Capítulo IX

La roca Tarpeya

—¿El señor Beaumagnan, es aquí?

En el interior, el batiente de una mirilla había sido abierto y la cara de un viejo sirviente se pegaba a la rejilla.

—Es aquí, pero el señor no recibe.

—Vaya a decirle que es de parte de la señorita Brigitte Rousselin.

La vivienda de Beaumagnan, que ocupaba la planta baja, se comunicaba con el primer piso. No había portero. No había timbre: una aldaba de metal que se golpeaba contra una maciza puerta provista de una ventana de prisión.

Raúl esperó más de cinco minutos. La visita de un joven, cuando se esperaba la de una joven actriz, debía intrigar a los tres personajes.

—Piden al señor su tarjeta —volvió diciendo el sirviente.

Raúl entregó su tarjeta.

Nueva espera. Después, un ruido de cerrojos abriéndose y cadenas desatándose y Raúl fue conducido a través de un largo vestíbulo bien encerado, más bien parecido a un locutorio de convento cuyos muros no hacían más que confirmarlo.

Pasaron frente a muchas puertas. La última estaba forrada con una hoja de cuero.

El viejo servidor abrió y cerró detrás del muchacho, que se encontró solo frente a sus tres enemigos, pues ¿podía llamar de otra forma a esos tres hombres, de los cuales dos al menos, acechaban su entrada, parados, en posición de boxeadores que van a iniciar su ataque?

—¡Es él! ¡Por supuesto que es él! —gritó Godefroy d’Etigues, sublevado de rabia—. Beaumagnan; es él, nuestro hombre de Gueures, el que robó el brazo del candelabro. ¡Ah, qué cara tiene! ¿Qué viene a hacer hoy? Si es por la mano de mi hija…

Raúl respondió riendo:

—Pero, bueno, señor, ¿es que no piensa más que en eso? Yo siento por la señorita Clarisa los mismos sentimientos rotundos y guardo en el fondo de mí las mismas esperanzas respetuosas. Pero, como tampoco lo fue el día de Gueures, el objeto de mi vista hoy no es el matrimonio.

—Entonces ¿cuál es el objeto de tu visita?… —masculló el barón.

—El día de Gueures era encerrarlos en un sótano. Hoy…

Beaumagnan tuvo que intervenir, sin lo cual Godefroy d’Etigues se hubiera lanzado contra el intruso.

—Dejémoslo así, Godefroy. Siéntese y que este señor tenga a bien decirnos el motivo de su visita.

Él mismo se sentó frente a su escritorio. Raúl se instaló.

Antes de hablar, se tomó el tiempo de examinar a sus interlocutores cuyas caras parecían haber cambiado después de la reunión en la Haie d’Etigues. En particular, el barón había envejecido. Sus mejillas estaban hundidas y la expresión de sus ojos tenía, en algunos momentos, algo de perturbado que sorprendió al muchacho. La idea fija, los remordimientos dan esta fiebre y esta inquietud que Raúl creyó discernir también sobre el rostro atormentado de Beaumagnan. Sin embargo, éste permanecía dueño de sí.

Si el recuerdo de Josine muerta lo atormentaba, se debía más bien a un problema de conciencia en el que uno juzga sus actos y en el que uno se afirma su derecho. Drama interior que ni siquiera afectaba la apariencia del hombre y no podía comprometer su equilibrio más que por ráfagas y en los minutos de crisis.

«Y estos minutos —se dijo Raúl— es asunto mío provocárselos, si quiero triunfar. Él o yo, uno de los dos tiene que ceder».

Y como Beaumagnan insistía:

—¿Qué quiere usted? El nombre de la señorita Rousselin le ha servido para entrar en mi casa. ¿Con qué intención…?

Él respondió astutamente:

—Con la intención de proseguir, señor, la conversación que usted comenzó con ella ayer en el teatro de variedades.

El ataque era directo. Pero Beaumagnan no se zafó.

—Yo estimo —dijo— que esta conversación no podría continuar más que con ella, y sólo a ella esperaba.

—Una razón muy seria ha retenido a la señorita Rousselin —replicó Raúl.

—¿Una razón muy seria?

—Sí, ha sido víctima de una tentativa de asesinato.

—¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Han tratado de matarla? ¿Por qué?

—Para coger las siete piedras, de la misma manera que usted y estos señores han cogido las anillas.

