Las delicias de Capoue
La Nonchalante era una barcaza parecida a las demás, bastante vieja, con la pintura deslucida, pero bien lustrada y mantenida por una pareja de marineros que se llamaban señor y señora Delâtre. Desde el exterior no se veía gran cosa de lo que podría transportar La Nonchalante, algunas cajas, viejas cajas, barriles, eso era todo. Pero si uno se deslizaba bajo el puente con la ayuda de una escala, era fácil comprobar que no transportaba nada.
El interior estaba distribuido en tres pequeñas cabinas confortables y resplandecientes, separadas por un salón. Allí vivieron durante un mes Raúl y Josefina Balsamo. Los esposos Delâtre, personajes mudos y huraños con los que muchas veces Raúl trató en vano de establecer una conversación, se ocupaban de la limpieza y de la cocina. Cada tanto, un pequeño remolcador venía a buscar a La Nonchalante y le hacia remontar un meandro del Sena.
Toda la historia del hermoso río desfiló así ante ellos a través de los paisajes encantadores por los que paseaban como enamorados, cogidos de la mano… el bosque de Brotonne, las ruinas de Jumièges, la abadía de Saint-Georges, las colinas de la Bouille, Ruan, Pont-de-l’Arche…
¡Semanas de intensa felicidad! Raúl derrochó tesoros de alegría y entusiasmo. Los espectáculos maravillosos, las bellas iglesias góticas, las puestas de sol y los claros de luna, todo era un pretexto para ardientes declaraciones.
Josine, más silenciosa, sonreía como en un sueño feliz. Cada día la acercaba más a su amante. Si al principio había obedecido a un capricho, se sometió ahora a la ley de un amor que la estremecía enseñándole el sufrimiento de amar demasiado.
Del pasado, de su vida secreta, jamás una palabra. Una vez, sin embargo, cambiaron algunas opiniones sobre ese asunto. Como Raúl se burlaba de lo que llamaba el milagro de su eterna juventud, ella respondió:
—Un milagro es lo que no se comprende. Por ejemplo, nosotros recorrimos veinte leguas en un día… y tú dices que es un milagro. Pero con un poco de atención, te hubieras dado cuenta de que la distancia fue cubierta, no por dos, sino por cuatro caballos. Leonardo había desenganchado y cambiado los animales en Doudeville, en el patio de la granja, donde estaba previsto un descanso.
¡Buena idea!
—Otro ejemplo: nadie en el mundo sabe que tú te llamas Lupin. Sin embargo, te diré que la misma noche en que me salvaste de la muerte te conocía ya bajo tu verdadero nombre… ¿Milagro? De ninguna manera. Tú sabes bien que todo lo relacionado con el conde de Cagliostro me interesa, y que hace catorce años, cuando oí hablar de la desaparición del collar de la reina, en casa de la duquesa de Dreux-Soubise, hice una investigación minuciosa que me permitió, primero, remontar hasta el joven Raúl d’Andrésy, enseguida hasta el joven Lupin, hijo de Théophraste Lupin. Más tarde, encontré huellas tuyas en varios casos. Sabía a qué atenerme.
Raúl reflexionó unos segundos. Después, dijo muy seriamente:
—En esta época, mi Josine, o bien tenías unos diez años y es prodigioso que una niña de esa edad pueda triunfar en una investigación en la que todo el mundo fracasó, o bien tenías la misma edad que hoy, lo que es aún más prodigioso.
Ella frunció el ceño. La broma parecía no haberle hecho ninguna gracia.
—No hablemos nunca de esto, ¿quieres, Raúl?
—¡Una lástima! —replicó Raúl, un poco molesto de haber sido descubierto como Arsenio Lupin, y deseoso de una revancha—. Nada en el mundo me apasiona más que el problema de tu edad y de tus diversas hazañas de hace un siglo. Tengo sobre todo ideas personales que no carecen de interés.
