9

Recogió a Candice al día siguiente por la tarde. Llevaba todas sus pertenencias en dos bolsas y le dio a Sammy un abrazo tan fuerte como le permitían sus brazos vendados.

—Nos vemos, Candice —dijo esta.

—Sí, nos vemos. Gracias…

—Al no encontrar palabras para terminar la frase, Candice abrió los brazos balanceando las bolsas.

Hicieron alto en un McDonald’s (por elección de ella) para comer algo. Zappa and the Mothers: Cruising for Burgers. Era un día soleado y fresco, ideal para cruzar el puente Forth. Rebus condujo despacio para que Candice pudiera contemplar la panorámica. Se dirigían al East Neuk en Fife, un ramillete de pueblos de pescadores muy frecuentado por pintores y veraneantes. Anstruther, fuera de temporada, estaba prácticamente desierto, y aunque él llevaba la dirección fue parando a preguntar el camino hasta que llegaron a un adosado, delante del cual aparcó. Candice no apartó la vista de la puerta roja hasta que él le hizo una señal para que le siguiese. No había logrado hacerle entender a qué iban allí, pero esperaba que los Drinic se lo explicaran.

Abrió una mujer cuarentona de largo pelo negro que le miró por encima de sus gafas de media luna para después fijar su atención en Candice a quien dijo algo en su idioma. Ella contestó con cierta timidez sin saber con certeza lo que sucedía.

—Pasen, por favor, aquí a la cocina con mi marido —dijo la señora Drinic.

Se sentaron a la mesa de la cocina. El señor Drinic era un hombre robusto con un bigotazo negro y pelo ondulado canoso. Trajeron una tetera y la mujer arrimó su silla a la de Candice para charlar.

—Le está explicando la situación —dijo el señor Drinic.

Rebus asintió con la cabeza y dio un sorbo al fuerte té mientras oía aquella conversación incomprensible para él. Candice, cautelosa de entrada, fue animándose a medida que relataba su historia, y la señora Drinic escuchaba atenta, mostrando simpatía, horror o disgusto según las vicisitudes de lo que Candice explicaba.

—La llevaron a Amsterdam diciéndole que allí tendría trabajo —dijo el marido—. Me consta que a otras jóvenes les sucedió igual.

—Creo que ha dejado un hijo en su país.

—Sí, un niño. Ahora le habla de él a mi mujer.

—¿Y ustedes cómo llegaron aquí? —inquirió Rebus.

—Yo, en Sarajevo, era arquitecto. No crea usted que es fácil dejar toda una vida atrás —hizo una pausa—. Primero fuimos a Belgrado y desde allí vinimos a Escocia en un autobús de refugiados —añadió encogiéndose de hombros—. Pronto hará cinco años. Ahora trabajo de carpintero. No me importa haberlo dejado lejos —añadió con una sonrisa.

Rebus miró a Candice, que lloraba confortada por la señora Drinic.

—Nosotros la cuidaremos —dijo la mujer mirando a su marido.

En la puerta, antes de marcharse, Rebus quiso darles dinero, pero ellos no quisieron aceptarlo.

—¿Puedo venir a verla de vez en cuando?

—Claro que sí.

Se quedó mirando a Candice.

—Su verdadero nombre es Karina —dijo la mujer en voz baja.

—Karina —pronunció Rebus y ella sonrió mirándole con una dulzura desconocida, como si ya estuviera produciéndose una transformación.

—Besa a la chica —dijo ella acercándole la cara.

Le dio un beso en la mejilla y a ella se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Rebus asintió con un gesto de comprensión.

Le volvió a decir adiós desde el coche con la mano y ella le envió un beso. Al doblar la esquina paró y agarró con fuerza el volante. Se preguntaba si Candice podría superarlo, si aprendería a olvidar y pensó una vez más en lo que decía su exmujer. ¿Qué pensaría Rhona de él en este caso? ¿Se aprovechaba de Karina? No, pero no acababa de ver si no era simplemente por el hecho de que no le había podido prestar ninguna ayuda en el caso Telford. Le invadía un sentimiento de fracaso. El único acto voluntario de la joven había sido esperarle junto al coche en vez de volver con Telford. Todas las decisiones antes y después las había adoptado él. En cierto modo, Candice seguía prisionera porque de momento había interiorizado sus cadenas como única perspectiva vital. Tardaría en cambiar y recobrar la confianza en los demás. Los Drinic la ayudarían.

Yendo por la costa en dirección sur y cavilando sobre el tema de la familia, decidió ir a ver a su hermano.

Mickey vivía en una urbanización de Kirkcaldy. Su BMW rojo estaba aparcado en el camino de entrada. Acababa de volver del trabajo y al ver a Rebus se llevó una agradable sorpresa.

