La caja fuerte de los monjes
Simple aturdimiento, parecido al de un boxeador alcanzado en un punto sensible. Sin embargo, cuando Raúl volvió en sí, comprobó sin la menor sorpresa que se hallaba en la misma situación que Beaumagnan, prisionero como él, adosado a la parte inferior de la pared.
Tampoco le sorprendió mucho ver, delante de la puerta, tumbada a lo largo de las dos sillas, a Josefina Balsamo, presa de una de esas depresiones nerviosas que provocaban en ella las emociones demasiado violentas y demasiado prolongadas. El golpe que le había dado a Raúl había provocado la crisis. Su cómplice Leonardo la cuidaba y le hacía respirar sales.
Debió llamar a otro de los cómplices, ya que Raúl vio entrar a un adolescente al que conocía con el nombre de Dominique, el que vigilaba la berlina frente a la casa de Brigitte Rousselin.
—¡Diablos! —exclamó el recién llegado viendo a los dos prisioneros—. Hubo jaleo. ¡Beaumagnan! ¡D’Andrésy! El ama no se anda con chiquitas. Resultado, un desmayo, ¿no?
—Sí, pero ya está.
—¿Qué hacemos?
—Llevarla al coche y después la llevaré a La Nonchalante.
—¿Y tú?
—Tú, vigila a esos dos —ordenó Leonardo señalando a los prisioneros.
—¡Caramba! No son clientes muy cómodos. No me gusta nada.
Levantaron a la Cagliostro. Pero, abriendo los ojos, ella les dijo con una voz tan débil que, por supuesto, no podía suponer que Raúl tuviera oído tan fino como para oír lo que decían:
—No, me iré sola. Tú te quedarás aquí, Leonardo. Prefiero que seas tú quien vigile a Raúl.
—Déjame acabar con él —sopló Leonardo, tuteando a la Cagliostro—. No nos traerá más que desgracias, ese chico.
—Lo quiero.
—Él ya no te quiere a ti.
—Sí, volverá. De todos modos, pase lo que pase, no lo dejaré marchar.
—Entonces, ¿qué decides?
—La Nonchalante debe estar en Caudebec. Voy a descansar hasta mañana por la mañana. Lo necesito.
—¿Y el tesoro? Hace falta mucha gente para desplazar una piedra de ese calibre.
—Mandaré avisar esta noche a los hermanos Corbut para que se encuentren conmigo mañana por la mañana en Jumièges. Después, me ocuparé de Raúl… a menos que… ¡Ah, no me pidas más por ahora…! Estoy destrozada…
—¿Y Beaumagnan?
—Lo soltaremos en cuanto tenga el tesoro.
—¿No temes que Clarisa nos denuncie? La policía podría rodear el antiguo faro.
—¡Es absurdo! ¿Crees que ella pondrá la policía en guardia contra su padre y Raúl?
Se levantó de la silla y cayó enseguida gimiendo. Pasaron unos minutos. Finalmente, con esfuerzos que parecían destrozarla, logró mantenerse en pie, y apoyada en Dominique, se acercó a Raúl.
—Está como aturdido —murmuró—. Cuídalo bien, Leonardo, y al otro también. Si uno de los dos se escapa, las cosas se complicarían.
Se fue lentamente. Leonardo la acompañó hasta la vieja berlina y, poco después, volvió con un paquete de provisiones tras pasar el candado por la cadena. Se oyeron los cascos de los caballos en el camino pedregoso. Entretanto Raúl comprobaba la solidez de sus ataduras diciéndose: «¡Un poco deshecha, en efecto, está el ama! Primero, cuenta, por bajo que sea, sus pequeños asuntos ante testigos. Segundo, confía la vigilancia de dos tipos como Beaumagnan y yo a un solo hombre… son fallos que denotan un mal estado físico».
La verdad es que la experiencia de Leonardo en estos asuntos hacía un poco incómoda cualquier tentativa de evasión.
—Deja las cuerdas —le dijo Leonardo, que entraba—. Si no, te pego…
El temible carcelero multiplicó las precauciones que debían facilitarle su tarea. Había atado las extremidades de las dos cuerdas que aprisionaban a los cautivos y las había atado a su vez al respaldo de una silla puesta en equilibrio inestable, sobre la que dejó el puñal que le había dado Josefina Balsamo. Bastaba que uno de los prisioneros se moviera para que la silla cayera.
—Eres menos bruto de lo que pareces —le dijo Raúl.
Leonardo gruñó:
—Una palabra más y te pego.