Ella lo observó con curiosidad, a pesar de todo. Raúl aprovechó su duda y continuó en tono ligeramente irónico:
—Mi argumento se apoya sobre dos axiomas: primero, como tú has dicho, no hay milagros; segundo, tú eres hija de tu madre.
Ella sonrió:
—Esto empieza bien.
—Tú eres hija de tu madre —continuó Raúl—, lo que en principio significa que hubo una condesa de Cagliostro. A los veinticinco o treinta años, ésta deslumbró con su belleza al París de finales del Segundo Imperio e intrigó la corte de Napoleón III. Con ayuda de su presunto hermano, que siempre la acompañaba (hermano, amigo o amante, ¡qué importa!), había maquinado toda la historia de su filiación Cagliostro, y preparado los documentos falsos de los que la policía se sirvió para informar a Napoleón III sobre la hija de Josefina de Beauharnais y de Cagliostro. Expulsada, partió a Italia, luego a Alemania y finalmente desapareció… para resucitar veinticuatro años más tarde, bajo los rasgos idénticos de su adorable hija, segunda condesa de Cagliostro, aquí presente. ¿Estamos de acuerdo?
Josefina, impasible, no respondió nada. Él continuó imperturbable:
—Entre la madre y la hija, un parecido perfecto… tan perfecto que la aventura recomienza casi naturalmente. ¿Por qué dos condesas? No habrá más que una sola, la única, la verdadera, aquélla que ha heredado los secretos de su padre: José Balsamo, conde de Cagliostro. Y cuando Beaumagnan hizo su investigación, llegó inevitablemente a reencontrar los documentos que ya habían alucinado a la policía de Napoleón, así como la serie de retratos y miniaturas que confirman la unidad de la misma mujer y que hacen remontar su origen hasta la virgen de Bernardino Luini a la que el azar ha asimilado, tan extrañamente:
»Además, hay un testigo: el príncipe D’Arcole. El príncipe D’Arcole había visto antes a la condesa de Cagliostro. La condujo a Módano. La volvió a ver en Versalles. Y, cuando la reencontró, se le escapó un grito: “¡Es ella! ¡Y tiene la misma edad!”.
»Para colmo, tú le abrumaste con un montón de pruebas: le repetiste las palabras cruzadas en Módano entre tu madre y él, palabras que tú conoces porque has leído el diario minucioso que tu madre llevaba de sus menores actos. ¡Uf! Aquí llegamos al fondo de tu aventura. Es muy simple. Una madre y una hija que se parecen y cuya belleza evoca la de una imagen de Luini. Eso es todo. Hay también una marquesa de Belmonte. Pero supongo que el parecido de esta dama contigo es bastante vago y que hicieron falta la buena voluntad y la mente enferma del señor Beaumagnan para confundirlas. En resumen, nada dramático, una intriga divertida y bien llevada. He dicho».
Raúl se calló. Le parecía que Josefina Balsamo palidecía y que su rostro se contraía. Debía de estar a su vez ofendida y a él le daba risa.
—He acertado, ¿no? —dijo.
Ella eludió la pregunta:
—Mi pasado me pertenece —contestó—, y mi edad no le importa a nadie. Tú puedes creer lo que te parezca.
Él se abalanzó sobre ella y la besó.
—Yo creo que tienes ciento cuatro años, Josefina Balsamo, y nada es más delicioso que besar a una centenaria. ¡Cuando pienso que tú has conocido quizás a Robespierre o a Luis XVI!
El incidente no volvió a repetirse. Raúl d’Andrésy sentía tan netamente la irritación de Josefina Balsamo a la menor tentativa indiscreta que ya no se atrevió a preguntarle nada más. Por otra parte, ¿no había descubierto acaso toda la verdad?
Sí, la conocía y ninguna duda quedó en su espíritu. Sin embargo, la joven conservó todo el misterioso prestigio al que se sometía a pesar suyo y que le producía cierto rencor.
