Capítulo VIII

Dos voluntades

La guerra estaba declarada y lo estaba en el momento en que Raúl había elegido, cuando tenía para sí todas las posibilidades, y Josefina Balsamo, desprevenida, aflojaba bajo un ataque que nunca hubiera imaginado tan violento e implacable.

Por supuesto, una mujer de su temple no podía admitir una derrota. Quiso resistir. No entendía que el tierno y delicioso amante que era Raúl pudiera, así, de golpe, erigirse en dueño e imponerle el temible abrazo de su voluntad. Recurrió a los mimos, a los llantos, a las promesas, a todos los artificios de la mujer. Raúl no mostró ninguna piedad.

—Hablarás. Estoy harto ya de tus misterios. Puede que encuentres placer en ello, pero yo no. Necesito ver las cosas claras.

—¿Pero, qué? —gritó ella, exasperada—. ¿Mi vida?

—Tu vida te pertenece —replicó Raúl—. Esconde tu pasado si tienes miedo de sacarlo a la luz. Sé perfectamente que siempre serás un enigma para mí y para todo el mundo y que nunca tu puro rostro me informará sobre lo que se agita en el fondo de tu alma. Pero quiero conocer ese período de tu vida que toca a la mía. Tenemos un objetivo común. Muéstrame el camino que sigues. Sino, corro el riesgo de dar con el crimen, ¡y no quiero!

Golpeó con el puño.

—¿Entiendes Josine? No quiero matar. Robar sí, entrar en las casas, pase. Pero asesinar, no. Mil veces no.

—Yo tampoco quiero —dijo ella.

—Puede que tú no, pero haces que maten por ti.

—¡Mentira!

—Entonces, habla. Explícate.

Ella se retorcía las manos. Protestaba y gemía:

—No puedo… no puedo…

—¿Por qué? ¿Quién te impide explicarme lo que sabes del asunto, lo que te ha revelado Beaumagnan?

—Preferiría no mezclarte en todo esto —murmuró ella—, para no enfrentarte con ese hombre.

Él lanzó una carcajada.

—¿Tienes acaso miedo por mí? ¡Ah, qué buen pretexto! Tranquilízate, Josine. Yo no temo a Beaumagnan. Hay otro adversario al que temo bastante más que a él.

—¿A quién?

—A ti, Josine.

Repitió duramente:

—A ti, Josine. Y es por eso que quiero ver claro. Cuando te vea bien de frente ya no tendré miedo. ¿Estás decidida?

Ella sacudió la cabeza.

—No —dijo—, no.

Raúl se irritó.

—O sea que desconfías de mí. El asunto te interesa y quieres guardarlo todo para ti. De acuerdo. Salgamos. Afuera, juzgarás mejor la situación.

La tomó en sus brazos y la cargó sobre su hombro, como lo había hecho la primera noche al pie de los acantilados, y se dirigió hacia la puerta.

—¡Para! —gritó ella.

Este golpe de fuerza, realizado como si nada, había terminado por domarla. Sintió que no hacía falta provocarlo aún más.

—¿Qué quieres saber? —preguntó una vez sentada.

—Todo —replicó Raúl—, y, para empezar, la razón de tu presencia aquí y el motivo por el que este miserable ha asesinado a Brigitte Rousselin.

—La diadema de piedras —declaró.

—¡Pero, si no tienen valor! Son piedras vulgares, falsos rubíes, falsos topacios, falsos ópalos…

—Sí, pero hay siete.

—¿Y qué? ¿Por eso debía matarla? Habría sido más sencillo esperar y buscar en las habitaciones a la primera ocasión.

—Es cierto, pero parece también que hay otros sobre la pista.

—¿Otros?

—Sí, esta mañana a primera hora, siguiendo mis instrucciones, Leonardo ha investigado sobre la tal Brigitte Rousselin. Me había fijado anoche en la diadema, y él ha venido a decirme que había gente rondando alrededor de esta casa.

—¿Gente? ¿Quién?

—Emisarios de la Belmonte.

—¿La mujer que se encuentra también mezclada en el asunto?

—Sí, está en todas partes.

—¿Y qué? —insistió Raúl—. ¿Ésta era una razón para matarla?

—Habrá perdido la cabeza. Me equivoqué al decirle que necesitaba esta diadema a cualquier precio.

