Capítulo VI

Policías y gendarmes

El trayecto no fue más que una larga adoración. Es evidente que la condesa de Cagliostro hizo bien al no tentar a Raúl dando su mano a besar. Pero el hecho es que, si por un lado había jurado conquistar a aquella mujer y estaba resuelto a no perderla, por otro tenía a su lado una actitud y unos pensamientos de veneración que sólo le dejaban el atrevimiento de abrumarla con discursos amorosos.

¿Lo escuchaba ella? A veces sí, como se escucha a un muchacho que comunica con soltura su afecto. Pero otras veces se encerraba en un silencio lejano que descorazonaba a Raúl.

Finalmente, gritó:

—¡Háblame, por favor! Trato de hacer bromas para decirte estas cosas que no me atrevería a decirte demasiado en serio. Pero en el fondo tengo miedo de ti. Y no sé lo que digo. Por favor, contéstame. Algo, aunque sólo sea para devolverme a la realidad, para que sepa a qué atenerme.

—¿Sólo algo?

—Sí, unas palabras, las que quieras.

—Bien, ahí van: la estación de Doudeville está cerca y el tren te espera.

Él cruzó los brazos indignado.

—¿Y tú?

—¿Yo?

—Sí, ¿qué vas a hacer sola?

—¡Dios mío! —exclamó ella—. Trataré de arreglármelas como lo he hecho hasta ahora.

—¡Imposible! Tú no puedes estar sin mí. Estás metida en una lucha en la que te es indispensable mi ayuda. Beaumagnan, Godefroy d’Etigues, el príncipe D’Arcole, todos unos bandidos que te aplastarán.

—Ellos me creen muerta.

—Razón de más. Si tú estás muerta, ¿cómo vas a actuar?

—No temas. Actuaré sin que me vean.

—Pero te sería mucho más fácil servirte de mí… No, te lo ruego, y esta vez hablo en serio, no rechaces mi ayuda. Hay cosas que una mujer no puede hacer sola. Por el simple hecho de que persigues el mismo objetivo que esos hombres y que estás en guerra contra ellos, han podido urdir con éxito la trampa más sucia. Te han acusado de tal forma y con argumentos en apariencia tan sólidos, que en un momento hasta yo he visto en ti a la bruja y a la criminal que Beaumagnan abrumaba de odio y desprecio.

»No, no me rechaces. Desde que tú te enfrentaste con ellos comprendí mi error. Beaumagnan y sus cómplices no fueron para mí más que odiosos y cobardes verdugos. Tú los dominabas con tu dignidad y, ahora, ya no quiero recordar sus calumnias. Pero es preciso que aceptes mi ayuda. Si te he ofendido confesándote mi amor, no volverá a pasar No pido más que dedicarme a ti como quien se dedica al ser más bello y más puro, al ser más digno de mi amor.

Ella cedió. El pueblo de Doudeville quedó atrás. Un poco más lejos, camino de Yvetot, el coche se metió en un patio de granja bordeado de setos y lleno de manzanos y se detuvo.

—Bajemos —dijo la condesa—. Este patio pertenece a una buena mujer, la tía Vasseur. Tiene una posada a poca distancia y yo la tuve de cocinera. A veces vengo aquí a descansar dos o tres días. Almorzaremos aquí… Leonardo, saldremos dentro de una hora.

Volvieron a la carretera principal. Ella caminaba con el paso ligero de una niña. Llevaba un vestido gris que ceñía su cintura y un sombrero malva con cintas de terciopelo y flores violetas. Raúl d’Andrésy caminaba un poco retrasado para no dejar de mirarla.

Después de la segunda curva, se elevaba una casita blanca con techo de paja precedida de un jardincito donde abundaban las flores. Se entraba, al mismo nivel, en una sala de estar que ocupaba toda la fachada.

—Una voz de hombre —observó Raúl señalando una de las puertas que indicaban la pared del fondo.

—Es precisamente la habitación donde ella me sirve la comida. Debe de estar allí con algunos campesinos.

