Por la mañana fue a St. Leonard, llamó al Servicio Nacional de Investigación Criminal de Prestwick y preguntó si tenían información que vinculara la delincuencia en Gran Bretaña con la prostitución en Europa. Su hipótesis era que alguien había traído a Candice —para él seguía siendo Candice— desde Amsterdam a Inglaterra y no creía que fuese Telford. Era preciso averiguar a toda costa quién era para mostrar a la muchacha que podía romper sus cadenas.
El SNIC le envió por fax los datos disponibles, casi exclusivamente relativos a Tippelzone, un aparcamiento autorizado al que acudía gente en coche en busca de sexo que ejercían prostitutas extranjeras, la mayoría ilegales sin permiso de trabajo y procedentes de Europa del Este. Las principales bandas en acción provenían, al parecer, de la antigua Yugoslavia, pero en el SNIC no disponían de los nombres de ninguno de aquellos gángsteres dedicados al secuestro y al proxenetismo. Sobre prostitutas que pasaran de Amsterdam a Inglaterra no había información.
Salió a fumar el segundo cigarrillo del día al aparcamiento, donde encontró a otros dos miembros de la reducida cofradía de parias. Cuando volvió a la oficina estaba allí Watson para preguntarle si había adelantado algo en el caso Lintz.
—No sé si traérmelo aquí y darle unas bofetadas —comentó Rebus.
—Un poco de seriedad, por favor —farfulló Watson largándose a su despacho.
Rebus se sentó al escritorio y cogió un archivador.
—Su problema, inspector —le dijo Lintz un día— es que le da miedo que le tomen en serio. Se esfuerza por dar a la gente lo que usted cree que esperan. Le menciono la puerta de Ishtar y usted me sale con una película de Hollywood. Pensé al principio que era para inducirme a cometer algún descuido, pero ahora más bien veo que es un juego que se trae contra sí mismo.
Rebus estaba sentado en el sillón de costumbre en el estudio del anciano. La ventana tenía vistas al parque de Queen Street, un jardín cerrado con llave sólo para los vecinos.
—¿Le da miedo la gente cultivada?
—No —respondió Rebus mirando al anciano.
—¿Está seguro? ¿No será que quizá le gustaría parecerse más a ella? —replicó Lintz sonriendo y mostrando unos dientes pequeños descoloridos—. Los intelectuales se recrean viéndose como víctimas de la historia, perjudicados, encarcelados por sus creencias, incluso torturados y asesinados. Claro que el propio Karadzic se cree un intelectual, la jerarquía nazi tenía sus pensadores y filósofos, y hasta en Babilonia…
Lintz se puso en pie y volvió a servirse té. Rebus declinó su ofrecimiento de otra taza.
—Inspector, incluso en Babilonia —prosiguió Lintz acomodándose de nuevo—, con su opulencia, su arte y su rey tan ilustrado… ¿sabe lo que se hacía? Nabucodonosor tuvo cautivos setenta años a los judíos. Y era una civilización esplendorosa, digna de admiración… ¿No atisba acaso, inspector, la locura, los errores que encierra lo más profundo de nuestro ser?
—Es posible que necesite gafas.
Lintz arrojó la taza.
—¡Lo que necesita es escuchar y aprender!
Taza y platillo fueron a caer sin romperse en la alfombra y el té embebió su elaborado dibujo en el que dejaría su mácula…
Aparcó en Buccleuch Place. El Departamento de Estudios Eslavos ocupaba todo un piso en uno de los bloques. Entró en Secretaría a preguntar si estaba el doctor Colquhoun.
—Hoy no lo he visto.
Al explicar lo que quería, la secretaria marcó un par de números pero no contestaban y le sugirió mirar en la biblioteca, un piso más arriba, para lo cual le entregó la llave.
Era una habitación de unos cinco metros por cuatro que olía a cerrado y en la que las persianas echadas no dejaban entrar la luz. Sobre uno dé los cuatro escritorios que había destacaba un letrero de «Prohibido fumar» y en otro, un cenicero con tres colillas. Ocupaban toda una pared estanterías abarrotadas de libros, folletos y revistas, además de cajas con recortes de prensa, y en las otras paredes colgaban mapas de Yugoslavia que incluían los últimos cambios geopolíticos. Rebus cogió la caja de recortes más recientes.