—¡Ya ves, ya ves —gritó Raúl—, estamos a merced de un bruto que pierde la cabeza y mata bestial, estúpidamente! Vamos, terminemos. Creo, más bien, que la gente que rondaba por aquí esta mañana eran espías de Beaumagnan, déjame tomar la dirección. Si quieres triunfar, será gracias a mí, sólo a mí.

Josine cedía. Raúl afirmaba su superioridad con tal convicción que ella tuvo, por así decirlo, una impresión física. Ella lo vio más alto de lo que era, más fuerte, mejor dotado que todos los hombres que había conocido, con una inteligencia más sutil, una mirada más aguda, con mayores y más diversos recursos. Se inclinó frente a esta voluntad implacable y frente a esta energía que ninguna consideración podría disminuir.

—Sea —dijo ella—, hablaré. Pero ¿por qué hablar aquí?

—Aquí y no en otra parte —contestó Raúl sabiendo que, si la Cagliostro se recuperaba, él no obtendría nada.

—Bueno —aceptó ella aún abrumada—, está bien, cedo, ya que nuestro amor está en juego, y que a ti parece importarte poco.

Raúl sintió un profundo sentimiento de orgullo. Por primera vez tomó conciencia del ascendiente que ejercía sobre los demás y de la fuerza extraordinaria con la que imponía sus decisiones.

La verdad es que la Cagliostro no estaba en posesión de todos sus recursos. El supuesto asesinato de Brigitte Rousselin había de alguna manera minado su poder de resistencia y el espectáculo de Leonardo encadenado aumentaba su agitada angustia. Pero, él había cogido rápidamente la ocasión que se le presentaba y aprovechado todas las ventajas para establecer, mediante la amenaza, el miedo, la fuerza y la astucia, su victoria definitiva.

Ahora, él era el amo. Había obligado a Josefina Balsamo a rendirse y había controlado al mismo tiempo su propio amor. Besos, caricias, maniobras de seducción, hechizos de la pasión, sortilegio del deseo, ya nada temía, puesto que había llegado hasta el mismo límite de la ruptura.

Sacó el tapiz que recubría el velador y lo echó sobre Leonardo. Después volvió y tomó lugar cerca de Josine.

—Escucho.

Ella le echó una ojeada que revelaba el rencor y la cólera impotente, y murmuró:

—Te has equivocado. Te aprovechas de un desfallecimiento pasajero para exigir de mí un relato que te hubiera hecho un día u otro de buena voluntad. Es una humillación inútil, Raúl.

Él repitió duramente:

—Escucho.

Entonces se decidió:

—Tú lo has querido. Terminemos, y lo más rápido posible. Te ahorraré todos los detalles para ir directamente al objetivo. No será largo ni complicado. Un simple informe. Hace veinticuatro años, durante los meses que precedieron a la guerra de 1870 entre Francia y Prusia, el cardenal de Bonnechose, arzobispo de Ruan y senador, en visita de confirmación a Caux, fue sorprendido por una tormenta espantosa y tuvo que refugiarse en el castillo de Gueures en el que vivía por aquel entonces su último propietario, el caballero Des Aubes. Cenó allí. A la noche, cuando se retiraba al dormitorio que le habían preparado, el caballero Des Aubes, un viejo de casi noventa años, achacoso pero aún muy lúcido, solicitó de él una audiencia particular que fue inmediatamente concedida y que duró largo tiempo. Éstas son las extrañas revelaciones que oyó entonces el cardenal de Bonnechose, resumidas por él mismo más tarde y a las que no cambiaré una sola palabra.

»Éstas son. Las sé de memoria:

»“Monseñor”, explicó el anciano, “no le sorprenderé si le digo que mis primeros años pasaron en medio de la gran tormenta revolucionaria. En la época del Terror yo tenía doce años. Era huérfano y acompañaba todos los días a mi tía Des Aubes a la prisión vecina, donde ella distribuía comida y cuidaba a los enfermos. Habían encerrado toda suerte de pobres gentes a las que se juzgaba y condenaba a la buena de Dios, y así tuve ocasión de conocer a un hombre de quien nadie conocía el nombre y del que nadie sabía por qué ni bajo qué denuncia había sido detenido. Las amabilidades con que lo traté y mi piedad le inspiraron confianza. Conquisté su afecto y la noche en que fue a su vez juzgado y condenado me dijo: ‘Muchacho, mañana al amanecer, los gendarmes me conducirán al patíbulo y moriré sin que se sepa quién soy. Así lo he querido. Incluso a ti, no te lo diría. Pero los hechos exigen que te haga ciertas confidencias y que te pida que las escuches como un hombre y, más tarde, que te acuerdes de ellas con la lealtad y la sangre fría de un hombre. La misión que te encomiendo es de una considerable importancia. Estoy convencido, muchacho, de que sabrás ponerte a la altura de tal deber y guardar, pase lo que pase, un secreto del que dependen los más graves intereses’”.

