Capítulo XI

El viejo faro

Durante toda la noche, tomando los caminos que se le presentaban, Raúl pedaleó, tanto para borrar sus huellas como para infligirse una saludable fatiga. Por la mañana, extenuado, se dejó caer en una cama de un hotel en Lillebonne.

Prohibió que lo despertaran, dio dos vueltas de llave y las tiró por la ventana. Durmió más de veinticuatro horas.

Cuando estuvo vestido y hubo comido, no pensó más que en volver a la bicicleta y regresar a La Nonchalante. La lucha contra el amor había comenzado.

Se sentía muy desgraciado y, como nunca había sufrido, obedeciendo siempre a los menores caprichos, se irritaba contra una desesperanza a la que le hubiera sido tan fácil poner fin.

«¿Por qué no ceder? —se preguntaba—. En dos horas estaría allí. ¿Quién me impediría entonces volver a marcharme cuando esté mejor preparado para la ruptura?».

Pero no podía. La visión de aquella mano mutilada lo obsesionaba y dirigía toda su conducta, obligándolo a evocar los actos bárbaros y odiosos que dejaba suponer aquel hecho inconcebible.

Josine había hecho aquello; por lo tanto, Josine había matado, y por lo tanto, Josine no retrocedía ante la muerte y consideraba simple y natural matar cuando el crimen favorecía sus proyectos. Y Raúl tenía miedo del crimen. Era una repulsión física, una sublevación de todos sus instintos. La idea de ser arrastrado, en un acceso de aberración, a derramar sangre le daba horror. Y he aquí que la más trágica de las realidades asociaba indisolublemente este horror a la imagen de la mujer que él amaba.

No volvió, ¡pero al precio de qué esfuerzos! ¡Cuánto dolor contenido! ¡Cuántos gemidos en su impotente rebeldía! Josine le tendía sus lindos brazos y le ofrecía el beso de sus labios. ¿Cómo resistir al llamado de aquella voluptuosa criatura? Herido en lo más profundo de su egoísmo, por primera vez tuvo conciencia de la pena infinita que había provocado en Clarisa d’Etigues. Adivinó sus llantos. Imaginó la terrible angustia de aquella vida destrozada. Sacudido por los remordimientos, imaginaba palabras llenas de ternura y recordaba las horas conmovedoras de su amor.

E hizo aún más. Sabiendo que la muchacha recibía directamente sus cartas, se atrevió a escribirle.

Perdóname, querida Clarisa. He actuado contigo como un miserable. Esperemos un futuro mejor y piensa en mí con toda la indulgencia de tu corazón generoso. Perdóname querida, perdóname.

RAÚL

«Junto a ella —se decía Raúl— podría olvidar todas estas cosas desagradables. Lo esencial no es tener los ojos puros y los labios dulces, sino un alma leal y sensata como la de Clarisa».

Sin embargo, eran los ojos y la sonrisa ambigua de Josine los que él adoraba, y cuando pensaba en sus caricias, no le importaba demasiado que tuviera un alma, ni que ésta fuera leal y sensata.

Mientras tanto, se ocupaba de buscar el viejo faro al que la viuda Rousselin había hecho alusión. Al vivir ella en Lillebonne, él no dudaba de que lo encontraría en la región. Por eso había ido hasta allí desde la primera noche.

No se equivocaba. Le bastó preguntar para saber, primero, que había un antiguo faro, hoy fuera de uso, en los bosques que ceñían el castillo de Tancarville, y después, que el propietario del faro había confiado las llaves a la viuda Rousselin que, cada semana y precisamente los jueves, iba a poner un poco de orden. Con una simple expedición nocturna, pudo apoderarse de las llaves.

Dos días lo separaban ahora de la fecha en que, con toda seguridad, la persona que poseía el cofre debía encontrarse con la viuda Rousselin, y como ésta, prisionera o enferma, no había podido aplazar la cita, todo concurría para que Raúl aprovechara una entrevista que consideraba de la mayor importancia.