No había terminado de decirlo, cuando se abrió la puerta y una mujer de bastante edad, ceñida en un delantal de algodón y calzada de zuecos, apareció.

Al ver a Josefina Balsamo, pareció alterarse y cerró la puerta a sus espaldas tartamudeando de forma incomprensible.

—¿Qué sucede? —preguntó Josefina Balsamo, con voz inquieta.

La tía Vasseur cayó sentada y balbuceó:

—Váyase… Huya… rápido.

—Pero ¿por qué? Explícate… dime…

Se oyeron estas palabras:

—La policía… la buscan… Han registrado la habitación en la que había dejado sus maletas… Están esperando a los gendarmes… Huya, o está perdida.

A su vez, la condesa se tambaleó y fue presa de un desfallecimiento que la obligó a apoyarse en el mostrador. Sus ojos encontraron los de Raúl y le suplicaron como si se sintiera efectivamente perdida e implorara su ayuda.

Él estaba confundido. Preguntó:

—¿Qué te importan los gendarmes? No es a ti a quien buscan… ¿Entonces?

—Sí, sí, es a ella —repitió la tía Vasseur—, la buscan… sálvela.

Muy pálido, sin darse muy bien cuenta del significado exacto de aquella escena, aunque adivinaba su trágica gravedad, cogió del brazo a la condesa y, empujándola hacia la salida, la llevó afuera.

Sin embargo, al atravesar el umbral delante de él, retrocedió asustada y murmuró:

—Los gendarmes… me han visto…

Los dos entraron inmediatamente. La tía Vasseur temblaba y murmuraba estúpidamente:

—Los gendarmes… la policía…

—¡Silencio! —ordenó en voz baja Raúl, que mantenía la calma—. ¡Silencio! Yo respondo de todo. ¿Cuántos son los de la policía?

—Dos.

—Y dos gendarmes. Por lo tanto, no hay nada que hacer por la fuerza. Estamos cercados. ¿Dónde están las maletas que han registrado?

—Arriba.

—¿Y la escalera que conduce arriba?

—Aquí.

—Bien. Usted quédese aquí y trate de no traicionarse. Y una vez más: yo respondo de todo.

Cogió la mano de la condesa y se dirigió hacia la puerta indicada. La escalera era una especie de escalerilla de loro que conducía a una habitación abuhardillada donde habían desparramado todos los vestidos y toda la ropa interior que podían contener las maletas. Cuando llegaron a la habitación, entraban en la casa los dos policías, y cuando Raúl se acercó con pasos sordos a la ventana abierta en el techo de paja, vio a los dos gendarmes que bajaban de sus caballos y ataban sus monturas a las estacas del jardín.

Josefina Balsamo no se movía. Raúl notó su rostro descompuesto al que la angustia contraía y envejecía.

—¡Rápido! —le dijo—. Cámbiate de ropa. Ponte uno de esos vestidos… si es negro, mejor.

Volvió la vista hacia la ventana y vio abajo a los dos policías y a los gendarmes que conversaban en el jardín. Cuando ella terminó de vestirse, cogió el vestido gris que acababa de quitarse y se lo puso. Era delgado y esbelto: el vestido, del que bajó la falda para que le tapara los pies, le iba de maravilla. Parecía encantado de este disfraz y tan tranquilo que hasta ella pareció serenarse:

—Escúchalos —dijo él.

Se oía perfectamente la conversación que mantenían los cuatro hombres en el umbral de la sala, y oyeron a uno de ellos —uno de los gendarmes, sin duda— que preguntaba con una voz gruesa y rastrera:

—¿Estáis seguros de que ella vivía aquí a veces?

—Seguros, segurísimos. La prueba… dos de las maletas que ella ha dejado aquí; una de ellas lleva incluso su nombre: Señora Pellegrini. Además, la tía Vasseur es una buena mujer, ¿no?

—Mujer más digna que la tía Vasseur no la hay, todo el mundo la conoce por aquí.

—Pues bien, la tía Vasseur declara que la tal Pellegrini venía de vez en cuando a pasar unos días en su casa.

—¡Cómo no! Entre dos robos de casas.

