Capítulo XIV

La criatura infernal

—¡Tiren el ancla! —murmuró Josefina Balsamo— y traigan la barca por aquí.

Flotaba sobre el mar una niebla espesa que, unida a la oscuridad de la noche, impedía que se vieran las luces de Etretat. El haz de luz del faro de Antifer no conseguía agujerear la nube impenetrable por donde el yate del príncipe Lavorneff navegaba a tientas.

—¿Qué te indica que estamos cerca de las costas? —objetó Leonardo.

—Mi deseo de que estemos —replicó la Cagliostro.

Él se irritó.

—¡Es una locura, esta expedición, una locura! ¿Cómo? Hace tan sólo quince días que hemos triunfado, gracias a ti, lo reconozco. Las piedras preciosas están en Londres a salvo en un cofre. Ya no hay peligro. Cagliostro, Pellegrini, Balsamo, marquesa de Belmonte, todo está en el fondo al naufragar La Luciérnaga, que tuviste la brillante idea de organizar y que llevaste a cabo con mucha astucia. Veinte testigos han presenciado desde la costa la explosión. Para todo el mundo estás muerta, cien veces muerta, yo también y todos los cómplices. Si lograran aclarar la historia del tesoro de los monjes, llegarían inevitablemente a la conclusión de que se hundió en el fondo del mar junto con La Luciérnaga en un lugar imposible de determinar exactamente y que las piedras fueron arrastradas por la corriente. Tanto del naufragio como de tu muerte, créeme que la justicia está encantada y que no profundizará demasiado, ya que hay quienes presionan desde arriba para que el caso Beaumagnan-Cagliostro quede archivado.

»Así que todo está bien. Eres dueña de la situación y has vencido a todos tus enemigos. Es el momento en que la más elemental de las prudencias nos ordena dejar Francia y alejarnos lo más lejos posible de Europa ¡y ése es el momento que tú eliges para volver al lugar de tus delitos y para enfrentarte con el único adversario que te queda! ¡Y qué adversario! Una especie de genio tan excepcional que, sin él, no hubieras jamás descubierto el tesoro. ¡Reconoce que es una locura!

Ella murmuró:

—El amor es una locura.

—Entonces, renuncia.

—No puedo. No puedo. Le quiero.

Había apoyado sus codos sobre la borda del barco y, con la cabeza entre las manos, farfullaba con desesperación…

—Quiero a alguien… es la primera vez… Los demás hombres no cuentan… Pero Raúl… ¡Ah, no quiero hablar de él!… Él me hizo vivir lo mejor de mi vida… pero también me dio los peores disgustos… Antes de él, ignoraba la felicidad… pero también el dolor… además ya que la felicidad se acabó… y no queda más que mi sufrimiento… Es horrible, Leonardo… La idea de que va a casarse… y que un niño va a nacer de ese amor… no, es superior a mis fuerzas. Todo menos esto… Prefiero arriesgarlo todo, Leonardo… Prefiero morir.

Él dijo en voz baja:

—Pobre Josine…

Se mantuvieron callados largo tiempo, ella siempre encorvada y desfalleciente.

Después, como el barco se acercaba, se incorporó y dijo, imperiosa y dura de repente:

—No corro ningún riesgo, Leonardo… no más que morir o fracasar.

—Pero, bueno. ¿Qué quieres hacer?

—Secuestrarlo.

—¡Oh, oh!, esperas…

—Todo está preparado. Los menores detalles están planeados.

—¿Cómo?

—Por intermedio de Dominique.

—¿Dominique?

—Sí, desde el primer día, antes mismo de que Raúl llegara a la Haie d’Etigues, Dominique se hacía emplear como palafrenero.

—Pero Raúl lo conoce…

—Raúl apenas si lo ha visto una o dos veces, pero tú sabes hasta qué punto Dominique es hábil maquillándose. Es imposible que lo distinguiera entre todo el personal del castillo y las caballerizas. Por otra parte, Dominique me ha mantenido al corriente de todo día a día y ha seguido mis instrucciones. Sé las horas en que Raúl se acuesta y se levanta, cómo vive y todo lo que hace. Sé que aún no ha visto a Clarisa, pero que están reuniendo los papeles para el matrimonio.

—¿Él desconfía?

—De mí, no. Dominique oyó fragmentos de una conversación que Raúl tuvo con Godefroy d’Etigues el día en que se presentó en el castillo. No tienen ninguna duda acerca de mi muerte. Pero Raúl no quería que se dejaran de tomar precauciones contra mí, aunque estuviera muerta. Por lo tanto observa, acecha, monta guardia alrededor del castillo, interroga a los campesinos.

—Y, siendo así, ¿Dominique te deja venir?

—Sí, pero sólo durante una hora. Un golpe audaz, rápido, en la noche, y enseguida la fuga.

—¿Será esta noche?

—Esta noche de diez a once. Raúl ocupa un pabellón de guarda solitario, no lejos de la vieja torre donde Beaumagnan me había llevado. Ese pabellón, construido en la misma muralla, no tiene por el lado del campo más que una ventana en la planta baja y no tiene puerta. Para entrar, si las persianas están cerradas, hay que atravesar el gran portal del vergel y alcanzar la fachada interior. Las dos llaves estarán esta noche bajo una gran piedra, cerca del portal. Cuando Raúl esté acostado, lo envolveremos en el colchón y las sábanas, que son muy grandes, y lo traeremos hasta aquí. Entonces nos iremos.

—¿Eso es todo?

Josefina Balsamo vaciló, después respondió con firmeza:

—Eso es todo.

—¿Y Dominique?

—Vendrá con nosotros.

—¿No le has dado ninguna orden especial?

—¿Acerca de qué?