»“Me informó seguidamente”, continuaba el caballero Des Aubes, “de que él era sacerdote y, como tal, depositario de riquezas incalculables transformadas en piedras preciosas tanto más puras y costosas cuanto que su tamaño era reducido. A medida que fueron adquiridas, habían sido escondidas en el fondo de un lugar absolutamente insospechado. En un rincón de Caux, en un espacio libre donde todo el mundo podía pasearse, había una de esas enormes piedras que servían, y sirven todavía, para marcar el límite de ciertas propiedades, campos, vergeles, praderas, bosques, etcétera. Esta piedra, hundida casi enteramente en el suelo y rodeada de malezas, estaba agujereada en su extremidad superior por dos o tres aberturas naturales tapadas por tierra donde crecían pequeñas plantas y flores salvajes. Allí, en una de esas aberturas de la que se sacaba cada vez la tierra para reponerla luego cuidadosamente, allí, en aquella hucha al aire libre, se deslizaban las magníficas piedras preciosas. Las cavidades se llenaron y, como no había otro escondite, se encerraban desde hacía algunos años las piedras recientemente adquiridas en un cofre de madera tropical que el mismo sacerdote había enterrado al pie de la piedra algunos días antes de su arresto. Me indicó exactamente el lugar y me comunicó una fórmula compuesta de una sola palabra, en caso de olvido, que indicaría el sitio con toda exactitud. Le prometí entonces que en cuanto llegaran tiempos tranquilos, que, según él y con toda razón, tardarían unos veinte años en llegar, iría a asegurarme de que todo estaba en su lugar y que, a partir de esta fecha, asistiría todos los años a la gran misa celebrada el domingo de Pascua en la iglesia del pueblo de Gueures. Un domingo de Pascua, en efecto, vería al lado de la pila de agua bendita a un hombre vestido de negro. En el momento en que le diera mi nombre, él me llevaría no lejos de un candelabro de siete brazos de cobre que se encendía sólo los días de fiesta. Debería responder enseguida a su gesto confiándole la fórmula reveladora y el lugar. Éstos serían entre nosotros los signos de reconocimiento. Después, yo le llevaría hasta la piedra. Le prometí sobre mi propia vida que me atendría ciegamente a las instrucciones dadas. Al día siguiente, el digno sacerdote subió al patíbulo. Monseñor, aunque muy joven, mantuve religiosamente mi promesa de discreción. Cuando murió mi tía Des Aubes, me alisté en el ejército y participé en todas las guerras del Directorio y del Imperio. A la caída de Napoleón, a los treinta y tres años, depuesto de mi grado de coronel, fui primero al escondite, donde vi fácilmente la piedra de granito. Después, el domingo de Pascua de 1816, fui a la iglesia de Gueures, donde vi, sobre el altar, el candelabro de cobre. Ese domingo, el hombre vestido de negro no estaba junto a la pila de agua bendita. Volví el domingo de Pascua siguiente y desde entonces cada domingo, ya que, entretanto, había comprado el castillo de Gueures que estaba en venta. Así, cual soldado escrupuloso, montaba guardia al lado del puesto que se me había asignado. Y esperaba. Monseñor, hace cincuenta y cinco años que espero. Nadie ha venido, ni he oído hablar de nada que tenga relación con esta historia. La piedra está intacta. El candelabro es encendido en los días de fiesta prescritos por el sacristán de Gueures. Pero el hombre vestido de negro no ha acudido jamás a la cita. ¿Qué debía hacer? ¿A quién dirigirme? ¿Intentar una gestión con la autoridad eclesiástica? ¿Pedir una audiencia con el rey de Francia? No, mi misión estaba estrictamente definida. Yo no tenía derecho a interpretarla a mi manera. Me callé. ¡Pero cuántos problemas de conciencia! ¡Cuántos escrúpulos difíciles de controlar! ¡Qué angustia ante la idea de que podía morir y llevarme a la tumba un secreto tan importante! Monseñor, esta noche, todas mis dudas y todos mis escrúpulos se han disipado. Vuestra llegada fortuita al castillo me parece una manifestación innegable de la voluntad divina. Usted es a la vez el poder religioso y el poder temporal. Como arzobispo, usted representa la Iglesia; como senador, representa a Francia. No corro el riesgo de equivocarme haciéndole estas revelaciones, que interesan a una y otra parte. Además, ¡es usted quien debe elegir, monseñor! Actúe, negocie. Y, cuando haya recibido de sus manos la orden de enviar a quienquiera que sea el sagrado depósito, le daré todas las indicaciones necesarias”».