Esta perspectiva lo tranquilizó. Fue nuevamente apresado por el problema que, desde hacía semanas, lo perseguía, cuya solución parecía acercarse.

Para asegurarse mejor de todo, la víspera visitó el lugar de la cita, y el jueves, cuando, una hora antes, atravesó con paso alerta el bosque de Tancarville, el éxito le parecía inevitable. Disfrutaba plenamente de su euforia y de su vanidad.

Parte de esos bosques, independientes del parque, bajaba hasta el Sena y cubría los acantilados. Los caminos irradiaban desde una encrucijada central y uno de ellos llevaba, por desfiladeros y pendientes bruscas, hasta un promontorio abrupto donde se alzaba, apenas visible, la silueta del faro abandonado. Durante la semana el lugar quedaba totalmente desierto. Los domingos, venían a veces algunos excursionistas.

Desde el mirador se abría una impresionante vista sobre el canal de Tancarville y el estuario del río. Pero al pie del faro quedaba uno, en esta época del año, hundido en la abundante vegetación.

Una única sala con dos ventanas, amueblada con dos sillas, formaba la planta baja, que se abría, por el lado del bosque, a un espacio lleno de ortigas y plantas salvajes.

Al acercarse, Raúl disminuyó el paso. Tenía la impresión, además justificada, de que hechos importantes se preparaban y de que no se trataría solamente del encuentro con una persona y de la conquista definitiva de un secreto formidable, sino de que, de hecho, continuaría la batalla suprema en la que el enemigo sería vencido para siempre.

Este enemigo era la Cagliostro; la Cagliostro, que conocía, como él, las declaraciones arrancadas a la viuda Rousselin, y que incapaz de resignarse a la derrota, disponiendo de medios de investigación ilimitados, debió encontrar fácilmente el antiguo faro donde, al parecer, iba a desarrollarse el último acto del drama.

—No sólo —dijo él a media voz, burlándose de sí mismo— me pregunto si vendrá a la cita, sino, en realidad, espero que venga para verla y para que, vencedores, caigamos el uno en brazos del otro.

Por una tela metálica atada en condiciones precarias a las piedras de un pequeño muro erizado de trozos de botellas, Raúl entró en el recinto del faro. Entre las plantas salvajes, no había huellas. Pero habrían podido sortear el muro por otro lado y pasar por una de las ventanas laterales.

Su corazón daba brincos. Cerró los puños, listo para defenderse si caía en una trampa.

«¡Qué tonto soy! —pensó—. ¿Por qué una trampa?».

Movió la cerradura de una puerta carcomida y entró.

La sensación fue inmediata. Alguien se deslizó en un hueco cerca de la puerta. No tuvo tiempo de volverse contra el asaltante. Apenas avisado, más por un instinto que por sus ojos, sintió su cuello cogido por una cuerda que lo estiraba hacia atrás, mientras una rodilla se hundía brutalmente en sus riñones.

Sofocado, doblado en dos, debió someterse a la voluntad del adversario, perdió el equilibrio y fue derribado.

—¡Buen trabajo, Leonardo! —balbuceó—. ¡Hermosa revancha!

Pero se equivocaba. No era Leonardo. En el hombre, que estaba de perfil, reconoció a Beaumagnan. Mientras Beaumagnan le ataba las manos, rectificó su error y confesó su sorpresa con estas simples palabras:

—¡Vaya, vaya!, el rebotado.

La cuerda con la que lo habían atado estaba a su vez atada a una anilla remachada en el muro opuesto y justo encima de una ventana. Beaumagnan, que actuaba con gestos bruscos y una especie de extravío, abrió la ventana y entreabrió las persianas podridas. Luego, como la anilla servía de polea, tiró de la cuerda obligando a Raúl a caminar. Raúl pudo ver entre las persianas el espacio vacío que, desde lo alto de la roca vertical donde el faro se elevaba, caía entre los escombros de piedras y los grandes troncos de árboles cuyas cabezas frondosas tapaban el horizonte.