—Acerca de Clarisa. Tú la odias. Temo, pues, que le hayas encargado a Dominique algún trabajito…

Josine vaciló otra vez antes de contestar:

—Eso no te importa.

—Sin embargo…

La barca se deslizaba al lado del barco. Josine declaró en tono de broma:

—Escucha, Leonardo, desde que te he nombrado príncipe Lavorneff y te he dotado de un espléndido yate, te estás volviendo realmente indiscreto. No salgamos de nuestras convenciones, ¿quieres? Yo ordeno y tú obedeces. A lo sumo, tienes derecho a algunas explicaciones. Ya te las he dado. Haz como si te fueran suficientes.

—Me son suficientes —dijo Leonardo— y reconozco que tu empresa está bien ideada.

—Tanto mejor. Bajemos.

Ella bajó la primera a la barca y se instaló.

Leonardo y cuatro de sus cómplices la acompañaron. Dos de ellos cogieron los remos mientras ella se ponía detrás y daba órdenes en voz muy baja.

—Estamos pasando la puerta de Amont —dijo ella al cabo de un cuarto de hora, aunque sus acólitos tuvieran la impresión de avanzar a ciegas.

Señalaba a tiempo las rocas a flor de agua y enderezaba la dirección según puntos de referencia invisibles para los demás. Sólo el rechinamiento de las piedras bajo la quilla les advirtió que habían llegado a tierra.

La tomaron en sus brazos y la llevaron hasta la orilla, hasta donde atrajeron después la embarcación.

—¿Estás bien segura —susurró Leonardo— de que no toparemos con los aduaneros?

—Segura. El último telegrama de Dominique es categórico.

—¿No vendrá a recibirnos?

—No, le he escrito que se quede en el castillo entre las gentes del barón. A las once se reunirá con nosotros.

—¿Dónde?

—Cerca del pabellón de Raúl. Basta de hablar.

Todos se metieron por la escalera del Curé y subieron en silencio.

Aunque fuesen seis, ningún ruido, desde el primero hasta el último minuto, habría despertado la atención del oído más atento.

Arriba la niebla flotaba más ligera y se desplazaba dejando claros que permitían ver el brillo de las estrellas. Así pudo la Cagliostro señalar el castillo d’Etigues con las ventanas de la fachada encendidas. En la iglesia de Bénouville sonaron las diez.

Josine tembló:

—¡Oh, el sonido de esta campana!… Lo reconozco… Diez veces, como la otra vez… ¡Diez campanadas! Una a una las contaba yendo hacia la muerte.

—Has sabido vengarte —dijo Leonardo.

—De Beaumagnan, sí, pero de los demás…

—De los demás también. Los dos primos están medio locos.

—Es cierto —convino ella—. Pero no me sentiré realmente vengada hasta dentro de una hora. Entonces sí, será el descanso.

Esperaron a que volviera la niebla para que ninguna de sus siluetas se destacara en la pradera desnuda que debían atravesar. Después, Josefina Balsamo siguió el sendero por donde la habían llevado Godefroy y sus amigos y los demás la siguieron en fila india sin pronunciar una sola palabra. Las mieses habían sido segadas. Aquí y allá, se amontonaban en montículos. Reinaba el silencio absoluto.

Al acercarse al castillo, se ahondaba el sendero bordeado de zarzas, entre las que pasaron con crecientes precauciones.

La alta silueta de la muralla apareció. Unos pasos más y el pabellón de guardia, que se hallaba incrustado en ella, se destacó a la derecha.

De un gesto, la Cagliostro los detuvo.

—Espérenme.

—¿Te sigo? —preguntó Leonardo.

—No. Volveré por vosotros y entraremos juntos por el portal del vergel que está al otro lado, a la izquierda.

Avanzó sola, moviendo los pies tan lentamente que ninguna piedra podía rodar bajo sus zapatos y ninguna planta podía romperse al roce de su falda. El pabellón se hacía mayor. Por fin llegó hasta él.

Tanteó con la mano las persianas cerradas. La cerradura estaba suelta, gracias a Dominique. Josefina Balsamo corrió un poco los batientes. Un poco de claridad de filtró por la fisura.

Apoyó la frente y vio el interior de una habitación con alcoba en la que había una cama.

Raúl estaba acostado. Una lámpara de cristal, con una pantalla de cartón, iluminaba su cara, sus hombros, el libro que leía y sus ropas dobladas sobre una silla. Parecía extremadamente joven, con el aspecto de un niño que aprende una lección con mucha atención, pero que lucha contra el sueño. De vez en cuando, cabeceaba. Despertándose, se forzaba a continuar leyendo, pero volvía a dormirse.

Finalmente, cerrando el libro, apagó la luz.

Después de haber visto lo que quería ver, Josefina Balsamo dejó su puesto y volvió a buscar a sus cómplices. Ya había dado las instrucciones, pero, por prudencia, las repitió y, durante diez minutos, insistió:

—Sobretodo, ninguna violencia inútil. ¿Me entiendes, Leonardo? Como no tiene nada a su alcance para defenderse, no tendrán por qué usar sus armas. Ustedes son cinco, es suficiente.

—¿Y si se resiste? —preguntó Leonardo.

—Tienen que actuar de tal forma que no pueda resistirse.

Ella conocía bien el lugar por los croquis que le había enviado Dominique, así que caminó sin vacilaciones hasta la entrada principal del vergel. Las llaves estaban en el lugar convenido. Abrió y se dirigió hacia la fachada interior del pabellón.

Abrió la puerta sin dificultad. Entró, seguida de sus cómplices. Un vestíbulo con baldosas de losa los condujo hasta el umbral del dormitorio, cuya puerta empujó con infinita lentitud.

Era el momento decisivo. Si Raúl no se había despertado, si aún dormía el plan de Josefina Balsamo era cosa hecha. Escuchó. No se movía nada.

