta y una bolsa grande junto a uno de los aparatos.
—Oye —dijo—, lo lógico es que te quedes en mi piso. Está a diez minutos y puedo dejarte el coche.
Ella negó con la cabeza.
—Hemos reservado habitación en el Sheraton.
—El piso está más cerca y no soy de los que cobran…
«Hemos», ¿había dicho? Rebus miró a Mickey, que no apartaba la vista de la cama, cuando en ese momento se abrió la puerta y entró un hombre bajo, fornido, con la respiración agitada y frotándose las manos para que vieran que acababa de lavárselas. Su frente era carnosa y surcada de arrugas, el cuello abultado y tenía un pelo oscuro tupido como una marea negra. Se detuvo al ver a Rebus.
—John —dijo Rhona—, te presento a Jackie, un amigo.
—Jackie Platt —dijo el hombre tendiendo su mano regordeta.
—Jackie se empeñó en traerme en coche cuando se enteró.
Platt se encogió tanto de hombros que casi hundió la cabeza entre ellos.
—No iba a dejarla venir sola.
—Son muchos kilómetros —dijo Mickey como animando a alguien a repetirlo.
—Y además están haciendo obras —añadió Jackie Platt asintiendo con la cabeza.
La mirada de Rebus se cruzó con la de Rhona, quien la desvió de inmediato para eludir reproches.
A Rebus aquel gordo le resultaba ajeno. Le parecía un personaje de otra película que estaba de más en el reparto.
—Se la ve muy tranquila, ¿no? —dijo el londinense acercándose a la cama y rozando con el reverso de la mano el brazo vendado de Sammy mientras Rebus hundía las uñas en la palma de las manos.
Platt lanzó un bostezo acto seguido.
—Rhona, ¿sabes qué?, no quiero ser descortés pero estoy reventado. ¿Nos vemos en el hotel?
Ella dijo que sí con la cabeza, como viendo el cielo abierto, mientras Platt cogía su maleta. Antes de salir, al pasar junto a ella, se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.
—Y coge un taxi, ¿eh?
—De acuerdo, Jackie. Hasta luego.
—Adiós, cielo —dijo él apretándole la mano—. Hasta luego, Mickey. ¡Que haya suerte, John!
Antes de irse hizo un guiño arrugando la cara. Se produjo un breve silencio hasta que Rhona alzó la mano sin billetes.
—No digas nada, ¿vale?
—Nada más lejos de mi intención —contestó Rebus sentándose—. «Estoy reventado». Discreción donde la haya.
—Vamos, Johnny —terció Mickey.
Johnny: Mickey era el único que le llamaba por el diminutivo para retrotraerse a la infancia. Miró a su hermano sonriendo. Mickey era terapeuta y sabía intervenir en situaciones semejantes.
—¿Y el equipaje? —preguntó Rebus a Rhona.
—¿Cómo?
—Si vais a un hotel, ¿por qué no lo habéis dejado en su coche?
—Es que yo había pensado quedarme aquí porque me dijeron que era posible, pero al verla… cambié de parecer.
Las lágrimas se escaparon de sus ojos emborronando el ya alterado maquillaje. Mickey le tendió un pañuelo.
—John, ¿tú crees que…? Oh, Dios mío, ¿cómo pudo suceder? —Lloraba ahora a lágrima viva; Rebus se le acercó y se puso en cuclillas ante ella cogiéndole las manos—. John, es lo único que tenemos. Lo único que hemos tenido.
—Aún la tenemos, Rhona. ¿No la ves?
—¿Por qué ha tenido que sucederle a ella, a Samantha? ¿Por qué?
—Se lo preguntaré al tiparraco ese cuando dé con él, Rhona —dijo besándola en el pelo y mirando a Mickey—. Y te juro que lo encontraré.
Más tarde, cuando Ned Farlowe pasó a hacer una visita, Rebus le acompañó a la calle. Lloviznaba, pero era un respiro.
—Uno de los testigos oculares cree que fue deliberado —comentó Rebus.
—¿Cómo… deliberado?
—Cree que el conductor quiso atropellada.
—Sigo sin entender.
—Escucha, hay dos hipótesis: que quisiera atropellar a un peatón, a cualquier persona, o que fuera a por Sammy. Iría siguiéndola y vio la ocasión cuando ella cruzaba la calle, pero como el semáforo estaba rojo se lo saltó y al ver que ella ya iba cerca del bordillo tuvo que dar un brusco golpe de volante para cambiar de carril.