Beaumagnan le dio la vuelta, le puso la espalda contra las persianas y le ató los puños y los tobillos.

Las cosas se presentaban de la siguiente manera: en caso de que Raúl tratara de ir hacia delante, la cuerda ajustada con un nudo corredizo lo estrangularía. Si, por otra parte, Beaumagnan tenía la fantasía de deshacerse de su víctima, le era suficiente empujarlo bruscamente, las persianas cederían y Raúl, cayendo en el vacío, quedaría colgado.

—Excelente posición para una conversación seria —bromeó.

Además, estaba decidido. Si la intención de Beaumagnan consistía en hacerle elegir entre la muerte y la confesión de los éxitos que había podido obtener en la búsqueda del gran secreto, sin ninguna duda, hablaría.

—A sus órdenes —dijo—. Pregunte.

—Cállate —ordenó el otro, siempre furioso.

Y le llenó la boca de algodón, que aguantó con un pañuelo atado en la nuca.

—Un solo gruñido —le amenazó—, un solo gesto, y de un puñetazo te envío al vacío.

Lo miró un segundo, como un hombre que se pregunta si no debiera cumplir inmediatamente el acto proyectado. Pero, de pronto, se alejó, caminando pesada y sinuosamente, atravesó la sala golpeando el suelo con el pie y se puso en cuclillas en el umbral de la puerta de modo que pudiera ver, por la rendija, lo que ocurría afuera.

«Las cosas van mal —pensó Raúl bastante inquieto—. Van tan mal que no entiendo nada. ¿Por qué está él aquí? ¿Debo suponer que él es el benefactor de la viuda Rousselin, aquél a quien ella no quiso comprometer?».

Pero esta hipótesis no le satisfacía.

«No, no es eso. He dado en el blanco, pero de otra forma, por imprudencia e ingenuidad. Es evidente que un tipo como Beaumagnan conocía todo este asunto de la Rousselin, conocía la existencia de las citas y cuándo se reunían, y al saber que la viuda había sido secuestrada, vigilaba y hacía vigilar los alrededores de Lillebonne y de Tancarville… Entonces debió de advertir mi presencia y mis idas y venidas… y, por si fuera poco, además me tendió esa trampa…».

Esta vez la convicción de Raúl era total. Vencedor de Beaumagnan en París, acababa de perder el segundo round. Victorioso esta vez, Beaumagnan lo colgaba de una persiana como a un murciélago se le clava en la pared y acechaba a otra persona para atraparla y arrancarle el secreto.

Sin embargo, un punto permanecerá oscuro. ¿Por qué esta actitud de bestia feroz, lista a saltar sobre la presa? Esto no casaba con el encuentro probablemente pacífico que se anunciaba entre él y esa persona. Beaumagnan no tenía más que salir, esperar afuera y decirle simplemente: «La señora Rousselin está enferma y me envía en su lugar. Ella quisiera conocer la inscripción que está grabada en la tapa del cofre».

«A menos —pensó Raúl— que Beaumagnan tenga razones para prever la llegada de una tercera persona… y para desconfiar… A lo mejor está preparando un ataque…».

Bastó que esta pregunta pasara por la cabeza de Raúl, para que inmediatamente se diera cuenta de la situación exacta. Beaumagnan le había tendido una trampa, pero eso no era más que una parte de lo que iba a suceder. La emboscada era doble, y ¿a quién podía Beaumagnan espiar con esa fiebre exasperada? ¿A quién sino a Josefina Balsamo?

«¡Eso es! ¡Eso es! —se dijo Raúl iluminado por un rayo de lucidez—. ¡Eso era! Ha adivinado que ella está viva. Sí, el otro día, en París, frente a mí, debió de sentir algo atroz. Otra de mis torpezas… falta de experiencia. Veamos, ¿habría yo hablado y actuado de aquella forma, si Josefina Balsamo no viviera? ¿Cómo? Acababa de decir a ese hombre que había leído entre líneas su carta al barón Godefroy y que había asistido a la famosa sesión de la Haie d’Etigues. ¿Cómo no suponer que debajo de todo eso no estaba la Cagliostro? ¿Y cómo un joven como yo, intrépido, había abandonado a esta mujer? ¡Vamos! ¡Si yo estaba en la reunión, también estaría en la escalera del acantilado y en la playa cuando la embarcaron! ¡Y yo había salvado a Josefina Balsamo! Y nos amamos… no desde el invierno pasado, como yo pretendía, sino desde la supuesta muerte de Josine… Esto es lo que debió de decirse Beaumagnan».