Se puso a comer y beber sin bajar la vista, y Raúl arriesgó:
—¡Buen provecho! Si queda algo, no te olvides de mí.
Leonardo se levantó con los puños al aire.
—Basta, amigo —prometió Raúl—. Tengo un hueco en la lengua. Es menos alimenticio que tu charcutería, pero me las arreglaré.
Pasaron las horas. Una somnolencia se apoderó de ellos.
Beaumagnan parecía dormir. Leonardo fumaba una pipa tras otra. Raúl monologaba y se reñía a sí mismo por haber sido tan imprudente con Josine.
«Tendría que haber desconfiado de ella… Me queda mucho por aprender. La Cagliostro no me llega ni a la suela de los zapatos, pero hay que reconocer que es decidida, que ve las cosas claras y que no tiene escrúpulos. Un solo defecto que impide al monstruo ser completo: su sistema nervioso de degenerada. Ésta es mi ventaja, ya que me permitirá llegar antes que ella a Mesnil-sous-Jumièges».
Raúl no ponía en duda la posibilidad de escapar a la vigilancia de Leonardo. Había notado que los lazos de sus tobillos se aflojaban con ciertos movimientos y, contando liberar su pierna derecha, imaginaba con satisfacción en el efecto de una patada al mentón de Leonardo. Además, se trataba de una carrera descabellada hacia el tesoro.
Las tinieblas se acumulaban en la sala. Leonardo encendió una vela, fumó su última pipa y bebió un último vaso de vino. Después, cayó en una somnolencia que lo hacía cabecear de derecha a izquierda. Por precaución, mantenía la vela en la mano para que la quemadura de la cera que chorreaba lo despertara de vez en cuando. Una mirada a sus prisioneros, otra a la doble cuerda utilizada como timbre de alarma y volvía a dormirse.
Raúl continuaba insensiblemente, y no sin resultados, su pequeño trabajo de liberación. Debían de ser alrededor de las nueve de la noche.
«Si puedo irme a las once —se decía—, hacia las doce estaré en Lillebonne, donde cenaré; a las tres de la madrugada, llegaré al lugar sagrado y, al alba, metería en mi bolsillo el tesoro de los monjes. ¡Sí, en mi bolsillo! Sin la ayuda de los hermanos Corbuto ni de nadie».
Sin embargo, a las diez y media aún estaba en la misma situación. Por flojos que estuvieran los nudos, no cedían, y Raúl empezaba a desesperar cuando, de pronto, le pareció oír un ligero ruido que se diferenciaba de todos los ruiditos que pueblan el gran silencio nocturno, hojas que revolotean, pájaros que se mueven sobre las ramas, caprichos del viento.
Aquello se repitió dos veces, y tuvo la certeza de que entraba por la ventana lateral abierta que Leonardo había empujado con negligencia.
De hecho, uno de los batientes pareció deslizarse hacia adelante.
Raúl observó a Beaumagnan. Había oído y también miraba.
Frente a ellos, Leonardo se despertó, los dedos quemados, volvió a efectuar su pequeña vigilancia y volvió a dormirse. Abajo, el ruido, por un instante suspendido, recomenzó, lo cual indicaba claramente que cada uno de los movimientos del carcelero era atentamente observado.
¿Qué estaría ocurriendo? Como la puerta en la tela metálica estaba cerrada, quien llegara debió de saltar el muro erizado de pedazos de botellas, empresa nada fácil para alguien que no estuviera familiarizado con el lugar y que no conociera otro punto accesible en el muro. ¿Quién sería? ¿Un campesino? ¿Un cazador furtivo? ¿Era alguien que venía a ayudarles? ¿Un amigo de Beaumagnan? ¿O sólo un merodeador?
Una cabeza surgió irreconocible en las tinieblas. El individuo saltó sin dificultad por el borde poco elevado de la ventana.
Enseguida Raúl vislumbró una silueta de mujer e, inmediatamente, antes de comprobarlo, supo que aquella mujer no era otra que Clarisa.
¡Qué emoción lo invadió! ¡Josefina Balsamo se había equivocado suponiendo que Clarisa no podría reaccionar! Inquieta, inhibida por el miedo de los peligros que lo amenazaban, dominando su cansancio y su miedo, la muchacha debió de ocultarse en los alrededores del antiguo faro y esperar la noche.
Y ahora, intentaba lo imposible para salvar a aquél que la había traicionado tan cruelmente.
Dio tres pasos. Otra vez se despertó Leonardo, que por suerte le daba la espalda. Ella se detuvo, después continuó su camino cuando él volvió a adormecerse. Así, llegó hasta su lado.
