La mano mutilada
El tributo de tales amores es el silencio al que están condenados. Mientras las bocas hablan, el rumor de las palabras no anima el tibio silencio de los pensamientos solitarios. Cada uno sigue con su propia meditación sin jamás penetrar en la vida misma del otro. Diálogo desesperante con el que Raúl, siempre dispuesto a desahogarse, sufría más y más.
También Josine debía sufrir, a juzgar por ciertos momentos de extremo cansancio en los que parecía al borde de esas confidencias que acercan a los amantes aún más que las caricias. Una vez se puso a llorar en los brazos de Raúl con tanta amargura que él esperaba una crisis de abandono. Pero se repuso enseguida y él la sintió más lejos que nunca.
«Ella no puede confiarse —pensaba Raúl—. Es uno de esos seres que viven aparte, en una soledad sin fin. Es prisionera de una imagen que quiere dar de sí misma, prisionera del enigma que ella misma elaboró y que la tiene atrapada en sus redes invisibles. Como, hija de Cagliostro, está habituada a las tinieblas, a las complicaciones, a las tramas, a las intrigas, a los trabajos subterráneos. Contarle a alguien una de estas maquinaciones es darle la consigna que lo guiará por el laberinto. Tiene miedo y se repliega sobre ella misma, trata de disimularse y ocultarse».
Por reacción, él también se callaba y se cuidaba muy bien de no hacer alusión a la aventura en la que se había embarcado y al problema del que buscaban la solución. ¿Se habría apoderado del cofre? ¿Conocería las letras que abrían la cerradura? ¿Habría metido la mano en el hueco de la piedra legendaria y habría extraído miles y miles de piedras preciosas?
Sobre esto, ante todo, el silencio.
Además, desde que había pasado Ruan, su intimidad se había roto. Leonardo, aunque evitando a Raúl, reapareció. Los conciliábulos recomenzaron. La berlina y los caballitos infatigables se llevaban cada día a Josefina Balsamo. ¿Adónde? ¿Hacia qué aventuras? Raúl notó que tres de las abadías estaban cerca del río: Saint-Georges-de-Boscherville, Jumièges y Saint-Wandrille. Pero si ella investigaba por ese lado, eso quería decir que no había encontrado nada y que simplemente había fracasado.
Esta idea lo devolvió bruscamente a la acción. Se hizo llevar la bicicleta, que había dejado en la posada cerca de la Haie d’Etigues, a los alrededores de Lillebonne donde vivía la madre de Brigitte. Allí se informó de que doce días antes —fecha que coincidía con el viaje de Josefina Balsamo— la viuda Rousselin había cerrado su casa para reunirse en París con su hija. La noche anterior, según la afirmación de sus vecinos, una dama había entrado en su casa.
Hasta las diez de la noche no volvió la barca que estaba anclada al suroeste del primer meandro después de Ruan. Así, un poco antes de llegar, pasó a la berlina de Josine que arrastraban penosamente, como bestias extenuadas, los caballitos de Leonardo. A la orilla del río, Leonardo saltó, abrió la portezuela del coche, se inclinó y reapareció con el cuerpo inerte de Josine cargado sobre su hombro. Raúl corrió. La instalaron en su cabina, a la que el matrimonio de marineros había acudido.
—Cuídela —dijo el hombre rudamente—. Sólo está desvanecida. Pero, «la cosa está que arde». Que nadie se mueva de aquí.
Volvió a la berlina y se fue.
Josefina Balsamo estuvo delirando toda la noche, sin que Raúl pudiera entender ninguna de las palabras incoherentes que se le escapaban. Al día siguiente, la indisposición había pasado. Pero, por la noche, Raúl, que había ido hasta el pueblo vecino, consiguió un periódico de Ruan y leyó los sucesos de la región:
Al mediodía de ayer, la legendaria de Caudebec, avisada por un leñador que había oído gritos de mujer pidiendo auxilio proveniente de un viejo horno de cal situado en la orilla del bosque de Maulevrier, envió al lugar indicado a un brigadier y a un gendarme. Cuando los dos representantes de la autoridad se acercaban al vergel donde se encuentra el horno de cal, vieron, detrás del terraplén, a dos hombres que arrastraban a una mujer hacia un coche cerrado cerca del cual había otra mujer.