Las pruebas se añadían a las pruebas. Los hechos se ajustaban unos a otros como los eslabones de una cadena.

Vinculada al caso Rousselin y, por lo tanto, buscada por Beaumagnan, Josine tampoco había dejado de merodear por los alrededores del antiguo faro. En cuanto lo adivinó todo, Beaumagnan tendió su emboscada. Raúl había caído. Ahora le tocaba el turno a Josine…

Era como si el destino quisiera confirmar las sospechas que se sucedían en la mente de Raúl, En el mismo segundo en que concluyó, el ruido de un coche subió desde la carretera que bordeaba el canal, debajo de los acantilados, y al acto Raúl reconoció el paso precipitado de los caballitos de Leonardo.

Beaumagnan, por su lado, debía de saber a qué atenerse, ya que se incorporó de repente y prestó atención.

Cesó el ruido de los cascos y después volvió a empezar más despacio. El coche ascendía por una pendiente rocosa que lleva hasta la meseta donde empieza el camino por el bosque, impracticable para cualquier vehículo y que conduce hasta el faro.

En cinco minutos, a lo sumo, Josefina Balsamo aparecería.

Cada segundo de cada uno de aquellos minutos solemnes aumentaban la agitación y el delirio de Beaumagnan. Murmuraba palabras incoherentes. Su máscara de actor romántico se deformaba hasta lograr una expresión de bestial fealdad. El instinto, el deseo de muerte torcía sus rasgos y, de golpe, quedó claro que todo este deseo y este instinto salvaje se dirigía contra Raúl, contra el amante de Josefina Balsamo.

Otra vez los pies se alzaban mecánicamente para golpear el suelo. Caminaba sin saberlo, iba a matar sin saberlo, como un borracho. Sus brazos se estiraron.

Sus puños crispados avanzaban como dos acorazados que una fuerza lenta, continua, irresistible, lanzara contra el pecho del joven.

Unos pasos más y Raúl caería en el vacío.

Raúl cerró los ojos. A pesar de todo, no se resignaba y buscaba conservar alguna esperanza.

«La cuerda se romperá —pensaba— y el musgo de las piedras amortiguará mi caída. La verdad es que el destino de Arsenio Lupin d’Andrésy no es el de ser ahorcado. Si a mi edad no tengo posibilidades de salirme de aventuras de este tipo, es que los dioses, hasta ahora favorables, no tienen ya intención de ayudarme. ¡En ese caso, no me arrepiento!».

Pensó en su padre y en las enseñanzas de gimnasia y cuerda floja que había recibido de Théophraste Lupin… Murmuró el nombre de Clarisa…

Sin embargo, el choque no se producía. A pesar de que sentía contra él la presencia de Beaumagnan, parecía que el ímpetu del adversario se había detenido.

Raúl levantó los párpados. Beaumagnan, erecto, lo dominaba con su enorme cuerpo. Pero no se movía en absoluto. Sus brazos estaban doblados y sobre su rostro, en el que la idea de la muerte imprimía una mueca amenazadora, la decisión parecía como en suspenso.

Raúl escuchó y no oyó nada. Pero ¿quién sabe si Beaumagnan, cuyos sentidos estaban superexcitados, oía a Josefina Balsamo, acercarse? Lo cierto es que retrocedía paso a paso y, de pronto, precipitándose, volvió a su puesto en el hueco, a la derecha de la puerta.

