Eran las siete de la mañana cuando sonó el portero automático. Fue al vestíbulo tambaleándose y preguntó quién demonios era.
—El de los cruasanes —respondió una voz áspera con típico acento inglés.
—¿Quién?
—Venga, gilipollas, despierta. ¿Tan mal andas de memoria?
En su cerebro hizo clic un nombre.
—¿Abernethy?
—Anda, abre, que aquí hace un frío que pela.
Rebus pulsó el botón y volvió a saltitos al dormitorio a ponerse algo. Estaba como atontado. Abernethy era agente de la Brigada Especial de Londres y la última vez que se habían visto en Edimburgo fue con ocasión de la captura de unos terroristas. Se preguntó qué demonios haría en la ciudad.
Cuando sonó el timbre acabó de ponerse la camisa y fue a abrir. Tal como anunció, Abernethy venía con una bolsa de cruasanes. Poco había cambiado: los mismos vaqueros descoloridos con cazadora de cuero negro; el mismo pelo castaño al rape y con fijador. Su cara era redonda con hoyuelos y el color de sus ojos de un inquietante azul psicópata.
—¿Cómo estás, colega? —dijo Abernethy dándole una palmada en el hombro y tomando la delantera hacia la cocina—. Pon el hervidor.
Lo decía como si fuera algo habitual y no vivieran a seiscientos kilómetros uno de otro.
—Abernethy, ¿qué demonios haces aquí?
—Alimentarte, ¿no ves?, que es lo que siempre han hecho los ingleses con los escoceses. ¿Hay mantequilla?
—Mira en la nevera.
—¿Y platos?
Rebus señaló un armarito.
—Seguro que tomas café de sobre, ¿a que sí?
—Abernethy…
—Vamos a desayunar y luego hablamos, ¿vale?
—El hervidor sólo hierve si lo enchufas.
—Ah, claro.
—Creo que tengo mermelada.
—¿Y miel?
—¿Me tomas por una abeja?
Abernethy exhibió una sonrisa de complicidad.
—Por cierto, un abrazo de parte del viejo Georgie Flight. Se rumorea que va a jubilarse pronto.
Georgie Flight: otro fantasma del pasado. Abernethy había desenroscado la tapa del tarro del café y olía los granos.
—¿De cuándo es? —arrugó la nariz—. Qué poca clase, John.
—Al contrario que tú, ¿no es eso? ¿Cuándo has llegado?
—Hace media hora.
—¿Vienes de Londres?
—Parando un par de horas en una zona de descanso a echar una cabezada. Esa Al es mortal. Después de Newcastle es como entrar en un país tercermundista.
—¿Has recorrido seiscientos kilómetros en coche para ofenderme?
Llevaron el desayuno a la mesa del cuarto de estar y Rebus apartó unos blocs y varios libros sobre la Segunda Guerra Mundial.
—Bueno —dijo una vez sentados—, supongo que no se trata de una visita de cortesía.
—En cierto modo, sí. Podría haberte llamado, pero me pregunté de pronto: ¿cómo estará ese cabronazo? Y cuando quise darme cuenta estaba en el coche en la circunvalación rumbo al norte.
—Conmovedor.
—Nunca he dejado de interesarme por lo que haces.
—¿Por qué?
—Porque la última vez que nos vimos… Bueno, la verdad es que has cambiado, ¿no?
—¿Ah, sí?
—Bueno, tú no eres de los que trabajan en equipo sino un solitario como yo. Los solitarios son útiles.
—¿Útiles?
—Como agentes secretos para misiones que se salen de lo corriente.
—¿Consideras que tengo aptitudes para la Brigada Especial?
—¿Te gustaría vivir en Londres? Allí hay una marcha de miedo.
—Ya tengo marcha de sobra aquí.
Abernethy miró por la ventana.
—Esta ciudad no hay quien la despierte ni con un misil de cincuenta megatones.
—Mira, Abernethy, no es que no me agrade tu compañía, pero ¿puede saberse a qué has venido?
Abernethy se sacudió las migas de las manos.