Godefroy d’Etigues y Oscar de Bennetot se agitaron en sus asientos. Beaumagnan se contuvo, pero observaba sorprendido a este jovencito cuya intervención inexplicable alcanzaba el colmo del desafío y la arrogancia. En todo caso, el adversario le parecía de mala ralea y eso se sintió en el tono negligente de su respuesta:

—Ya van dos veces, señor, que se mezcla usted en lo que no le importa y de una manera que nos obligará, sin duda, a darle la lección que merece. La primera vez, en Gueures, después de haberme arrastrado a mí y a mis amigos a una emboscada, usted se apoderó de un objeto que nos pertenecía, lo cual, en lenguaje ordinario, se llama simplemente, robo. Hoy, su agresión es todavía más chocante, ya que viene usted a insultarnos de frente, sin el menor pretexto, sabiendo perfectamente, que no hemos robado esas anillas, sino que nos han sido cedidas. ¿Puede usted explicarnos los motivos de su conducta?

—Usted sabe muy bien —respondió Raúl—, que no hubo por mi parte ni robo ni agresión, sino simplemente el esfuerzo de alguien que persigue el mismo objetivo que usted.

—¡Ah! ¿Usted persigue el mismo objetivo que nosotros? —interrogó Beaumagnan, con cierta ironía—. ¿Y cuál es ese objetivo, si es tan amable?

—El descubrimiento de diez mil piedras preciosas escondidas en el hueco de una piedra de granito.

De pronto, Beaumagnan quedó desconcertado y, por su actitud y su molesto silencio, lo demostró con bastante torpeza. En vista de lo cual, Raúl reforzó su ataque.

—Entonces, ¿no es cierto?, como los dos buscamos el tesoro fabuloso de los viejos monasterios, ocurre que nuestros caminos se cruzan, lo cual produce un choque entre nosotros. Ahí reside todo el problema.

¡El tesoro de los monasterios! ¡La piedra de granito! ¡Las diez mil piedras preciosas! Cada una de esas palabras habían golpeado a Beaumagnan como un mazo. ¡Así que debía hacer frente a otro rival! ¡La Cagliostro desaparecida, surgía otro competidor en la carrera de los millones!

Godefroy d’Etigues y Bennetot lanzaba miradas furiosas y abombaban sus pechos de atletas dispuestos a la lucha. Beaumagnan, en cambio, se retenía para recobrar la sangre fría de la que sentía imperiosa necesidad.

—¡Leyendas! —exclamó, tratando de asegurar su voz y de recobrar el hilo de sus ideas—. ¡Comadreos de mujeres! ¡Cuentos para dormir! ¿Y en esto pierde usted su tiempo?

—No pierdo más tiempo que usted —replicó Raúl, que no quería en absoluto que Beaumagnan recuperara su aplomo y que no perdía una ocasión para aturdirlo—. No más que usted, cuyos actos giran en torno a ese tesoro… no más de lo que perdía el cardenal Bonnechose, cuyo informe no era, sin embargo, un comadreo de mujer. No más que la docena de amigos que usted dirige e inspira.

—¡Dios mío! —exclamó Beaumagnan, que afectaba ironía—. Parece usted bien informado.

—¡Mejor de lo que usted piensa!

—¿Y quién le ha dado esas informaciones?

—¡Una mujer!

—¿Una mujer?

—Josefina Balsamo, condesa de Cagliostro.

—La condesa de Cagliostro —gritó Beaumagnan, trastornado—. ¿Usted la ha conocido?

El plan de Raúl se realizaba de pronto. Le había bastado echar el nombre de Cagliostro para perturbar al adversario definitivamente. La perturbación fue tal que Beaumagnan —imprudencia inexplicable— hablaba de la Cagliostro como de una persona que ya no está viva.

—¿Usted la ha conocido? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Qué le dijo?

—La conocí a principios del invierno pasado, como usted, señor —respondió Raúl, agravando su ofensa—. Y todo este invierno, hasta el momento en que tuve la alegría de encontrar a la hija del barón D’Etigues, la vi casi todos los días.

—Usted miente, señor —profirió Beaumagnan—. No pudo verlo todos los días. ¡Habría pronunciado su nombre delante mío! ¡Yo era lo bastante amigo como para que ella guardara un secreto de ese tipo!

—Ocultaba éste.

—¡Infamia! ¿Quiere hacerme creer que hubo entre ustedes una intimidad imposible? Es falso, señor. Se puede reprochar a Josefina Balsamo muchas cosas: su coquetería, su malignidad; pero no esto, no un acto de depravación.

—El amor no es una depravación —dijo Raúl tranquilamente.

—¿Qué dice usted? ¿Amor? ¿Josefina Balsamo lo amaba?