Como muchas personas que él conocía, sabía poco sobre la guerra en la antigua Yugoslavia y simplemente había leído algunos de los últimos reportajes cuyas fotos le habían impresionado. De dar crédito a aquellos recortes, la zona estaba en manos de criminales y no parecía que las Fuerzas de Pacificación hubieran hecho el menor esfuerzo por evitar los enfrentamientos, a pesar de que hacía poco habían llevado a cabo algunas detenciones pero sin grandes resultados: de setenta y cuatro sospechosos sólo siete habían acabado en la cárcel.
No encontró nada sobre trata de blancas, así que devolvió la llave a la secretaria, le dio las gracias, y volvió al atasco del tráfico urbano. Cuando le llamaron por el móvil para decírselo casi se le fue la dirección del coche.
Candice había desaparecido.
La señora Drinic estaba muy alterada; decía que por la noche, en la cena, y aquella mañana durante el desayuno no había notado nada raro en Candice.
—Dijo que muchas cosas no podía contárnoslas —comentó el marido que, de pie tras la silla de su esposa, le acariciaba los hombros—, que quería olvidar.
Después, había salido a dar una vuelta por el puerto y no la vieron más. La mujer pensó que a lo mejor se había perdido, aunque el pueblo no fuera muy grande y, como el marido estaba trabajando, ella misma salió a preguntar por la calle si alguien la había visto.
—Fue el hijo de la señora Muir quien me dijo que se la habían llevado en un coche —añadió la mujer.
—¿Dónde fue eso? —preguntó Rebus.
—Dos calles más allá de nuestra casa —contestó el marido.
—Muéstrenme el sitio exacto.
En Seaford Road, a la puerta de su casa, Eddie Muir, de once años, le explicó a Rebus lo que había visto. Un automóvil paró junto a la mujer y, aunque él no había oído lo que decían, vio que hablaban y luego se abrió la portezuela y subió la mujer.
—¿Qué portezuela era, Eddie?
—Una de atrás, porque en el coche iban tres hombres.
—¿Hombres?
Eddie asintió con la cabeza.
—¿Y la mujer subió por su propia voluntad, sin que la agarrasen?
El niño asintió insistentemente. Él acababa de coger la bicicleta y tenía ya el pie en el pedal.
—¿Qué clase de coche era?
—Grande y fardón, y no era de aquí.
—¿Y los hombres?
—No los vi bien. El del volante llevaba una camiseta de los Pars.
Una camiseta de fútbol, del Athletic de Dunfermline, lo que significaba que era de Fife. Rebus frunció el ceño. ¿Un servicio? ¿Sería posible? ¿Tan pronto había vuelto a su vida anterior? No era probable, en un lugar como aquel, en una calle así. No era un encuentro fortuito. La señora Drinic tenía razón: era un rapto. Lo que significaba que alguien sabía dónde encontrarla. ¿Le habrían seguido a él la víspera? De ser así, lo habían hecho con gran sigilo. ¿Habrían puesto algún dispositivo en su coche? No era muy verosímil, pero comprobó los pasos de rueda y los bajos: nada. La señora Drinic se había calmado un poco gracias al vodka medicinal administrado por su marido, quien ofreció también a Rebus, invitación que él rehusó.
—¿Llamó por teléfono a alguien? —inquirió. El señor Drinic negó con la cabeza—. ¿Y no vieron algún desconocido merodear por la calle?
—Lo habría advertido. Después de Sarajevo uno no se siente seguro, inspector. Ya lo ve usted —añadió el hombre abriendo los brazos—: en ningún sitio.
—¿Hablaron de Karina con alguien?
—¿Con quién íbamos a hablar de ella?
A saber. Ese era el quid. Aquel lugar lo conocían él, Claverhouse y Ormiston porque lo había mencionado Colquhoun.
Colquhoun… El irritable y anciano especialista en lenguas eslavas sabía también dónde estaba… Mientras volvía a Edimburgo llamó a la universidad y a su casa, pero no contestaban. Había pedido a los Drinic que le avisasen si Candice regresaba, pero no abrigaba muchas esperanzas. Recordó su mirada la primera vez que le dijo que confiara en él. No me sorprendería que me abandonases. Como si ya intuyera que iba a dejarla. Ella le había dado otra oportunidad esperándole junto al coche y él le había fallado. Volvió a coger el móvil y llamó a Jack Morton.
—Jack, por Dios, disuádeme para que no vaya a tomar una copa —dijo.
Probó en casa de Colquhoun y en el Departamento de Estudios Eslavos. No había nadie. Luego, se dirigió a Flint Street y buscó a Tommy Telford en el salón de juegos pero estaba en la oficina-trastienda del café rodeado de sus hombres como de costumbre.