—Eso es.

—Entonces, es una buena presa, la tal Pellegrini.

—Excelente. Robos de categoría. Estafas. Encubrimiento. En fin, lo peor de lo peor… sin contar montones de cómplices.

—¿Se dispone de algún dato personal?

—Sí y no.

—Tenemos dos retratos que son muy diferentes. En uno es joven, en otro vieja. Su edad oscila entre los treinta y sesenta años.

Estallaron de risa. Después la voz gruesa preguntó:

—Pero ¿están seguros de estar sobre la pista?

—Sí y no. Hace quince días operaba en Ruan y en Dieppe. Allí perdimos sus huellas. Las volvimos a encontrar en la línea principal de ferrocarriles y las perdimos otra vez. Imposible saber si continuó hacia La Haie o bifurcó hacia Fécamp. Desaparición total. Y nosotros, chapoteando…

—¿Y por qué han venido aquí?

—El azar. Un empleado de la estación había llevado las maletas hasta aquí. Se acordó del nombre de Pellegrini inscrito en una de ellas, en un lugar oculto por una etiqueta que se había despegado.

—¿Habéis interrogado a los demás pasajeros, a los clientes de la posada?

—¡Oh!, aquí los clientes escasean.

—Pero hay una mujer. La hemos visto cuando llegábamos.

—¿Una mujer?

—Sí, sí, una mujer. Estábamos todavía a caballo cuando se asomó por esta puerta. Y entró de golpe como si no quisiera ser vista.

—¡Imposible…! ¿Una mujer en la posada?

—Una vestida de gris. No podríamos reconocerla, pero el color del vestido sí… y el sombrero también… un sombrero con flores violetas…

Los cuatro hombres callaron.

Raúl y la mujer habían escuchado toda la conversación, sin una palabra, los ojos en los ojos. A cada nueva prueba, la cara de Raúl se hacía más dura. Ella no protestó ni una vez.

—Vienen… Vienen… —anunció ella sordamente.

—Sí —dijo él—. Es el momento de actuar… De lo contrario, subirán y te encontrarán en esta habitación.

Ella había conservado su sombrero. Él se lo quitó y se lo puso bajando un poco las alas para dejar bien a la vista las flores violetas y anudando las cintas al cuello para ocultarse la cara. Después, dio las últimas instrucciones.

—Yo abriré el paso. Cuando esté libre, te irás tranquilamente por la carretera hasta el patio de la granja donde está la berlina. Métete dentro y haz que Leonardo tenga las riendas en la mano…

—¿Y tú? —preguntó ella.

—Yo me reuniré contigo dentro de veinte minutos. No temas.

—¿Y si nos paran?

—No me arrestarán, ni a ti tampoco. Pero no hay que precipitarse. No corras. Mantén la calma.

Él se había aproximado a la ventana. Se inclinó. Los hombres entraban. Pasó las piernas por el borde, salió al jardín, pegó un grito como si viese a alguien que le asustara y huyó a toda velocidad.

Enseguida, detrás suyo, se oyeron clamores:

—¡Es ella!… ¡Un vestido gris… Violetas en el sombrero… Alto o disparo…

De un salto atravesó la carretera y se metió en tierras labradas, al final de las cuales pasó por encima de un seto que rodeaba una granja que atravesó al bies. Otro seto y después el campo abierto. Luego, un sendero que llevaba a otra granja entre dos setos de zarzas.

Se giró; los agresores, un poco distanciados, no podían verlo. En un segundo se deshizo del vestido y del sombrero y los tiró entre los matorrales. Se puso el gorro de pescador, prendió un cigarrillo y volvió, con las manos en los bolsillos.

En la esquina de la granja, surgieron los dos policías y chocaron con él, sofocados.

—¡Eh, marinero…! ¿No has visto por casualidad a una mujer? Una mujer vestida de gris.

—Sí, por supuesto —respondió—, una mujer que corría, ¿no es eso…? loca de remate…

—Ésa es… ¿Y?

—Entró en la granja.

—¿Cómo?

—La barrera…

—¿Hace mucho?