Se apartó para dar paso a los cinco hombres y, de pronto, soltó su jauría lanzando sobre la cama el rayo de una linterna.

El asalto fue tan rápido que el durmiente no debió despertarse hasta el momento en que toda resistencia era inútil.

Los hombres lo habían envuelto en sus sábanas y doblaron los dos extremos del colchón hasta formar un largo paquete de ropa, que ataron en un cerrar y abrir de ojos. La escena no duró más de un minuto. No hubo ni un solo grito. Ningún mueble fue desplazado de su lugar.

Una vez más, la Cagliostro triunfaba.

—Bien —dijo ella con una emoción que revelaba la importancia que atribuía a esta victoria—. Lo tenemos… Bien… esta vez serán tomadas todas las precauciones.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Leonardo.

—Llevarlo al barco.

—¿Y si grita pidiendo socorro?

—Lo amordazáis… Pero él no gritará… Váyanse.

Leonardo se acercó a ella mientras los acólitos cargaban al prisionero.

—¿No vienes con nosotros?

—No.

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho, espero a Dominique.

Encendió la lámpara y quitó la pantalla.

—¡Qué pálida estás! —le dijo Leonardo en voz baja.

—Es posible.

—Es por la joven, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Dominique estará con ella ahora? ¿Quién sabe si todavía no estás a tiempo de impedir…?

—Aunque hubiera tiempo —dijo ella—, mi voluntad no cambiaría. Lo que debe ser, será. Además, es cosa hecha. Vete.

—¿Por qué irnos antes que tú?

—El único peligro es Raúl. Una vez en el barco, ya no tendremos nada que temer. Vete y déjame.

Ella le abrió la ventana, por la que saltaron y pasaron al prisionero.

Cerró las persianas, después los cristales.

Poco más tarde, sonó la campana de la iglesia. Contó las campanadas. A la undécima, corrió hasta la otra fachada que daba al vergel y prestó atención. Hubo un ligero silbido, al que ella respondió golpeando con el pie las baldosas del vestíbulo.

Dominique acudió a su encuentro. Entraron en la habitación, y antes de que ella le preguntara algo, él murmuró:

—Ya está.

—¡Oh! —exclamó ella débilmente, tan turbada que titubeó y se sentó.

No hablaron durante un rato. Dominique continuó deprisa:

—No sufrió nada.

—¿No sufrió? —repitió ella.

—No, dormía.

—¿Estás seguro?

—¿De que está muerta? ¡Por Dios! He dado en el corazón, tres veces. Después, tuve el valor de quedarme… para ver… Pero no valía la pena… ya no respiraba… las manos se enfriaban.

—¿Y si se dan cuenta?

—Imposible. Entran en su cuarto por la mañana. Entonces, sólo entonces… se darán cuenta.

No se atrevían a mirarse. Dominique le tendió la mano. De su corpiño, ella sacó diez billetes de banco, que le entregó.

—Gracias —dijo él—. Pero si tuviera que hacerlo otra vez, no lo haría. ¿Qué hago ahora?

—Irte. Si te das prisa, alcanzarás a los otros antes de que lleguen a la barca.

—¿Tienen a Raúl d’Andrésy?

—Sí.

—Tanto mejor. ¡Me ha dado muchos dolores de cabeza desde hace quince días! Desconfiaba. ¡Ah!, algo más… ¿y las piedras preciosas?

—Las tenemos.

—¿Ya no hay peligro?

—Están guardadas en la caja fuerte de un Banco en Londres.

—¿Hay muchas?

—Una maleta llena.

—¡Caramba! Más de cien mil francos para mí, ¿no?

—Más aún. Pero, date prisa… A menos que prefieras esperar…

—No, no —dijo rápidamente—. Tengo ganas de estar lejos… lo más lejos posible… Pero ¿y usted?…

—Buscaré a ver si no hay papeles peligrosos para nosotros y me reuniré con vosotros.

Dominique se fue. Enseguida, ella buscó en los cajones de la mesa y de un pequeño mueble, pero no encontró nada. Exploró los bolsillos de las ropas colgadas en el borde de la cama.

El billetero atrajo su atención. Contenía dinero, tarjetas de visita y una fotografía.

Era la de Clarisa d’Etigues.

Josefina Balsamo la contempló largamente con una expresión en la que no había odio, sino una dureza que no perdona.

Después, se quedó inmóvil en una de estas actitudes absortas en las que sus ojos se fijaban sobre sólo Dios sabe qué espectáculo doloroso, mientras los labios conservaban su dulce sonrisa.

Había un reflejo frente a ella que le devolvía su imagen. Se miró. Los codos en el mármol de la chimenea. Su sonrisa se acentuó como si tuviera conciencia de su belleza y se alegrara. Llevaba una capucha de piel de color marrón que abatió sobre sus hombros y bajó sobre su frente el finísimo velo que llevaba siempre en sus cabellos y que le daba ese aire de la Virgen de Bernardino Luini.

Se miró así unos minutos. Luego, volvió a caer en estado de postración. Sonaron las once y cuarto. Ella permanecía inmóvil. Parecía dormida con los ojos muy abiertos. Poco a poco, sin embargo, fueron adquiriendo esa expresión vaga de quien regresa de otro mundo. Como en los sueños en los que todas las ideas son confusas e incoherentes y se transforman despacio en una idea cada vez más precisa, en una imagen cada vez más exacta. ¿Qué era esta imagen desconcertante que le parecía entrever y a la que en vano trataba de acostumbrarse? Provenía de la alcoba donde estaba la cama rodeada de cortinas de algodón. Detrás de las cortinas debía haber un espacio libre o un pasillo secreto, porque parecía que alguien las moviera.