—Quiero hablar contigo —dijo Rebus.
—Pues hable.
—Sin público. Ese puede quedarse —añadió señalando a El Guapito.
Telford, tranquilo, accedió finalmente y los hombres salieron. El Guapito se recostó en la pared con las manos a la espalda. Telford aguardó con los pies sobre la mesa reclinándose en la silla. Se los veía relajados, tranquilos, frente a él, que debía parecerles un oso enjaulado.
—Quiero saber dónde está la muchacha.
—¿Quién?
—Candice.
Telford sonrió.
—¿Todavía con ese tema, inspector? ¿Cómo voy a saber dónde está?
—Porque un par de tus hombres la raptaron.
Nada más decirlo se dio cuenta del error. La banda de Telford era una familia criada en bloque en Paisley. No había muchos forofos de Dunfermline en Fife. Miró a El Guapito, que dirigía el negocio de prostitución de Telford. A Candice la habían traído a Edimburgo desde una ciudad de puentes, Newcastle tal vez, y Telford negociaba con Newcastle. Claro, la camiseta del Newcastle United —rayas verticales negras y blancas— era muy parecida a la del equipo de Dunfermline. Un error más que comprensible en un niño de Fife.
Una camiseta de Newcastle y un coche de Newcastle.
Telford dijo algo pero Rebus no le escuchaba ya. Salió del despacho y montó en el Saab para dirigirse a Fettes e iniciar indagaciones en las dependencias de la Brigada Criminal. Localizó un número de contacto de la sargento Miriam Kenworthy y la llamó, pero no estaba.
—Mierda —dijo y volvió al coche.
Desde luego que la Al no era la vía más rápida del país; en eso Abernethy tenía razón. Pero pasadas ya las horas de intenso tráfico diurno fue avanzando en dirección sur a buena velocidad. Era ya tarde cuando llegó a Newcastle; los pubs cerraban y comenzaban a formarse colas ante las discotecas, algunas adornadas con camisetas del United que parecían rejas carcelarias. No conocía la ciudad y estuvo dando vueltas, pasando una y otra vez por el mismo sitio y ampliando el círculo como buscando ligue.
Buscando a Candice. O a mujeres de la calle que pudieran conocerla.
Al cabo de un par de horas abandonó y volvió al centro. Había pensado dormir en el coche, pero encontró habitación en un hotel y se dijo que era una tontería prescindir de comodidades.
De todos modos, se aseguró de que no hubiera minibar.
Se dio un buen baño cerrando los ojos, con el cuerpo y la mente todavía bajo los efectos del viaje y se sentó en una butaca junto a la ventana a escuchar los ruidos de la noche: taxis, gritos y furgonetas de reparto. No podía conciliar el sueño y permaneció tumbado en la cama viendo la televisión sin sonido y recordando a Candice en el motel dormida entre envoltorios de chocolatinas. Deacon Blue: Chocolate Girl.
Se despertó con el programa televisivo del desayuno. Pagó la habitación y fue a desayunar a un café. Después llamó a Miriam Kenworthy al despacho, comprobando con júbilo que era madrugadora.
—Ven ahora mismo —dijo ella algo sorprendida—. Tardas dos minutos a pie.
Era más joven de lo que él había creído por la voz y de rostro más blando que de actitud. Tenía cara de campesina, redonda y de mejillas rollizas y coloradas. Le miró sin quitarle ojo mientras él le exponía el asunto.
—Tarawicz —dijo ella cuando Rebus acabó de exponerle el caso—. Jake Tarawicz, cuyo nombre verdadero probablemente es Joachim —añadió sonriendo—. Aquí se le llama señor Ojos Rosa. Sí que ha tenido tratos con ese Telford; se han visto, al menos. —Abrió una carpeta marrón que tenía delante—. El señor Ojos Rosa tiene muchas conexiones en Europa. ¿Conoces Chechenia?
—¿De Rusia?
—La Sicilia rusa. Ya sabes.
—¿De allí procede Tarawicz?
—Es una hipótesis. Según otra vendría de Serbia, lo cual quizás explique que él organizase el convoy.
—¿Qué convoy?
—Un convoy de camiones de ayuda a la antigua Yugoslavia. Humanitario que es nuestro señor Rosa.
—Pero al mismo tiempo es un sistema para sacar gente de forma clandestina, ¿no?
—Se nota que estás documentado —dijo Kenworthy mirándole.
—Digamos que es una suposición bien fundamentada.