—No hace siquiera veinte segundos.

Los hombres partieron deprisa, Raúl continuó su camino, saludó cordialmente a los gendarmes que llegaban y, con un paso negligente, llegó a la carretera un poco más allá de la posada, cerca de la curva.

Cien metros más adelante estaban los manzanos del patio donde el coche esperaba.

Leonardo estaba en su asiento, látigo en mano. Josefina Balsamo, acomodada en el interior, tenía la puerta abierta:

—Hacia Yvetot, Leonardo —ordenó él.

—¿Cómo? —objetó la condesa—. ¿Vamos a pasar por delante de la posada?

—Lo esencial es que no nos vean salir de aquí. Puesto que la carretera está desierta, aprovechemos… Al trotecito, Leonardo… Velocidad de coche mortuorio que vuelve vacío.

Efectivamente, pasaron por delante de la posada. En aquel momento, los policías y los gendarmes regresaban a campo traviesa. Uno de ellos agitaba el vestido gris y el sombrero. Los demás gesticulaban.

—Han encontrado tus ropas —dijo él— y saben a qué atenerse. No es a ti a quien buscan, sino al pescador que encontraron. En cuanto al coche, ni siquiera le prestarán atención. Si les dijeran que están la señora Pellegrini y el pescador cómplice en la berlina, estallarían de risa.

—Interrogarán a la tía Vasseur.

—¡Que se arregle!

En cuanto perdieron de vista al grupo, Raúl aumentó la velocidad de los caballos…

—¡Oh, oh! —exclamó él cuando los caballos se lanzaron a la carrera al primer golpe de látigo—. Esas pobres bestias no irán muy lejos. ¡Con lo que han andado!

—Desde esta mañana, desde Dieppe, donde dormí esta noche.

—Y ¿adónde vamos?

—Hasta el borde del Sena.

—¡Caramba! ¡Dieciséis o diecisiete leguas en un día a este ritmo es fabuloso!

Ella no respondió.

* * *

Entre los dos vidrios de delante, había un espejito en el que él podía verla. Se había puesto un vestido más oscuro y una toca ligera de la que caía un velo espeso que le envolvía la cabeza. Ella lo desató y sacó de una cajita oculta detrás del espejo un pequeño bolso de cuero que contenía un viejo espejo de mango con montura de oro y objetos de tocador, pintalabios, cepillo…

Cuando cogió el espejo, contempló largamente su rostro cansado y envejecido.

Después, se salpicó la cara con unas gotas de un frasquito y frotó la superficie mojada con un pañuelo de seda. Y nuevamente se miró.

Raúl no comprendió al principio y no advirtió la expresión severa de sus ojos y esta melancolía de la mujer frente a su imagen estropeada.

Diez minutos, quince, pasaron así en el silencio y en el esfuerzo visible de una mirada en la que todo el pensamiento y toda la voluntad se concentraban. Primero reapareció la sonrisa vacilante y tímida, como un rayo de sol invernal. Al cabo de un instante, fue más atrevido y revelaba su efecto por pequeños detalles que surgían a los ojos sorprendidos de Raúl. El ángulo de la boca se levantó más. La piel se impregnó de color. La carne se endureció. Las mejillas y el mentón recobraron su diseño puro y toda la gracia del mundo iluminó el bello y tierno rostro de Josefina Balsamo.

El milagro se había realizado.

«¿Milagro? —se dijo Raúl—. No, a lo sumo, milagro de voluntad. Influencia de un pensamiento claro y tenaz que no acepta su derrota y que restablece la disciplina allí donde había desorden y debilidad. El resto, frasco, elixir maravilloso, todo es simple comedia».

Él cogió el espejo que ella había dejado y lo examinó. Era evidente: el objeto descrito en la reunión d’Etigues, aquél en el que la condesa de Cagliostro se miraba frente a la emperatriz Eugenia. Los bordes estaban desgastados y la placa de oro de atrás abollada por los golpes.

Sobre la empuñadura, una corona de conde, una fecha (1783) y la lista de los cuatro enigmas.