»El cardenal de Bonnechose había escuchado sin interrumpir. No pudo evitar comunicarle al caballero Des Aubes que aquella historia lo dejaba un poco perplejo. Entonces, el caballero salió y, poco después, volvió con un cofrecillo de madera tropical.

»“Éste es el cofre del que me habló aquel hombre y que encontré allí abajo. Me pareció más sabio guardarlo en mi casa. Lléveselo, monseñor, y haga evaluar algunas de las piedras preciosas que contiene. Usted creerá entonces que mi historia es verídica y que el digno sacerdote no se equivocó al hacer alusión a riquezas inalcanzables, ya que la piedra contiene, según su afirmación, diez mil piedras tan bellas como éstas”.

»La insistencia del caballero y las pruebas que le entregaba decidieron al cardenal, que se comprometió desde entonces a proseguir con el asunto y mandar buscar al viejo en cuanto encontrara una solución.

»La conversación terminó con esta promesa, que el arzobispo tenía el firme propósito de mantener, pero que los acontecimientos obligarían a retrasar. Estos acontecimientos, tú los conoces. Fueron, primero, la declaración de guerra entre Francia y Prusia y los desastres que siguieron. Las pesadas tareas de su puesto lo absorbieron. El imperio se desplomó. Francia fue invadida. Y los meses pasaron.

»Cuando Ruan fue amenazada, el cardenal, deseoso de enviar a Inglaterra ciertos documentos de gran importancia, tuvo la idea de adjuntar también al envío el cofrecillo del caballero. El 4 de diciembre, en la víspera del día en que los alemanes entraran en la ciudad, un sirviente de confianza, un tal Jaubert, conducía un carruaje que corría por la carretera de Le Havre, donde debía embarcar.

»Dos días más tarde, el cardenal se enteró de que el cadáver de Jaubert había sido encontrado en un barranco del bosque de Rouvray, a diez kilómetros de Ruan, Devolvían al cardenal la maleta con los documentos. En cuanto al coche y al caballo, habían desaparecido, así como el cofre de madera tropical. Las informaciones recibidas establecían que el infortunado sirviente había debido de caer en una emboscada de la caballería alemana que se había aventurado más allá de Ruan para atacar los coches de los ricos burgueses que huían hacia Le Havre.

»La mala suerte continuó. A principios de enero, el cardenal recibió un emisario del caballero Des Aubes. El viejo no había podido sobrevivir a la derrota de su país. Antes de morir, había garabateado estas dos frases, casi ilegibles: “La palabra de la fórmula que designa el sitio está grabada en el fondo del cofre… He escondido el candelabro de cobre en mi jardín”.

»Así, nada quedaba de la aventura. El cofre había sido robado. Ninguna prueba permitía afirmar que el relato del caballero Des Aubes tuviera el más mínimo asomo de verdad. Nadie había visto las piedras. ¿Existían realmente? Más aún, ¿no existirían más que en la imaginación del caballero? ¿Y el cofre? ¿No serviría sólo de joyero para unas cuantas alhajas de teatro y piedras de colores?