—Bien, se acabaron los formalismos —dijo dando un sorbo al café y haciendo una mueca de desagrado por su mala calidad—. Asunto: crímenes de guerra —dijo, consiguiendo que Rebus dejara de masticar—. Tenemos una lista de nombres, como bien sabes y uno de ellos es conciudadano tuyo.
—¿Y bien?
—Pues que voy de camino al cuartel general de Londres, donde se ha montado la Unidad Provisional de Crímenes de Guerra, ya que mi cometido es recopilar información sobre las diversas investigaciones para crear un archivo central.
—¿Qué quieres, que te pase los datos de lo que he descubierto?
—Más o menos.
—¿Y te has tirado toda la noche al volante para venir a decírmelo? Habrá algo más.
Abernethy se echó a reír.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no puede ser de otra manera. Un trabajo de compilador es para un buen burócrata. Y tú no lo eres; sólo disfrutas en la calle.
—¿Y tú qué? Tampoco me has parecido nunca historiador —dijo Abernethy dando unos golpecitos sobre uno de los libros.
—Es un castigo.
—¿Y qué te hace pensar que en mi caso es distinto? Bien, ¿qué pasa con el señor Lintz?
—No pasa nada. De momento no damos una. ¿Cuántos nombres tienes en el registro?
—Veintisiete en principio, pero ocho son ya difuntos.
—¿Y se avanza mucho?
Abernethy negó con la cabeza.
—Un caso llegó a los tribunales, pero suspendieron el juicio en la primera vista. No se puede procesar a ancianos que chochean.
—Bien, para tu información, lo que sucede con el caso Lintz es que no puedo demostrar que sea Josef Linzstek. No puedo desbaratar la versión que él da sobre su actuación en la guerra ni sobre cómo llegó a Inglaterra —dijo Rebus encogiéndose de hombros.
—Lo mismo que me dicen por todas partes.
—¿Y qué esperabas? —preguntó Rebus cogiendo un cruasán.
—Este café es un asco —dijo Abernethy—. ¿Hay algún bar decente en el barrio?
Fueron a un bar; Abernethy pidió un exprés doble y Rebus un descafeinado. En la primera página del Record aparecía la noticia de un muerto apuñalado a la entrada de un club nocturno. El que lo leía dobló el periódico cuando terminó de desayunar y salió con él en el bolsillo.
—¿Existe alguna posibilidad de que hables hoy con Lintz? —inquirió de pronto Abernethy.
—¿Por qué?
—Por ir contigo. No todos los días se puede ver a un individuo acusado de haberse cargado a setecientos franceses.
—¿Es por atracción morbosa?
—Todos caemos en ella en cierto modo, ¿no?
—No tengo nada nuevo que preguntarle —dijo Rebus— y ya ha empezado a mover a su abogado quejándose de acoso.
—¿Tiene buenas relaciones?
Rebus le miró a la cara.
—Estás bien informado.
—Abernethy, el poli concienzudo.
—Bien, pues sí. Tiene amistades en puestos de responsabilidad, pero algunos se han mantenido discretamente al margen desde que empezó el escándalo.
—Se diría que le crees inocente.
—Hasta que se demuestre su culpabilidad.
Abernethy sonrió y alzó la taza.
—Anda de viaje por ahí un historiador judío. ¿Se ha puesto en contacto contigo?
—¿Cómo se llama?
Otra sonrisa.
—¿Con tantos historiadores judíos has estado en contacto? Se llama David Levy.
—¿Dices que anda de viaje por ahí?
—Está una semana aquí y otra allá, preguntando cómo van los casos.
—En este momento está en Edimburgo.
Abernethy sopló el café.
—Entonces, ¿has hablado con él?
—Pues sí.
—¿Y qué?
—¿Qué de qué?
—¿Te largó lo de su versión de la «Ruta de Ratas»?
—Pero bueno, ¿a qué viene tanto interés?
—Es que a todos los demás se lo ha contado.
—¿Y qué?
—Santo Dios, ¿es que siempre contestas a una pregunta con otra? Escucha, como recopilador que soy, me ha salido en el ordenador más de una vez el nombre de Levy. De ahí mi interés.
—Abernethy, el poli concienzudo.
—Exacto. Bien, ¿vamos a ver a Lintz?