El puñal de Josefina Balsamo se hallaba en la silla. Ella lo cogió. ¿Lo utilizaría contra él?
Raúl se sorprendió. La cara de la joven parecía iluminarse de una voluntad feroz. Pero, cuando sus miradas se encontraron, ella cumplió las órdenes silenciosas que le imponía Raúl y no pudo clavarle el puñal. Raúl se inclinó un poco para que la cuerda que lo ataba a la silla se distendiera. Beaumagnan lo imitó.
Entonces, lentamente, sin temblar, levantando la cuerda con una mano, pasó la hoja del puñal.
La suerte quiso que el enemigo no se despertara. Clarisa lo hubiera matado, seguro. Sin dejar de mirarlo, obstinada en su amenaza de muerte, se agachó hacia Raúl y a tientas buscó las ligaduras. Las muñecas quedaron libres.
Él susurró:
—Dame el cuchillo.
Ella obedeció. Pero una mano más rápida llegó antes que la de Raúl. Beaumagnan, quien, a su lado y pacientemente, desde hacía horas, también había aflojado sus cuerdas, cogió el arma al vuelo.
Furioso, Raúl le empuñó el brazo. Si Beaumagnan quedara libre antes que él y huyera, Raúl perdía toda esperanza de conquistar el tesoro. La lucha fue encarnizada, lucha inmóvil, en la que cada uno empleaba toda su fuerza consciente de que al menor ruido despertaría Leonardo.
Clarisa, que temblaba de miedo, se arrodilló, tanto para suplicarles a los dos como para no caerse.
Pero la herida de Beaumagnan, por ligera que fuese, no le permitió resistir mucho tiempo. Y soltó.
En aquel instante, Leonardo abrió los ojos y vio el cuadro que se le ofrecía: los dos hombres semiincorporados, enfrentados en postura de combate y Clarisa d’Etigues arrodillada.
Todo ocurrió en pocos segundos, segundos espantosos, ya que no cabía duda de que Leonardo, al ver aquella escena, abatiera a sus enemigos a balazos. Pero él no la vio. Su mirada, fija en ellos, no llegó a verlos. Los párpados se le cerraron sin que tomara conciencia de lo que estaba sucediendo.
Raúl cortó entonces sus últimos lazos. De pie, con el puñal en la mano, estaba libre. Murmuró, mientras Clarisa se levantaba:
—Vete… Ponte a salvo…
—No —dijo ella con un movimiento de cabeza.
Y le señaló a Beaumagnan, como si no consintiera abandonarlo a la venganza de Leonardo.
Raúl insistió. Ella se mantuvo firme.
Cansado de luchar, tendió el cuchillo a su adversario.
—Ella tiene razón —susurró—. Seamos buenos jugadores. Toma, arréglatelas… Pero a partir de ahora, cada uno por su lado, ¿oyes?
Él siguió a Clarisa. En fila india pasaron por la ventana. Una vez en el recinto cercado, ella le cogió de la mano y lo condujo hasta el muro, en un lugar donde el remate estaba derruido y en el que había una brecha.
Ayudada por él, Clarisa pasó.
Sin embargo, cuando hubo saltado no vio a nadie.
—Clarisa —llamó—, ¿dónde estás?
La noche sin estrellas pesaba sobre los bosques. Después de prestar atención, oyó una ligera carrerilla entre los matorrales. Penetró en ellos, golpeó contra las ramas y las zarzas que le dificultaban el paso, pero tuvo que volver al sendero del bosque.
«Huye de mí —pensó—. Prisionero, arriesga todo para liberarme. Libre, no quiere verme. Mi traición, la monstruosa Josefina Balsamo, esa terrible aventura la horroriza».
Pero, cuando volvía atrás, alguien cayó rodando por el muro que él había saltado. Era Beaumagnan, que se escapaba a su vez. Enseguida se oyeron los disparos que venían de la misma dirección. Raúl no tuvo tiempo de ponerse a cubierto. Leonardo, encaramado en la brecha del muro, disparaba en las tinieblas.
* * *
Así, alrededor de las once de la noche, los tres adversarios se lanzaban al mismo tiempo hacia la piedra de la reina, situada a once leguas de distancia. ¿Cuales eran los medios de que disponía cada uno para llegar? Todo dependía de esto.