Una manó se hacía más y más real. Un brazo la siguió y, por encima del brazo, surgió la cabeza.

Josefina Balsamo, acostumbrada a las sesiones de espiritismo, donde las sombras dibujaban a los fantasmas, dio su nombre al que su imaginación aterrada hacía salir de las tinieblas. Éste estaba vestido de blanco y ella no supo si la contracción de su boca era una sonrisa afectuosa o un rictus de ira.

Balbuceó:

—Raúl… Raúl… ¿qué haces aquí? ¿Qué quieres de mí?

El fantasma apartó una de las cortinas y avanzó bordeando la cama.

Josine bajó los párpados gimiendo, pero volvió a levantarlos enseguida. La alucinación continuaba y aquel ser se aproximaba con movimientos que desplazaban los muebles y turbaban el silencio. Ella quiso huir. Pero, de pronto, sintió sobre su hombro una mano que no era precisamente la de un fantasma. Y una voz alegre exclamó:

—Oye, Josefina, voy a darte un buen consejo. Pídele al príncipe Lavorneff que te ofrezca un crucero de reposo. Lo necesitas, querida Josefina. ¿Cómo? ¿Me tomas por un fantasma, a mí, Raúl d’Andrésy? Aunque esté en pijama, no soy un desconocido para ti.

Mientras se vestía y anudaba la corbata, ella repetía:

—¡Tú! ¡Tú!

—Pues, sí, soy yo.

Y sentándose a su lado, le dijo rápidamente:

—Sobre todo, querida amiga, no riñas al príncipe Lavorneff y no creas que él me ha dejado escapar una vez más. No, no, todo lo que se han llevado, él y sus amigos, es un colchón y un maniquí de trapo envuelto en sábanas. Yo, en cambio, no he abandonado este pasillo donde me había refugiado desde que dejaste de espiarme detrás de las persianas.

Josefina Balsamo permanecía inerte e incapaz de hacer un gesto, como si la hubieran molido a palos.

—¡Caramba! —exclamó él—. No pareces muy en tus cabales. ¿Quieres un vasito de licor para reanimarte? Confieso, por otra parte, Josefina, que comprendo tu desánimo y no quisiera estar en tu lugar. Todos tus amiguitos se han ido… Ninguna ayuda posible hasta dentro de una hora… y, frente a ti, el llamado Raúl. ¡Hay para verlo todo muy negro! Pobre Josefina… ¡Qué trastorno!

Se agachó y recogió la fotografía de Clarisa.

—¡Qué hermosa es mi prometida!, ¿no es cierto? He visto con placer que tú la admirabas hace un momento. ¿Sabes que nos casamos dentro de unos días?

La Cagliostro murmuró:

—Está muerta.

—En, efecto —dijo él—, oí algo de eso. Ese muchachito amigo tuyo la apuñaló en su cama, ¿no es así?

—Sí.

—¿Un sola puñalada?

—Tres puñaladas, en pleno corazón —dijo ella.

—¡Oh, con una sola bastaba! —observó Raúl.

Ella repitió lentamente, como para sí misma:

—Está muerta. Está muerta.

Él rió.

—¿Qué quieres? Eso ocurre todos los días. Y no voy, por tan poco, a cambiar mis proyectos. Muerta o viva, me casaré con ella. Nos arreglaremos como podamos… Tú te las arreglaste, ¿no?

—¿Qué quieres decir? —pregunto Josefina Balsamo, que empezaba a inquietarse de esta insinuación.

—Sí, ¿no es cierto? El barón te ha ahogado una primera vez. Una segunda vez has volado con tu barco, La Luciérnaga, por los aires. Pues bien eso no te impide estar aquí. Tampoco hay una razón para que no me case con Clarisa, sólo porque recibió tres puñaladas en el corazón. Además, ¿estás segura de lo que dices?

—Uno de mis hombres la mató.

—O al menos te ha dicho que la mató.

Ella lo observó:

—¿Por qué me habría mentido?

—¡Vaya! Por los diez billetes de mil que tú le entregaste.

—Dominique es incapaz de traicionarme. Por cien mil francos no me traicionaría. Además, sabe que lo encontraré. Me espera junto con los demás.

—¿Estás segura de que te espera, Josine?

Ella se sobresaltó. Tenía la impresión de debatirse en un cerco cada vez más estrecho.

Raúl movió la cabeza.

—Sería curioso saber cuántas veces nos hemos engañado, tú y yo. ¡Conque, tú, mi querida Josefina, has sido tan ingenua para creer que yo iba a tragarme lo de la explosión de La Luciérnaga, lo del naufragio de la Pellegrini-Cagliostro y las burdas mentiras del príncipe Lavorneff! ¿Cómo pudiste pensar que un muchacho que no es del todo imbécil, que tú has formado en tu escuela (y qué escuela, ¡Virgen Santa!), se tragaría tus cuentos como se traga un niño una fábula?

»¡Muy cómodo, desde luego, lo del naufragio! Una está cargada de crímenes, tiene las manos manchadas de sangre y la policía está sobre la pista. Muy fácil: se hace volar un viejo barco y todo el pasado de crímenes, el tesoro robado, las riquezas, todo naufraga. Una pasa por muerta. Una se hace una piel nueva. Y una vuelve un poco más lejos, bajo otro nombre, a matar, a torturar y a llenarse las manos de sangre. ¡Eso para los demás, querida! Cuando leí lo de tu naufragio, me dije: «¡Alerta!» y vine aquí.

Después de una pausa, Raúl continuó:

—Veamos, Josefina. Tu visita era inevitable y, fatalmente, la prepararías con la ayuda de algún cómplice. ¡Fatalmente, el yate del príncipe Lavorneff se acercaría una noche por aquí! ¡Fatalmente, subirías por la escalera de loro por la que te habían bajado en camilla! Así que tomé mis precauciones, y la primera fue observar a mi alrededor si no había alguna cara conocida. Un compinche, es la infancia del arte.