—Bueno, ya que has hecho un viaje tan largo…
De vuelta a casa Rebus pasó por el quiosco para comprar el Record. El apuñalamiento se había producido fuera del club nocturno Megan, un nuevo local en Porto bello y la víctima era un «portero» llamado William Tennant de veinticinco años. La historia figuraba en primera plana porque un futbolista de primera división estaba implicado en el incidente y un amigo que iba con él tenía heridas leves. El agresor se había dado a la fuga en una moto. Los periodistas no habían podido recoger declaraciones del futbolista, pero Rebus le conocía; vivía en Linlithgow y un año antes protagonizó una detención en Edimburgo por exceso de velocidad y posesión, según sus propias palabras, de «un poquitín de farlopa», o sea, cocaína.
—¿Algo interesante? —preguntó Abernethy.
—Un gorila asesinado. ¿Ciudad tranquila, dices…?
—Un suceso así en Londres no ocuparía ni tres centímetros de una columna interior.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
—Me marcho hoy mismo, pero quiero pasar por Carlisle donde por lo visto hay otro antiguo nazi. Luego voy a Blackpool y a Wolverhampton antes de volver a Londres.
—Un mártir.
Rebus tomó la ruta turística de The Mound y Princess Street y aparcó en doble fila en Heriot Row, pero Joseph Lintz no estaba.
—No importa —dijo—, sé dónde seguramente está.
Tomaron por Inverleith Road y dobló hacia Warriston Gardens para aparcar delante de las puertas del cementerio.
—¿Es sepulturero? —preguntó Abernethy bajando del coche y abrochándose la cremallera de la cazadora.
—Planta flores.
—¿Flores? ¿Para qué?
—No sé.
Lo propio de un cementerio es ser recinto de los muertos, pero no era esa la impresión que Warriston producía en Rebus; parecía más bien un parque para pasear en el que habían colocado estatuas. La calzada adoquinada de la sección nueva desembocaba en un camino de tierra que discurría entre lápidas ya borrosas, obeliscos, cruces celtas y abundante arboleda con pájaros y alguna ardilla fugaz. A través de un túnel se accedía a la parte antigua, pero era entre este y el paseo donde se hallaba el núcleo principal con su elenco de personajes históricos de Edimburgo; apellidos como Ovenstone, Cleugh y Flockhart y profesionales del sector jurídico, mercaderes en sedas o ferreteros. Allí reposaban personas que habían muerto en la India o durante la infancia. En el arco, un letrero indicaba que el Ayuntamiento había adquirido el recinto dado el abandono en que lo tenían sus propietarios; pero aquella desidia formaba también parte de su encanto. Allí se iba a pasear al perro o hacer fotos, o simplemente a meditar entre las tumbas. Los homosexuales, en busca de ligue y otros en busca de soledad.
Al anochecer, desde luego, la reputación del lugar era muy distinta. A principios de año habían asesinado allí a una prostituta de Leith, una mujer que Rebus conocía y que le gustaba. Se preguntó si Joseph Lintz conocería esa faceta del cementerio…
—Señor Lintz.
Estaba junto a una lápida cortando la hierba con unas cizallas de jardinero. Al incorporarse el sudor brillaba en su frente.
—Ah, inspector Rebus. ¿Hoy viene con un colega?
—Le presento al inspector Abernethy.
Abernethy miró la lápida de un tal Cosmo Merriman, maestro.
—¿Le permiten cuidar las tumbas? —preguntó cruzando la mirada con Lintz.
—Nadie me lo ha prohibido.
—Me ha dicho el inspector Rebus que, además, planta usted flores.
—La gente piensa que soy alguien de la familia.
—Pero no lo es, claro.
—Únicamente en el sentido de que todos formamos parte de la familia humana, inspector Abernethy.
—Luego es usted cristiano.
—Sí.
—¿De nacimiento y formación?
Lintz sacó un pañuelo y se sonó.
—Estará usted preguntándose si un cristiano puede cometer una atrocidad como la de Villefranche. Quizá no me convenga decirlo, pero sí, lo creo muy posible. Al inspector Rebus se lo he explicado.
Rebus asintió con la cabeza.
—En un par de charlas que hemos tenido —corroboró él.