Por un lado, estaban Beaumagnan y Leonardo, los dos respaldados por cómplices y a la cabeza de potentes organizaciones. Si a Beaumagnan le esperaban sus amigos, si Leonardo se reunía con la Cagliostro, el botín sería del más rápido. Pero Raúl era más joven y más ágil. Si no hubiera cometido la tontería de dejar su bicicleta en Lillebonne, todas las probabilidades estarían de su parte.
Hay que decir que Raúl renunció instantáneamente a encontrar a Clarisa y que la búsqueda del tesoro se convirtió en su único problema. En una hora salvó los diez kilómetros que lo separaban de Lillebonne. A medianoche, despertó al muchacho de su hotel, comió algo a toda prisa y, tras coger de su maleta los dos pequeños cartuchos de dinamita que había adquirido unos días antes, montó en la bicicleta y salió a toda velocidad. Del manillar colgaba una bolsa de tela destinada a recibir las piedras preciosas.
Se proponía lo siguiente: «De Lillebonne a Mesnil-sous-Jumièges, ocho leguas y media… Estaré allí antes del amanecer. Con las primeras luces, encontraré la piedra, que haré volar con la dinamita. Puede que la Cagliostro o Beaumagnan me sorprendan en plena operación. En ese caso, haremos un reparto. Tanto peor para el tercero».
Una vez que hubo pasado Caudebec-en-Caux, siguió a pie la colina que, entre praderas y cañaverales, llevaba hasta el Sena. En el mismo lugar donde una tarde había declarado su amor a Josefina Balsamo, estaba La Nonchalante, masiva silueta en la espesa sombra.
Vio un poco de luz en la ventana de la cabina que la joven ocupaba.
«Debe de estar vistiéndose —se dijo—. Sus caballos vendrán a buscarla… y puede que Leonardo haya adelantado la expedición… ¡Demasiado tarde, señora!».
Continuó a toda prisa. Pero, media hora más tarde, cuando bajaba una pendiente muy abrupta, tuvo la impresión de que la rueda de su bicicleta se enmarañaba en algo y fue proyectado violentamente contra un montón de pedruscos.
Al acto aparecieron dos hombres que apuntaban una linterna en dirección al terraplén detrás del que él se ocultaba. Una voz gritó:
—¡Es él, no puede ser otro…! Ya te lo dije: «Una cuerda atravesando el sendero y caerá en la trampa».
Era Godefroy d’Etigues. Enseguida Bennetot rectificó:
—Caerá… si quiere, el muy bandido.
Como una bestia acosada, Raúl se tiró de cabeza; en un matorral de zarzas, y espinas que destrozaron sus ropas, y que pusieron fuera de peligro. Los otros, gritaban y blasfemaban en vano. No pudieron encontrarle.
—Basta, no busquemos más —dijo una voz desfalleciente que venía del coche y que era la de Beaumagnan—. Lo esencial es destruir su bicicleta. Ocúpate de eso, Godefroy, y démonos prisa. El caballo ha descansado lo suficiente.
—Pero usted, Beaumagnan, ¿estará en estado de…?
—En estado o no, hay que llegar… Pero ¡por Dios!, estoy perdiendo toda mi sangre por esta condenada herida… Estas gasas no aguantan nada.
Raúl oyó cómo rompían las ruedas de su bicicleta a golpes de tacón. Bennetot sacó los velos que cubrían las dos linternas del coche, y el caballo, azotado, partió al galope.
Raúl corrió detrás del coche.
Estaba rabioso. No hubiera abandonado la lucha por nada en el mundo. No sólo se trataba de millones y millones y de algo que daría a su vida una insospechada esplendidez, sino también de su amor propio. Después de descifrar el enigma indescifrable, a él le tocaba llegar en primer lugar al objetivo. No estar allí, no tomar y dejar tomar, sería hasta el final de sus días una intolerante humillación.
Así, sin tener en cuenta su agotamiento, corría a cien metros detrás del coche, alentado por la idea de que todo el problema no estaba resuelto, que sus adversarios, al igual que él, tendrían que buscar el lugar exacto de la piedra y que en estas investigaciones él tomaría otra vez ventaja.
Además, la suerte le favorecía. Cuando se acercaba a Jumièges, avistó una linterna que se balanceaba delante suyo y oyó el ruido chillón de una bocina. Dejó que siguieran sus enemigos y se detuvo.
Era el cura de Jumièges, que, acompañado de un niño, volvía de administrar la extremaunción. Raúl hizo el camino con él, preguntó por un albergue y, en el curso de la conversación, haciéndose pasar por un aficionado en arqueología, habló de una extraña piedra que le habían recomendado en aquella región.