Raúl lo veía de frente. Estaba horrible. Un cazador al acecho echa mano a su fusil y repite varias veces este gesto para estar preparado en el instante preciso. Así las manos de Beaumagnan se preparaban convulsivamente para el crimen. Se abrían para estrangularse ponían a la distancia indicada una de otra, los dedos se crispaban retorcidos como garras.

Raúl estaba aterrado. Su impotencia le hacía sufrir todos los martirios.

Aunque supiera de la inutilidad de todo esfuerzo, se debatía para romper las ligaduras. ¡Ah, si sólo pudiera gritar! Pero la mordaza ahogaba sus gritos y las cuerdas cortaban su piel.

Afuera, en el gran silencio, un ruido de pasos. Una puerta de hierro chirrió. Una falda rozó las hojas. La gravilla repiqueteó.

Beaumagnan, aplastado contra la pared, levantó los codos. Sus manos, que temblaban como las manos de un esqueleto que el viento agita, parecían cerrarse ya alrededor del cuello y poseerlo vivo y palpitante.

Raúl gritó detrás de su mordaza.

La puerta fue empujada y empezó el segundo acto del drama.

Se desarrolló exactamente como Beaumagnan lo había concebido y como Raúl había imaginado. Una silueta de mujer, que era la de Josefina Balsamo, apareció y fue aplastada por la embestida de Beaumagnan. Se oyó a lo sumo una débil queja cubierta por un sonido extraño, algo así como un ladrido furioso, que emitía la garganta del asesino.

Raúl pataleó: nunca había amado tanto a Josine como en aquel momento en que la veía agonizante. ¿Sus faltas, sus crímenes? ¡Qué importaban!, era la más hermosa criatura del mundo y toda esa belleza, esa sonrisa adorable, ese cuerpo encantador hecho para las caricias iban a ser aniquilados. Ninguna ayuda posible. Ninguna fuerza contra la fuerza irresistible de aquel bruto.

Lo que salvó a Josefina Balsamo fue el mismo exceso de amor que sólo la muerte podía saciar y que, en el último segundo, no pudo acabar su siniestra empresa. Sin energía, abatido por la desesperación que de pronto había tomado forma de locura, Beaumagnan rodó por el suelo arrancándose los cabellos y golpeándose la cabeza en las baldosas.

Raúl respiró finalmente. Cualesquiera que fueran las apariencias, y aunque Josefina Balsamo no se moviera, él estaba seguro de que vivía. En efecto, lentamente, saliendo de la horrible pesadilla con intermitencias de angustia que parecían romperla, finalmente se puso de pie, con aplomo y tranquilidad.

Vestía un abrigo con capucha que la envolvía y llevaba un sombrero del que caía un velo con grandes flores bordadas. Dejó caer el abrigo, descubriendo así sus hombros por el escote del corpiño que la lucha había destrozado.

Arrojó al suelo el sombrero y el velo, que también se habían roto dejando libre el pelo que se desparramó a cada lado de la frente en bucles pesados y regulares donde se encendían reflejos leonados. Sus mejillas estaban más rosadas, sus ojos más brillantes.

Siguió un largo momento de silencio. Los dos hombres la contemplaban fijamente, no como a una enemiga, o a una amante, o a una víctima, sino simplemente como a una mujer radiante por la cual sentían pasión y fascinación. Raúl, emocionado; Beaumagnan, inmóvil y postrado, ambos la admiraban con el mismo fervor.

Ella llevó a la boca un pequeño silbato de metal que Raúl conocía bien. Leonardo debía de esperar a alguna distancia y acudiría rápidamente a su llamada. Pero cambió de opinión. ¿Por qué hacerlo venir ahora que ella era dueña absoluta de la situación?

Se dirigió hacia Raúl y desató el pañuelo que lo amordazaba:

—No has vuelto, Raúl, como yo creía —le dijo—. ¿Volverás?

Si hubiera estado libre, la hubiera abrazado ardientemente. Pero ¿por qué no cortaba las ligaduras? ¿Qué pensamiento secreto se lo impedía?

Respondió:

—No… Se acabó.