Raúl, que experimentaba el deseo de herirla, se burló:

—Tu padre te ha legado un precioso espejo. Gracias a ese talismán, uno se repone de las emociones más desagradables.

—De hecho —dijo ella—, yo he perdido la cabeza. Esto me sucede pocas veces. He tenido sangre fría en circunstancias mucho más graves que ésta.

—¡Oh, no!, más graves… —exclamó Raúl con una duda irónica.

No cambiaron una sola palabra más. Los caballos continuaban trotando al mismo ritmo. Las grandes praderas de Caux, siempre parecidas y siempre diversas, descubrían vastos horizontes salpicados de granjas y bosques.

La condesa de Cagliostro había bajado el velo. Raúl sentía que esta mujer, a la que había sentido tan cerca dos horas antes y a la que ofrecía tan alegremente su amor, se alejaba de pronto hasta transformarse en una extranjera. No había más contacto entre ellos. El alma misteriosa se rodeaba de espesas tinieblas, ¡y lo que podía ver ahora era tan diferente de lo que había imaginado!

Alma de ladrona… Alma furtiva e inquieta, enemiga del día… ¿era posible? ¿Cómo admitir que una cara ingenua como la de una virgen ignorante, que esa mirada tal límpida como el agua de una fuente, no fuera más que una engañosa apariencia?

Estaba tan decepcionado que, mientras atravesaban el pequeño pueblo de Yvetot, no pensó más que en huir. Le faltó la decisión, lo cual redobló su irritación. El recuerdo de Clarisa d’Etigues le vino al espíritu y, como revancha, evocó por un momento a la dulce y tierna muchachita que se había entregado a él tan noblemente.

Pero Josefina Balsamo no dejaba su presa. Por desmejorada que le pareciera, por deformado que estuviera el ídolo, allí estaba. Un perfume enervante se desprendía de ella. Él rozaba sus ropas. Con un solo gesto podía tomar su mano y besar esa carne perfumada. Ella era toda la pasión, todo el deseo, toda la voluptuosidad, todo el misterio perturbador de la mujer. Y, nuevamente, el recuerdo de Clarisa se desvaneció.

—Josine… Josine… —murmuró él, tan bajo que ella ni lo oyó.

Además, ¿para qué gritar su amor y su pena? ¿Acaso podía ella devolverle la confianza perdida y recobrar a sus ojos el prestigio que ya no tenía?

Se acercaban al Sena. En lo alto de la costa que descendía hacia Caudebec, doblaron a la izquierda, entre las colinas arboladas que dominaban el valle de Saint-Wandrille. Esquivaron las ruinas de la célebre abadía, siguieron el curso del agua que la baña, llegaron a la vista del río y continuaron en dirección a Ruan.

Un instante más tarde, el coche se detuvo y Leonardo partió inmediatamente después de haber dejado a los dos viajeros en los confines de un bosquecillo desde donde se veía el Sena. Un prado, donde se agitaban rosales, los separaba del río.

Josefina Balsamo ofreció la mano a su compañero y le dijo:

—Adiós, Raúl. Un poco más adelante encontrarás la estación de La Maillaraie.

—¿Y tú? —preguntó él.

—Oh, mi casa está muy cerca.

—No la veo…

—Sí, esa barcaza que ves allá abajo, entre las ramas.

—Te acompañaré.

Un estrecho dique cortaba el prado en medio de los rosales. La condesa avanzó por él seguida de Raúl.

Llegaron así a una explanada, cerca de la barcaza que aún ocultaba una cortina de sauces. Nadie podía verlos ni oírlos. Estaban solos bajo el cielo azul. Transcurrieron entre ellos algunos de esos minutos de los que uno no olvida jamás y que influyen en todo el destino.

—Adiós —repitió Josefina Balsamo—. Adiós…

Él dudó frente a la mano tendida para el adiós supremo.

—¿No quieres darme la mano? —preguntó ella.

—Sí, sí —murmuró él—. Pero ¿por qué dejarse?

—Porque no tenemos nada más que decirnos.

—Nada más, en efecto; y, sin embargo, no nos hemos dicho nada.