—Sí, señor.

Beaumagnan estaba fuera de sí. Blandía su puño frente a la cara de Raúl. A su vez, debieron calmarlo, pero temblaba de furor y el sudor resbalaba por su frente.

«Ya lo tengo —pensó Raúl, muy contento—. Sobre la cuestión del crimen y sus remordimientos, es imperturbable. Pero todavía está roído por el amor y lo conduciré adonde quiera».

Pasaron uno o dos minutos. Beaumagnan se secaba la cara. Tragó un vaso de agua y, dándose cuenta de que el enemigo, por pequeño que fuera, no era de los que uno se deshace en un santiamén, continuó:

—Nos estamos extraviando, señor. Sus sentimientos personales por la condesa de Cagliostro no tienen nada que ver con lo que nos ocupa hoy. Vuelvo entonces a la primera pregunta: ¿Qué viene a hacer aquí?

—Nada más simple —respondió Raúl—, y una breve explicación será suficiente. Con respecto a las riquezas religiosas de la Edad Media que, personalmente, usted quiere hacer entrar en las cajas de la Compañía de Jesús, sabemos que estas ofrendas, canalizadas a través de todas las provincias francesas, eran enviadas a las siete principales abadías de Caux y consideradas como una caja común, administrada por lo que podríamos llamar siete administradores delegados de los que sólo uno conocía el lugar y las cifras de la cerradura. Cada abadía poseía un anillo episcopal o pastoral que transmitía de generación en generación a su propio delegado. Como símbolo de la misión, el comité de los siete estaba representado por un candelabro de siete brazos y cada brazo llevaba, como recuerdo de la liturgia hebrea y del templo de Moisés, una piedra del mismo color y de mismo material que el anillo al que correspondía. Así, el brazo que yo encontré en Gueures lleva una piedra roja, un falso rubí, que era la piedra representativa de tal abadía. Sabemos además que el hermano Nicolás, último administrador jefe de los monasterios, era sacerdote en la abadía de Fécamp. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí.

—Entonces, basta con conocer el nombre de las siete abadías para conocer los siete lugares donde las búsquedas tengan posibilidades de triunfo. Ahora bien, los siete nombres están inscritos en los siete anillos que Brigitte Rousselin les cedió anoche en el teatro. Son esos siete anillos los que le pido que me deje examinar con atención.

—¿Es decir —dijo Beaumagnan—, que nosotros hemos buscado durante años y años para que usted, de pronto, llegue al mismo punto que nosotros?

—Exactamente.

—¿Y si me niego?

—Perdón, ¿se niega usted? No contestaré más que a una respuesta formal.

—Evidentemente, me niego. Su pedido es totalmente insensato, y, de la manera más categórica, me niego.

—Entonces, lo denunciaré.

Beaumagnan pareció aturdido. Observó a Raúl como si estuviera viendo a un loco.

—¿Usted me denunciará…? ¿Qué es esta nueva historia?

—Los denunciaré a los tres.

—¿A los tres? —bromeó él—. Pero ¿por qué?

—Los denunciaré a los tres como asesinos de Josefina Balsamo, condesa de Cagliostro.

No hubo la menor respuesta. Ni un gesto de rebelión; Godefroy d’Etigues y su primo Bennetot se hundieron un poco más en sus sillas. Beaumagnan estaba lívido y su reír irónico terminó en una mueca horrible.

Se levantó, dio una vuelta de llave a la cerradura y metió la llave en el bolsillo, lo cual causó cierta impresión a sus acólitos. El golpe de fuerza que parecía anunciar el acto de su jefe los reanimaba.

Raúl tuvo la audacia de bromear:

—Señor —dijo—, cuando un conscripto llega al regimiento se le sube a un caballo sin estribos hasta que aprenda a montar.

—Y eso, ¿qué significa?

—Significa que me he jurado no llevar nunca un revólver encima, mientras sepa hacer frente a todas las situaciones con la sola ayuda de mi mente. Así que están advertidos: no tengo estribos… o más bien… no llevo revólver. Ustedes son tres, y los tres armados; yo estoy solo. Entonces…

—Entonces, basta de palabras —declaró Beaumagnan con voz amenazadora—. Hechos. ¿Usted nos acusa de haber asesinado a la Cagliostro?

—Sí.

—¿Tiene pruebas para sostener esta inconcebible acusación?

—Claro.

—Lo escucho.