Al final de la tercera semana, Leonardo hizo su aparición. Una mañana, Raúl avistó la berlina con los dos caballos flacos de la condesa cuando se alejaba.
Volvió por la tarde. Leonardo transportó a La Nonchalante unos fardos atados en trapos que dejó caer por una trampilla que Raúl no había advertido.
Por la noche, Raúl pudo abrir la trampilla y registró los bultos. Contenían admirables encajes y preciosas casullas.
Al día siguiente, nueva expedición. Resultado: una magnífica tapicería del siglo XVI.
Por entonces, Raúl se aburría enormemente. Fue así como un día, al verse solo en Nantes, alquiló una bicicleta y se paseó por los campos. Después de almorzar vio, al salir de un pequeño pueblo, una enorme casa cuyo jardín estaba lleno de gente. Se acercó. Vendían en subasta muebles de valor y piezas de plata.
Ocioso, dio la vuelta a la casa. Uno de los muros daba a una parte desierta del jardín, encima de un bosquecillo. Sin saber demasiado a qué impulso obedecía, Raúl, viendo una escalerilla, la enderezó, subió y saltó adentro por una ventana abierta.
Oyó un ligero grito en el interior. Raúl sorprendió a Josefina Balsamo, que se repuso inmediatamente y dijo en tono muy natural:
—Pero ¿eres tú, Raúl? Estoy admirando una colección de libros viejos… ¡Una maravilla! ¡Y tan raros!
Eso fue todo. Raúl examinó los libros y embolsó tres elzevires, mientras que la condesa, sin saberlo Raúl, metía mano en las medallas de una vitrina.
Bajaron la escalera. En el tumulto de la multitud nadie advirtió su presencia.
A unos trescientos metros, esperaba el coche.
Desde allí, a Pontoise, Saint-Germain, París, donde La Nonchalante, amarrada en frente mismo de la jefatura de policía, continuaba a servirles de alojamiento, mientras «trabajaban» juntos.
Si el carácter hermético y el alma enigmática de la Cagliostro no se contradecían con estos menesteres, la naturaleza espontánea de Raúl no hacía más que desarrollarse y estos «trabajos» terminaban siempre más para él en carcajadas.
—Puestos a hacer —decía él—, ya que he dado la espalda al camino de la virtud, tomemos las cosas alegremente y no como en un funeral… como tú te lo tomas, Josine.
A cada nueva experiencia, él se descubría talentos imprevistos y recursos que ignoraba. A veces, en una tienda, en el teatro, su compañera oía un jocoso chasquido de lengua, y veía entonces en las manos de su amante un reloj, o en su corbata un alfiler nuevo. Y siempre con la misma sangre fría, la misma serenidad del inocente al que ningún peligro amenaza.
Lo que no le impedía obedecer a las múltiples precauciones exigidas por Josefina Balsamo. Salían de la barca disfrazados de pobres. En una calle cercana, la vieja berlina, atada a un solo caballo, los recibía. Allí cambiaban sus ropas. La Cagliostro no se quitaba jamás un encaje de grandes flores bordadas que usaba como un velo.
Todos estos detalles, ¡y cuántos más!, informaban a Raúl sobre la verdadera vida de su amante. Ya no dudaba de que ella estuviera a la cabeza de una banda organizada de cómplices a los que mandaba por intermedio de Leonardo; tampoco dudaba de que ella seguía empeñada en el asunto del candelabro de siete brazos y que vigilaba las maniobras de Beaumagnan y sus amigos.
Existencia doble que con frecuencia ponía a Raúl d’Andrésy contra Josefina Balsamo, tal como ella misma había previsto. Olvidando sus propios actos, le desagradaba hacer aquello que, a pesar de todo, estaba en contra de sus ideas sobre la honestidad. Una amante ladrona y jefa de una banda lo ofuscaba. Hubo discusiones entre ellos, por cuestiones insignificantes. Dos personalidades tan fuertes y marcadas debían chocar a la fuerza.