—El dolmen de la Reina… algo así… me dijeron. Es imposible que usted no conozca esta curiosa pieza, padre.
—Me parece, señor —le respondió el cura—, que usted se refiere a lo que nosotros llamamos por aquí la piedra de Inés Sorel.
—Se encuentra en Mesnil-sous-Jumièges, ¿no es cierto?
—Exactamente, apenas a una legua de aquí. Pero no se trata de una curiosa pieza… a lo sumo un montón de pequeñas rocas metidas en el suelo. La mayor de todas domina el Sena a un metro o dos del agua.
—Es un terreno municipal, si no me equivoco…
—Lo era hace algunos años, pero el Ayuntamiento lo vendió a uno de mis parroquianos, un tal Simón Thuilard, que quería ampliar sus tierras.
Temblando de alegría, Raúl consiguió escabullirse de la compañía del cura. Estaba provisto de informaciones minuciosas que le fueron muy útiles para evitar la gran ciudad de Jumièges y le permitieron entrar directamente en la red de senderos sinuosos que conducían a Mesnil. Así, tomaba una vez más la delantera.
«Si no se cuidan de tener a un guía, no hay duda de que se perderán. Es imposible conducir un coche en la noche en medio de este lío de caminos. Beaumagnan está en el límite de sus fuerzas y no será Godefroy quien resuelva la ecuación. Vamos, yo he ganado la partida».
De hecho, poco antes de las tres, pasó por un poste en el que un cartel señalaba la propiedad del señor Simón Thuilard.
La luz de unas cuantas cerillas indicó que se encontraba en un campo cultivado, que atravesó corriendo. Un dique, que le pareció reciente, costeaba el río. Llegó hasta él por la extrema derecha y volvió por la izquierda. Pero, al no querer desperdiciar las cerillas, no veía nada.
Una franja de luz rayaba, sin embargo, el horizonte.
Esperó, lleno de una emoción que le penetraba suavemente y que le hacía sonreír. La piedra estaba muy cerca, a pocos pasos. Durante siglos, a estas horas de la noche tal vez, los monjes venían furtivamente hasta este punto de la vasta tierra para depositar en ella sus riquezas. Uno a uno, los priores y los tesoreros habían seguido el subterráneo que conducía de la abadía al castillo. Otros, sin duda, habrían llegado en barcos por el viejo río normando que pasaba por París y Ruan y que bañaba también con sus olas tres o cuatro de las sagradas abadías.
Y he aquí que él, Raúl d’Andrésy, iba a participar del gran secreto. Heredaba de miles y millones de monjes que habían trabajado hacía siglos sembrando por toda Francia y recolectando sin descanso. ¡Qué milagro! ¡Realizar a su edad un sueño como aquél! ¡Ser igual que los más poderosos y reinar entre los dominadores!
En el cielo, que palidecía, la Osa Mayor desaparecía poco a poco. Se adivinaba, más que se veía, el punto luminoso del Alcor, estrella fatídica que correspondía en la inmensidad del espacio al pequeño bloque de granito sobre el que Raúl d’Andrésy iba a poner su mano conquistadora. El agua chapoteaba en la orilla con sus tranquilas olas. La superficie del río emergía de las tinieblas y brillaba entre las sombras.
Remontó el dique. Comenzaba a discernir los contornos y el color de las cosas. ¡Solemne instante! Su corazón latía con violencia. De pronto, a treinta pasos, avistó un montículo que abollaba apenas el plano continuo de la pradera, del que surgían, en la hierba que los recubría, algunas puntas de roca gris.
—Es aquí… —murmuró él, turbado en lo más hondo de su alma—, es aquí, estoy a punto de conseguirlo…
Sus manos palparon, en los fondos de sus bolsillos, los dos cartuchos de dinamita y sus ojos buscaron con ansiedad la piedra más alta de la que el cura de Jumièges le había hablado. ¿Era ésta o aquélla? Le bastarían algunos segundos para introducir los cartuchos por las hendiduras que la vegetación ocultaba. Tres minutos más y metería los diamantes y los rubíes en la bolsa que llevaba ahora en la mano. Si quedaba algo entre los escombros, tanto mejor para sus enemigos.
Sin embargo, avanzaba paso a paso y, a medida que avanzaba hacia el montículo, Raúl iba descubriendo que no tenía el aspecto que esperaba. Ninguna piedra más importante sobresalía… Ninguna cima que permitiera antaño a aquélla a quien llamaban la Reina de la Belleza sentarse a esperar que el río le trajera los barcos reales. Ninguna piedra que se destacara de las demás. Al contrario… ¿Qué había pasado? ¿Qué repentina crecida del río, o qué tormenta había recientemente transformado lo que las intemperies seculares habían respetado? O bien…
En dos saltos, Raúl avanzó los diez pasos que lo separaban del montículo.