Se incorporó un poco sobre la punta de los pies y pegó sus labios a los de Raúl, murmurando:

—¿Se acabó realmente todo? ¡Estás loco, Raúl!

Beaumagnan se había estremecido y avanzaba fuera de sí debido a esta caricia imprevista. Cuando trató de cogerla por un brazo, ella dio media vuelta y, de pronto, la calma que había conservado hasta entonces dio lugar a los sentimientos reales que la sacudían, sentimientos execrables y de rencor salvaje contra Beaumagnan.

Estalló de golpe, con una vehemencia de la que Raúl no la juzgaba capaz.

—No me toques, miserable. Y no creas que tengo miedo de ti. Hoy estás solo y acabo de comprobar que ni siquiera eres capaz de matarme. No eres más que un cobarde. Tus manos temblaban. Mis manos no temblarán, Beaumagnan, cuando llegue tu hora.

Él retrocedía ante las imprecaciones y amenazas, y Josefina Balsamo continuaba, en un ataque de odio:

—Pero tu hora no ha llegado. No has sufrido bastante… Ni siquiera sufrías, ya que me creías muerta. Tu suplicio ahora será saber que estoy viva y que quiero a alguien.

»Sí, ¿me oyes?, quiero a Raúl. Lo quise al principio para vengarme de ti y decírtelo después. Hoy lo quiero sin razón, porque es como es y no puedo olvidarlo. Apenas lo sabe él, apenas lo sabía yo. Pero desde hace unos días, desde que se fue, sentí que él era toda mi vida. Yo ignoraba el amor y el amor es esto, es este frenesí que me agita».

Era presa del delirio, como aquél a quien torturaba. Sus gritos de enamorada parecían hacerle tanto daño a ella como a Beaumagnan. Raúl sentía, al verla así, más indiferencia que alegría. La llama de deseo, de admiración y de amor que había vuelto a abrasarlo en el momento del peligro, se apagaba definitivamente. La belleza y la seducción de Josine se desvanecían como espejismos y, sobre su rostro, que sin embargo no había cambiado, no podía discernir más que el vil reflejo de un alma cruel y enferma.

Ella continuaba su ataque furioso contra Beaumagnan, que respondía con sobresaltos de cólera celosa. Era realmente desconcertante ver a esos dos seres que, en el momento en que estaban a punto de alcanzar la clave del formidable enigma que buscaban desde hacía tanto tiempo, lo olvidaban todo en un arrebato de pasión. El gran secreto de los siglos precedentes, la piedra legendaria, el cofre y la inscripción, la viuda Rousselin, la persona que caminaba hacia ellos y les revelaría el secreto… ¡pamplinas de las que no se preocupaban ninguno de los dos! El amor lo arrastraba todo como un torrente; tumultuoso. El odio y la pasión se entregaban a la eterna lucha que desgarra a los amantes.

Los dedos de Beaumagnan volvían a crisparse como garras y sus manos temblorosas se aprestaban a estrangular. Sin embargo, ella se encarnizaba, ciega y desordenada, y le escupía en plena cara la injuria de su amor:

—Lo quiero, Beaumagnan. El fuego que le quema me devora a mí también, es un amor como el tuyo, donde se mezclan el crimen y la muerte. Sí, lo mataría antes que saberlo de otra, o saber que ya no me quiere. Pero él me quiere, Beaumagnan, me quiere, ¿me oyes?, ¡me quiere!

Una risa inesperada salió de la boca convulsa de Beaumagnan. Su cólera terminaba en un acceso de hilaridad sardónica.

—¿Él te quiere Josefina Balsamo? Tienes razón, te quiere, te quiere como a todas las mujeres. Tú eres bella, te desea. Pasa otra, y también la desea. Y tú Josefina Balsamo, tú sufres el infierno. ¡Confiésalo!