Así, cuando un incidente los arrojó de golpe en plena batalla, aunque se enfrentaran a enemigos comunes, aprendieron todo lo que un amor como el de ellos puede contener de rencor, orgullo y hostilidad.
Este incidente, que puso fin a lo que Raúl llamaba las delicias de Capoue, se produjo a raíz del encuentro inesperado con Beaumagnan, el barón D’Etigues y Bennetot, una noche en que los tres amigos entraban a un teatro de variedades.
—Sigámoslos —propuso Raúl.
La condesa dudaba. Él insistió.
—¿Cómo? ¡Una ocasión como ésta y vamos a desaprovecharla?
Entraron los dos y se instalaron en un palco oscuro. En aquel momento, en el fondo de otro palco situado cerca del escenario, tuvieron tiempo de ver, antes de que la acomodadora levantara la tela metálica, la silueta de Beaumagnan y sus dos acólitos. Se planteaba un problema: ¿Por qué Beaumagnan, en apariencia hombre de Iglesia y de costumbres rígidas, se descarriaba en un teatro de variedades donde precisamente actuaba una revista muy descocada y sin el menor interés para él?
Raúl hizo la pregunta a Josefina Balsamo, que no contestó, y esta indiferencia afectada le reveló con claridad que la joven se mantenía distante en según qué casos y que decididamente no quería su colaboración en lo que se refería a este inexplicable asunto.
—Está bien —dijo con una sequedad que traslucía un desafío—. De acuerdo, cada uno por su lado y por sí mismo. Veremos quién se llevará el gordo.
En escena, hileras de mujeres levantaban la pierna en cadencia, mientras desfilaban las actualidades. La protagonista, una hermosa joven poco vestida que representaba el papel de La Cascadeuse, justificaba su apodo por cascadas de joyas falsas que chorreaban a su alrededor. Una diadema de piedras multicolores le ceñía la frente. Los focos iluminaban sus cabellos.
Pasaron dos actos. El palco del proscenio, protegido por la tela metálica herméticamente cerrada, seguía manteniendo semiocultos a los tres amigos. Pero, en el último entreacto, Raúl, que merodeaba por las cercanías de este palco, comprobó que la puerta estaba ligeramente entreabierta. Miró: nadie. Al informarse, se enteró de que ¡los tres amigos habían abandonado el teatro hacía más de media hora!
—Ya no hay nada que hacer aquí —dijo, reuniéndose con la condesa—, han desaparecido.
En aquel instante, se levantó el telón. La protagonista volvió a salir al escenario. Su peinado más suelto permitía ver la diadema que llevaba desde el comienzo. Era una cinta tejida en oro en la que brillaban grandes piedras de diferentes colores. En total eran siete.
«¡Siete! —pensó Raúl—. Eso explica qué hacía aquí Beaumagnan».
Mientras Josefina Balsamo se preparaba, se informó por la acomodadora de que la protagonista de la revista, Brigitte Rousselin, vivía en un viejo caserón de Montmartre desde donde cada día, con una vieja dama de compañía muy devota que se llamaba Valentina, bajaba para asistir a los ensayos de la próxima obra.
Al día siguiente, a las once de la mañana, Raúl emergía de La Nonchalante. Almorzó en un restaurante de Montmartre y a mediodía, subiendo por una calle escarpada y tortuosa, pasó frente a una casa estrecha, precedida de un patio cerrado por un muro y apoyado contra un inmueble de alquiler en el que el último piso —las ventanas sin cortinas eran suficiente indicación— estaba deshabitado.
Raúl forjó enseguida, con su habitual agilidad mental, uno de esos planes que luego llevaba a cabo casi mecánicamente.
Vagabundeó de arriba a abajo, como un hombre que tuviera una cita. De pronto, viendo que la portera del inmueble barría la acera, se deslizó detrás de la mujer, subió las escaleras, rompió la puerta del apartamento vacío, abrió de un lado una de las ventanas que dominaban el techo de la casa vecina, se aseguró de que nadie pudiera verlo y saltó.
