8

La Ruta de Ratas era una especie de «metro» por el que huyeron los nazis —a veces con ayuda del Vaticano— de sus perseguidores soviéticos. El final de la Segunda Guerra Mundial marcó el principio de la guerra fría. Era un momento en que hacían falta espías para los servicios de inteligencia, individuos con talento, sin escrúpulos y con cierto nivel de experiencia. Corrió el rumor de que a Klaus Barbie, el «Carnicero de Lyon», el servicio de espionaje británico le había ofrecido un empleo y se habló de nazis importantes que habían sido evadidos clandestinamente a Estados Unidos. La ONU no publicó hasta 1987 la lista completa de criminales de guerra nazis y japoneses huidos, un total de cuarenta mil individuos.

¿A qué se debía tal retraso? Rebus lo entendía. Los políticos actuales habían acordado que Alemania y Japón formaran parte de la comunidad global capitalista. ¿A quién le interesaba reabrir viejas heridas? Y, además, ¿acaso no habían cometido atrocidades los propios Aliados? ¿Quién sale de una guerra con las manos limpias? Él mismo se había hecho un hombre en el Ejército y lo entendía perfectamente. También había hecho cosas… Había servido en Irlanda del Norte y había visto allí falsear la verdad, el odio sustituía al miedo.

Parte de su ser podía muy bien dar crédito a la existencia de la Ruta de Ratas.

El libro que Levy le había traído explicaba el mecanismo que habría hecho viable la operación, pero él se preguntaba si era posible desaparecer totalmente y cambiar de identidad, aunque surgiera de nuevo la duda de si aquello aún tenía importancia. Existían fuentes de identificación y se habían celebrado juicios —Eichmann, Barbie, Demjanjuk—, más los que estaban en trámite, y por sus lecturas le constaba que hubo criminales de guerra que en vez de ser extraditados fueron autorizados a volver a su país donde dirigieron negocios con los que habían hecho fortuna hasta morir de viejos; pero también sabía que algunos de aquellos genocidas habían purgado sus culpas y se habían vuelto «buenas personas», habían cambiado. Estos últimos alegaban que la guerra era la verdadera culpable. Recordó una de sus primeras conversaciones en el estudio del anciano. Joseph Lintz hablaba con voz ronca y un pañuelo anudado a la garganta.

—A mi edad, inspector, una simple faringitis es como la muerte.

No había muchas fotografías en la casa y Lintz le explicó que casi todas habían desaparecido durante la guerra.

—Junto con otros recuerdos. Pero me quedan esas.

Se refería a media docena de fotos enmarcadas de los años treinta de las que fue diciéndole quién era quién. A Rebus le asaltó de pronto la idea de si no estaría fingiendo. ¿Y si aquellas fotografías no eran más que unas antiguallas que él había sacado de cualquier parte y les había puesto marco? ¿No estaría inventando los nombres e identidades que atribuía a aquellos rostros? En aquel momento comprendió lo fácil que era inventarse una nueva vida.

Fue aquel mismo día cuando Lintz, en el momento de tomar el té, habló por primera vez de Villefranche.

—He pensado mucho en ello, inspector, como podrá imaginarse. Ese teniente Linzstek, ¿era oficial de día?

—Sí.

—Pero seguramente subordinado a otros superiores. Un teniente es poca cosa en la escala jerárquica.

—Puede.

—Mire usted, un militar subordinado al mando… ha de cumplir las órdenes, ¿no?

—¿Aunque sean atrocidades?

—Yo, en cualquier caso, diría que esa persona cometió el crimen bajo coacción, un crimen que muchos de nosotros habríamos cometido en iguales circunstancias. ¿No comprende que es una hipocresía procesar a una persona cuando quizás uno mismo habría hecho igual? Un soldado que sale de las filas para oponerse a la matanza… ¿Habría usted dado ese paso?

—Espero que sí —replicó Rebus pensando en el Ulster y el «Máquina».

El libro de Levy no demostraba nada. Lo único que quedaba claro era que el nombre de Josef Linzstek, supuestamente polaco, figuraba en una lista de los presuntos beneficiados por la Ruta de Ratas. Pero ¿de dónde procedía la lista? De Israel. Todo era muy hipotético. No era una prueba.

Aunque su intuición le decía que Lintz y Linzstek eran la misma persona, Rebus era incapaz de llegar a la conclusión de si el asunto merecía la pena.