—El infierno, sí —dijo ella—, si creyera en su traición. Pero no es cierto… y tú, Beaumagnan, tratas estúpidamente de…

Ella se calló. Beaumagnan reía burlonamente con tanta alegría y maldad que tuvo miedo. Muy bajo, angustiada, dijo:

—Una prueba… Dame una sola prueba… Ni siquiera… un indicio… algo que me obligue a dudar… Y lo mato como a un perro.

Había sacado de su corpiño una porra pequeña hecha con un mango de paraguas y una bola de plomo. Su mirada se endureció.

Beaumagnan replicó:

—No te diré algo que te haga dudar, sino algo que te convencerá.

—Habla… di un nombre.

—Clarisa d’Etigues —respondió él.

Ella alzó los hombros.

—Ya sé… Un amorío sin importancia.

—Lo suficiente como para pedirla en matrimonio a su padre.

—¿En matrimonio? Pero no, vamos, es imposible… Me he informado… Se encontraron dos o tres veces en el campo, no más.

—Más que eso, en la habitación de la joven.

—¡Mientes! ¡Mientes! —gritó ella.

—Di, más bien, que el que miente es su padre, ya que él mismo me lo ha confiado anteayer.

—¿Y quién se lo ha dicho?

—La misma Clarisa.

—Pero ¡es absurdo! Una chica como ella no hace esas confesiones.

Beaumagnan bromeó:

—Hay casos en los que está obligada a hacerlo.

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué te atreves a insinuar?

—Repito lo que he dicho… No es la amante la que ha confesado, es la madre… la madre, que quiere asegurar un nombre al hijo que lleva en ella, la madre que reclama el matrimonio.

Josefina Balsamo pareció sofocada, desamparada.

—¡El matrimonio! ¡El matrimonio con Raúl! ¿El barón D’Etigues aceptaría…?

—¡Vaya, por Dios!

—¡Mentiras! —exclamó ella—. ¡Comadreos de mujeres! O mejor dicho, invenciones tuyas. No hay una palabra de verdad en todo esto. No se han visto nunca más.

—Se escriben.

—¡La prueba, Beaumagnan! ¡La prueba, inmediatamente!

—¿Una carta te bastaría?

—¿Una carta?

—Escrita por él a Clarisa.

—¿Escrita hace cuatro meses?

—Hace cuatro días.

—¿La tienes?

—Tenla.

Raúl, que escuchaba con ansiedad, se estremeció, reconoció el sobre y el papel de la carta que había enviado a Clarisa desde Lillebonne.

Josine tomó el documento y leyó en voz baja, articulando cada sílaba:

Perdóname, querida Clarisa. He actuado contigo como un miserable. Esperemos un futuro mejor y piensa en mí con toda la indulgencia de tu corazón generoso. Perdóname, querida, perdóname.

RAÚL

Apenas tuvo fuerza de terminar la lectura de la carta, que la repudiaba y la hería en lo más profundo de su amor propio. Vaciló. Sus ojos buscaron los de Raúl. Él comprendió que Clarisa estaba condenada a muerte y, en el fondo, supo que no sentiría más que odio hacia Josefina Balsamo.

Beaumagnan explicaba:

—Fue Godefroy quien interceptó esta carta y me la envió pidiéndome consejo. Como el sobre llevaba el sello de Lillebonne, encontró vuestras huellas.

La Cagliostro se calló. Su cara traslucía un sufrimiento tan profundo que habría podido conmover a cualquiera hasta sentir piedad de las lentas lágrimas que caían sobre sus mejillas, de no ser evidente que su dolor estaba dominado por un ávido deseo de venganza. Ella combinaba sus planes. Establecía sus emboscadas.

Bajando la cabeza, dijo a Raúl:

—Te lo había advertido, Raúl.

—Hombre prevenido vale por dos —sentenció él, en tono burlón.

—¡No bromees! —gritó ella, impaciente—. Ya sabes lo que te dije, que era preferible no hacerla intervenir en nuestro amor.

—Y tú sabes también lo que yo te dije —respondió Raúl en el mismo tono irritado—. Si alguna vez tocas uno solo de sus cabellos…

Ella se sobresaltó.