A su lado se entreabrió un tragaluz. Se dejó caer en una buhardilla llena de objetos fuera de uso de donde sólo podía bajar por una trampilla que funcionaba mal y por la que sólo pudo pasar la cabeza. Desde allí, dominaba el pasillo del segundo piso y en parte el hueco de la escalera. No había escalerilla de mano.
Debajo, es decir, en el primer piso, dos voces de mujer conversaban. Inclinándose todo lo posible, Raúl escuchó y se dio cuenta, después de algunas palabras, de que la joven de la revista estaba almorzando en su alcoba y que su compañera, la única empleada de la casa, ordenaba, mientras la servía, la habitación y el cuarto de aseo.
—¡Terminado! —gritó Brigitte Rousselin yendo hacia su habitación—. ¡Ah, querida Valentina, qué alegría! ¡Hoy no hay ensayo! Me acostaré hasta el momento de salir…
Esta jornada de reposo entorpecía un poco los proyectos de Raúl, que esperaban, en ausencia de Brigitte Rousselin, efectuar tranquilamente una visita a su domicilio. Sin embargo, contando con el azar, se armó de paciencia.
Pasaron algunos minutos. Brigitte canturreaba unas canciones de la revista cuando un timbre resonó en el patio.
—Qué raro —dijo ella—. No espero a nadie hoy. Corre a ver quién es, Valentina.
La sirvienta bajó. Se oyó el chasquido de la puerta al cerrarse y subió diciendo:
—Es del teatro… un secretario el director que trae esta carta.
—Dame, ¿lo has hecho pasar al salón?
—Sí.
Raúl veía en el primer piso la falda de la joven actriz. La sirvienta le tendió el sobre, que fue inmediatamente roto y Brigitte leyó en voz bajísima.
Mi pequeña Rousselin, confíe por favor en mi secretario la diadema de piedras que usa en la frente. Lo necesito para sacar el modelo. Es urgente. Lo recobrará esta noche en el teatro.
Al oír esas frases, Raúl se estremeció:
«Bueno, bueno —pensó—; ¡la diadema de piedras!, las siete piedras. ¿Estará también el director sobre la pista? ¿Va a obedecerle Brigitte Rousselin?». Se tranquilizó. La muchacha murmuraba:
—No es posible. Ya he prometido esas piedras.
—Es una lástima —comentó la sirvienta—, el director no va a quedar contento.
—¿Qué quieres? Las he prometido y me las pagarán muy bien.
—Entonces, ¿qué decides?
—Voy a escribirle —decidió Brigitte Rousselin.
Volvió a su cuarto y poco después dio un sobre a la sirvienta.
—¿Conoces a ese secretario? ¿Lo has visto en el teatro?
—No, es uno nuevo.
—Que le diga al director que lo lamento, y que le explicaré esta noche a él personalmente.
Valentina se alejó. De nuevo pasó bastante tiempo. Brigitte se había sentado al piano y hacía ejercicios de canto que cubrían sin duda el ruido de la puerta principal, ya que Raúl no oyó nada.
Se sentía, por su lado, un poco molesto, turbado porque el incidente no le parecía muy claro. Ese secretario a quien no conocía, ese pedido de joyas, todo eso olía a trampa y a turbia combinación.
Sin embargo, se tranquilizó. Una sombra cruzó la puerta y se dirigió hacia la alcoba.
«Debe de ser Valentina —se dijo Raúl—, mi impresión era falsa. El hombre se ha ido».
Pero, de repente, en medio de una cancioncilla, el piano se paró de golpe, el taburete sobre el que la cantante estaba sentada fue empujado bruscamente y cayó. Ella articuló con cierta inquietud:
—¿Quién es usted…? Ah, el secretario, ¿no es cierto? El nuevo secretario… Pero ¿qué desea, señor?