—Pero ¿por qué?
Rebus le miró a los ojos.
—Esto es una conversación entre el padre de Sammy y su novio, ¿entendido? Quiero que te olvides de que eres periodista.
Farlowe sostuvo su mirada y asintió.
—He tenido enfrentamientos con Tommy Telford —dijo Rebus, y por su mente cruzó la imagen de los ositos de peluche: Pa Broon y el que llevaba en su coche Telford— y tal vez haya sido un aviso para mí —Telford o Tarawicz: cara o cruz—. O para ti, si has estado indagando asuntos relacionados con él.
—¿Cree usted que mi libro…?
—No lo descarto. Yo investigo el caso Lintz… y tú también.
—¿Se trata de alguien que quiere disuadirnos para que no continuemos haciéndolo?
Rebus pensó en Abernethy y se encogió de hombros.
—Por otra parte, Sammy trabaja con expresidiarios y alguno de ellos podría guardarle rencor.
—¡Santo Dios!
—¿Te había comentado a ti si la seguía alguien? ¿O si había visto a alguien extraño rondar cerca de casa?
Lo mismo que había preguntado a los Drinic, pero la víctima ahora era otra.
Farlowe negó con la cabeza.
—Escuche —dijo—, hace cinco minutos yo estaba convencido de que era un accidente. Y ahora me viene usted con que se trata de un intento de asesinato. ¿Está seguro de lo que dice?
—Doy crédito a un testigo.
Pero le constaba también la tesis de Bill Pryde de que se trataba de un conductor borracho o loco y de que un espectador privilegiado con gafas interpretaba erróneamente lo que había visto. Sacó el dibujo.
—¿Eso qué es?
—Lo que alguien vio anoche —dijo Rebus mostrándole la viñeta.
—¿Qué modelo de coche es ese?
—Un Rover 600, un Ford Mondeo o alguno parecido verde oscuro. ¿Te dice algo?
Ned Farlowe negó con la cabeza y le miró.
—Puedo hacer averiguaciones, si quiere.
—Con una hija en coma tengo bastante.
El resto del personal había terminado la jornada y estaban solos Rebus y la jefa de Sammy, una mujer llamada Mae Crumley. La luz de media docena de lámparas de sobremesa iluminaba aquella desordenada oficina del cuarto y último piso del edificio en Palmerston Place. Rebus conocía el lugar porque cerca de allí hay una iglesia donde Alcohólicos Anónimos celebraba reuniones a las que él había acudido un par de veces. Aún notaba el sabor del whisky en el paladar, pero no era por haberse tomado ninguno; en horas diurnas, no. Tampoco había llamado a Jack Morton.
El lugar era más elegante de lo que Rebus pensaba, aunque las oficinas estaban instaladas en el exiguo perímetro de una buhardilla y casi no se podía estar de pie, por lo cual habían colocado los escritorios de un modo extraño.
—¿Cuál es el de Sammy? —preguntó Rebus.
Mae Crumley señaló el que tenía a su lado, donde se veía la pantalla de un ordenador, hojas de papel, libros, folletos e informes repartidos entre la silla y el suelo.
—Trabaja demasiado —dijo Crumley—. Como todos nosotros.
Rebus dio un sorbo al café Hag que le había ofrecido.
—Cuando Sammy empezó a trabajar aquí —continuó la mujer— lo primero que dijo fue que su padre era policía. Nunca lo ocultó.
—¿Y no tuvieron reparos en aceptarla?
—Ninguno —contestó Crumley cruzando los brazos.
Eran unos brazos fuertes, los de una mujer alta, pelirroja, con una cabellera larga y encrespada recogida por detrás con una cinta negra. Llevaba una blusa de hilo color avena y una cazadora vaquera; remataban sus ojos gris claro unas cejas depiladas en arco. Tenía la mesa relativamente despejada, pero porque ella solía quedarse más tiempo que los demás, como le dijo a Rebus.
—¿Qué me dice de los clientes de Sammy? —preguntó Rebus—. ¿No habría alguno resentido?
—¿Con ella o con usted?
—Conmigo a través de ella.
Crumley reflexionó.
—¿Hasta el extremo de querer atropellada? Lo dudo mucho.
—Me gustaría ver la lista de sus clientes.
La mujer negó con la cabeza.
—Escuche… eso no puede hacerlo. Es de índole privada y usted lo sabe. Vamos a ver, ¿con quién hablo, con el padre de Sammy o con el policía?