—Bueno. Hace algunas semanas, yo erraba por los alrededores de la finca de la Haie d’Etigues, esperando que el azar me permitiera ver a la señorita D’Etigues, cuando vi un coche conducido por uno de sus amigos. Este carruaje entró en la finca. Yo también. Una mujer, Josefina Balsamo, fue transportada a la sala del viejo patio donde estaban ustedes reunidos en un presunto tribunal. Su proceso fue instruido de la más desleal y pérfida de las formas. Usted era el acusador público, señor, y llevó la malignidad y la vanidad hasta hacer creer que esta mujer había sido su amante. En cuanto a estos dos señores, han desempeñado el papel de verdugos.

—¡La prueba! ¡La prueba! —rechinó Beaumagnan, cuya cara se desfiguraba.

—Yo estaba allí, acostado en el borde de una vieja ventana, encima de su cabeza, señor.

—¡Imposible! —balbuceó Beaumagnan—. Si fuera cierto, hubiera tratado de intervenir para salvarla, hubiera hecho algo que lo habría delatado.

—¿Salvarla de qué? —preguntó Raúl, que no quería revelar nada acerca de su intervención para salvar a la Cagliostro—. Yo creía, como sus amigos, que usted la condenaba al enclaustramiento en un manicomio inglés. Partí al mismo tiempo que ellos. Corrí hasta Etretat. Alquilé una barca y por la noche remé hasta el yate inglés que usted había anunciado y en el que yo tenía la intención de atemorizar al capitán.

»Falsa maniobra que costó la vida de la desgraciada. Más tarde comprendí vuestro innoble ardid y pude reconstruir vuestro crimen en todo su horror: la bajada de sus dos cómplices por la Escalera del Curé, la barca agujereada y el ahogamiento.

Escuchando con visible terror, los tres hombres habían aproximado sus sillas poco a poco. Bennetot apartó una mesa que protegía al muchacho. Raúl vio la cara atroz de Godefroy d’Etigues y el rictus que torcía su boca.

Un signo de Beaumagnan y el barón apuntaría un revólver y quemaría los sesos del imprudente…

Y tal vez, era esta imprudencia inexplicable la que retardaba la orden de Beaumagnan. Murmuró con un aspecto terrible:

—Le repetiré, señor, que usted no tiene ningún derecho de actuar como lo ha hecho y de mezclarse en lo que no le concierne. Me rehúso a mentir y a negar lo que fuera. Sólo… sólo que me pregunto, ya que usted ha sorprendido tal secreto, ¿cómo se atreve a venir aquí y a provocarnos? ¡Es demencial!

—¿Eso por qué, señor? —preguntó Raúl cándidamente.

—Porque su existencia está en nuestras manos.

Él levantó los hombros.

—Mi existencia está al abrigo de todo peligro.

—Sin embargo, somos tres de un humor poco complaciente sobre un punto que toca de tan cerca nuestra seguridad.

—No corro más riesgos entre ustedes tres —afirmó Raúl— que si fueran mis defensores.

—¿Está seguro?

—Claro, ya que no me han matado después de todo lo que he dicho.

—¿Y si me decidiera a hacerlo?

—Una hora después los tres serían arrestados.

—¡Vamos!

—Como lo han oído: son las cuatro y cinco. Uno de mis amigos se pasea por los alrededores de la Jefatura de policía. Si a las cinco menos cuarto, no me he reunido con él, avisará al jefe de la policía.

—¡Mentiras! ¡Todo cuento! —gritó Beaumagnan que parecía adquirir esperanzas—. Soy muy conocido, cuando su amigo pronuncie mi nombre, se le reirán en la cara.

—Lo escucharán.

—Mientras tanto… —murmuró Beaumagnan, dándose vuelta hacia Godefroy d’Etigues.

La orden de muerte iba a ser dada. Raúl sintió la voluptuosidad del peligro. Algunos segundos más y se cumpliría el gesto que había retardado su ejecución gracias a su extraordinaria sangre fría.

—Una palabra más —dijo.

—Hable —gruñó Beaumagnan—, pero a condición de que esa palabra sea una prueba contra nosotros. No quiero más acusaciones. De lo que la justicia pueda pensar yo me encargo. Pero quiero una prueba que me demuestre que no pierdo mi tiempo discutiendo con usted. Una prueba de inmediato, sin lo cual…

Se había levantado otra vez. Raúl se levantó frente a él, los ojos en los ojos, tenaz, autoritario, y masculló:

—Una prueba… si no, es la muerte, ¿no es cierto?

—Sí.

—Aquí tiene mi respuesta: los siete anillos, rápido. Si no…

—Sino, ¿qué?