»La duda invadía poco a poco el espíritu del cardenal, una duda lo bastante tenaz como para que decidiera, a fin de cuentas, guardar silencio. El relato del caballero Des Aubes debía ser considerado como una divagación de anciano. Hubiera sido peligroso divulgar tales pamplinas. Así que se calló. Pero…

—¿Pero? —repitió Raúl, al que tales pamplinas parecían interesar prodigiosamente…

—Pero —continuó Josefina Balsamo—, antes de tomar una resolución definitiva, había escrito estas páginas, este informe relativo a su conversación en el castillo de Gueures y a los incidentes que siguieron, informe que olvidó quemar o que extravió y que, algunos años después de su muerte, fue encontrado en uno de sus libros de teología cuando se vendió su biblioteca en subasta.

—¿Encontrado por quién?

—Por Beaumagnan.

Josefina Balsamo había contado toda la historia, la cabeza baja, con una voz un poco monótona como una lección que se recita. Levantando los ojos, se sorprendió de la expresión de Raúl.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—Esto me apasiona. Piensa, Josine, piensa que, poco a poco, por las confidencias de tres viejos que se transmitieron el candelabro, nosotros nos remontamos a más de un siglo y desde allí nos vinculamos a una leyenda, ¿qué digo?, a un secreto formidable que data de la Edad Media. La cadena no se ha roto. Todos los eslabones están en su lugar. Y, como último anillo de esta cadena, ¡fíjate!, aparece Beaumagnan. ¿Qué ha hecho Beaumagnan? ¿Hay que declararlo digno de su papel o desposeerlo? ¿Qué debo hacer? ¿Asociarme a él o arrancarle la antorcha?

La exaltación de Raúl convenció a la Cagliostro de que no le permitiría interrumpirlo. Ella dudaba, sin embargo, ya que en las palabras más importantes, en todo caso las más graves, ya que se trataba de su papel en el asunto, no habían sido pronunciadas. Pero, él le dijo:

—Continúa, Josine. Recorremos un camino magnífico. Caminemos juntos y alcanzaremos juntos la recompensa que está al alcance de nuestras manos.

Ella continuó:

—El personaje de Beaumagnan se explica en una palabra: es un ambicioso. Desde el principio ha puesto su vocación religiosa, que es real, al servicio de su ambición, que es desmesurada, y una y otra lo han conducido a introducirse en la Compañía de Jesús, donde ocupa un puesto importante. El descubrimiento del informe lo embriagó. Vastos horizontes se abrían ante él. Llegó a convencer a algunos de sus superiores, los lanzó a la conquista de riquezas y obtuvo que movieran en favor de su empresa todas las influencias de que disponen los jesuitas.

»Enseguida agrupó alrededor suyo una docena de hidalgos, más o menos honorables y más o menos endeudados, a los que no reveló más que una parte del asunto, y organizó una verdadera asociación de conspiradores dispuestos a todo. Cada uno tuvo su campo de acción y de investigación. Beaumagnan los ataba con dinero, con el que es muy pródigo.

»En dos años de investigación minuciosa, llegaron a resultados que no son desdeñables. Para comenzar, se supo que el sacerdote decapitado se llamaba hermano Nicolás, tesorero de la abadía de Fécamp. Segundo, a fuerza de buscar en los archivos secretos y en los viejos cartularios, se descubrieron curiosos carteos entre todos los monasterios de Francia. Parece ser que, desde hacía muchos años, circulaban ciertas sumas de dinero enviadas como diezmos a benévolos desde todas las instituciones religiosas de Francia a los monasterios de Caux. Esto parecía constituir un tesoro común, una reserva inagotable a la vista de posibles asaltos o de cruzadas que emprender. Un consejo de tesorería, compuesto de siete miembros, administraba estas riquezas; pero sólo uno de ellos conocía el lugar.

»La Revolución había destruido todos estos monasterios. Pero las riquezas existían. El hermano Nicolás había sido el último guardián.

Un gran silencio siguió a las palabras de Josefina Balsamo. La curiosidad de Raúl no había quedado defraudada, y sentía una viva emoción.