Obligados a dar la vuelta por el terraplén, los gendarmes llegaron al vergel cuando el coche ya se había ido. Enseguida comenzó la persecución que debía haberse terminado con la fácil victoria de nuestros agentes. Pero el coche llevaba dos caballos tan rápidos y el conductor debía conocer tan bien la comarca, que logró escaparse por la intrincada red de caminos encajonados que suben hacia el norte entre Caudebec y Motteville. Además, caía la noche, y no ha podido establecerse hacia dónde huyeron esos siniestros personajes.
—Y no lo sabrán más —se dijo Raúl con toda certeza—. Nadie más que yo podrá reconstruir los hechos, ya que soy el único en conocer el punto de partida y el de llegada.
Tras reflexionar, llegó a las siguientes conclusiones: «En el antiguo horno de cal, un hecho innegable: la viuda Rousselin debía estar allí, bajo la vigilancia de un cómplice. Josefina Balsamo y Leonardo, que la habían atraído a las afueras de Lillebonne y la habían encerrado, iban a verla cada día para tratar de arrancarle las informaciones definitivas. Ayer el interrogatorio fue sin duda demasiado violento. La viuda Rousselin gritó. Aparecieron los gendarmes y huyeron como pudieron. Depositaron por el camino a la prisionera en algún lugar previsto de antemano y, una vez más, se pusieron a salvo. Pero estas emociones provocaron en Josefina Balsamo una crisis nerviosa como las que suele tener. Se desmayó».
Raúl desdobló un mapa de estado-mayor. «Del bosque de Maulevrier a La Nonchalante, el camino directo es de unos treinta kilómetros. Por lo tanto, la viuda Rousselin debe encontrarse escondida, en algún lugar a la izquierda o a la derecha, no muy lejos de la carretera. Bueno —se dijo Raúl—, el terreno de la lucha es reducido y no tardará para mí la hora de entrar en escena».
Al día siguiente se puso manos a la obra paseando por los caminos normandos, interrogando y tratando de reconstruir los puntos por donde pasó o donde se detuvo una «vieja berlina atada a dos caballitos». Lógica, fatalmente, las pesquisas debían tener algún resultado.
Aquellos días fueron quizás en los que el amor entre Josefina Balsamo y Raúl tomó su carácter más desapacible y apasionado. La muchacha, que se sabía buscada por la policía y que no había olvidado los incidentes de la posada de Vasseur, en Doudeville, no se atrevía a dejar La Nonchalante y a atravesar las tierras de Caux. Raúl la encontraba de regreso de sus expediciones y se arrojaban el uno en brazos del otro con el deseo exasperado de gozar las alegrías de las que los dos presentían un próximo final.
Alegrías dolorosas, como podrían tener dos amantes a los que el destino ha separado. Alegrías sospechosas que la duda envenenaba. Cada uno por su lado adivinaba sus designios secretos y, cuando sus labios se unían, cada uno sabía que el otro, mientras lo amaba, se comportaba como si lo hubiera odiado.
—Te quiero, te quiero —repetía Raúl perdidamente, mientras en realidad buscaba los medios de arrancar a la madre de Brigitte Rousselin de las garras de la Cagliostro.
Se abrazaban a veces con la violencia de dos adversarios que luchan. Había brutalidad en sus caricias, amenazas en sus ojos, odio en sus pensamientos, desesperación en su ternura, como si se acecharan para encontrar el punto débil donde la herida sería más contundente y fatal.