No pudo evitar una palabrota. La espantosa realidad se ofrecía a sus ojos. La parte central del montículo estaba abierta. La piedra, la piedra legendaria estaba por supuesto allí, pero descoyuntada, rota, destrozada, sus escombros tirados por las pendientes de una fosa abierta donde se veían guijarros ennegrecidos y hierba quemada que aún humeaba. Ni una piedra preciosa. Ni un pedacito de oro o de plata. El enemigo había pasado…
Frente a este desastroso espectáculo, inútil decir que Raúl no se quedó más de un minuto. Inmóvil, sin una palabra, miró como distraído y observó maquinalmente todos los vestigios y todas las pruebas del trabajo realizado horas antes, vio huellas de tacones femeninos, pero se negó a sacar una conclusión lógica. Se alejó unos metros, encendió un cigarrillo y se sentó al otro lado del dique.
No quería pensar. La derrota, y sobre todo la forma en que le había sido infligida, era demasiado penosa para consentir un examen de los efectos y las causas. Esos casos sirven para practicar la indiferencia y la sangre fría.
Pero lo ocurrido la víspera y la noche precedente, a pesar de todo, se imponían. Queriéndolo o no, los actos de Josefina Balsamo se desarrollaban en su mente. La veía luchando contra su debilidad y recuperando toda la energía necesaria con un casco similar. ¿Descansar cuando suena la hora del destino? ¡Vamos! ¿Acaso él mismo había descansado? Y Beaumagnan, por herido que estuviera, ¿se había concedido la menor tregua? No, Josefina Balsamo no podía cometer tal falta. Antes de que cayera la noche, había llegado a este mismo lugar con sus acólitos y, primero en pleno día y luego a la luz de las linternas, dirigió los trabajos.
Cuando Raúl había creído verla detrás de los cristales de su cabina, ella no se preparaba para la expedición suprema, sino que regresaba victoriosa, porque ella no permitía jamás que el azar, las inútiles vacilaciones y los escrúpulos superfluos obstaculizaran la realización inmediata de sus proyectos.
* * *
Más de veinte minutos, sacudiéndose el cansancio al sol que surgía de las colinas opuestas, Raúl examinó la amarga realidad donde zozobraban sus sueños de poder. Debía estar muy absorto para no oír el ruido de un coche que se detuvo en el camino y para no ver a los tres hombres que bajaron, pasaron ante el poste y atravesaron el campo cultivado más que cuando uno de ellos, que había llegado frente al montículo, lanzó un grito de angustia.
Era Beaumagnan. Sus dos amigos, D’Etigues y Bennetot, lo sostenían.
Si la decepción de Raúl había sido grande, ¡cuál no sería la postración de aquel hombre que había dedicado toda su vida al misterioso tesoro! Lívido, los ojos extraviados, la sangre chorreando en la gasa que vendaba su herida, miraba estúpidamente, como si fuera el más espantoso de los espectáculos, el tesoro devastado donde la piedra milagrosa había sido violentada.
Era como si el mundo se derrumbaba delante suyo y que contemplara un precipicio lleno de espanto y horror.
Raúl avanzó y murmuró:
—Es ella.
Beaumagnan no respondió. ¿Podía dudarse de que había sido ella? ¿Acaso la imagen de aquella mujer no se confundiría con todo lo más desastroso y turbador, con todos los cataclismos y sufrimientos infernales? ¿Tenía necesidad, como hicieron sus compañeros, de tirarse al suelo y buscar entre los escombros una parcela olvidada del tesoro? ¡No, no! Tras el paso de la bruja no quedaba más que polvo y cenizas. ¡Ella era la tremenda plaga que devasta y mata! Era la encarnación misma de Satán. ¡Ella era la nada y la muerte!
Se levantó, siempre teatral y romántico en sus actitudes más naturales, paseó a su alrededor los ojos doloridos y, de pronto, tras persignarse, se clavó en el pecho el puñal que pertenecía a Josefina Balsamo.
El gesto fue tan brusco e inesperado que nadie pudo preverlo. Antes de que sus amigos y Raúl hubieran comprendido, Beaumagnan se deslizaba en la fosa entre los restos de lo que había sido el tesoro de los frailes. Sus amigos se precipitaron sobre él. Todavía respiraba, y balbuceó:
—Un sacerdote… un sacerdote…
Bennetot se alejó corriendo. Algunos campesinos se acercaron. Les preguntó algo y saltó dentro del coche.