—El señor director —dijo una voz de hombre— me ha ordenado llevarle las joyas. Lamento tener que insistir…
—Pero ya le he contestado… —balbuceó Brigitte cada vez más ansiosa—, la doncella ha debido darle una carta… ¿Por qué no ha subido con usted? ¡Valentina!
Llamó varias veces, presa de angustia.
—¡Valentina!… ¡Usted me da miedo, señor…! Sus ojos…
La puerta se cerró brutalmente. Raúl oyó un ruido de sillas, el estruendo de una lucha, luego un gran grito:
—¡Socorro!
Eso fue todo. Además, en el preciso segundo en el que había tenido la intuición del peligro que corría Brigitte Rousselin, se había esforzado por levantar la trampilla un poco más y de abrirse paso. Perdió así un tiempo precioso. Después se dejó caer, bajó corriendo las escaleras del segundo piso y se encontró frente a tres puertas cerradas.
Al azar, se abalanzó sobre una de ellas y entró a una salita donde reinaba el desorden. Al no ver a nadie, corrió hasta el baño, después hasta la habitación donde creyó que había tenido lugar la lucha.
En efecto, enseguida vio en la semioscuridad, ya que las cortinas de la ventana estaban corridas, a un hombre de rodillas y una mujer tendida sobre la alfombra a la que el hombre tenía cogida por la garganta con ambas manos. Estertores de dolor se mezclaban a los insultos del hombre.
—¡Hija de perra! ¿Vas a callarte? ¡Ah, conque ésas tenemos! ¿Te niegas aún a entregar las joyas? Entonces, pequeña…
El ataque de Raúl, que se abalanzó sobre él con una violencia irresistible, le hizo dejar la presa. Los dos rodaron contra la chimenea, donde Raúl se golpeó la frente lo bastante fuerte como para sentir algunos segundos de desfallecimiento.
Además, el asesino era más pesado que él y la lucha entre un joven flacucho y un hombre que parecía macizo y de fuerte musculatura no podía durar mucho. De hecho, al cabo de un instante, uno de los dos se desprendió, mientras que el otro permanecía tendido y exhalaba débiles gemidos. Pero el que se levantó no era otro que Raúl.
—Lindo golpe, ¿no es así? —bromeó—. Lo debo a las instrucciones póstumas de un tal Théophraste Lupin: capítulo de métodos japoneses. Con esto se envía a cualquiera un buen rato a un mundo mejor y se le deja más inofensivo que un corderito.
Se inclinó sobre la joven actriz y, cogiéndola en sus brazos, la acostó sobre la cama. Vio enseguida que el espantoso abrazo del asesino no había tenido las consecuencias que podían temerse. Brigitte Rousselin respiraba con comodidad. Ninguna herida era visible. Pero temblaba y miraba con ojos de loca.
—¿Le han hecho daño, señorita? —preguntó, dulcemente—. No, ¿verdad? Esto no será nada. Y sobre todo no tenga miedo. No tiene nada más que temer de él, y para más seguridad…
Corrió rápidamente hacia las cortinas, arrancó los cordones y ató las muñecas inertes del hombre. Al entrar un poco de luz en la habitación, dio vuelta al asesino para verle la cara.
No pudo evitar una exclamación. Estaba confundido y murmuró con estupor:
—Leonardo… Leonardo…
Nunca había tenido ocasión de ver de frente a este hombre, en general encorvado sobre el asiento del coche, escondiendo su cabeza entre los hombros y disimulando su talla al punto de que Raúl lo había creído casi jorobado y enclenque. Pero conocía su perfil huesudo, alargado por la barba encanecida, y no tuvo la menor duda: era Leonardo, el factótum y brazo derecho de Josefina Balsamo.
Terminó de atarlo, lo amordazó con fuerza, le envolvió la cabeza con una toalla y lo arrastró luego hasta la salita, donde le ató los pies a un pesado sofá. Después, volvió hacia la joven que continuaba gimiendo.