Una noche Raúl se despertó con una sensación molesta. Josine se había acercado a su cama y lo miraba a la luz de una lámpara. Él tembló. El rostro de Josine no mostraba otra expresión que su sonrisa de siempre, pero ¿por qué esa sonrisa le pareció tan mordaz y tan cruel?
—¿Qué te pasa? —preguntó él—. ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Nada… nada… —contestó ella con una voz distraída, alejándose.
Pero se volvió hacia Raúl y le mostró una fotografía.
—Encontré esto en tu billetero. Es increíble que lleves encima el retrato de una mujer. ¿Quién es?
Había reconocido a Clarisa d’Etigues, y respondió dubitativo:
—No lo sé… pura casualidad…
—Vamos —dijo ella bruscamente—, no me mientas. Es Clarisa d’Etigues. ¿Crees que nunca la he visto y que ignoro vuestra relación? Ella fue tu amante, ¿no es cierto?
—No, no, nunca —dijo él rápidamente.
—Ella fue tu amante —repitió—, estoy segura. Ella te quiere y nada ha terminado entre vosotros.
Él alzó los hombros, pero, como quiso defender a la muchacha, Josine lo interrumpió.
—Basta con eso, Raúl. Te he advertido, ya lo sabes. No haré nada para encontrarla, pero si alguna vez las circunstancias la ponen en mi camino, tanto peor para ella.
—Y tanto peor para ti, Josine, si tocas uno solo de sus cabellos —gritó Raúl imprudentemente.
Ella palideció. Su mentón temblaba ligeramente y, poniendo la mano en el cuello de Raúl, balbuceó:
—Así que te atreves a defenderla contra mí… ¡contra mí…!
Su mano helada se crispó. Raúl tuvo la impresión de que iba a estrangularlo y se levantó de un salto de la cama. A su vez, ella se asustó suponiendo un ataque, y sacó de su corpiño un estilete cuya hoja brilló en la semioscuridad.
Se contemplaron así, uno frente al otro, en aquella postura agresiva. Era tan penoso que Raúl murmuró:
—¡Oh, Josine, qué tristeza! ¿Será posible que hayamos llegado a este punto?
Emocionada, ella cayó sentada mientras que él se precipitaba a sus pies…
—Bésame, Raúl… bésame… y no pensemos más en eso.
Se abrazaron apasionadamente, pero él observó que ella no había soltado el puñal y que un simple gesto hubiera bastado para que se lo plantara en la nuca.
Ese mismo día, a las ocho de la mañana, Raúl dejó La Nonchalante.
«No debo esperar nada de ella —se decía—. Sí, me quiere, y con toda sinceridad; y quisiera, como yo, que este amor no tuviera reservas. Pero no puede ser. Ella tiene un alma de enemiga. Desconfía de todos y de todo y de mí en primer lugar».
En el fondo seguía siendo impenetrable para él. A pesar de todas sus sospechas y de todas las pruebas y aunque el espíritu del mal estuviera en ella, él se negaba a admitir que pudiera llegar hasta el crimen. No podía vincularse a la idea del asesinato a ese dulce rostro que el odio o la cólera no llegaban a endurecer jamás. No, las manos de Josine estaban limpias de sangre.
Pero pensaba en Leonardo y no dudaba que fuera capaz de someterse a la madre Rousselin a la más espantosas torturas.
De Ruan a Duclair, un poco antes de esta localidad, la carretera cortaba los vergeles que bordean el Sena del blanco acantilado que domina el río. En él se abren cuevas abiertas en la misma piedra que sirven a los campesinos y obreros para guardar sus instrumentos y hasta para abrigarlos en caso de necesidad. Así fue como Raúl notó finalmente que una de esas grutas estaba ocupada por tres hombres que trenzaban canastas con juncos de las orillas vecinas. Delante de ella había un huerto sin cerca.