—La religión no constituye un eximente, ¿sabe? Mire el caso de Bosnia con tantos católicos implicados en la guerra y tantos buenos musulmanes. «Buenos» en el sentido de que tienen su fe, en virtud de la cual piensan que la religión les da derecho a matar.
Bosnia: Rebus vio una imagen bien definida de Candice huyendo del terror para ir a parar a un terror y a una prisión más terrible.
Lintz se guardó un gran pañuelo blanco en el bolsillo del pantalón de pana con bolsas en las rodilleras. Por la vestimenta —botas verdes de goma, jersey verde de lana y chaqueta de tweed— parecía un auténtico jardinero. Era natural que no llamase la atención, pues su aspecto no desentonaba en el cementerio. Rebus se preguntó hasta qué punto habría adquirido habilidad para pasar inadvertido.
—Parece impaciente, inspector Abernethy. No debe de ser usted hombre de teorías, ¿o me equivoco?
—Pues no sé qué decirle.
—Entonces es que no sabe usted mucho, mientras que el inspector Rebus escucha lo que le digo y además muestra interés, aunque no sabría decirle si fingido o no, pero su actuación, si de actuación se trata, es magistral. —Lintz, como de costumbre, hablaba como si tuviese ensayadas las frases—. En su última visita estuvimos charlando sobre la dualidad humana. ¿Quiere saber mi opinión al respecto, inspector Abernethy?
Abernethy le miraba con frialdad.
—No, señor.
Lintz se encogió de hombros. Acababa de descalificar al londinense.
—Inspector, las atrocidades se producen por un impulso colectivo de la voluntad —añadió vocalizando las palabras con el tono del conferenciante que había sido—. Pues en ocasiones basta con el temor de sentirnos excluidos para volvernos malvados.
Abernethy lanzó un resoplido con las manos en los bolsillos.
—Se diría que justifica usted los crímenes de guerra, que incluso estaba en el lugar donde se cometió la atrocidad.
—¿Es que hace falta ser marciano para imaginarse Marte? —replicó volviéndose hacia Rebus y obsequiándole con una sonrisita.
—Bien, escuche, tal vez yo soy demasiado simple —dijo Abernethy— y, además, empiezo a sentir algo de frío. Vamos al coche, si le parece, y seguimos hablando allí.
Mientras Lintz recogía sus utensilios y los guardaba en una bolsa de lona, Rebus miró a ambos lados y vio a lo lejos a alguien que se escondía entre las tumbas. Sí, un hombre que se agachaba; por una fracción de segundo atisbo una cara conocida.
—¿Qué sucede? —inquirió Abernethy.
—Nada —contestó Rebus negando con la cabeza.
Caminaron los tres en silencio hasta el Saab. Rebus abrió la portezuela trasera para Lintz, pero, para su sorpresa, Abernethy fue a sentarse también detrás. Él ocupó el asiento del conductor y notó que los dedos de los pies le entraban poco a poco en calor. Abernethy apoyó el brazo sobre el respaldo del asiento trasero para hablar con Lintz.
—Mire, herr Lintz, mi intervención en este asunto es muy sencilla. Estoy recopilando toda la información de los últimos alegatos sobre presuntos exnazis. Comprenderá que acusaciones tan graves como esas no tenemos más remedio que investigarlas.
—Acusaciones espúreas, poco «serias».
—En cuyo caso no tiene por qué preocuparse.
—Salvo en lo que a mi reputación atañe.
—Eso ya se arreglará una vez quede exculpado.
Rebus no se perdía palabra. No parecía Abernethy. Ya no hablaba en tono hostil como en el cementerio y su actitud era ahora mucho más ambigua.
—¿Y entretanto?
Lintz parecía captar entre líneas lo que insinuaba el londinense y Rebus se sentía excluido de la conversación. Ahora entendía por qué Abernethy se había sentado detrás con el anciano distanciándose físicamente de quien en realidad estaba encargado del caso. Algo se traía entre manos.
—Mientras tanto —respondió Abernethy— colabore cuanto pueda con mi colega. Cuanto más rápido llegue él a una conclusión, antes habrá acabado todo.
—El problema de las conclusiones es que deben ser fundadas, y las pruebas escasean. Durante la guerra se destruyó mucha documentación, inspector Abernethy.