De rodillas, cerca de la fosa, Godefroy d’Etigues rezaba y se golpeaba el pecho… Sin duda, Beaumagnan le había revelado que Josefina Balsamo vivía todavía y conocía todos sus crímenes. Esto, y el suicidio de Beaumagnan, le volvían loco. El terror se traslucía en su rostro.
Raúl se inclinó hacia Beaumagnan y le dijo:
—Le juro que la encontraré. Juro que le sacaré sus riquezas.
El odio y el amor persistían en el corazón del moribundo. Sólo aquellas palabras podían prolongar su existencia algunos minutos más. A la hora de la agonía, al derrumbarse todos sus sueños, se apegaba desesperadamente a todo lo que fueran represalias y venganzas.
Sus ojos llamaron a Raúl, que se inclinó aún más y le oyó murmurar:
—Clarisa… Clarisa d’Etigues… cásese con ella… Escuche… Clarisa no es la hija del barón… él me lo confesó… es hija de otro a quien ella amaba…
Raúl dijo gravemente:
—Le juro que me casaré con ella… lo juro…
—Godefroy… —llamó Beaumagnan.
El barón seguía rezando. Raúl le golpeó un hombro y lo forzó a inclinarse sobre Beaumagnan, quien farfulló:
—Clarisa se casará con D’Andrésy… yo lo quiero así…
—Sí… sí… —dijo el barón, incapaz de resistir.
—Júralo.
—Lo juro.
—¿Sobre tu salvación eterna?
—Sobre mi salvación eterna.
—Tú le darás tu dinero para que él nos vengue… Todas las riquezas que tú has robado… ¿Lo juras?
—Sobre mi salvación eterna.
—Él conoce todos tus crímenes. Tiene las pruebas. Si no obedeces, te denunciará.
—Obedeceré.
—Maldito seas, si mientes.
La voz de Beaumagnan se exhalaba en suspiros roncos y las palabras se hacían cada vez más confusas. Casi tumbado a su lado, Raúl las oía con dificultad.
—Raúl, tú la perseguirás… tienes que arrancarle las joyas… Es el demonio… Escucha… Yo descubrí… en Le Havre… ella tiene un barco… La Luciérnaga… Escucha…
Ya no tenía fuerzas para hablar… Sin embargo, Raúl pudo oír aún:
—Vete enseguida… enseguida… búscala… hoy mismo…
Sus ojos se cerraron.
El estertor de la muerte comenzaba.
Godefroy d’Etigues no dejaba de golpearse el pecho, arrodillado en la fosa.
Raúl se marchó.
Aquella noche, un periódico de París publicaba en las noticias de última hora:
El señor Beaumagnan, conocido abogado en los círculos monárquicos militantes, y cuya muerte en España habíamos anunciado por error hace unos meses, se ha suicidado esta mañana en el pueblo normando de Mesnil-sous-Jumièges, en la orilla del Sena.
Las razones de este suicidio son absolutamente misteriosas. Dos de sus amigos, los señores Godefroy d’Etigues y Oscar de Bennetot, que lo acompañaban, cuentan que aquella noche dormía en el castillo de Tancarville, donde estaban invitados por algunos días, cuando Beaumagnan les despertó. Estaba herido y en un estado de extrema agitación. Exigió a sus amigos que aprestaran los caballos y lo llevaran inmediatamente a Jumièges y, desde allí, a Mesnil-sous-Jumièges. ¿Por qué? ¿Para qué esta expedición en un campo solitario? ¿Por qué ese suicidio? Tantas preguntas a las que les es imposible contestar.
Al día siguiente, los diarios de Le Havre insertaban una serie de noticias que este artículo resumía fácilmente:
La otra noche, el príncipe Lavorneff, actualmente en Le Havre para poner a prueba uno de sus yates que había comprado recientemente, ha sido testigo de un drama aterrador. Volvía hacia las costas francesas, cuando vio unas llamas y oyó una explosión, a una media milla de distancia a lo sumo. Observemos de paso que esta explosión fue oída desde varios puntos de la costa.
Inmediatamente el príncipe Lavorneff dirigió su yate hacia el lugar del siniestro, donde terminó por descubrir algunos destrozos que flotaban aún. Sobre uno de ellos había un marinero a quien pudieron salvar. Pero, apenas tuvieron el tiempo de interrogarlo y saber que el barco se llamaba La Luciérnaga y pertenecía a la condesa de Cagliostro, cuando volvió a tirarse al agua gritando: «Es ella… es ella…».