Una vigilancia atenta y algunos detalles sospechosos permitieron a Raúl suponer que Corbut y sus dos hijos, los tres cazadores furtivos, merodeadores y de la peor reputación, formaban parte de la banda de hombres que Josefina Balsamo tenía a sus órdenes un poco por todas partes. Dedujo también que aquella gruta era uno de los refugios, albergues, hangares, hornos de cal, etcétera, con los que Josefina había jalonado estas tierras.
Conjeturas que pronto se convertirían en certidumbres sin llamar la atención. Procuró dar la vuelta a la posición del enemigo y, subiendo por el acantilado, regresó hacia el Sena por un caminito forestal que llegaba a una ligera depresión. Allí, se dejó caer en medio de matorrales y de zarzas hasta lo más hondo de la depresión, en un lugar que dominaba la gruta a unos cuatro o cinco metros.
Pasó allí dos días y dos noches alimentándose de provisiones que se había llevado y durmiendo a la buena de Dios. Invisible en la espesa vegetación de altas hierbas, asistió a la vida de los tres hombres. El segundo día, una conversación que sorprendió le dio la siguiente información: los Corbut tenían la custodia de la viuda Rousselin, a la que tenían prisionera en el fondo de su guarida desde la alerta de Maulevrier.
¿Cómo liberarla? O, al menos, ¿cómo llegar hasta ella y obtener de la desgraciada las indicaciones que sin duda había negado a Josefina Balsamo? Ajustándose a las costumbres de los Corbut, Raúl forjó y abandonó muchos planes. Pero, a la mañana del tercer día, vio desde su observatorio La Nonchalante que descendía por el Sena y venía a amarrarse a un kilómetro más allá de las grutas.
Por la tarde, a las cinco, dos personas atravesaron la pasarela y se encaminaron a lo largo del río. Por el andar, y a pesar del disfraz de campesina, reconoció a Josefina Balsamo. La acompañaba, como siempre, Leonardo.
Se detuvieron frente a la gruta de los Corbut y hablaron con ellos como con gente que uno encontrara por casualidad. Luego, viendo el camino desierto, entraron rápidamente en el huerto. Leonardo desapareció, sin duda en el interior de la gruta. Josefina se quedó afuera, sentada en una vieja silla tambaleante y al abrigo de una cortina de arbustos.
El viejo Corbuto escardaba el jardín. Los hijos trenzaban sus juncos al pie de un árbol.
«El interrogatorio recomienza —pensó Raúl d’Andrésy—. ¡Qué pena no poder asistir!».
Observaba a Josine cuya cara estaba casi enteramente oculta bajo las alas bajadas de un gran sombrero de paja vulgar, como usan los campesinos en los días de mucho calor.
No se movía, un poco inclinada, los codos en las rodillas.
Pasaba el tiempo y Raúl se preguntaba qué podía hacer, cuando le pareció oír a su lado un gemido sucedido de gritos sofocados. Sí, seguro, esto provenía de algún lugar a su lado. Los gritos estremecían los frondosos arbustos que lo rodeaban. ¿Cómo era posible?
Trepó hasta el punto exacto donde el ruido le pareció más fuerte y no necesitó largas investigaciones para comprender. El desnivel del acantilado que terminaba la depresión estaba lleno de piedras derrumbadas y, entre esas piedras, había un montón de ladrillos que apenas se distinguían bajo la capa uniforme de musgo y raíces. Eran los restos de una chimenea.
Se explicaba el fenómeno. La gruta de los Corbut debía terminar en un callejón sin salida bastante hundido en la roca y agujereado por un conducto que había servido antes de chimenea. Por el conducto y por los destrozos, el sonido se filtraba hasta la superficie.