—¿Cómo puedes burlarte así de mi sufrimiento y tomar partido por otra mujer contra mí…? ¡Contra mí! ¡Ah, Raúl, tanto peor para ella!

—No te preocupes —replicó él—. Ella está segura, porque yo la protejo.

Beaumagnan los observaba, feliz de su discordia y de todo el odio que burbujeaba en ellos. Pero Josefina Balsamo se contuvo, juzgando sin duda que era perder el tiempo hablar de una venganza que llegaría en su momento. Por ahora, otros problemas la ocupaban, y murmuró, confesando su íntima preocupación y prestando atención:

—Han silbado, ¿no es cierto, Beaumagnan? Debe, de ser uno de mis hombres que vigila uno de los caminos que conducen hasta aquí… La persona que nosotros esperamos debe estar a punto de llegar… Supongo que tú también estás aquí por ella…

De hecho, la presencia de Beaumagnan y sus intenciones secretas no estaban muy claras todavía. ¿Cómo habría podido saber el día y la hora de la cita? ¿Qué datos específicos poseía con relación al asunto Rousselin?

Ella echó una mirada a Raúl. Éste, bien atado, no podría molestarla en sus proyectos y no intervendría en la última batalla. Pero Beaumagnan parecía inquietarla. Lo llevó hacia la puerta como si quisiera ir a recibir a la persona esperada, pero, en el mismo instante en que salía, se oyeron unos pasos. Ella volvió atrás empujando a Beaumagnan y dejó el paso a Leonardo.

Éste examinó con interés a los dos hombres, después tomó aparte a la Cagliostro y le dijo algunas palabras al oído.

Ella pareció estupefacta y murmuró:

—¿Qué dices…? ¿Qué dices…?

Volvió la cabeza para que no pudieran ver el sentimiento que experimentaba, pero Raúl tuvo la impresión de que sentía una enorme alegría.

—No nos movamos —dijo ella—. Ya viene… Leonardo, coge tu revólver. Cuando haya pasado la puerta, apunta.

Se dirigió a Beaumagnan, que trataba de abrir la puerta.

—Pero ¿está loco? ¿Qué pasa? Quédese donde está.

Como Beaumagnan insistía, se irritó.

—¿Por qué quiere salir? ¿Por qué razón? ¿Conoce entonces a esta persona, y quiere impedir… o bien llevarla con usted?… ¿Qué…? Respóndame…

Beaumagnan no dejaba el picaporte mientras Josine trataba de retenerlo. Al ver que no lo lograba, se volvió hacia Leonardo y, con su mano libre, le señaló el hombro izquierdo de Beaumagnan con un gesto que ordenaba golpear, pero sin brusquedad. En un segundo, Leonardo sacó de su bolsillo un estilete, que hundió ligeramente en el hombro del adversario.

Éste gruñó:

—¡Ah, maldita…! —y se desplomó.

Ella dijo tranquilamente a Leonardo:

—Ayúdame y démonos prisa.

Cortando la cuerda demasiado larga que ataba a Raúl, ligaron los brazos y las piernas de Beaumagnan. Después de haberlo sentado y apoyado contra una pared, ella examinó la herida, la cubrió con un pañuelo y dijo:

—No es nada… apenas dos o tres horas de malestar… Volvamos a nuestro puesto.

Se quedaron al acecho.

Lo realizó todo sin prisa, el rostro tranquilo, los gestos tan mesurados como si hubieran sido pensados de antemano. Sólo algunas sílabas para dar las órdenes. Pero su voz, aunque ensordecida, adquiría tales matices de triunfo que Raúl, cada vez más inquieto, estuvo a punto de gritar para avisar al que o a la que a su vez iba a caer en la trampa.

Pero ¿para qué? Nada podía oponerse a las temibles decisiones de la Cagliostro. Además, él ya no sabía qué hacer. Su cerebro se consumía en ideas absurdas. Además… además… era demasiado tarde. Un gemido se le escapó: Clarisa d’Etigues entraba.