Terminó por tomar entre sus manos la mano tibia y suave, y dijo:

—¿Las palabras de esos hombres… sus acusaciones en la posada son, pues, verdad?

Él deseaba una explicación, aunque fuera falsa, que le permitiera conservar la duda, pero ella pareció sorprendida y contestó:

—Y a ti, ¿qué te importa?

—¿Cómo?

—Sí, es como si esas revelaciones pudieran influir en tu conducta.

—¿Qué quieres decir?

—Por Dios, nada más simple. Quiero decir que comprendería tu emoción ante la confirmación de los monstruosos crímenes de los que Beaumagnan y el barón D’Etigues me han acusado falsa y bestialmente, pero no ante lo de hoy.

—De todos modos, recuerdo aún sus acusaciones.

—Serán sus acusaciones contra aquélla a quien nombré, o sea la marquesa de Belmonte. Pero no se trata de crímenes, y, ya que el azar te ha revelado tanto, ¿qué te importa a ti todo esto?

Él se quedó desconcertado por esta inesperada pregunta. Ella le sonreía de frente, abiertamente, y continuó un poco irónica:

—Sin duda el vizconde Raúl d’Andrésy se siente herido en sus ideales. El vizconde Raúl d’Andrésy debe de tener, evidentemente, principios morales, la delicadeza de un gentilhombre…

—¿Y si así fuera? —preguntó él—. Si me sintiera decepcionado…

—¡Ya era hora! —replicó ella—. Estás decepcionado. Corrías tras un hermoso sueño y todo se desvaneció. La mujer te aparece tal cual es. Responde francamente, ya que hemos llegado a las explicaciones leales: ¿Estás decepcionado, sí o no?

—Sí —respondió él secamente.

Hubo un silencio. Ella lo miró profundamente y murmuró:

—Soy una ladrona, ¿no es cierto? ¿Esto es lo que quieres decir? ¿Una ladrona?

—Sí.

Ella sonrió y dijo:

—¿Y tú?

Y como él se resistía, lo cogió por el hombro rudamente y le preguntó con firmeza:

—¿Y tú, pequeño? ¿Qué eres tú? Ya es hora de que pongas tú también las cartas sobre la mesa. ¿Quién eres?

—Me llamo Raúl d’Andrésy.

—No bromees. Tú te llamas Arsenio Lupin. Tu padre, Théophraste Lupin, que compartía la profesión de profesor de boxeo y de lucha con la más lucrativa de estafador, fue condenado y encarcelado en Estados Unidos, donde murió. Tu madre recuperó su nombre de soltera y vivió como pariente pobre en la casa de un primo lejano, el duque de Dreux-Soubise. Un día, la duquesa comprobó la desaparición de una joya de gran valor histórico y que no era otra que el famoso collar de la reina María Antonieta. A pesar de todas las búsquedas, no se supo jamás quién había sido el autor de ese robo, realizado con una valentía y una habilidad diabólicas. Pero yo sí lo sé. Fuiste tú. Tenías apenas seis años.

Raúl escuchaba, pálido de furor, el maxilar contraído. Murmuró:

—Mi madre era desgraciada, humillada y quise liberarla.

—¿Robando?

—Tenía tan sólo seis años.

—Hoy tienes veinte, tu madre está muerta, eres fuerte, inteligente, lleno de energía. ¿De qué vives?

—Trabajo.

—Sí, claro, del bolsillo de los demás.

Ella no le dejó tiempo para protestar.

—No digas nada, Raúl. Conozco tu vida en sus menores detalles. Podría contarte cosas de este año y de otros más lejanos, ya que te sigo desde hace mucho tiempo, y todo lo que te diría de tu vida no es ciertamente más edificante que lo que tú has escuchado en la posada. ¿Policías? ¿Gendarmes? ¿Registros? ¿Persecuciones?… ¡Tú has pasado ya por todo esto; y no tienes más que veinte años! ¿Vale la pena reprochártelo? No, Raúl. Porque conozco tu vida y porque el azar te revela algo de la mía, corramos los dos un tupido velo sobre el pasado. Robar no está bien; desviemos la vista y callémonos.