Murmuró con un entusiasmo contenido:

—¡Qué bonito es todo esto! ¡Qué magnífica aventura! Siempre tuve la certeza de que el pasado había legado al presente esos tesoros fabulosos, cuya búsqueda siempre plantea un problema insoluble. ¿Cómo podría ser de otra manera? Nuestros antepasados no disponían de cajas fuertes como nosotros, ni sótanos en el Banco de Francia. Estaban obligados a elegir escondites naturales, donde amontonaban el oro y las joyas, y se transmitían el secreto por alguna fórmula mnemotécnica que era como la combinación de una caja fuerte. Sobrevenía un cataclismo y el secreto se perdía y, con él, el tesoro acumulado tan penosamente. —Su efervescencia aumentaba y dijo alegremente—: Éste no lo será, Josefina Balsamo, y es uno de los más fantásticos. Si el hermano Nicolás ha dicho la verdad, y todo lo prueba, si las diez mil piedras preciosas han sido deslizadas en esta extraña piedra, podríamos hoy evaluar esos bienes inalienables legados por la Edad Media en algo así como mil millones de francos.[4] ¡Todo ese esfuerzo de millones y millones de monjes, esta gigantesca oferta de todo el pueblo cristiano, y de las grandes épocas de fanatismo, todo eso está en la piedra de granito en medio de un vergel normando! ¿No es admirable?

»¿Y tu papel en la aventura, Josefina Balsamo? ¿Qué has aportado tú? ¿Tienes de Cagliostro alguna indicación especial?

—Unas cuantas palabras solamente —respondió ella—. En la lista que poseo de los Cuatro enigmas, revelados por él, escribió frente al de «La fortuna de los reyes de Francia»[5] esta nota: «Entre Ruan, Le Havre y Dieppe (Confesión de María Antonieta)».

—Sí, sí —continuó Raúl sordamente—. Caux… el estuario del viejo río al borde del cual han prosperado los reyes de Francia y los monjes… Allí han escondido las economías de diez siglos de religión… Los dos cofres están allí, no lejos el uno del otro, naturalmente, y allí los encontraré. —Después, mirando a Josine—: Entonces ¿tú también buscabas?

—Sí, pero sin datos precisos…

—Y otra mujer buscaba como tú —dijo penetrando con su mirada hasta el fondo de sus ojos—, la que mató a los dos amigos de Beaumagnan.

—Sí —dijo ella—, la marquesa de Belmonte, que es, supongo, una descendiente de Cagliostro.

—¿Y tú, no has descubierto nada?

—Nada, hasta el día en que encontré a Beaumagnan.

—Quien quería vengar la muerte de sus amigos.

—Sí —convino ella.

—Y Beaumagnan, poco a poco, ¿te confió lo que él sabía?

—Sí.

—¿Por su cuenta?

—Por su cuenta.

—O sea, que tú adivinaste que él perseguía el mismo objetivo que tú y te has aprovechado del amor que le inspirabas para llevarlo a esas confidencias.

—Sí —confesó ella, francamente.

—Eso es jugar fuerte.

—Era jugar mi vida. Cuando decidió matarme quiso, es cierto, liberarse del amor que sufría, ya que yo no le correspondía, pero también, y sobretodo, tuvo miedo de las revelaciones que me había hecho. De pronto yo me había transformado en una enemiga que podía llegar al fin antes que él.

»Desde el día en que se dio cuenta de eso, estaba condenada».

—Sin embargo, sus descubrimientos se reducían a algunos datos históricos bastante vagos.

—A eso solamente.

—Y el brazo del candelabro que saqué del pilar fue el primer indicio de la verdad.

—El primero.

—Al menos, lo supongo. Ya que desde vuestra ruptura, nada prueba que él no haya dado unos pasos más hacia el objetivo.

—¿Unos pasos más?

—Sí, un paso al menos. Ayer por la noche, Beaumagnan fue al teatro. ¿Por qué iba a ir sino porque Brigitte Rousselin llevaba colocada en su frente una diadema compuesta de siete piedras? Ha debido de darse cuenta de lo que esto significaba, y sin duda fue él quien hizo vigilar la casa de Brigitte.

—Admitiendo que así sea, nosotros no podemos saberlo.

—Podemos saberlo, Josine.

—¿Cómo? ¿Por quién?

—Por Brigitte Rousselin.

Ella se estremeció.

—Brigitte Rousselin…

—Claro —dijo él, tranquilamente—, basta con interrogarla.

—¿Interrogar a esa mujer?

—Hablo de ella y de ninguna otra.

—Pero entonces… pero entonces… ¿vive?

—¡Cómo no! —exclamó él.

Se levantó otra vez y dio dos o tres vueltas sobre sus talones, que hizo seguir de un esbozo de danza que parecía un cancán o una giga.