—Bien, eso le dio tal fama que hace seis meses recibió la bendición papal. Está casado con una inglesa; no por amor. Era una de sus chicas.
—Con lo cual tiene derechos de residente.
Ella asintió con la cabeza.
—No lleva mucho tiempo aquí; unos cinco o seis años…
Igual que Telford, pensó Rebus.
—… pero se ha labrado una buena fama colocando a sus matones como reemplazo de asiáticos, turcos… Se dice que comenzó con un lucrativo negocio de iconos robados, un artículo del que se ha evadido una tonelada del bloque soviético, pero al comenzar a decaer la operación optó por el negocio de la prostitución con chicas baratas a las que puede tener sometidas con un poco de crack. La droga viene de Londres, suministrada por un sector que dominan los gangs jamaicanos, y el señor Rosa la distribuye por el nordeste, trafica también con heroína de los turcos y hace trata de blancas para los burdeles de la Tríada china —miró a Rebus y vio que no se perdía una palabra—. En cuestión de negocios no hay barreras raciales.
—Ya veo.
—Probablemente venda también droga a tu amigo Telford, quien la distribuye a través de sus locales nocturnos.
—¿Probablemente?
—No tenemos pruebas concluyentes. Incluso corría el rumor de que no era el señor Rosa quien se la vendía a Telford, sino quien se la compraba.
—Telford no es tan poderoso —comentó Rebus sin acabar de dar crédito a lo que ella decía.
Kenworthy se encogió de hombros.
—¿Dónde iba a obtenerla Telford?
—Ya te digo que no pasó de rumor.
Pero a Rebus le dio que pensar, porque eso quizás explicaba la relación entre Tarawicz y Telford…
—¿Qué saca Tarawicz de ello? —inquirió exponiendo sus dudas.
—¿Aparte de dinero, te refieres? Bueno, Telford entrena bien a sus gorilas, y aquí los matones escoceses están en alza. Y además Telford, cómo no, tiene intereses en un par de casinos…
—¿Como medio para el blanqueo del dinero de Tarawicz? —dijo Rebus reflexivo—. ¿Hay algo en que Tarawicz no meta mano?
—En muchas cosas. Él es partidario de negocios fluidos y en esta plaza es prácticamente un recién llegado.
New Kid in Town de Eagles.
—Tenemos entendido que se dedicó al tráfico de armas; sobre todo las destinadas a Europa occidental. Parece ser que los chechenos tienen un buen arsenal —añadió con un resoplido y haciendo una pausa para pensar.
—Me da la impresión de que está algo por encima de Tommy Telford.
Lo que explicaría el gran deseo de hacer negocios con él. Telford era un aprendiz en ascenso con ínfulas de abarcar más terreno. Jamaicanos, asiáticos, turcos y chechenos, y a saber qué más. Rebus se los representaba como radios de una inmensa rueda que avanzaba demoledora por el mundo triturando huesos a su paso.
—¿Y por qué le llamáis señor Ojos Rosa? —inquirió.
Ella esperaba la pregunta y le tendió una foto en color.
Era un primer plano de una cara de tez rosada llena de ampollas y lesiones. Un rostro fofo e hinchado, cuyos ojos quedaban ocultos por unas gafas de cristal azul. No tenía cejas y el pelo sobre la abultada frente era escaso y amarillento. Parecía un monstruoso cerdo afeitado.
—¿Eso es de un accidente? —preguntó Rebus.
—No lo sabemos. Ya era así cuando llegó aquí.
Rebus recordó la descripción que le había dado Candice: gafas de sol, cara como si hubiera sufrido un accidente de automóvil. La viva imagen.
—Quiero hablar con él —dijo.
Previamente Kenworthy le dio una vuelta en coche por la ciudad en plan de cicerone por los lugares de trabajo de las prostitutas, pero era media mañana y casi no había movimiento. Rebus le dio la descripción de Candice y ella dijo que la haría circular. Hablaron con las pocas mujeres que encontraron; todas ellas debían conocer a Kenworthy porque la saludaban sin recelo.
—Son como tú o yo —comentó ella—: trabajan para dar de comer a sus hijos.
—O pagarse el vicio.
—También, por supuesto.
—En Amsterdam tienen un sindicato.
—Pero que no les sirve de nada a las desgraciadas que van a parar allí —Kenworthy puso el intermitente en un cruce—. ¿Estás seguro de que está en manos de Tarawicz?
—No creo que esté en poder de Telford. Alguien disponía de unas señas de Sarajevo, unas direcciones de su lugar de origen importantes para ella.