—Si no, mi amigo entregará a la policía la carta que usted escribió al barón d’Etigues para indicarle la manera de apoderarse de Josefina Balsamo, y para obligarlo al asesinato.

Beaumagnan se hizo el sorprendido.

—¿Una carta? ¿Consejos para un asesinato?

—Sí —precisó Raúl—, una carta simulada, en la que bastaba pasar por encima algunas frases.

Beaumagnan lanzó una carcajada.

—¡Ah, sí, ya me acuerdo!… Ya sé… no eran más que unos garabatos…

—Garabatos que constituyen contra usted la prueba irrefutable que me está pidiendo.

—En efecto… en efecto, lo confieso —dijo Beaumagnan, siempre irónico—. Sólo que no soy un colegial y tomo mis precauciones. Así es que esa carta me fue devuelta por el barón d’Etigues al comienzo de la reunión.

—Le fue devuelta la copia, pero yo conservo el original, que encontré en una hendidura del escritorio de caoba del barón. Y es ese original el que mi amigo entregará a la policía.

El círculo formado alrededor de Raúl, las caras feroces de los dos primos no tenían otra expresión que la del miedo y la angustia. Raúl pensó que el duelo había terminado sin que hubiera habido un verdadero enfrentamiento. Ni un cruce de espadas, de cuerpo a cuerpo. El asunto había sido tan bien llevado, había acorralado a Beaumagnan con maniobras tan diestras que lo había llevado a una situación tan trágica que, en el estado de espíritu en que se hallaba, ya no podía juzgar serenamente las cosas y discernir los puntos débiles del adversario.

Raúl afirmaba que poseía el original de la carta. Pero ¿sobre qué se apoyaba para afirmarlo? Sobre nada. De tal manera que Beaumagnan, que exigía una prueba irrefutable y palpable antes de ceder de golpe, por una singular anomalía, que era a lo que las maniobras de Raúl querían conducir, se contentaba con la única afirmación de Raúl.

De hecho, se abandonó bruscamente, sin regateos y sin tergiversaciones. Abrió el cajón, cogió los siete anillos y preguntó simplemente:

—¿Quién me asegura que usted no se servirá de esta carta contra nosotros?

—Tiene mi palabra, señor. Además, entre nosotros las circunstancias no se repetirán jamás de la misma manera. La próxima vez, usted sabrá tomar la ventaja.

—No lo dude, señor —dijo Beaumagnan con una rabia contenida.

Raúl cogió los anillos con mano febril. Cada uno de ellos, en efecto, llevaba en el interior un nombre. Sobre un pedazo de papel, rápidamente, escribió los nombres de las siete abadías.

Fécamp,

Saint-Wandrille,

Jumièges,

Valmont,

Cruchet-le-Valasse,

Montivilliers,

Saint-Georges-de-Boscherville.

Beaumagnan había llamado, pero retuvo al mayordomo en el pasillo y, acercándose a Raúl, dijo:

—Le haré una proposición… Usted conoce nuestros esfuerzos. Sabe exactamente adónde hemos llegado y que el objetivo, en fin, no está lejos.

—Es lo que pienso —convino Raúl.

—Bueno, ¿estaría dispuesto (y hablo en toda confianza) a tomar lugar entre nosotros?

—¿Al mismo título que sus amigos?

—No. Al mismo título que yo.

La oferta era leal, Raúl lo sintió y quedó impresionado del homenaje que se le rendía. Habría quizás aceptado de no estar de por medio Josefina Balsamo. Pero cualquier acuerdo era imposible entre ella y Beaumagnan.

—Se lo agradezco —dijo Raúl— pero por razones particulares, tengo que rechazarlo.

—Entonces, ¿somos enemigos?

—No, señor, competidores.

—Enemigo —insistió Beaumagnan— y como tal, expuesto a…

—A ser tratado como la condesa de Cagliostro —interrumpió Raúl.

—Usted lo ha dicho, señor. Usted sabe que la grandeza de nuestro objetivo excusa los medios que a veces estamos obligados a adoptar. Si esos medios se vuelven un día u otro contra usted, usted lo habrá querido.

—Yo lo habré querido.

Beaumagnan volvió a llamar al mayordomo.

—Conduzca al señor.

Raúl hizo tres reverencias y se marchó a lo largo del corredor hasta que la puerta de mirilla fue abierta. Allí, dijo al viejo servidor:

—Un segundo, amigo, espéreme, por favor.