»Y, al acto, reconocí a Dominique por haberlo visto —y eso tú lo ignorabas— esperándote en la berlina frente a la casa de Brigitte Rousselin. Dominique es un servidor leal; pero el miedo a la policía, y a una buena paliza mía, lo domaron al punto de que toda su lealtad se volcó desde entonces hacia mí. Lo ha demostrado enviándote falsos informes y preparando, de acuerdo conmigo, la trampa en la que has caído. Se ha ganado los diez billetes salidos de tu bolsillo, y que no volverás a ver ya que tu leal servidor ha vuelto al castillo y está ahora bajo mi protección.

»Así estamos, mi querida Josefina. Habría, por supuesto, podido ahorrarte esta pequeña comedia y recibirte aquí, abiertamente, por el simple placer de estrechar tu mano. Pero quise ver cómo dirigías la operación y, siempre entre bastidores, quise también ver cómo te tomabas el supuesto asesinato de Clarisa d’Etigues.

Josine retrocedió. Raúl ya no bromeaba. Inclinado sobre ella, le decía con voz contenida:

—Una ligera emoción, apenas, eso es todo lo que sentiste. Creías que esa joven estaba muerta porque tú lo ordenaste, ¡y nada! Para ti, la muerte de los demás no cuenta. Tiene veinte años, toda la vida por delante… la frescura y la belleza… ¡Tú suprimes todo eso como si partieras una nuez! Ni el más mínimo asomo de mala conciencia. No te has reído, es cierto… pero tampoco has llorado. En realidad, no te preocupa. Recuerdo que Beaumagnan te llamaba una criatura infernal, insulto que me indignaba. Sin embargo, es la palabra justa. Hay un infierno en ti. Eres una especie de monstruo en el que ya no puedo pensar sin horror. Pero tú misma, Josefina Balsamo, ¿no sientes horror por momentos?

Ella seguía cabizbaja, sus puños pegados a las sienes, como hacía con frecuencia. Las palabras despiadadas de Raúl no le provocaban el sobresalto de rabia e indignación que él esperaba. Raúl sintió que ella estaba en uno de esos momentos en los que uno descubre el fondo del alma, en los que uno no puede evitar enfrentarse con la imagen a la que se teme y en los que se formulan, sin saberlo, palabras de confesión.

No se sorprendió demasiado. Sin ser frecuentes, esos momentos no debían ser muy escasos en el caso de un ser desequilibrado, cuya naturaleza, impasible en apariencia, se hundía en esas crisis nerviosas. Los hechos se presentaban de una manera tan distinta a sus previsiones y la aparición de Raúl era tan desconcertante, que ella no podía reaccionar frente al enemigo que tan cruelmente la ultrajaba.

Él aprovechó la circunstancia y, acercándose a ella, le susurró en tono insinuante:

—¿No es así, Josine? Tú misma te asustas por momentos. ¿No es cierto? A veces ocurre que sientes horror por ti misma.

—Sí… sí… algunas veces… pero no es preciso que me lo recuerdes… no quiero saberlo… Cállate… cállate…

—Pero, no, al contrario —dijo Raúl—, quiero que sepas… Si sientes horror por tales actos, ¿por qué los cometes?

—No puedo evitarlo —respondió ella, con un extremo cansancio.

—¿Acaso lo intentas?

—Sí, lo intento, lucho; pero siempre pierdo. Me han enseñado el mal… Hago el mal como otros hacen el bien… Hago el mal como otros respiran… Han querido que así fuera…

—¿Quién?

Él oyó confusamente estas dos palabras:

—Mi madre.

Él comenzó otra vez:

—¿Tu madre? ¿La espía? ¿La que inventó ese cuento de Cagliostro?

—Sí… pero no la acuses… Me quería… No tuvo suerte… Murió pobre, en la miseria, y quería que yo triunfase… que fuese rica…

—Pero tú eres hermosa. La belleza, para una mujer, es la más grande de las riquezas. Con la belleza basta.

—Mi madre también era hermosa, Raúl y, sin embargo, su belleza no le sirvió de nada.

—¿Te parecías a ella?

—Hasta el punto de confundirnos. Y ésa fue mi perdición. Ella quiso que yo continuara lo que había sido su gran idea… la herencia de Cagliostro…

—¿Tenía documentos?

—Un pedazo de papel… el papel de los cuatro enigmas, que una de sus amigas había encontrado en un libro viejo… y que realmente parecía la escritura de Cagliostro… Eso le subió a la cabeza… así como su éxito en la corte de la emperatriz Eugenia. Entonces, tuve que continuar. Desde pequeña me metió esto en la cabeza. Me formaron con esta única idea. Éste debía ser mi medio de vida… mi destino. Yo era la hija de Cagliostro… Continuaría la vida de mi madre y la vida de Cagliostro… una vida brillante como la que tuvo en las novelas… la vida de una aventurera adorada por todos y que dominaba el mundo. Fuera escrúpulos. Fuera mala conciencia… Tenía el deber de vengarla de todo lo que había sufrido. Cuando murió, lo último que me dijo fue: «Véngame».

Raúl reflexionaba. Preguntó:

—De acuerdo. Pero ¿y los crímenes?… ¿Esa necesidad de matar?…

Él no pudo oír su respuesta, ni lo que contestó cuando él le preguntó:

—Tu madre no fue la única en educarte, Josine, en llevarte por el camino del mal. ¿Quién era tu padre?

Creyó oír el nombre de Leonardo. Pero ¿quiso decir que Leonardo era su padre, que Leonardo era el hombre que había sido expulsado de Francia al mismo tiempo que la espía (y no era una sospecha descabellada), o bien que Leonardo la había llevado por el camino del crimen?