—Sí, desde luego parece cosa del señor Rosa.
—Y él es el único que puede hacerla regresar a su país.
Ella se le quedó mirando.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
En el momento preciso en que Rebus iba pensando que la zona por la que circulaban no podía ser más espantosa a juzgar por las industrias en ruinas, las casas derruidas y los baches, Kenworthy puso el intermitente para girar y cruzó la puerta de un almacén de desguace y chatarra.
—Pero ¿adónde me llevas? —exclamó.
Tres perros lobo atados a una cadena de diez metros ladraron dando saltos hacia el coche sin que Kenworthy se inmutara. Aquello era como internarse por un barranco de inquietantes paredes formadas por chatarra de automóviles.
—¿Oyes eso?
Sí, claro que lo oía: el estrépito de un fuerte impacto. Desembocaron en un claro donde una grúa amarilla de cuya pluma colgaba una pinza gigantesca prendía el coche que acababa de dejar caer para volver a levantarlo y tirarlo otra vez desde lo alto sobre la carcasa de otro. A prudente distancia, unos hombres contemplaban la escena fumando con cara de aburrimiento. La pinza cayó en vertical sobre el techo del coche machacándolo. En el suelo lleno de grasa brillaban restos de cristales; diamantes sobre terciopelo negro.
Jake Tarawicz —el señor Ojos Rosa— prosiguió entre sonoras carcajadas manejando la grúa con la que cuidadosamente cogió de nuevo el coche, como un gato que juega con un ratón sin percatarse de que ya está muerto, como si no hubiera visto a los recién llegados. Antes de salir del coche Kenworthy adoptó una de las expresiones de su repertorio y, una vez lista, dirigió una inclinación de cabeza a Rebus y los dos abrieron simultáneamente la portezuela.
En el momento en que Rebus se erguía vio que la pinza soltaba el coche y avanzaba hacia ellos. Kenworthy, imperturbable, se cruzó de brazos. Todo aquello le recordaba a Rebus ese tipo de juegos de máquina consistentes en pinzar un premio, y viendo a Tarawicz en la cabina manipulando con fruición infantil los mandos pensó en Tommy Telford en su moto del salón de juegos y comprendió el rasgo común en aquellos dos niños creciditos.
El motor enmudeció de pronto y Tarawicz saltó de la cabina. Vestía un traje color crema y camisa esmeralda con el cuello abierto, para no estropearse los bajos del pantalón calzaba unas botas verdes de goma. Al dirigirse hacia los dos policías, sus hombres se situaron a sus espaldas.
—Es un placer verla, Miriam —dijo e hizo una pausa—, o al menos eso dicen.
Un par de sus hombres sonrieron y Rebus reconoció una cara entre ellos: «el Cangrejo», como le llamaban en Escocia central. Un tipo capaz de romperle a uno los huesos de un apretón. No lo había visto hacía mucho y le chocó lo bien acicalado y vestido que iba.
—¿Cómo estás, Cangrejo? —preguntó.
El saludo pareció desconcertar a Tarawicz, que se volvió levemente hacia su secuaz quien, aunque sin inmutarse, acusó su azoramiento por el rubor en el cuello.
De cerca resultaba difícil desviar la mirada de la cara del señor Ojos Rosa. Sus ojos eran como un imán, pero más intrigante aún era la masa carnosa que los rodeaba.
Miró a Rebus.
—¿Nos conocemos?
—No.
—Es el inspector Rebus —dijo Kenworthy—. Y ha venido de Escocia para verle.
—Qué halagador —dijo Tarawicz con una sonrisa que dejó al descubierto sus menudos dientes agudos y mellados.
—Supongo que sabe por qué he venido —dijo Rebus.
—¿Yo? —replicó Tarawicz, visiblemente sorprendido.
—Telford necesitó su concurso para esconder a Candice y redactar una nota en serbocroata…
—¿Se trata de un acertijo?
—Y ahora la tiene en su poder.
—¿Ah, sí?
Rebus dio medio paso al frente y los hombres de Tarawicz se desplegaron en abanico a la espalda del jefe. El rostro de Tarawicz brillaba por efecto del sudor o de alguna pomada.
—Ella quería dejar esa vida —dijo Rebus—, yo le prometí ayuda, y siempre cumplo lo que prometo.
—¿Ella le dijo que quería dejarla? —replicó Tarawicz burlón.