—Te suplico, condesa de Cagliostro, que no me eches esas miradas furiosas. Si no hubiera provocado en ti un trastorno nervioso lo bastante fuerte como para anular tu resistencia, no habrías dicho ni una palabra de la aventura; ¿dónde estaríamos? Un día u otro Beaumagnan se llevaría los millones y Josefina se mordería los puños. Vamos, una linda sonrisa en lugar de esa mirada cargada de odio.

Ella murmuró:

—¡Has tenido la cara dura…! ¡Te has atrevido a…! Y todas esas amenazas, todo ese chantaje para obligarme a hablar, ¿eran pura comedia? ¡Ah, Raúl, no te lo perdonaré jamás!

—Sí, sí —dijo él en tono de broma—, claro que me perdonarás. ¡Simple herida de amor propio, que no tiene nada que ver con nuestro amor, querida! Entre personas que se aman como nosotros, eso no existe. Un día araña uno, al día siguiente otro… hasta el momento en que el acuerdo es perfecto en todos los puntos.

—A menos que se rompa antes —arguyó ella entre dientes.

—¿Romper? ¿Porque te he sonsacado algunas confidencias? ¿Romper…?

Pero Josefina mantenía un aspecto tan desconcertado que, de pronto, Raúl, en un ataque de risa loca, interrumpió sus explicaciones. Saltaba sobre un pie y sobre el otro, brincando, y gemía:

—¡Dios mío, qué gracioso! ¡La señora está disgustada…! Y ahora, ¿qué? ¿Ya se pueden hacer pequeñas trampas…? ¡Por nada, y ya te enfadas…! ¡Ah, mi buena Josefina, me das risa!

Ella ya no lo escuchaba. Sin ocuparse de él, quitó la toalla que encapuchaba a Leonardo y cortó las ligaduras.

Leonardo saltó hacia Raúl con la rapidez de una bestia desencadenada.

—¡No lo toques! —ordenó ella.

Se detuvo de golpe, los puños tendidos hacia la cara de Raúl, que murmuraba con lágrimas en los ojos, lleno de ironía:

—Bueno, bueno, aquí está el esbirro… un diablo que sale de su cajita…

Fuera de sí, el hombre temblaba:

—Nos encontraremos, amigo… Nos encontraremos… amigo… aunque sea dentro de cien años…

—¿Tú también cuentas por siglos —se burló Raúl— como tu ama…?

—Vete —exigió la Cagliostro, empujando a Leonardo hasta la puerta—. Vete… Llévate el coche…

Cambiaron algunas palabras rápidas en una lengua que Raúl no comprendió. Después, cuando ella quedó sola con el joven, se acercó y le dijo con voz áspera:

—¿Y ahora?

—¿Ahora?

—Sí, ¿cuáles son tus intenciones?

—Son bien puras, Josefina, intenciones angélicas.

—Basta de bromas. ¿Qué quieres hacer? ¿Cómo vas a actuar?

De pronto serio, él respondió:

—Actuaré de forma distinta que tú, Josine, que eres siempre desconfiada. Yo seré lo que tú no has sido: un amigo leal que enrojecería de vergüenza si te perjudicara.

—¿Es decir?

—Es decir, que voy a preguntarle a Brigitte Rousselin algunas cosas indispensables y voy a hacerlo de manera que tú lo oigas. ¿Te conviene?

—Sí —dijo ella, aún irritada.

—En ese caso, quédate aquí. No será muy largo. El tiempo apremia.

—¿El tiempo apremia?

—Sí, ya lo comprenderás, Josine. No te muevas.

Raúl abrió las dos puertas de comunicación y las dejó entreabiertas a fin de que ella pudiera oír hasta la menor palabra, y se dirigió hacia la cama donde Brigitte Rousselin reposaba vigilada por Valentina.

La joven actriz le sonrió. A pesar de todo su espanto, y aunque no había comprendido nada de lo que había sucedido, sintió, al ver a su salvador, una sensación de seguridad y de confianza que la tranquilizó.

—No la cansaré —dijo él—. Un minuto o dos solamente. ¿Está usted en condiciones de responder?

—¡Oh, claro!

—Bueno, el caso es el siguiente: ha sido víctima de una especie de loco que la policía vigilaba y que va a internar. Así que no hay el menor peligro. Pero quisiera aclarar un punto.