Raúl no pudo sacarle nada más. No pudo penetrar en esas regiones oscuras donde se elaboran los malos instintos y donde se fermentan todos los desequilibrios, todo lo que destroza y remueve todos los vicios, la vanidad, todos los apetitos sanguinarios todas las pasiones inexorables y crueles que se escapan a nuestro control.

No volvió a insistir.

Ella lloraba en silencio y sentía lágrimas y besos sobre sus manos, que ella apretaba con ansiedad y que tuvo la debilidad de dejarle. Una piedad sigilosa se filtraba en él. La criatura infernal se transformaba en un ser humano, en una mujer librada a un instinto enfermizo, que sufría la ley de las fuerzas irresistibles y que tal vez habría que juzgar con un poco más de indulgencia.

—No me rechaces —decía ella—. Eres la única persona en el mundo que habría podido alejarme del mal. Lo sentí enseguida. Hay en ti algo sano, bueno… ¡Ah, el amor… el amor…! es lo único que me ha tranquilizado… y no he amado a nadie más que a ti… Pero, si me rechazas…

Sus labios suaves comunicaban a Raúl una infinita languidez. La voluptuosidad y el deseo embellecían esta compasión peligrosa que ablanda la voluntad de los hombres.

Y tal vez, si la Cagliostro se hubiera contentado con esta humilde caricia, él hubiera sucumbido a la tentación de inclinarse y sentir una vez más el calor de la boca que se le ofrecía. Pero ella levantó la cabeza, deslizó sus brazos por sus hombros, le rodeó el cuello y lo miró. Y esa mirada bastó para que Raúl ya no viera en ella a la mujer que implora, sino a la que quiere seducir y que utiliza la ternura de sus ojos y la suavidad de sus labios.

La mirada une a los amantes. Pero Raúl sabía exactamente lo que había detrás de esa expresión ingenua, encantadora y dolorosa. La pureza del espejo no compensaba todas las cobardías y todas las ignominias que él veía con tanta lucidez.

Se recobró poco a poco. Se alejó de la tentación y, rechazándola, le dijo:

—¿Te acuerdas… un día? Hoy ocurre lo mismo. Si caigo en tus brazos, estoy perdido. Mañana, pasado mañana, sería la muerte…

Ella se incorporó, de pronto hostil y perversa. El orgullo la invadió de nuevo y la tormenta se levantó bruscamente entre ellos, haciéndoles pasar sin transición de aquella especie de languidez, que los entretenía en el recuerdo de su amor pasado, a una feroz necesidad de odio y provocación.

—Sí —continuó Raúl—, en el fondo, desde el primer día, fuimos enemigos feroces. Tanto tú, como yo, no pensábamos más que en la derrota del otro. ¡Sobre todo tú! Yo era el rival, el intruso… En tu mente, mi imagen se mezclaba con la idea de la muerte. Voluntariamente o no, tú me habías condenado.

Ella sacudió la cabeza y dijo en tono agresivo:

—Hasta ahora, no.

—Pero ahora sí, ¿no es cierto? Sólo que ahora —gritó él— hay una novedad. Y es que ya no me importas nada, Josefina. El alumno es ahora el maestro. Quise probártelo dejándote venir aquí y aceptando la batalla. Me he ofrecido, solo, a tus golpes y a los de tu banda. Ahora estamos el uno frente al otro y no puedes nada contra mí. Desconcertante, ¿no crees?, Clarisa está viva, y libre. Vamos, preciosa, apártate de mi vida, has quedado por los suelos y te desprecio.

Él le echaba a la cara palabras injuriosas que la azotaban como latigazos. Ella estaba pálida. Su rostro se descomponía y, por primera vez, su inalterable belleza acusaba rasgos de decadencia y vejez.

Gruñó:

—Me vengaré.

—Imposible —se rió Raúl—. Te he cortado las uñas. Tienes miedo de mí. Eso es lo maravilloso y ésa es mi buena acción del día: tienes miedo de mí.

—Dedicaré toda mi vida a vengarme —murmuró ella.

—Ya no hay nada que hacer. Conozco todos tus trucos. Has fracasado. Se acabó.

Ella balanceó la cabeza.

—Tengo otros medios.

—¿Cuáles?

—Una fortuna incalculable… las riquezas que conquisté.

—¿Gracias a quién? —preguntó Raúl alegremente—. Si hubo un final feliz para ti en esa extraña aventura, ¿no me lo debes acaso a mí?

—Puede ser. Pero yo fui quien supo actuar y coger el botín. Y nada más. Palabras nunca te han faltado. Pero lo que hacía falta era actuar, y fui yo quien actuó. Porque Clarisa está viva, porque tú estás libre, gritas victoria. Pero la vida de Clarisa y tu libertad, Raúl, son hechos insignificantes en comparación con la empresa que nos oponía, es decir los miles y miles de piedras preciosas. La verdadera batalla era ésa, Raúl, y la he ganado yo, puesto que el tesoro me pertenece.

—¿Quién sabe? —dijo él, burlonamente.

—Sí, señor, me pertenece. Yo misma metí las piedras en una maleta que fue precintada y sellada delante mío, que yo misma llevé hasta Le Havre, que yo misma puse en el fondo de la bodega de La Luciérnaga y que yo misma retiré antes de que hiciéramos volar el barco. Está en Londres ahora, en la caja fuerte de un Banco, precintada y sellada como la primera vez.

—Sí, sí —aprobó Raúl, con un aire entendido—, las correas están aún como nuevas, rígidas y limpias… hay cinco sellos en cera violeta con las iniciales J. B., Josefina Balsamo. En cuanto a la maleta, es de mimbre trenzado, con correas y asa de cuero… algo muy simple, que no llame la atención…

La Cagliostro abrió los ojos, asombrada:

—¿Tú lo sabes…? ¿Cómo lo sabes?…

—Estuvimos juntos, ella y yo, unas horas —respondió él, riendo.