—A falta de pruebas a favor o en contra no tiene ninguna obligación de responder.
—Ya entiendo —dijo Lintz asintiendo con la cabeza.
Lo que acababa de decir Abernethy no era nuevo para Rebus; lo malo era que se lo había dicho al sospechoso.
—Pero vendría bien que mejorase su memoria —se sintió obligado a añadir él.
—Bien, señor Lintz —dijo Abernethy con la mano en el hombro del anciano, en gesto protector y amigable—, gracias por dedicarme su tiempo. ¿Quiere que le llevemos a algún sitio?
—Voy a quedarme un rato más —respondió Lintz abriendo la portezuela y bajando del coche mientras Abernethy le tendía la bolsa de herramientas.
—Que usted lo pase bien —añadió.
Lintz asintió con la cabeza, dirigió otra leve inclinación a Rebus y se encaminó hacia la puerta del cementerio. Abernethy pasó al asiento delantero.
—Un bicho bastante raro, ¿no?
—Y tú vas y le dices que no tiene por qué preocuparse.
—Bobadas —replicó Abernethy—. Le he dicho en qué situación se encuentra para que sepa lo que se juega. Nada más. Venga, hombre —añadió al ver la expresión de Rebus—, ¿en serio que quieres verlo ante un tribunal? ¿A un viejecito que cuida flores en un cementerio?
—No creas que me ayudas mucho poniéndote de su parte, por lo que parece.
—Aun suponiendo que la orden de la matanza la diera él, ¿tú crees que la solución es un proceso para que le caigan un par de años de talego antes de diñarla? Es preferible meterles miedo en el cuerpo y evitar el proceso con el consiguiente ahorro de millones para los contribuyentes.
—Nuestro trabajo no es ese —replicó Rebus poniendo el motor en marcha.
Volvió con Abernethy a Arden Street y allí se despidieron, aunque el londinense fingió que tenía ganas de quedarse.
—Nos veremos un día de estos —dijo y arrancó.
Nada más alejarse el Sierra aparcó otro coche en el hueco libre y de él se apeó Siobhan Clarke con una bolsa de supermercado.
—Aquí tienes —dijo—. Creo que me he ganado un café.
Ella no era tan melindrosa como Abernethy y aceptó el café de sobre de buen grado, dando cuenta de paso de un cruasán que había sobrado mientras Rebus escuchaba en el contestador un mensaje del doctor Colquhoun diciendo que la familia de refugiados aceptaba hacerse cargo de Candice al día siguiente. Anotó la dirección y acto seguido examinó el contenido de la bolsa de Siobhan: unas doscientas páginas de fotocopias.
—No me las mezcles —dijo ella—, que no he tenido tiempo de graparlas.
—Sí que has sido rápida.
—Ayer volví a la oficina después de la hora porque pensé que era mejor hacerlas cuando no hubiera nadie. Si quieres te lo resumo.
—Basta con que me digas quiénes son los principales protagonistas.
Siobhan se acercó a la mesa, se sentó junto a él en una silla, sacó una serie de fotos de vigilancia y fue dándole nombres.
—Brian Summers, más conocido como «El Guapito», es quien dirige casi todo el negocio de la prostitución.
Era un individuo pálido, de cara angulosa, pestañas negras y espesas y boquita mohína. El proxeneta de Candice.
—Pues no es muy guapo.
Clarke mostró otra foto:
—Kenny Houston.
—De El Guapito al feísimo.
Dentón, tez de ictericia.
—Seguro que su madre lo adora.
—¿Este qué hace?
—Se encarga de los porteros. Kenny, El Guapito y Tommy Telford se criaron en el mismo barrio y forman el núcleo de La familia —explicó ella mientras pasaba más fotos—. Malky Jordán…, encargado de la distribución de drogas. Sean Haddow…, una especie de cerebro que lleva las finanzas. Ally Cornwell…, el cachas. Deek McGrain… En La familia no hay escisiones ni enfrentamientos religiosos; protestantes y católicos trabajan en equipo.
—Una sociedad modélica.
—Pero sin mujeres. La filosofía de Telford es que las relaciones sentimentales son un estorbo.
Rebus cogió un montón de papeles.