Volvió rápidamente hasta el escritorio donde los tres hombres conferenciaban y, deteniéndose en el umbral, el picaporte en una mano y la salida asegurada, exclamó con voz amable:

—A propósito de la famosa carta tan comprometedora, debo hacerles una confesión que les devolverá la tranquilidad: nunca tuve una copia y, por lo tanto, mi amigo no puede poseer el original. Además, ¿no creen que toda esta historia de un amigo paseándose por los alrededores de la jefatura y en espera de que den las cinco menos cuarto es bastante inverosímil? Duerman en paz, señores, hasta que vuelva a tener el placer de verlos.

Cerró la puerta en las mismas narices de Beaumagnan y llegó a la salita antes de que éste tuviera tiempo de avisar a su mayordomo.

La segunda batalla estaba ganada.

En la esquina, Josefina Balsamo que lo había conducido hasta la casa de Beaumagnan, esperaba, la cabeza inclinada fuera de la puerta de un coche.

—Cochero —dijo Raúl— estación Saint-Lazare, a la salida de los trenes de larga distancia.

—Toma, querida, toma los siete nombres indispensables. Aquí tienes la lista. Cógela.

—¿Qué pasó? —preguntó ella.

—Aquí está. Segunda victoria del día y ¡qué victoria ésta! ¡Dios mío, qué fácil me resulta enrollar a la gente! Un poco de audacia, las ideas claras, la lógica, la voluntad absoluta de ir como una flecha hacia el objetivo. Y así los obstáculos caen por sí solos. Beaumagnan es astuto ¿no es cierto? Bueno, cedió como tú, querida Josine. ¿Tu alumno te honra? ¡Dos maestros de primera clase, Beaumagnan y la hija de Cagliostro, aplastados por un aprendiz! ¿Qué dices de eso Josefina?

Se interrumpió.

—¿No te enfadarás, querida, de que hable así?

—No, no —dijo ella sonriendo.

—¿No te sientes contrariada por la historia de hace un rato?

—¡Ah —exclamó ella—, no me pidas demasiado! No hay que herirme en mi orgullo. Tengo mucho y soy rencorosa. Pero contigo no puedo enfadarme por mucho tiempo. Tienes algo especial que me desarma.

—Beaumagnan no está desarmado, ¡caramba si no lo está…!

—Beaumagnan es todo un hombre.

—Muy bien, declaro la guerra a los hombres. Y creo realmente que estoy hecho para esto, Josine. Sí, la aventura, la conquista, lo extraordinario y lo fabuloso. Creo que no hay situación de la que no pueda salir con ventajas. Entonces, ¿acaso, Josine, no es tentador luchar cuando se está seguro de vencer?

Por las calles estrechas de la orilla izquierda, el coche corría a buena velocidad. Atravesaron el Sena.

—Y venceré, Josine, a partir de hoy. Tengo el triunfo en la mano. En algunas horas, desembarcaré en Lillebonne. Descubriré a la viuda Rousselin y, lo quiera o no, examinaré el cofre de madera tropical en que está grabado el enigma. ¡Eso es todo! ¡Con esa palabra y los nombres de las siete abadías, que se vayan todos al diablo si no me llevo yo la palma!

Josine reía de su entusiasmo. Él exultaba. Contaba su duelo con Beaumagnan. Besaba a la muchacha, hacía muecas a los que pasaban, abría el vidrio, insultaba al cochero, cuyo caballo trotaba «como una babosa».

—¡Al galope, viejo bribón! ¿Cómo? ¡Tienes el honor de llevar en tu coche al dios de la Fortuna y a la reina de la Belleza y tu corcel a este paso!

El coche seguía la avenida de la Ópera. Cortó por la calle des Petits-Champs y la calle des Capucines. En la calle Caumartin el caballo comenzó a galopar.

—¡Perfecto! —gritó Raúl—. Cinco menos doce. Llegaremos. ¿Me acompañarás, por supuesto, a Lillebonne?

—¿Para qué? Es inútil. Que vaya uno de los dos es suficiente.

—¡Ya era hora! —dijo Raúl—. Tienes confianza en mí y sabes que no te traicionaré y que la partida es de los dos. La victoria de uno es la victoria del otro.

Sin embargo, cuando se acercaban a la calle Auber, una puerta cochera se abrió bruscamente a la izquierda, el coche giró sin disminuir la velocidad y entró en un patio.

Aparecieron tres hombres a cada lado. Raúl fue brutalmente golpeado y secuestrado antes de poder intentar el menor gesto de resistencia.

Tuvo sólo el tiempo de distinguir la voz de Josefina Balsamo que, desde el coche, ordenaba:

—¡A la estación Saint-Lazare, rápido!