—¡Mentiras! ¡Hablas por hablar…! La maleta no me ha dejado ni un solo segundo desde el campo de Mesnil-sous-Jumièges hasta la caja fuerte.

—Sí, porque tú la bajaste a la bodega del La Luciérnaga.

—Me senté sobre el batiente de hierro que cubre la bodega y uno de mis hombres vigilaba el ojo de buey por donde hubieras podido entrar, y así durante todo el tiempo que estuvimos en el puerto de Le Havre.

—Ya lo sé.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Yo estaba en la bodega.

Fue una terrible revelación. Él la repitió y, ante el estupor de Josefina Balsamo, se divirtió hasta él mismo contándole su aventura:

—Mi razonamiento, en Mesnil-sous-Jumièges, frente a la piedra destruida, fue el siguiente: «Si busco a Josefina no la encontraré. Lo que necesito es adivinar dónde estará al atardecer, anticiparme a ella y estar allí cuando llegue para, a la primera, birlarle las piedras preciosas». Así que, acosada por la policía, perseguida por mí, ávida de poner el tesoro a salvo, tú, inevitablemente, huirías; es decir, abandonarías el país. ¿Cómo? Gracias a tu barco La Luciérnaga.

»A mediodía, estaba en Le Havre. A la una, los tres hombres de tu tripulación se fueron a tomar un café al bar, crucé el puente y me metí en el fondo de la bodega, detrás de un montón de cajas, toneles y sacos de provisiones. A las seis, llegaste tú y bajaste la maleta por medio de una cuerda, poniéndola de está manera bajo mi protección…

—Mientes… mientes —balbuceó la Cagliostro, con rabia.

Él continuó:

—A las diez, Leonardo se reunió contigo. Leyó los diarios del día y supisteis del suicidio de Beaumagnan. A las once, se levó el ancla. A medianoche, en alta mar, fuimos abordados por otro barco. Leonardo, que se transformó en el príncipe Lavorneff, presidió el traslado. Todos los marineros, todo lo que tenía cierto valor pasó de un puente al otro y, por supuesto, la maleta que tú sacaste del fondo de la bodega. Y luego, ¡al diablo La Luciérnaga!

»Te confieso que pasé un mal rato. Estaba solo. Sin tripulación, sin provisiones. La Luciérnaga parecía llevada por un borracho que se aferra al timón. Era como un juguete al que se le ha dado la cuerda y que gira, gira… Por fin, adiviné tu plan, la bomba escondida en alguna parte, el mecanismo puesto en marcha, la explosión…

»Estaba cubierto de sudor. ¿Tirarme al agua? Iba a decidirme, cuando, en el momento de sacarme los zapatos, me di cuenta, con una alegría que me hizo desfallecer, de que había en la estela de La Luciérnaga, atado a una cuerda, una canoa que rebotaba sobre la espuma. Era la salvación. Diez minutos más tarde, tranquilamente sentado, vi a pocos metros una llama resplandecer en la sombra y oí una detonación subir a la superficie del agua como los ecos de un trueno. La Luciérnaga volaba…

»La noche siguiente, después de ir un tiempo a la deriva, fui empujado hacia la costa, no muy lejos del cabo de Antifer. Me metí en el agua, llegué a tierra… y aquel mismo día me presenté aquí… para prepararme a tu gentil visita, mi querida Josefina».

La Cagliostro había escuchado sin interrumpir y con bastante serenidad. ¡Cuántas palabras inútiles! Lo esencial era la maleta. Que Raúl se hubiera escondido en el barco y que hubiera escapado al naufragio no tenía ninguna importancia.

Vacilaba, sin embargo, en hacerle la pregunta definitiva, ya que Raúl no era hombre para arriesgar tanto sin obtener más resultado que el de haberse salvado. Estaba muy pálida.

—Bueno —dijo Raúl—, ¿no preguntas nada?

—¿Qué es lo que tengo que preguntarte? Lo has dicho tú mismo. Recogí la maleta y la puse en lugar seguro.

—¿Y no verificaste?

—Por supuesto que no. ¿Abrirla, para qué? Las cuerdas y los sellos estaban intactos.

—¿Y no te fijaste en un agujero en uno de los lados, una abertura en las fibras de mimbre?

—¿Una abertura?

—¡Caramba! ¿Crees que me quedé dos horas frente a la maleta sin hacer nada? ¡Vamos, Josefina, no parezco tan idiota!

—¿Y qué? —dijo ella débilmente.

—Entonces, mi pobre amiga, poco a poco, pacientemente, extraje todo el contenido de la maleta, de manera que…

—¿De manera que?…

—De manera que, cuando la abras, no encontrarás más que un peso equivalente de víveres no demasiado preciosos… lo que tenía al alcance de la mano… lo que pude coger en los sacos de provisiones… algunas libras de judías y lentejas… en fin, víveres que quizá no valgan el alquiler de una caja fuerte en un Banco de Londres.

Ella trató de protestar y murmuró:

—Eso no es cierto… Es imposible que hayas podido…

De lo alto de un ropero, él cogió una bandeja cuyo contenido dejó caer luego en el hueco de su mano: dos o tres docenas de diamantes, rubíes y zafiros. Con aire negligente, los hizo bailar, relucir y deslizar de una mano a la otra.