—En concreto, ¿qué tenemos?
—Todo menos pruebas.
—¿Y se supone que las conseguiremos por medio de la vigilancia?
—¿Tú no lo crees? —preguntó ella sonriendo por encima de la taza.
—No es asunto mío.
—Pero es un asunto que te interesa —replicó ella haciendo una pausa—. ¿Es por Candice?
—No me gusta lo que le han hecho.
—Bien; ya sabes: yo no te he dado ninguna documentación.
—Gracias, Siobhan. ¿Va todo bien? —dijo él tras una pausa.
—Muy bien. Me gusta la Brigada Criminal.
—Es un ambiente más animado que St. Leonard.
—Pero echo de menos a Brian —añadió, por su excompañero que ya no estaba en el cuerpo.
—¿Lo ves alguna vez?
—No, ¿y tú?
Rebus negó con la cabeza y se levantó para acompañarla a la puerta.
Pasó una media hora examinando los papeles y averiguado nuevos datos sobre La familia y sus enrevesados asuntos, aunque no había ninguna mención de Newcastle ni de Japón. Los ocho o nueve que formaban el núcleo de La Familia habían ido juntos al colegio y tres de ellos vivían aún en Paisley donde gestionaban el negocio de origen, pero los demás se habían trasladado a Edimburgo y trabajaban sin descanso para arrebatárselo a Big Ger Cafferty.
Repasó una lista de clubs nocturnos y bares en los que Telford tenía intereses, con su correspondiente anexo de informes sobre incidentes: detenciones en las cercanías, riñas de borrachos, conatos de peleas con los gorilas y destrozos a automóviles y propiedades. Un detalle atrajo su atención: al dueño de una camioneta que alternaba la venta de perritos calientes con la de helados en un mismo puesto y que paraba para vender frente a un par de aquellos clubs había sido interrogado como posible testigo, pero nunca había visto nada digno de interés. Su nombre: Gavin Tay.
El señor Taystee: un suicidio reciente sospechoso.
Llamó a Bill Pryde para preguntarle cómo iban las pesquisas.
—Punto muerto, colega —dijo Pryde con tono de indiferencia.
Pryde: un agente en punto muerto en el escalafón hacía años, sin futuro y en la curva descendente de la jubilación.
—¿Sabías que además tenía un puesto de perritos calientes?
—Eso explicaría de dónde sacaba el dinero.
Gavin Tay era expresidiario y aunque llevaba en el negocio de los helados poco más de un año le iba viento en popa a juzgar por el Mercedes nuevo aparcado delante de su casa. Pero sus libros de contabilidad no arrojaban tantas ganancias y su viuda no se explicaba lo del coche. Allí estaba la explicación: un empleo extra de venta de comida y bebida a los clientes que salían de los locales nocturnos.
Locales de Tommy Telford.
Gavin Tay: convicto de atracos, reincidente, delincuente habitual reintegrado… El aire de la habitación empezaba a estar cargado y su cabeza también; le dolía y decidió salir.
Dio un paseo por los Meadows, cruzó el puente Jorge IV y atravesó por la escalinata de Playfair a Princess Street. En los peldaños de la Academia Escocesa había un grupo sentado: caras sin afeitar, pelo teñido, ropa con rotos. Los desposeídos de Edimburgo expuestos a la mirada pública. Rebus sabía que tenía cosas en común con ellos. Su vida era un puro fracaso como esposo, padre y amante; se había desviado del futuro que le auguraba el Ejército y en la policía no era precisamente alguien «respetado». Un mendigo le tendió la mano y él le dio cinco libras; luego, cruzó Princess Street y se dirigió al Oxford.
Se sentó en un rincón con la taza de café, sacó el móvil y llamó al piso de Sammy. No había problema con Candice, pero le dijo que ya tenía un sitio donde llevarla al día siguiente.
—Muy bien —dijo Sammy—. No cuelgues —oyó el ruido del roce al pasar el receptor.
—Hola, John, ¿cómo estás?
—Hola, Candice —contestó Rebus sonriente—. Muy bien.
—Gracias. Sammy está… hum… Estoy enseñando a… —se echó a reír y volvió a pasar el teléfono.