—Chrissie y los niños están en casa de la abuela —dijo—. Me disponía a cenar. ¿Quieres una cerveza?

—Un café, si acaso —respondió Rebus, y apenas se había sentado en la sala de estar cuando Mickey regresó con dos viejas cajas de zapatos.

—Mira lo que encontré en la buhardilla el otro día. Pensé que te gustaría echar un vistazo. ¿Lo quieres con leche y azúcar?

—Una nube de leche.

Mientras Mickey iba a la cocina a por el café, Rebus miró aquellas cajas de sobres llenos de fotografías y ordenados por fechas, aunque en algunos aparecía un interrogante. Rebus abrió el primero que le vino a mano y vio que eran instantáneas de vacaciones; un desfile de disfraces; una comida en el campo. Él no conservaba fotos de sus padres y verlos retratados constituyó una sorpresa. Su madre tenía las piernas más gruesas de lo que recordaba, pero era esbelta; su padre exhibía en todas la misma sonrisa, un gesto que él y Mickey habían heredado. Fue rebuscando y encontró una suya con Rhona y Sammy; era una playa con un viento de órdago. Peter Gabriel: Family Snapshot. No conseguía recordar qué playa era. Mickey volvió con una taza de café y una botella de cerveza.

—Hay algunas que no sé de quién son —dijo—. ¿Familia? ¿Los abuelos?

—No creo que yo pueda aclarártelo.

Mickey le tendió un menú.

—Ten. Es del mejor restaurante hindú de por aquí. Elige lo que quieras.

Rebus eligió un plato y Mickey llamó para hacer el encargo. Dijeron que se lo enviaban en veinte minutos. Rebus abrió otro sobre. Eran fotos todavía más antiguas, de los años cuarenta, en las que se veía a su padre de uniforme con soldados que llevaban un gorro como el del personal de McDonald’s y pantalones hasta la rodilla. En algunas ponía en el reverso «Malasia» y en otras, «India».

—¿Recuerdas que en Malasia hirieron al viejo? —dijo Mickey.

—No; qué va.

—Si nos enseñó la herida en la rodilla…

Rebus negó con la cabeza.

—A mí me contó el tío Jimmy que fue un corte que se hizo jugando al fútbol, pero como no dejaba de rascarse la costra, le quedó esa cicatriz.

—Él nos decía que era una herida de guerra.

—Pura trola.

Mickey comenzó a hurgar en la otra caja.

—Ten, mira estas… —dijo tendiéndole un montón de postales y fotos sujetas con una goma elástica.

Rebus quitó la goma y al mirar las postales por detrás reconoció su letra. Las fotos también eran suyas; instantáneas no muy buenas.

—¿De dónde has sacado esto?

—Tú siempre me enviabas postales y fotos, ¿no te acuerdas?

Todas eran de su época en el Ejército.

—Ya ni me acordaba —dijo.

—Solías mandarlas cada quince días, a papá una carta y a mí una postal.

Rebus se reclinó en el sillón para examinarlas. A juzgar por el matasellos estaban en orden cronológico: las había de recluta en su destino de Alemania y Ulster; de maniobras en Chipre, Malta, Finlandia y el desierto en Arabia Saudí. Todas redactadas en tono jocoso, pero Rebus no reconocía aquella voz como propia. En las de Belfast casi todo eran bromas, a pesar de que él recordaba aquel tiempo como uno de los períodos más horrendos de su vida.

—Me encantaba recibirlas —dijo Mickey sonriendo—. Figúrate que estuviste a punto de inducirme a que me alistara.

El pensamiento de Rebus voló a Belfast: acuartelados en aquel edificio en un polígono que era una auténtica fortaleza, y tras los servicios de patrulla por las calles no tenían otro desahogo que beber, jugar y pelearse, siempre entre cuatro paredes. Y después… lo del «Máquina». Y ahora aparecían aquellas postales con una imagen de su pasado totalmente falsa que Mickey había conservado durante los últimos veintidós años.

¿O acaso no? ¿Dónde reside de hecho la realidad sino en la mente de uno? Aquellas postales eran documentos falsos, sí, pero los únicos existentes e irrecusables contra su palabra. Lo mismo que en el caso de la Ruta de Ratas, igual que en la historia de Joseph Lintz. Miró a su hermano y comprendió que podía romper el encanto en ese mismo momento con sólo explicarle la verdad.

—¿Qué pasa? —preguntó Mickey.

—Nada.

—¿Qué, a punto para esa cerveza? La cena llegará de un momento a otro.

Rebus miró la taza de café ya frío.

—Más que a punto —dijo reintegrando su pasado a la prisión de la goma elástica—, pero sigo con esto —añadió alzando la taza hacia su hermano en un gesto de brindis.