De hecho, a la luz de las linternas, vieron, cogida a otro destrozo, a una mujer cuya cabeza flotaba por encima del agua.
El hombre logró reunirse con ella pero ésta se agarró a él con tal desesperación que le paralizó sus movimientos y desaparecieron los dos en las aguas. Todas las búsquedas fueron inútiles.
De vuelta a Le Havre, el príncipe Lavorneff hizo una declaración que fue confirmada por cuatro hombres de su tripulación.
Y el periódico añadía:
Las últimas noticias llevan a creer que la condesa de Cagliostro era una aventurera muy conocida con el nombre de Pellegrini y que también se presentaba a veces con el nombre de Balsamo. Acosada por la policía, que ha estado a punto de arrestarla dos o tres veces en la región de Caux, donde operaba estos últimos tiempos, habían decidido huir al extranjero, y así es como habría de encontrar la muerte, junto con todos sus cómplices, en el naufragio de su yate La Luciérnaga.
Mencionaremos, además, con algunas reservas, un rumor según el cual habría cierta relación entre algunas aventuras de la condesa de Cagliostro y el misterioso drama de Mesnil-sous-Jumièges. Se habla de un tesoro desterrado y robado, de conspiración y de documentos seculares.
Pero aquí entramos en el mundo de la leyenda. Detengámonos y dejemos que la justicia aclare este asunto.
* * *
Al mediodía del día en que estas líneas aparecían, es decir, exactamente sesenta horas después del drama de Mesnil-sous-Jumièges, Raúl entró en el despacho del barón Godefroy, en la Haie d’Etigues, al mismo despacho donde, tres o cuatro meses antes, había penetrado ya una noche. ¡Cuánto camino recorrido desde entonces y cómo sintió que el adolescente que era entonces había envejecido!
Frente a un velador, los dos primos fumaban y bebían grandes copas de coñac.
Sin preámbulos, Raúl explicó:
—Vengo a reclamar la mano de la señorita d’Etigues y supongo…
Distaba mucho de llevar el traje idóneo para una petición de mano. Ni sombrero, ni guantes. Sobre la espalda, una vieja chaqueta de marinero. En las piernas, un pantalón demasiado corto que dejaba ver los pies desnudos en alpargatas sin cintas.
Pero ni el aspecto de Raúl ni su petición interesaban a Godefroy d’Etigues. Los ojos hundidos, la cara todavía atormentada, empujó hacia Raúl un paquete de periódicos, gimiendo:
—¿Los ha leído? ¿La Cagliostro?
—Sí, ya lo sé… —dijo Raúl.
Odiaba a este hombre, y Raúl no pudo evitar decirle:
—Tanto mejor para usted, ¿no? ¡La muerte definitiva de Josefina Balsamo! Eso debe de sacarle un gran peso de encima.
—Pero ¿y lo que seguirá…? ¿Las consecuencias? —balbuceó el barón.
—¿Qué consecuencias?
—La justicia. Tratará de aclarar el caso. Ya acerca del suicidio de Beaumagnan se habla de la Cagliostro. Si la justicia ata todos los hilos de este asunto, irá más lejos, irá hasta el final.
—Sí —bromeó Raúl—, hasta la viuda Rousselin, hasta el asesinato del tal Jaubert; es decir, hasta usted y hasta su primo Bennetot.
Los dos hombres temblaron. Raúl los tranquilizó inmediatamente:
—¡Tranquilos los dos! La justicia no aclarará esta historia siniestra por la buena razón de que tratará, por el contrario, de enterrarlas. Beaumagnan estaba protegido por fuerzas que no aman el escándalo ni la luz del día. El asunto será sofocado. Lo que a mí me inquieta realmente no es la justicia…
—¿Sino qué? —preguntó el barón.
—La venganza de Josefina Balsamo.
—¡Pero si está muerta…!
—De todas formas, hasta muerta es temible. Ésta es la razón por la que he venido. He visto, en el fondo del vergel, un pequeño pabellón de guardia deshabitado. Me instalaré allí… hasta la boda. Avise a Clarisa de mi presencia y dígale que no reciba a nadie… ni a mí siquiera. Sin embargo, espero que ella quiera aceptar este regalo que le ruego le entregue en mi nombre.
Y Raúl puso ante el barón estupefacto un enorme zafiro, de una pureza incomparable, tallado como sólo antiguamente se tallaban las piedras preciosas.