—Bueno —dijo—, ya no volverá a verlo. Descanse. Ya me encargaré de su sirvienta y sabré qué ha sido de ella.
Esto no le preocupaba mucho. Como suponía, descubrió a Valentina en la planta baja, en un rincón del salón, exactamente en el mismo estado en que él acababa de dejar a Leonardo, es decir, reducida a la impotencia y al silencio. Era una mujer lista. Una vez desatada, al enterarse de que su agresor estaba fuera de combate, no perdió la cabeza y se sometió a las órdenes de Raúl, que le dijo:
—Soy un agente de la policía secreta. He salvado a su ama. Vaya a su lado y cuídela. Voy a interrogar a este hombre para saber si tiene cómplices.
Raúl la condujo hacia la escalera para poder quedarse solo y reflexionar sobre las penosas ideas que le rondaban por la cabeza. Ideas tan penosas que, por momentos, trataba casi de inhibirse y de escuchar a su instinto, dejando al azar el cuidado de arreglar la situación, y habría abandonado el campo de batalla huyendo por la casa vecina. Pero, de pronto, una visión lúcida de las cosas le impidió obedecer a su instinto. Toda su creciente voluntad de mando del que sabe resolver y guardar su sangre fría en las circunstancias más trágicas lo obligaba a actuar. Atravesó el patio, y, con un gesto lento, maniobró la cerradura de la puerta principal, que se entreabrió ligeramente.
Por la hendidura, arriesgó una ojeada: al otro lado de la calle, un poco más abajo, estaba estacionada la vieja berlina.
Sobre el asiento, un sirviente muy joven, que él había visto muchas veces con Leonardo y que se llamaba Dominique, vigilaba el caballo.
Pero, en el interior del coche, ¿no había otro cómplice? ¿Quién podía ser?
Raúl no cerró la puerta. Sus sospechas se confirmaban y ahora nada en el mundo le hubiera impedido llegar hasta el final. Subió al segundo piso y se inclinó sobre el prisionero.
Un detalle le había llamado la atención durante la lucha: un pito de madera atado a una cadenita se había escapado de uno de los bolsillos de Leonardo y éste, a pesar del peligro, lo había recogido con un movimiento maquinal como si temiera perderlo. Raúl no podía dejar de preguntarse: ¿sería el pito para alejar al cómplice en caso de peligro, o bien, al contrario, era una señal para llamar al cómplice una vez hecho el trabajo?
Raúl adoptó esta hipótesis, más por intuición que por razonamiento. Abrió la ventana justo el tiempo necesario para dar un pitido.
Esperó apostado detrás de las cortinas de tul.
Su corazón le saltaba en el pecho. Nunca había sentido esta desagradable y terrible sensación de sufrimiento. En el fondo, no tenía dudas acerca de lo que sucedería y conocía la silueta que iba a aparecer en el marco de la puerta. Pero quería esperar de todos modos contra toda evidencia. No lo admitía, no consentía admitir que en este asunto tenebroso el asesino Leonardo tuviera como cómplice.
El pesado batiente del portal fue empujado.
—¡Ah! —exclamó Raúl, desesperado.
Josefina Balsamo entró.
Entró tranquilamente, con tanta desenvoltura como si fuera a visitar una amiga. Desde el momento en que Leonardo había silbado, la vía estaba libre y no tenía más que presentarse. Envuelta en su velo, atravesó con paso ligero el patio y entró en la casa.
De pronto, Raúl había recuperado toda su sangre fría. Su corazón se calmó. Estaba listo para luchar con este segundo adversario como lo había hecho con el primero, pero, eso sí, con armas diferentes aunque siempre eficaces. Llamó a Valentina y le dijo a media voz:
—Pase lo que pase, ni una palabra. Contra Brigitte Rousselin hay un complot que quiero deshacer. Aquí llega uno de los cómplices. Silencio absoluto, se lo ruego.