Fue a devolver el libro al Roxburghe y dijo a la recepcionista que se lo entregara al señor Levy.

—Creo que está en su habitación, si quiere…

Rebus negó con la cabeza. No dejó ninguna nota con el libro a sabiendas que Levy sabría interpretarlo como un comentario. Fue a casa a por el coche y cruzó por Haymarket hacia Shandon. Como de costumbre, aparcar cerca del piso de Sammy era un problema. Ya había vuelto la gente del trabajo y todos estarían comiendo delante de la tele. Subió la escalinata de piedra pensando en lo peligrosa que sería cuando llegaran las heladas y tocó el timbre. Le abrió Sammy y pasó al cuarto de estar donde estaba Candice mirando un concurso.

—Hola, John —dijo—. ¿Eres el hombre de mis sueños?

—No soy el hombre de los sueños de nadie, Candice —respondió volviéndose hacia Sammy—. ¿Todo bien?

—Muy bien.

En aquel momento salió Ned Farlowe de la cocina con un tazón de sopa en el que mojaba una rebanada de pan moreno partida en dos.

—¿Podemos hablar un momento? —dijo Rebus.

Farlowe señaló la cocina con la cabeza.

—¿No le importa que siga comiendo mientras hablamos? Me muero de hambre.

Se sentó a la mesa plegable, cogió otra rebanada de pan del paquete y la untó de margarina. Sammy asomó la cabeza por la puerta pero al ver la expresión de su padre hizo mutis por el foro. La cocina tendría cuatro metros cuadrados y no había sitio ni para las cazuelas y los electrodomésticos. No cabía ni un alfiler.

—Te he visto hoy espiando en el cementerio de Warriston —dijo Rebus—. ¿Pura coincidencia?

—¿Usted qué cree?

—Te he hecho una pregunta —replicó Rebus ladeando la cabeza hacia el fregadero y cruzando los brazos.

—Estoy vigilando a Lintz.

—¿Por qué?

—Porque me pagan por ello.

—¿Un periódico?

—El abogado de Lintz ha cursado interdictos provisionales que impiden que se le acerque nadie.

—Pero ¿quieren vigilarle?

—Si llega al juicio querrán saber cuanto sea posible sobre él. Es natural.

Farlowe no se refería a un proceso contra Lintz sino a una querella contra los periódicos por libelo.

—Si te ve rondando…

—No me conoce de nada. Además, me reemplazaría otro. ¿Puedo preguntarle una cosa?

—Antes voy a decirte yo una. ¿Sabes que estoy haciendo indagaciones sobre Lintz? —Farlowe asintió con la cabeza—. Lo que significa que campamos en el mismo terreno y si tú averiguas algo creerán que la información procede de mí.

—A Sammy no le he dicho concretamente qué estoy haciendo; así que no hay conflicto de intereses.

—A lo que me refiero es a que habrá otros que quizá no lo crean.

—Será cuestión de unos días más hasta que gane lo suficiente para seguir un mes más con el libro.

Farlowe había terminado la sopa; dejó el tazón en el fregadero y fue a situarse junto a Rebus.

—No se lo tome a mal, pero, en resumidas cuentas, ¿cómo podría impedírmelo?

Rebus le miró de hito en hito. Le daban ganas de hundirle la cabeza en el fregadero, pero ¿qué pensaría Sammy?

—Bueno —añadió Farlowe—, ¿contesta ahora a mi pregunta?

—¿Qué pregunta?

—¿Quién es Candice?

—Una amiga mía.

—¿Y por qué no la tiene en su piso?

Rebus comprendió que ahora no hablaba el novio de su hija sino el periodista que se huele una historia.

—Mira —respondió—, ni yo te he visto en el cementerio ni ha tenido lugar esta conversación.

—¿A cambio de que yo no pregunte nada sobre Candice? —Rebus permaneció en silencio y Farlowe consideró la propuesta—. ¿Y si le pregunto algunas cosas para mi libro?

—¿Qué clase de cosas?

—Datos sobre Cafferty.

Rebus negó con la cabeza.

—Pero puedo dártelos sobre Tommy Telford.

—¿Cuándo?

—Cuando le tengamos entre rejas.

Farlowe sonrió.