Se oyeron dos gritos desgarradores. Raúl pensó en Josefina Balsamo. Dándose la vuelta, pudo verla al final del pequeño huerto. Siempre sentada, inclinada, el busto inmóvil, arrancaba distraídamente los pétalos de una margarita. Raúl supuso, quiso suponer, que no había oído nada. Quizá ni lo supiera…
A pesar de todo, Raúl temblaba de indignación. ¿Que asistiera o no al espantoso interrogatorio que sufría la desgraciada no era igualmente criminal? Y las dudas pertinaces de las que ella se beneficiaba hasta ahora en el espíritu de Raúl, ¿no debían ceder ante la implacable realidad? Todo lo que se presentaba contra ella, todo lo que Raúl no quería saber, era verdad, ya que en definitiva ella ordenaba el trabajo del que se encargaba Leonardo y del que no hubiera podido soportar el horrible espectáculo.
Con precaución, Raúl separó los ladrillos y demolió el montículo de tierra. Cuando terminó, las quejas habían cesado, pero las palabras subían en un murmullo. Se puso de nuevo manos a la obra para liberar el orificio superior del conducto. Así, inclinado, la cabeza hacia abajo, cogido como podía a las rugosidades de las paredes, escuchó.
Dos voces se mezclaban: la de Leonardo y una voz de mujer, la de la viuda Rousselin, sin duda. La desgraciada parecía extenuada, víctima de un terror indecible.
—Sí… sí… —murmuraba— continuaré porque así lo he prometido, pero ¡estoy tan cansada…!, perdóname, señor… Además, son hechos tan antiguos. Veinticuatro años han pasado ya desde…
—Basta de charla —gruñó Leonardo.
—Sí —continuó ella—. Mire… Fue cuando la guerra contra Prusia… y como los prusianos se acercaban a Ruan, donde nosotros vivíamos, mi pobre marido, que era camionero, recibió la visita de dos señores…, señores a los que nunca habíamos visto. Querían huir al campo con sus maletas, como muchos más en esta época, ¿sabe? Entonces se les propuso un precio y, sin tardar más, ya que tenía prisa, mi marido se fue con ellos en su camión. Por desgracia, por culpa de la requisición, no tenía más que un caballo y no era demasiado recio. Además, nevaba como nunca… A diez kilómetros de Ruan, el caballo cayó para no volver a levantarse…
»Estos señores tiritaban de miedo porque los prusianos podían llegar… Fue entonces cuando un tipo de Ruan a quien mi marido conocía bien, el mayordomo de confianza del cardenal Bonnechose, llamado Jaubert, pasó con un coche… Ya puede imaginárselo… Conversaron… los dos señores le ofrecieron una gran suma para comprarle el caballo. Jaubert se negó. Ellos suplicaron, amenazaron… y luego se lanzaron sobre él como locos y lo golpearon a pesar de las súplicas de mi marido… Después inspeccionaron el carruaje y encontraron un cofre que cogieron, ataron al camión el caballo de Jaubert y se fueron dejándolo medio muerto.
—Muerto del todo —precisó Leonardo.
—Sí, mi marido lo supo meses más tarde, cuando pudo volver a Ruan.
—¿Y en aquel momento él no los denunció?
—Sí… sin duda… tal vez, tuvo que haberlo hecho —dijo la viuda Rousselin molesta—, sólo que…
—Sólo que —bromeó Leonardo—, ellos habían comprado su silencio, ¿no es cierto? El cofre, abierto delante de él, contenía joyas… y le dieron a su marido su parte del botín.
—Sí… sí… —dijo ella—, los anillos… los siete anillos… Pero no fue por esto que él guardó silencio… El pobre estaba enfermo… Murió poco después de su regreso.
—¿Y el cofre?
—Quedó en el camión vacío. Mi marido lo había traído con los anillos. Yo guardé silencio, como él. Era una vieja historia, tuve miedo del escándalo… Habrían podido acusar a mi marido. Más valía callar. Me retiré a Lillebonne con mi hija y, cuando Brigitte me dejó por el teatro, se llevó los anillos… que yo jamás había querido tocar… Esto es todo lo que sé, mi buen señor, no me pregunte más.
Leonardo bromeó nuevamente:
—¿Cómo? ¿Eso es todo lo que sabe?