—Pregunte.

—¿Qué es esa diadema de piedra? ¿De dónde la ha sacado?

Él sintió que ella dudaba. Sin embargo, confesó:

—Son piedras… que encontré en un viejo cofre.

—¿Un viejo cofre de madera?

—Sí, todo roto, ni siquiera estaba cerrado. Estaba escondido debajo de un montón de paja en el granero de una casita donde vive mi madre en el campo.

—¿Dónde?

—En Lillebonne, entre Ruan y Le Havre.

—Ya sé. ¿Y el cofre provenía…?

—Lo ignoro. No se lo pregunté a mamá.

—¿Usted encontró las piedras tal como están hoy en día?

—No, estaban montadas en anillos sobre grandes argollas de plata.

—¿Y las argollas?

—Las tenía hasta ayer en mi caja de maquillaje, en el teatro.

—¿Ya no las tiene?

—No, las dejé a un señor que vino a felicitarme a mi camerino y que las vio por casualidad.

—¿Estaba solo?

—Con dos señores más. Es un coleccionista. He prometido entregarle hoy a las tres las siete piedras para que él reconstruyera los anillos. Debe comprármelas a buen precio.

—¿Llevan esas argollas inscripciones en el interior?

—Sí, palabras en caracteres antiguos, a los que no presté mucha atención.

Raúl reflexionó y concluyó un poco gravemente:

—Le aconsejo que guarde el secreto más absoluto sobre todo eso. Si no, el asunto podría tener graves consecuencias; no tanto para usted como para su madre. Es bastante sorprendente que oculte en su casa anillos, sin valor, evidentemente, de un gran interés histórico.

Brigitte Rousselin se asustó:

—Estoy dispuesta a devolverlas.

—Es inútil. Conserve esas piedras. Exigiré en su nombre la restitución de las argollas. ¿Dónde vive ese señor?

—En la calle de Vaugirard.

—¿Su nombre?

—Beaumagnan.

—Bien, un último consejo, señorita: Deje esta casa. Es demasiado solitaria. Y durante un tiempo, digamos un mes, vaya a vivir a un hotel con su doncella. No reciba a nadie. ¿Convenido?

—Sí, señor.

Afuera, Josefina Balsamo se agarró al brazo de Raúl d’Andrésy. Parecía muy agitada. Parecía haber olvidado cualquier idea de venganza y rencor. Finalmente dijo con ansiedad:

—He comprendido, ¿no? ¿Vas a ir a su casa?

—A casa de Beaumagnan, sí.

—Es una locura.

—¿Por qué?

—¡A casa de Beaumagnan! ¡Y a una hora en que sabes que él está allí con los otros dos!

—Dos más uno, igual a tres.

—No vayas, por favor.

—¿Por? ¿Crees que me comerán?

—Beaumagnan es capaz de todo.

—¿Es también un antropófago?

—¡No te rías, Raúl!

—No llores, Josine.

Sintió que era sincera y que por un arranque de ternura femenina olvidaba su desacuerdo y temblaba por él.

—No vayas, Raúl —insistió—. Yo sé dónde vive. Los tres se lanzarán sobre ti y nadie podrá socorrerte.

—Tanto mejor —dijo él—, ya que nadie podrá tampoco socorrerlos a ellos.

—Raúl, Raúl, estás bromeando, y sin embargo…

Él la tomó entre sus brazos.

—Escucha, Josine, llego el último a un asunto colosal y me encuentro en presencia de dos organizaciones poderosas, la tuya y la de Beaumagnan, y las dos, naturalmente, se niegan a acogerme, a mí, el tercer ladrón…; de tal forma que, si no empleo grandes medios, corro el riesgo de permanecer, como Juan Lanas, sin alforjas. Déjame entonces arreglármelas con nuestro enemigo Beaumagnan de la misma manera que me las arreglé con mi amiga Josefina Balsamo. No me las arreglo tan mal, ¿no es cierto?, y tú no puedes negar que aún tengo algunos recursos…

Era herida nuevamente. Ella desprendió su brazo y caminaron uno al lado del otro, en silencio.

En el fondo, Raúl se preguntaba si su adversario más implacable no era precisamente esta mujer de dulce rostro que él amaba tan ardientemente y por la que era tan ardientemente amado.