—Le estoy enseñando inglés —dijo Sammy.
—Ya lo veo.
—Hemos empezado con la letra de una canción de Oasis.
—Procuraré pasar por ahí más tarde. ¿Qué ha dicho Ned?
—Estaba tan rendido cuando llegó que me parece que ni se enteró.
—¿Está ahí? Quisiera hablar con él.
—Está trabajando.
—¿Qué me dijiste que hacía?
—No te dije nada.
—Ah, sí. Bueno, gracias, Sammy. Hasta luego.
Dio un sorbo al café y lo saboreó. Lo de Abernethy no podía quedar así. Tragó el café, llamó al Roxburghe y pidió la habitación de David Levy.
—Al habla Levy.
—Soy John Rebus.
—Inspector, me complace oírle. ¿Qué se le ofrece?
—Quisiera hablar con usted.
—¿Está en su despacho?
Rebus miró en derredor.
—En cierto modo. Estoy a dos minutos de su hotel. Doble a la derecha al salir, cruce George Street y tome por Young Street; encontrará al final el bar Oxford. Estoy en el salón de la parte de atrás.
Cuando llegó, Rebus le pidió una buena cerveza. Levy se sentó y colgó el bastón del respaldo de la silla.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarle?
—No soy yo el único policía con quien ha hablado usted.
—No; es cierto.
—Hoy vino a verme uno de la Brigada Especial de Londres.
—¿Y le ha dicho que estoy de viaje?
—Sí.
—¿Le puso en guardia para que no hablase conmigo?
—No con tantas palabras.
Levy se sacó las gafas y se puso a limpiarlas.
—Ya le dije que hay personas que preferirían ver este asunto relegado a los archivos de la historia. ¿Ese hombre… ha venido desde Londres tan sólo para advertirle de mi presencia?
—Quería ver a Joseph Lintz.
—Ah —dijo Levy pensativo—. ¿Y cuál es su interpretación, inspector?
—Yo esperaba la suya.
—¿Mi interpretación estrictamente subjetiva? —Rebus asintió con la cabeza—. Querría asegurarse respecto a Lintz. Ese hombre trabaja para la Brigada Especial, y todo el mundo sabe que la Brigada Especial es el brazo público de los servicios secretos.
—¿Y quería estar seguro de que yo no iba a sacarle nada a Lintz?
Levy asintió con la cabeza, mirando el humo que desprendía el cigarrillo de Rebus. Aquel caso era igual: lo veías y de pronto se disipaba como el humo.
—He traído un libro que me gustaría que leyera —dijo Levy echando mano al bolsillo—. Está traducido del hebreo y trata sobre la Ruta de Ratas.
Rebus cogió el librito.
—¿Demuestra algo?
—Depende de cómo se mire.
—Hablo de pruebas concretas.
—Las pruebas concretas existen, inspector.
—¿Se exponen en este libro?
Levy negó con la cabeza.
—Se encuentran bajo llave en Whitehall y no se pueden consultar en virtud de la Ley de los Cien Años.
—Luego no se puede demostrar nada.
—Existe un modo…
—¿Cuál?
—Que hable alguno. Si conseguimos que uno de ellos hable…
—¿Así que únicamente se trata de eso; de vencer su resistencia hallando el eslabón más frágil?
Levy volvió a sonreír.
—Hemos aprendido a ser pacientes, inspector —dijo apurando su cerveza—. Le agradezco mucho que me llamara. Esta entrevista ha sido mucho más fructífera.
—¿Va a enviar a sus jefes un informe positivo?
Levy hizo caso omiso del comentario.
—Volveremos a hablar cuando haya leído el libro —dijo levantándose—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba el agente de la Brigada Especial… que no recuerdo el nombre?
—No se lo he dicho.
Levy aguardó un instante antes de añadir:
—Ah, ya decía yo. ¿Sigue en Edimburgo? —Rebus negó con la cabeza—. Entonces, se habrá marchado a Carlisle, ¿no?
Rebus dio un sorbo de café y no contestó.
—Muchas gracias de nuevo, inspector —añadió Levy imperturbable.
—Gracias por venir.
Levy echó una mirada al local antes de salir.
—Su despacho… —comentó meneando la cabeza.