—Se lo juro —dijo la viuda Rousselin, atemorizada.
—Su historia no tiene ningún interés. Nosotros estamos aquí, los dos, por otra cosa… y usted lo sabe, ¡caramba!
—¿Qué?
—Las letras grabadas en el interior del cofre, bajo la tapa, todo está allí.
—Letras medio borradas, pero le aseguro que jamás se me ocurrió descifrarlas.
—De acuerdo, quisiera creerlo. Pero volvamos al mismo punto de siempre: ¿Qué pasó con el cofre?
—Ya se lo he dicho: se lo han llevado de mi casa, la víspera del día en que usted vino a Lillebonne con una dama… una dama que lleva un gran velo.
—Se lo han llevado… ¿quién?
—Una persona…
—¿Una persona que lo buscaba?
—No, lo vio por casualidad en un rincón del granero. Le gustó, como antigüedad.
—El nombre de esta persona, ya van cien veces que se lo pido.
—No puedo decírselo. Es alguien que me ha hecho mucho bien en la vida y esto sería hacerle daño, mucho daño. No hablaré…
—Ese alguien sería el primero en decirle que hable…
—Tal vez… tal vez… ¿pero cómo puedo saberlo? No puedo escribirle. Nos vemos muy de vez en cuando… Mire, tenemos que vernos el jueves que viene… a las tres…
—¿Dónde?
—No puedo decírselo… no tengo el derecho…
—¡Qué! ¿Tendremos que empezar de nuevo? —gruñó Leonardo, impaciente.
La viuda Rousselin se espantó.
—¡No, no! ¡Ah, señor, no! Se lo suplico.
Gritó de dolor.
—Ay, ¡bandido…! ¿Qué me has hecho…? ¡Ay, mi pobre mano…!
—¡Hable ya, caramba!
—Sí, sí… le prometo…
Pero la voz de la desgraciada se apagaba. Estaba en el límite de sus fuerzas. Sin embargo, Leonardo insistía y Raúl oyó algunas palabras tartamudeadas en la angustia:
—Sí… tenemos que encontrarnos el jueves… en el viejo faro… y no… no tengo derecho… prefiero morir… haga lo que quiera… de veras… prefiero morir…
Se calló. Leonardo gruñó:
—Bueno, ¿qué pasa? ¿Qué le pasa a esta vieja tozuda? No estará muerta, espero… ¡Ah, burra! ¡Hablaras…! Te doy diez minutos para terminar…
La puerta se abrió y se cerró. Sin duda iría a poner al corriente a la Cagliostro de las confesiones obtenidas y pedir instrucciones acerca de cómo debía seguir el interrogatorio. En efecto, Raúl, que se había puesto de pie, los vio a los dos sentados el uno al lado del otro. Leonardo se expresaba con agitación. Josine escuchaba.
¡Miserables! Raúl los execraba a ambos por igual. Los gemidos de la viuda Rousselin lo habían trastornado y temblaba de cólera y encono agresivo. Nada en el mundo podría impedirle salvar a esta mujer.
Según su costumbre, entró en acción en el mismo momento en que la visión de las cosas que había que hacer se abrió ante él en su orden lógico. En esos casos, una duda puede comprometerlo todo. El éxito depende de la audacia con la que se precipita uno a través de los obstáculos que desconoce por completo.
Echó una mirada sobre sus adversarios. Los cinco estaban alejados de la gruta. Rápidamente entró en la chimenea, de pie esta vez. Su intención era la de abrir lo más sigilosamente posible un pasaje en medio de los escombros, pero casi al instante fue arrastrado por una avalancha repentina y de golpe cayó desde lo alto en un estrépito de piedras y ladrillos.
«¡Vaya! —se dijo—. Mientras no lo hayan oído…».
Prestó atención. No venía nadie.