Ya los hombres se precipitaban al interior de una casa y lo tiraron en una sala semioscura, cerrando la maciza puerta detrás de ellos.

La alegría que burbujeaba en Raúl no cayó inmediatamente. Continuaba riendo y bromeando, pero con una rabia creciente que alteraba el timbre de su voz.

—¡Es mi turno…! ¡Bravo, Josefina…! ¡Ah, qué golpe maestro! ¡Mira por donde, he ido a parar en la boca del lobo…! Debo reconocer que no me lo esperaba. No, cuánto debían divertirte mis cantos de triunfo: ¡Yo estoy hecho para la conquista, para lo extraordinario y fabuloso! ¡Idiota! Cuando se es capaz de tales necedades más vale callarse. ¡Qué vueltas da la vida!

Se precipitó sobre la puerta. ¡Para qué! Una puerta de prisión. Trató de trepar hacia una ventanita que dejaba pasar una luz amarillenta. Pero ¿cómo llegar? Además, un ligero ruido llamó su atención, y en la penumbra vio que uno de los muros, en el mismo ángulo del techo, estaba agujereado en una especie de tronera de donde surgía el cañón de un fusil, apuntando directamente sobre él, que se desplazaba o se quedaba quieto al tiempo que él se movía o se inmovilizaba.

Toda su cólera se volvió hacia el tirador invisible al que abrumó generosamente de insultos.

—¡Canalla! ¡Miserable! Baja de tu agujero y verás quién soy. ¡Linda profesión la tuya! Después, corre a decirle a tu amo que ya me las pagará y que dentro de muy poco…

Se detuvo de golpe. Toda esta verborrea le parecía estúpida y, pasando de la cólera a una resignación repentina, se tumbó en una cama de hierro puesta en una alcoba que hacía también de baño.

—Después de todo —dijo—, mátame si quieres, pero déjame dormir…

Dormir, Raúl ni lo pensaba. Se trataba, para empezar, de considerar la situación y de sacar las conclusiones desagradables que comportaba. Y esto era algo fácil que se resumía en una frase: Josefina Balsamo tomaba su lugar para recoger los frutos de una victoria que él había preparado.

Pero ¿de qué medios de acción disponía para triunfar en tan poco tiempo? Raúl no dudaba de que Leonardo, acompañado de otro cómplice y de otro coche, los había seguido hasta la casa de Beaumagnan y que se había puesto enseguida de acuerdo con ella. Se trataba de que Leonardo le tendiera una trampa en la calle Caumartin, en un alojamiento especialmente adquirido para esto, mientras que Josefina esperaba.

¿Qué podía hacer él, a su edad, y solo contra tantos enemigos? De un lado, Beaumagnan con todo un mundo de confidentes y corresponsales. Por otro, Josefina Balsamo y toda su ingeniosa banda, tan poderosamente organizada.

Raúl tomó una decisión:

«Que vuelva al buen camino más tarde, como espero —se dijo—, o que me deje llevar definitivamente por el camino de la aventura, lo cual es más probable, juro que también dispondré de los medios de acción indispensables. ¡Desventurados los solitarios! Sólo los que mandan llegan al objetivo. He dominado a Josefina y, sin embargo, es ella quien esta tarde pondrá la mano en el cofre precioso, mientras Raúl gime sobre la paja húmeda».

Estaba en este punto de sus reflexiones, cuando se sintió invadido de una torpeza inexplicable que venía acompañada de un malestar general. Luchó contra el sueño insólito. Pero, rápidamente, su cerebro se llenaba de bruma. Al mismo tiempo sentía náuseas y una impresión de pesadez en el estómago.

Sacudiendo su debilidad, logró caminar, pero duró poco. El sopor aumentaba y, de pronto, se tiró sobre el colchón, arrastrado por un pensamiento espantoso: recordó que en el coche Josefina Balsamo había sacado de su bolsillo una pequeña bombonera de oro que llevaba habitualmente y, cogiendo dos o tres grageas que tragó enseguida, le ofreció una con gesto maquinal.

—¡Ah! —murmuró él cubierto de sudor—, me ha envenenado… las grageas que quedaban contenían veneno…

Fue un pensamiento cuya exactitud no tuvo el tiempo suficiente de verificar. Presa de vértigo, le parecía arremolinarse encima de un gran agujero en el que terminó por caer sollozando.