—¿Cree usted que es un ajuste de cuentas por mi parte?
—¿Acaso no?
—Tal vez —dijo Rebus dejando la taza de café.
—Por eso no debería usted estar aquí haciendo averiguaciones —añadió ella con un suspiro—. Lo que más deseo es que Sammy se restablezca y vuelva, pero ¿qué le parece si entretanto yo indago lo que pueda? Hay más posibilidades de que se vayan de la lengua conmigo que si les interroga usted.
Rebus asintió con la cabeza.
—Se lo agradezco —dijo levantándose—. Gracias por el café.
En la calle miró la lista que en la iglesia le había entregado. La llevaba en el bolsillo aunque pocas veces la consultaba. Había una reunión en Palmerston Place dentro de hora y media, pero no le convenía porque seguramente entraría en un pub a matar el tiempo. Jack Morton le había llevado a Alcohólicos Anónimos y, aunque él no se había integrado plenamente, los casos de otros le habían impresionado.
—Tenía problemas en el trabajo, problemas con mi mujer y con mis hijos —contó un hombre en la terapia de grupo—. Problemas de dinero y de todo tipo. Con lo único que no tenía problemas era con la bebida, porque era un borracho.
Rebus encendió un cigarrillo y se dirigió a casa.
Se sentó en el sillón y pensó en Rhona. Tantas cosas que habían compartido durante años… hasta que todo acabó de pronto. Él había supeditado su matrimonio al trabajo y eso era algo que ella no le había perdonado. La última vez que se habían visto en Londres la encontró protegida bajo la coraza de su nueva vida y a él nadie le había dicho nada de Jackie Platt. Sonó el teléfono y lo cogió del suelo.
—Rebus.
—Soy Bill —dijo casi emocionado, cosa rara en él.
—¿Qué has averiguado?
—Es un Rover 600 verde oscuro, «verde Sherwood», como dijo el dueño; robado ayer por la tarde una hora antes de la colisión más o menos.
—¿Dónde?
—En un aparcamiento de pago de George Street.
—¿Tú qué crees?
—Bueno, yo diría que hay varías posibilidades, por lo menos ahora sabemos la matrícula. El dueño lo denunció a las seis cuarenta de la tarde, pero como aún no ha aparecido el vehículo he dado la alerta.
—Dame la matrícula.
Pryde le dictó cifras y letras, Rebus le dio las gracias y colgó.
Pensaba en Danny Simpson, el que habían tirado delante de Fascinaron Street casi a la misma hora del atropello de Sammy. ¿Coincidencia? O doble aviso: para Telford y para él. Con lo cual Big Ger Cafferty se convertía en principal sospechoso. Llamó al hospital y le dijeron que la situación seguía estacionaria. Estaba Farlowe de visita y la enfermera le comentó que llevaba un ordenador portátil.
Le vino a la memoria Sammy de niña en una serie de imágenes aisladas. Había estado poco unido a ella. La vio en una serie de impresiones entrecortadas, como si fueran distintas secuencias empalmadas, y trató de no pensar en lo mal que lo había pasado cuando estaba con aquel Gordon Reeve…
Vio gente buena haciendo cosas malas y mala gente haciendo el bien, y trató de dividirla en dos grupos. Vio a Candice, a Tommy Telford y al señor Ojos Rosa y, como telón de fondo, Edimburgo. Vio la multitud que seguía viviendo su vida y la saludó. La gente sabía y sentía cosas que él nunca había sentido. Él pensaba que sabía lo suyo, y cuando era niño creía saberlo todo. Pero ya no pensaba igual. De lo único que uno puede estar seguro es del interior de su propio cerebro, y hasta en eso cabe equivocarse. «Ni siquiera me conozco a mí mismo», pensó. ¿Cómo iba a conocer a Sammy? Y a medida que pasaban los años la entendía menos aún.
Pensó en el bar Oxford. Aunque había dejado la bebida seguía yendo allí de vez en cuando a tomar Coca-Cola y café. Un local como el Oxford era algo más que un simple bar de copas. Era una terapia, un refugio, asueto y arte. Miró el reloj, pensando en acercarse, aunque tan sólo fuera a tomar un par de whiskies y una cerveza, algo que le reconciliara consigo mismo hasta la madrugada.
Volvió a sonar el teléfono y lo cogió.
—Buenas noches, John.
Rebus sonrió y se recostó en el sillón.
—Jack, debe de ser telepatía…