—Para entonces puedo estar jubilado —dijo sarcástico; pero Rebus no cedió.

—Mañana ya no la tendré aquí —dijo.

—¿Adónde va a llevarla?

Rebus hizo un simple guiño y volvió al cuarto de estar para decirle algo a Sammy mientras el concurso que entretenía a Candice alcanzaba su apoteosis y la muchacha reía al unísono con el público. Rebus concretó los planes para el día siguiente y se marchó sin ver ni rastro de Farlowe; a lo mejor se había escondido en el dormitorio, o habría vuelto a salir. Tardó un instante en recordar dónde tenía el coche, pero el camino hasta casa lo hizo con prudencia respetando todos los semáforos.

No encontró aparcamiento en Arden Street y dejó el Saab en zona prohibida. Al llegar al portal oyó que abrían la portezuela de un coche y se volvió.

Era Claverhouse. Solo.

—¿Te importa que suba?

Rebus pensó en diez razones para negarse, pero se encogió de hombros y abrió la puerta.

—¿Hay alguna novedad sobre la puñalada en el Megan? —preguntó.

—¿Cómo sabías que iba a interesarnos?

—Si apuñalan a un gorila y el agresor huye en una moto que le espera es que era premeditado. Y la mayoría de los gorilas están a sueldo de Tommy Telford.

Iban por la escalera hacia la segunda planta.

—Sí, tienes razón —dijo Claverhouse—. Billy Tennant trabajaba para Telford controlando el trapicheo en el Megan.

—¿De droga?

—El amigo del futbolista, el herido, es un traficante conocido que opera en Paisley.

—O sea, relacionado igualmente con Telford.

—Nuestra hipótesis es que iban a por él y Tennant se interpuso.

—Y en consecuencia, la pregunta es ¿quién anda detrás?

—Vamos, John. Cafferty, evidentemente.

—No es el estilo de Cafferty —dijo Rebus abriendo la puerta del piso.

—Quizás haya aprendido un par de cosas del joven aspirante.

—Como si estuvieras en tu propia casa —dijo Rebus cruzando el vestíbulo.

En la mesa estaban los restos del desayuno y en el suelo, junto a una silla, la bolsa de Siobhan.

—¿Una invitada? —preguntó Claverhouse mirando a un lado y otro al ver las dos tazas—. ¿Ya no está?

—Ni estuvo a desayunar.

—Porque está en casa de tu hija.

Rebus se quedó de piedra.

—Fui a pagar el hotel y me dijeron que un coche de policía había ido a recoger sus cosas. Hice mis averiguaciones y el conductor me dio la dirección de Samantha —dijo Claverhouse sentándose en el sofá y cruzando las piernas—. ¿Qué juego te traes, John, que me dejas en evidencia? —Hablaba pausadamente, pero Rebus veía venir la tormenta.

—¿Quieres beber algo?

—Quiero que me contestes.

—Al salir de la comisaría… me la encontré esperándome junto al coche. No sabía dónde llevarla y la traje aquí. Pero resultó que conocía la calle porque Telford había estado con ella vigilando mi piso.

—¿Y eso por qué? —inquirió Claverhouse con auténtico interés.

—Tal vez porque conozco a Cafferty. Por eso no podía dejarla aquí y la llevé a casa de Sammy.

—¿Sigue allí? —Rebus asintió con la cabeza—. ¿Y ahora qué?

—Hay una casa donde podrá quedarse; con una familia de refugiados.

—¿Cuánto tiempo?

—¿Qué quieres decir?

Claverhouse lanzó un suspiro.

—John, esa chica…, la única vida que conoce es la prostitución.

Rebus se acercó al aparato de música. Miró las cintas. Tenía que hacer algo.

—¿Con qué va a ganar dinero? ¿Se lo vas a dar tú? ¿Tú qué sacas?

A Rebus se le cayó un disco compacto de las manos y se dio media vuelta.

—No es nada de eso —vociferó.

Claverhouse alzó las manos en plan conciliador.

—Vamos, John, sabes que hay…

—No sé nada.

—John…

—Mira, haz el favor de marcharte.

No había sido una jornada agotadora, pero parecía no tener fin. Notaba que la noche iba a prolongarse hasta lo indecible sin tregua para el descanso. Veía en su imaginación cadáveres balanceándose en unos árboles y una iglesia envuelta en llamas, a Telford lanzándose en la moto del salón de juegos contra los espectadores, a Abernethy tocando el hombro a un anciano, soldados dando culatazos a la gente. Y John Rebus… John Rebus siempre en escena haciendo esfuerzos por ser un simple espectador neutral.