Uno de los que estaban detrás carraspeó. Era un hombre que venía intrigando a Rebus porque era mucho menos fornido y más discreto que el resto; vestía mejor y era de tez cetrina y ojos tristones. Ahora se lo explicaba: era abogado y había tosido para advertir a Tarawicz que reprimiera su lengua.
—Voy a cargarme a Tommy Telford —añadió Rebus midiendo las palabras—. Se lo prometo. Ya veremos lo que cuenta cuando esté detenido…
—Estoy seguro de que el señor Telford sabrá cuidarse, inspector, cosa que no puede decirse de Candice.
El abogado volvió a toser.
—No quiero que vuelva a hacer la calle —dijo Rebus.
Tarawicz clavó en él sus pupilas como alfileres taladrando la oscuridad.
—¿Es que no va a poder Thomas Telford hacer sus negocios sin que le dejen en paz? —dijo finalmente, mientras a su espalda al abogado casi le daba un ataque de tos.
—Sabe que en eso no puedo prometer nada —respondió Rebus—. No soy yo quien debe preocuparle.
—Pues dele el recado a su amigo —replicó Tarawicz—. Y deje después esa amistad.
Rebus comprendió que Tarawicz se refería a Cafferty. Telford le había dicho que él era un mandado del gángster.
—No digo que no —replicó Rebus en voz baja.
—Pues hágalo —espetó Tarawicz dándole la espalda.
—¿Y Candice?
—Veré lo que puede hacerse. —Se detuvo y metió las manos en los bolsillos—. Oiga, Miriam —añadió sin volverse—, me gusta más con su dos piezas rojo —añadió soltando una carcajada mientras se alejaba.
—Vamos al coche —dijo Kenworthy furiosa entre dientes.
En su nerviosismo dejó caer las llaves y se agachó a recogerlas.
—¿Qué te pasa?
—No me pasa nada —replicó irritada.
—¿Es por lo del bikini rojo?
Le miró enfurecida.
—Yo no tengo ningún bikini rojo —farfulló maniobrando en giro cerrado pisando freno y acelerador con más fuerza de la necesaria.
—Pues no lo entiendo.
—Es que la semana pasada compré lencería roja… sostén y bragas —dijo acelerando—. A eso se refería.
—Pero ¿cómo lo sabía?
—Es lo que yo me pregunto.
Pasó como una bala ante los perros de la puerta, mientras Rebus pensaba en Tommy Telford, que había vigilado su piso.
—A veces la vigilancia es recíproca —dijo, cayendo en la cuenta de quién había aprendido la triquiñuela Tommy Telford.
Dejó pasar un rato y al cabo le preguntó datos sobre el almacén de desguace.
—Tarawicz es el dueño, y tiene una prensa como es debido, pero antes de hacer las balas de chatarra le gusta jugar con los coches. Y si alguien se interpone en su camino le ata al cinturón de seguridad y le incluye en el juego —añadió.
La regla de oro era jamás implicarse personalmente. Pero Rebus la vulneraba casi en todos los casos que le asignaban. A veces tenía la impresión de que se inmiscuía de ese modo a falta de vida propia y que sólo vivía por mediación de otras personas.
¿Por qué con Candice se había implicado tanto? ¿Por su parecido físico con Sammy o por creer que le necesitaba? Aquella manera de agarrarse a sus piernas el primer día… ¿No habría pasado de pronto por su imaginación el deseo de ser de verdad su caballero andante de reluciente armadura y no uno de pacotilla?
John Rebus, maldito farsante.
Telefoneó a Claverhouse desde el coche y le explicó lo de Candice. Claverhouse le dijo que no se preocupara.
—Hombre, gracias —replicó él—. Con eso ya puedo quedarme tranquilo. Escucha, ¿quién es el proveedor de Telford?
—¿De qué, de droga?
—Sí.
—Esa es la gran incógnita. Bueno, anda en negocios con Newcastle pero no sabemos con certeza quién compra y quién vende.
—¿Y si es Telford quien vende?
—Será, entonces, que tiene un proveedor en Europa.
—¿Qué dice la Brigada Antidroga?
—Dicen que no. Si la mercancía le llega por barco tendría que transportarla desde la costa. Lo más probable es que la compre en Newcastle. El que tiene los contactos con Europa es Tarawicz.
—¿Para que necesitará, entonces, a Tommy Telford…?
—John, anda, sé buen chico y desenchúfate un ratito.
—Colquhoun parece que anda escondiéndose de algo…
—¿No me has oído?
—Ya hablaremos.
—¿Vuelves para aquí?
—Más o menos —respondió cortando la comunicación y pisando el acelerador.