La oscuridad era tan intensa que creyó estar aún en el hogar de la chimenea. Pero, estirando los brazos comprobó que el conducto terminaba directamente en la gruta, o más bien en una especie de pasillo estrecho cavado en la parte trasera de la gruta tan exiguo que enseguida su mano encontró otra mano que parecía quemar. Sus ojos se acostumbraron a las tinieblas y Raúl vio dos ojos centelleantes que lo miraban, una cara pálida y ahuecada que el miedo convulsionaba.
Ni ligaduras, mi mordaza. ¿Para qué? si el cansancio, el terror de la prisionera hacían imposible toda evasión.
Se inclinó hacia ella y le dijo:
—No tema. He salvado ya de la muerte a su hija Brigitte, víctima como usted de los que la persiguen por el cofre y los anillos. Estoy sobre sus huellas desde que se fue de Lillebonne y vengo a salvarla, pero a condición de que no dirá jamás todo lo que pasó.
Pero ¿para qué tantas explicaciones, que la desgraciada era incapaz de comprender? Sin tardar más, la tomó en sus brazos y la cargó sobre su hombro. Después, atravesando la gruta empujó levemente la puerta, que, como suponía, no estaba cerrada.
Un poco más lejos, Leonardo y Josine seguían hablando. Detrás de ellos, más allá del huerto, se extendía la carretera blanca hasta la gran ciudad de Duclair, y por la carretera circulaban carretas de campesinos que venían o se alejaban.
Cuando juzgó el momento propicio, abrió la puerta de un golpe, rodó por la pendiente del huerto y acostó a la viuda Rousselin detrás del terraplén.
Enseguida se oyeron detrás de él los clamores. Los Corbut y Leonardo corrían, los cuatro en un impulso irreflexivo que los llevaba a la batalla. Pero ¿qué podían hacer? Una carreta se acercaba en un sentido, otra en sentido inverso. Atacar a Raúl en presencia de testigos y volver a secuestrar en reñida lucha a la viuda Rousselin sería entregarse y atraer contra ellos la inevitable investigación y las represalias de la justicia. No se movieron. Era lo que Raúl había previsto.
Con la mayor serenidad del mundo, interpeló a dos religiosas con altas tocas, una de las cuales conducía un break arrastrado por un caballo viejo, y les pidió que socorrieran a una pobre mujer que había encontrado desvanecida al borde de la carretera, con los dedos aplastados por un coche.
Las buenas hermanas, que dirigían en Duclair un asilo y una enfermería, prestaron al acto sus servicios. Instalaron a la viuda Rousselin en el break y la envolvieron en mantas. No había vuelto en sí y deliraba agitando su mano mutilada, cuyo pulgar e índice estaban hinchados y sanguinolentos.
El break se alejó al trotecillo.
Raúl permaneció inmóvil con la visión atroz de esta mano torturada. Su emoción era tal, que no se dio cuenta del cerco que Leonardo y los tres Corbut empezaron a organizar a su alrededor bajando despacio hacia donde se encontraba. Cuando los vio, éstos ya lo rodeaban y procuraban acorralarlo hacia el huerto… No había nadie a la vista y la situación le pareció tan favorable a Leonardo que sacó su cuchillo.
—Guarda eso y déjanos —dijo Josine—. Ustedes también. Nada de tonterías.
Ella, que no había dejado su silla durante toda la escena, aparecía ahora de entre los arbustos.
Leonardo protestó:
—¿Nada de tonterías? Tontería es dejarlo libre. ¡Por una vez que lo tenemos!
—¡Vete! —exigió ella.
—Pero esta mujer… esta mujer nos denunciará…
—No, la viuda Rousselin no tiene ningún interés en hablar. Al contrario.
Cuando Leonardo se alejó, se acercó a Raúl.
Él la miró largamente, con una mirada de pocos amigos que pareció incomodarla al punto que bromeó enseguida para interrumpir el silencio.