Puso a Van Morrison: Hardnose the Highway. Era la música que le acompañaba en las playas de East Neuk y en los plantones de vigilancia, la que siempre le servía de lenitivo, de paliativo a sus heridas. Se dio la vuelta y al ver que Claverhouse se había ido fue a mirar por la ventana. Enfrente, en el segundo piso, vivían dos niños y él los veía muchas veces sin que ellos se dieran cuenta por la simple razón de que rara vez se asomaban a la calle. Vivían absortos en su mundo sin que les llamara la atención nada del exterior. Ya estaban acostados y la madre cerraba las contraventanas. Una ciudad tranquila. En eso Abernethy tenía razón. Había zonas de Edimburgo en las que podías pasarte toda una vida sin que se produjera un incidente. No obstante, el índice de homicidios en Escocia doblaba al de su vecina del sur y la mitad de los asesinatos se registraban en sus dos urbes principales.

Pero las estadísticas no contaban porque una muerte no era más que una muerte: algo insustituible que desaparecía del mundo. Un asesinato, cientos de ellos… tan sólo para los que quedaban tenían relevancia. Pensó en la única superviviente de Villefranche. No la conocía en persona ni tendría seguramente ocasión; razón de más para no apasionarse por un caso histórico, al contrario de uno actual en que tienes a mano datos en abundancia, puedes hablar con los testigos y es posible recoger pruebas forenses y cuestionar las coartadas; valorar culpa y dolor e involucrarte en él. Lo único que suscitaba su interés y le fascinaba: la gente y sus historias. Implicándose en sus vidas olvidaba la suya.

Advirtió que la luz del contestador parpadeaba: mensaje.

—Sí… Oiga… Esto… no sé cómo decírselo. —Reconoció la voz de Kirstin Mede y oyó que suspiraba—. Escuche: no puedo seguir con esto. Así que, por favor… Lo siento. No puedo. Habrá quien pueda ayudarle. Estoy segura…

Final del mensaje. Se quedó mirando fijamente al aparato. No se lo reprochaba. No puedo seguir con esto. «Ya somos dos», pensó. Pero él sí tenía que seguir. Se sentó a la mesa y cogió la documentación sobre Villefranche con las listas de nombres y profesiones, edades y fechas de nacimiento. Picat, Mesplede, Rousseau, Deschamps. Vinatero, decorador de porcelana, carretero, criada. ¿Qué relevancia tenían todas aquellas personas para un escocés de mediana edad? Apartó los papeles y cogió los que había traído Siobhan.

Quitó Van Morrison y puso la cara A de Wisb You Were Here de Pink Floyd, rayado que daba pena. Recordó que lo vendían en un sobre negro de plástico que al abrirlo desprendía un olor que después le dijeron que era pretendidamente a carne quemada…

—Necesito una copa —se dijo inclinándose en la silla—. Quiero beber. Unas cervezas, acompañadas de unos_ whiskies quizá.

Algo para limar aristas.

Miró el reloj: aún faltaba para cerrar. No es que importase mucho en Edimburgo, la tierra olvidadiza de la hora de cierre. ¿Llegaría a tiempo al Oxford? Sí, de sobra. Pero tenía más mérito afrontar el reto. Esperar una o dos horas y volver a echar un pulso.

O llamar a Jack Morton.

O salir ahora mismo.

Sonó el teléfono y lo cogió.

—Diga.

—¿John? —pronunciado como «Sean».

—Hola, Candice. ¿Qué hay?

—¿Hay?

—¿Algún problema?

—Problema, no. Sólo quiero… Te digo, hasta mañana.

—Eso, hasta mañana —repitió él sonriendo—. Hablas muy bien inglés.

—Estaba encadenada a una navaja de afeitar.

—¿Cómo?

—Letra de una canción.

—Ah, ya. Pero ahora no estás encadenada…

—Yo… hum…

No parecía haber entendido.

—Vale, Candice. Nos vemos mañana.

—Sí, adiós.

Colgó. Encadenada a una navaja de afeitar… De pronto se le quitaron las ganas de tomar una copa.