La idea de la muerte había invadido a Raúl tan profundamente, que no estaba muy seguro de estar vivo cuando reabrió los ojos. Hizo penosamente algunos ejercicios de respiración, se pellizcó, habló en voz alta. ¡Vivía! Los lejanos ruidos de la calle terminaron de convencerlo.

«Decididamente —se dijo— no estoy muerto. Pero ¡qué opinión tengo de la mujer a quien quiero! Por un simple narcótico, la acusó de envenenadora».

No podía decir exactamente cuánto tiempo había dormido. ¿Un día? ¿Dos? ¿Más aún? Sentía la cabeza pesada, su razón vacilaba y un cansancio infinito le agarrotaba los miembros.

Colgado a la pared vio un cesto con comida que seguramente habían bajado por la tronera. El fusil había desaparecido.

Tenía hambre y sed. Comió y bebió. Su cansancio era tal que no se detuvo a pensar en las consecuencias de ingerir aquellos alimentos. ¿Narcótico? ¿Veneno? ¡Qué importaba! Sueño pasajero, sueño eterno, todo le era indiferente. Se acostó de nuevo y otra vez durmió horas, noches y días…

Finalmente, por abrumador que fuera su sueño; Raúl d’Andrésy llegó a tomar conciencia de ciertas sensaciones, de la misma manera que se adivinan al final de un túnel algunos rayos de luz que iluminan las tenebrosas paredes. Sensaciones más bien agradables. Eran sin alguna duda sueños, sueños que lo mecían suavemente acompañados por el ritmo de un ruido igual y continuo. Pudo levantar los párpados y vio entonces el marco rectangular de un cuadro cuya tela pintada se movía y donde pasaban paisajes siempre renovados, brillantes o sombríos, inundados de sol o flotando en un crepúsculo dorado.

Ahora ya no tenía más que estirar la mano para coger los alimentos. Los saboreaba poco a poco y los paladeaba siempre más. Un vino perfumado los acompañaba. Le parecía sentir, mientras lo bebía, que con el vino iban penetrando en él las energías. Sus ojos se llenaban de claridad. El cuadro se transformaba en el marco de una ventana abierta que dejaba ver una sucesión de colinas, de praderas y de campanarios de pueblos.

Se encontraba en otra habitación, muy pequeña, que él reconoció por haber estado ya en ella. ¿En qué época? Tenía allí su ropa, y sus libros.

Había también una escalerilla. ¿Por qué no subirla, ya que tenía fuerza? Le bastaba con quererlo. Quiso y subió. Su cabeza levantó una trampilla y surgió al espacio abierto. Un río a la izquierda y a la derecha. Murmuró:

—El puente de La Nonchalante… El Sena… La costa de los Dos-Amantes…

Avanzó unos pasos.

Josine estaba allí, sentada en un sillón con respaldo.

No hubo transición alguna entre los sentimientos de rencor combativo y de rebelión que sentía hacia ella y el sobresalto de amor y deseo que lo sacudió de pies a cabeza. Además, ¿había albergado alguna vez sentimientos de rencor o rebelión? Todo se confundía en la inmensa necesidad de cogerla entre sus brazos.

¿Enemiga? ¿Ladrona? ¿Criminal, quizá? No, mujer solamente, mujer ante todo. ¡Y qué mujer!

Vestida con sencillez como siempre, llevaba ese velo apenas visible que tamizaba los reflejos de sus cabellos y aumentaba su parecido con la Virgen de Bernardino Luini. Llevaba el cuello desnudo, de una tonalidad ardiente y tibia. Sus manos finas se alargaban una al lado de la otra sobre sus rodillas. Contemplaba la pendiente abrupta de los Dos-Amantes. Y nada podía parecerle más dulce y más puro que ese rostro marcado por una inmóvil sonrisa en una expresión profunda y misteriosa.

Raúl estaba a punto de tocarla, cuando ella lo vio. Se sonrojó un poco y bajó los párpados, dejando filtrar entre las largas pestañas marrones una mirada que no se atrevía a fijar en sus ojos. Nunca adolescente alguna mostró más pudor y temor ingenuo, menos afectación y coquetería.

Quedó emocionado. Ella temía ese primer encuentro. ¿No iba a abalanzarse sobre ella, golpearla y cubrirla de insultos? ¿O quizás huiría con ese desprecio que es peor que todo? Raúl temblaba como un niño. Sólo contaba para él en este minuto lo que desde siempre suele contar para los amantes, el beso, la unión de las manos y de los alientos, la locura de las miradas que se abrazan y los labios que desfallecen de voluptuosidad.

Cayó de rodillas frente a ella.