—Te ha tocado a ti esta vez, ¿no es cierto, Raúl? Está claro que el éxito va pasando de uno al otro. Hoy, tú llevas la delantera. Mañana… Pero ¿qué te pasa? ¡Tienes un aspecto tan raro y los ojos tan duros!…
Él dijo claramente:
—Adiós, Josine.
Ella palideció un poco.
—¿Adiós? ¿Querrás decir «hasta pronto»?
—No, adiós.
—Entonces… entonces… ¿significa que ya no quieres verme?
—No quiero verte nunca más.
Ella bajó los ojos. Un temblor nervioso agitó sus párpados. Sus labios sonreían, pero a la vez tenían un rictus de infinito dolor.
* * *
Finalmente, ella preguntó en un murmullo:
—¿Por qué, Raúl?
—Porque he visto algo —respondió él— que no puedo… que no podré jamás perdonarte.
—¿Qué?
—La mano de aquella mujer.
Ella pareció desfallecer y murmuró:
—¡Ah, comprendo!… Leonardo le habrá hecho daño… a pesar de que se lo había prohibido… Creía que ella había cedido por simples amenazas. A mí no me gusta conseguir nada por la violencia.
—Estás mintiendo, Josine. Tú oías los gritos de esta mujer como también los oías en el bosque de Maulevrier. Leonardo lo lleva a la práctica, pero la voluntad del mal, la intención de asesinar, está en ti, Josine. Fuiste tú quien dirigiste a tu cómplice hacia la casita de Montmartre, con órdenes de matar a Brigitte Rousselin si ésta se resistía. Tú quien, no hace mucho, mezclabas el veneno con los polvos que debía tomar Beaumagnan. Fuiste tú quien, en años anteriores, te encargaste de suprimir a los dos amigos de Beaumagnan, Denis Saint-Hébert y Georges d’Isneauval.
Ella se rebeló.
—No, no, no te lo permito… eso no es cierto y tú lo sabes, Raúl.
Él alzó los hombros.
—Sí, la leyenda de la otra mujer, creada por las necesidades de la causa… otra mujer que se te parece y que comete los crímenes, mientras tú, Josefina Balsamo, te contentas con aventuras que sean menos brutales. Creí en esta leyenda. Me dejé enredar en todas estas historias de mujeres idénticas, hija, nieta y bisnieta de los Cagliostro. Pero se acabó, Josine. Si mis ojos se cerraban voluntariamente para no ver lo que me espantaba, el espectáculo de esta mano torturada los ha abierto definitivamente a la verdad.
—¡Mentiras, Raúl! A falsas interpretaciones tuyas y nada más. No conocí jamás a los dos hombres de que hablas.
Él repuso con cansancio:
—Puede que sí. Es probable que me equivoque, pero es totalmente imposible que te vea a partir de hora a través de esa niebla de misterio que te ocultaba. Tú apareces ante mí tal como eres; es decir, como, una criminal.
Y añadió más bajo:
—Hasta como una enferma. Si alguna mentira hay en alguna parte, es la de tu belleza.
Ella seguía callada. La sombra de su pamela de paja suavizaba aún más su dulce rostro. Las injurias de su amante no la afectaban. Era toda seducción y todo encanto.
Raúl se turbó profundamente. Jamás le había parecido tan bella y tan deseable, y se preguntó si no sería una locura adquirir una libertad que maldeciría al día siguiente. Ella afirmó:
—Mi belleza no es una mentira, Raúl. Y tú volverás a mí porque es para ti que soy hermosa.
—No volveré.
—Sí, tú no puedes vivir sin mí. La Nonchalante está cerca. Te espero mañana…
—No volveré —dijo dispuesto una vez más a doblar las rodillas.
—En ese caso, ¿por qué tiemblas? ¿Por qué estás tan pálido?
Él comprendió que su salvación dependía de su silencio, que tenía que huir sin responder y sin mirar hacia atrás.
Rechazó las dos manos de Josine, que se abrazaban a él, y se fue…