La doncella propuso:
—Puedo ayudarle, señor… correr a la comisaría…
—De ninguna manera. Este asunto, de ser divulgado, perjudicaría a su ama. ¡Yo respondo de todo, pero a condición de que ningún ruido llegue de esta habitación, ninguno!
—Bien, señor.
Raúl cerró las dos puertas de comunicación. De este modo, la habitación donde se encontraba Brigitte Rousselin y aquélla donde iba a jugarse la partida entre Josine y él quedaban aisladas. Como deseaba, ningún ruido podía pasar de una a la otra.
En aquel momento, Josefina Balsamo aparecía por el pasillo. Ella lo vio.
Raúl tuvo de inmediato la noción exacta de hasta dónde Josefina Balsamo podía llegar, en algunos minutos graves, en el dominio de sí misma. Lejos de asustarse al comprobar la presencia inesperada de Raúl y el desorden de la salita donde Leonardo estaba atado, comenzó por reflexionar dominando sus nervios de mujer y la agitación que la sacudía. Era fácil comprender lo que se preguntaba.
¿Qué significa todo esto? ¿Qué hace Raúl aquí? ¿Quién ha atado a Leonardo?
Finalmente, retirando su velo, preguntó simplemente, ya que era esto sin duda lo que más le atormentaba:
—¿Por qué me miras así, Raúl?
Él esperó algún tiempo antes de contestar. Las palabras que iba a pronunciar eran espantosas y la miraba para no perder ni uno solo de los estremecimientos de sus músculos, ni uno solo de los pestañeos de sus ojos. Murmuró:
—Brigitte Rousselin fue asesinada.
—¿Brigitte Rousselin?
—Sí, la actriz de anoche, la de la diadema de piedras. No te atreverás a decirme ahora que tú no sabes quién es esta mujer, ya que tú estás aquí, en su casa y que has encargado a Leonardo de avisarte una vez hecho el trabajo.
Ella pareció trastornada.
—¿Leonardo? ¿Ése es Leonardo?
—Sí —afirmó él—. Fue él quien mató a Brigitte Rousselin. Lo he sorprendido cuando la tenía cogida por el cuello con ambas manos.
Él la vio temblar, y ella cayó sentada balbuceando:
—Ah… miserable… el muy miserable… ¿es posible que haya hecho esto? —Y más bajo todavía, con un terror que crecía a cada palabra—: Ha matado… ha matado… ¡Es posible! Sin embargo, me había jurado que nunca mataría… me lo había jurado… ¡Oh, no puedo creerlo!
¿Era sincera o hacía comedia? ¿Habría Leonardo actuado bajo el impulso de una súbita locura o según las instrucciones que le ordenaban el crimen si el ardid fracasaba? Temibles preguntas que Raúl se hacía sin poder responder.
Josefina Balsamo levantó la cabeza, observó a Raúl con sus ojos llenos de lágrimas y luego, bruscamente, se lanzó hacia él, con las manos juntas.
—Raúl… Raúl… ¿por qué me miras así? No… no es cierto… tú no me acusas… ¡Ah, sería terrible…! ¿No creerás que yo sabía…? ¿Que yo he ordenado o permitido este crimen abominable…? No… júrame que no lo crees. ¡Oh, Raúl… mi Raúl!
Con cierta brusquedad la obligó a sentarse. Enseguida empujó a Leonardo a la sombra. Después de dar unos cuantos pasos, volvió hacia la Cagliostro y la cogió por los hombros.
—Escúchame, Josine —dijo lentamente, con la voz de un acusador y hasta más la de un adversario que la de un amante—, escúchame. Si en media hora no me has explicado todo este asunto y las maquinaciones secretas que lo complican, yo actuaré contra ti como contra una enemiga mortal. Por las buenas o por las malas, te alejaré de esta casa y sin la menor vacilación iré a la comisaría más próxima a denunciar a la policía el crimen que tu cómplice Leonardo acaba de cometer sobre la persona de Brigitte Rousselin… Después, ya te las arreglarás. ¿Quieres hablar, sí o no?