Él permaneció silencioso. Un gran cansancio lo invadía. De pronto, vio la existencia bajo un día nublado y angustioso donde nada tenía color, nada tenía belleza ni gracia. Sentía ganas de llorar.

—Por última vez, Raúl, adiós —dijo ella.

—No… no… —balbuceó.

—Es preciso, pequeño. Te haré daño. No busques mezclarte en mi vida. Tú tienes ambición, energía y tantas cualidades que puedes elegir tu camino.

Y tras una pausa agregó más bajo:

—El que yo sigo no es el buen camino, Raúl.

—¿Y por qué lo sigues, Josine? Esto es precisamente lo que me sorprende.

—Es muy tarde.

—¡Entonces, para mí también!

—No, tú eres joven. Vete. Escapa al destino que te amenaza.

—Pero ¿y tú, Josine?

—Ésa, pequeño, es mi vida, no la tuya.

—Vida espantosa que te hace sufrir.

—Si crees que es así, ¿por qué quieres compartirla conmigo?

—Porque te quiero.

—Razón de más para rehuirme, pequeño. Todo amor está, desde el principio, condenado entre nosotros. Te avergonzarías de mí y yo entonces no podría fiarme de ti.

—Te quiero.

—Hoy. Pero ¿y mañana? Raúl, obedece a la orden que te di la primera noche de nuestro encuentro en el dorso de mi fotografía: «No trates de encontrarme». Vete.

—Sí, sí —dijo Raúl lentamente—. Tienes razón. Pero es terrible pensar que todo habrá terminado entre nosotros antes de que yo haya tenido el tiempo de esperar… y que no te acordarás ya de mí.

—Nadie olvida a quien le ha salvado la vida dos veces.

—No, pero olvidarás que te quiero.

Ella inclinó la cabeza.

—No te olvidaré —dijo, y agregó con emoción—: Tu entusiasmo, tu ímpetu… todo lo que hay en ti de sincero y espontáneo… y otras cosas que no aclararé ahora… me han afectado infinitamente.

Mantenían sus manos enlazadas y sus ojos no se dejaban. Raúl temblaba de ternura. Ella le dijo con infinita dulzura:

—Cuando uno se separa para siempre, debe devolver las cosas que ha recibido. ¿Quieres devolverme mi fotografía, Raúl?

—No, no, ¡jamás!

—Entonces —dijo ella con aquella sonrisa que lo embriagaba—, seré más honesta que tú y te devolveré realmente lo que tú me has dado.

—¿Qué es, Josine?

—La primera noche… en el granero… mientras yo dormía, Raúl, tu te inclinaste sobre mí y sentí tus labios sobre los míos.

Rodeándole el cuello con las manos, ella atrajo la cabeza de Raúl y sus bocas se unieron:

—¡Ah, Josine —dijo él enloquecido de amor—, haz de mí lo que quieras, te quiero… te quiero…!

Caminaron bordeando el Sena. Los rosales se balanceaban a su paso. Sus trajes rozaban las largas hojas finas que la brisa agitaba. Iban hacia la felicidad, sin otros pensamientos que los que hacen estremecer a los amantes cuyas manos se cruzan.

—Una palabra más, Raúl —dijo ella deteniéndolo—. Una palabra. Siento que contigo seré violenta, exclusiva. ¿No hay otra mujer en tu vida?

—Ninguna.

—¡Ah! —exclamó ella amargamente—. Ya una mentira.

—¿Una mentira?

—¿Y Clarisa d’Etigues? Sí, os citabais en el campo. Os han visto.

Él se irritó. Una vieja historia… una aventurilla sin importancia.

—¿Lo juras?

—Te lo juro.

—Tanto mejor —dijo ella sombríamente—. Tanto mejor para ella. Y que nunca se interponga entre nosotros. Porque entonces…

Él la atrajo hacia sí.

—No quiero a nadie más que a ti, Josine. Nunca he amado más que a ti. Mi vida comienza hoy.