—Hay más —dijo—. Claro que la inminente explosión me impidió cogerlos todos y las riquezas de los frailes se desparramaron en las aguas. De todas maneras, para un joven como yo, hay suficiente para divertirse y esperar, ¿no crees…? ¿Qué dices a eso, Josine? ¿No respondes nada…? ¡Pero, por Dios! ¿Qué te pasa? ¡Eh, no vayas a desmayarte aquí! ¡Ah, las mujeres! No pueden perder mil millones sin que les dé un patatús. ¡Tonterías!

Josefina Balsamo no tendría un patatús, según la expresión de Raúl. Se había levantado, lívida y el brazo estirado. Quería insultarlo. Pero se sofocaba. Sus manos aletearon en el aire, como las manos de un náufrago que se agitan en la superficie, y cayó sobre la cama con gemidos roncos.

Raúl, sin emocionarse, esperó el final de la crisis. Pero aún tenía algo que decir, y añadió:

—Bueno, te he derribado. ¿Habré dado en algún miembro sensible? ¿Estás fuera de combate? Totalmente derrotada, ¿no? Eso es lo que quise que sintieras, Josefina. Te irás de aquí convencida de que no puedes nada contra mí y de que lo mejor es renunciar a todas tus pequeñas marañas. Seré feliz, a pesar tuyo, y Clarisa también, y tendremos muchos hijos. Tendrás que conformarte.

Se puso a caminar y seguía siempre más ufano:

—Lo que ocurre, hay que reconocerlo, es que tuviste mala suerte. Te enfrentaste a un tipo que es mil veces más fuerte y más astuto que tú. Yo mismo estoy sorprendido de mi fuerza y de mi astucia. ¡Soy un fenómeno de habilidad, astucia, intuición, energía, lucidez! ¡Un verdadero genio! Nada se me escapa. Leo como en un libro abierto en la mente de mis enemigos. Conozco hasta sus más recónditos pensamientos. Por ejemplo, en este momento, me das la espalda, ¿no es cierto? Estás tumbada boca abajo en la cama y no veo tu hermoso rostro. ¡Pues bien, me doy perfecta cuenta de que estás a punto de meter la mano en tu corpiño y de sacar un revólver, y que vas…

La frase no terminó. Bruscamente, la Cagliostro se había dado vuelta, revólver en mano.

Un disparo. Raúl, que estaba preparado, tuvo tiempo de cogerle el brazo, de torcerlo y doblarlo en dirección a Josefina Balsamo. Ella cayó, herida en el pecho.

La escena había sido tan brutal y el desenlace tan imprevisto que, de pronto, quedó desconcertado frente al cuerpo inerte que yacía por el suelo, el rostro muy pálido.

Sin embargo, no se inquietó demasiado. Él no creía que estuviera muerta y, de hecho, se inclinó y comprobó que el corazón latía con regularidad. Con unas tijeras, rompió el corpiño. La bala, disparada al bies, había pasado, rozando apenas la piel debajo de la peca negra en el pecho derecho.

—Herida sin gravedad —diagnosticó él, pensando, sin embargo, que la muerte de una criatura como ella sería algo justo y deseable.

Mantenía las tijeras en la mano, la punta hacia delante, preguntándose si debía estropear una belleza tan perfecta, clavarle las tijeras en la carne y acabar con el mal. Un corte en forma de cruz en pleno rostro cuya cicatriz indeleble levantaría la piel hinchada, ¡qué justo castigo y qué útil precaución! ¡Cuántas desgracias y cuántos crímenes evitaría!

Pero no tuvo suficiente valor y no quiso tomar sobre sí la responsabilidad de castigarla. Aparte de que la había amado demasiado…

La contempló largo tiempo, sin hacer un movimiento, y con una tristeza infinita. La lucha lo había tranquilizado. Se sentía lleno de amargura y desazón. Ella había sido su primer gran amor, y ese sentimiento, al que el corazón ingenuo aporta tanta frescura y del que se guarda un recuerdo tan dulce, no le dejaría a él más que rencor y odio. Toda su vida llevaría en los labios un rictus de desencanto y en el alma una sensación de desánimo.

Ella respiró más profundamente y levantó los párpados.

Entonces, él sintió la necesidad irresistible de no volverla a ver nunca más y de no pensar siquiera en ella.

Abriendo la ventana escuchó. Oyó pasos, le pareció que procedían del acantilado. Leonardo había debido comprobar, al llegar a la orilla del mar, que la expedición se había reducido a la captura de un maniquí y, sin duda inquieto por Josefina Balsamo, volvía por ella.

—¡Que la encuentre aquí, que se la lleve! —se dijo—. ¡Que se muera o que viva, que sea feliz o desgraciada, a mí ya no me importa… No quiero saber nada más de ella! ¡Basta! ¡Basta de este infierno!

Y, sin una palabra, sin una mirada a la mujer que le tendía los brazos suplicando, desapareció…

Al día siguiente, Raúl se hacía anunciar a Clarisa d’Etigues.

Para no herirla aún más, no había vuelto a ver a la muchacha. Por ella sabía que él estaba allí e, inmediatamente, él comprendió que el tiempo realizaba su labor. Sus mejillas estaban más rosadas. Sus ojos brillaban de esperanza.

—Clarisa —le dijo—, desde el primer día me prometiste perdonarlo todo.

—No tengo nada que perdonarte, Raúl —afirmó la joven, que pensaba en su padre.

—Sí, Clarisa, te hice mucho daño. Hasta me hice daño a mí mismo, y lo que te pido no es solamente tu amor, sino tus cuidados y tu protección. Te necesito, Clarisa, para olvidar los horribles recuerdos, para recuperar confianza en la vida y para combatir todo lo malo que hay en mí y que me arrastra… adonde yo no quisiera ir. Si tú me ayudas, estoy seguro de ser un hombre honesto y me comprometo sinceramente a serlo. Te prometo que serás feliz. ¿Quieres ser mi mujer, Clarisa?

Ella le tendió la mano.