Capítulo V

Uno de los siete brazos

En algunos cuentos el héroe es víctima de las aventuras más extravagantes, pero en el desenlace descubre que todo fue un sueño. Una vez que Raúl hubo recuperado su bicicleta, detrás del terraplén en el que la había escondido la víspera, se preguntó de repente si no había sido sacudido por una cadena de ilusiones a ratos divertidas, pintorescas, temibles y en definitiva bastante decepcionantes.

La hipótesis no le convenció del todo. La realidad estaba en la fotografía que tenía entre sus manos, y más aún en el recuerdo embriagador del beso robado a los labios de Josefina Balsamo. Ésta era una certeza de la que no podía sustraerse.

Por primera vez, en ese momento —lo constató con cierto remordimiento, inmediatamente rechazado—, pensó en Clarisa de una forma clara y en las deliciosas horas de la mañana anterior. Pero, a la edad de Raúl, esas ingratitudes y esas contradicciones del corazón se arreglan fácilmente, y parecía como si se desdoblara en dos seres de los que uno continuaría amando en una especie de inconsciencia donde una parte del futuro queda comprometida y el otro se entrega con frenesí a todos los arrebatos de la pasión naciente. La imagen de Clarisa apareció, confusa y dolorosa, como al fondo de una pequeña capilla adornada con cirios vacilantes cerca de los cuales él iría a rezar de vez en cuando. Pero la condesa de Cagliostro se convertía de golpe en la única divinidad que se adora, una divinidad despótica y celosa que no permitiría que se le robara el menor pensamiento ni el menor secreto.

Raúl d’Andrésy —sigamos llamando así al que identifica por ahora a Arsenio Lupin— no había amado jamás. En realidad, le había faltado más tiempo que ocasiones. Ardiente de ambición, pero ignorando en qué dominio y por qué medios se realizarían sus sueños de gloria, de fortuna y poder, se prodigaba por todos lados para estar preparado a la llamada del destino. Inteligencia, ingenio, voluntad, destreza física, fuerza muscular, flexibilidad, resistencia, cultivaba estos dones hasta el límite, sorprendido él mismo de ver que estos límites retrocedían siempre frente al poder de sus esfuerzos.

Pero, además, de algo tenía que vivir, y él no tenía ningún recurso. A pesar de ser huérfano, solo en la vida, de no tener amigos, ni relaciones, a pesar de no tener profesión, vivía. ¿Cómo? Era un punto sobre el que él no habría podido dar explicaciones y al que ni él mismo prestaba atención. Se vive como se puede. Se hace frente a las necesidades y apetitos según las circunstancias.

«La suerte está de mi lado —se decía—. Tomemos la delantera. Será lo que deba ser e intuyo que será magnífico».

Fue entonces cuando se cruzó en su camino Josefina Balsamo. Inmediatamente sintió que para conquistarla pondría en juego toda la energía que había acumulado.

Para él, Josefina Balsamo no tenía nada en común con la «criatura infernal» que Beaumagnan había tratado de describir ante la imaginación inquieta de sus amigos. Toda esa visión sanguinaria, todo ese aparato de crímenes y perfidia, todos esos oropeles de bruja, se desvanecían como una pesadilla frente a la fotografía en la que veía los ojos límpidos y los puros labios de aquella mujer.

—Te encontraré —juró, cubriéndola de besos— y me amarás como yo te amo y serás para mí la amante más sumisa y la más querida. Leeré en tu vida misteriosa como en un libro abierto. Tu poder de adivinación, tus milagros, tu increíble juventud, todo lo que desconcierta a los demás y los espanta son juegos ingeniosos de los que reiremos juntos. Serás mía, Josefina Balsamo.

Juramento que hasta a Raúl le parecía una pretensión temerosa. En el fondo, Josefina Balsamo lo intimidaba aún, y no estaba lejos de sentir por ella cierta irritación, como un niño que quisiera ser igual y, sin embargo, debe someterse al más fuerte.

Durante dos días, Raúl se confinó en la pequeña habitación que ocupaba en la planta baja de la posada. Una de las ventanas daba a un patio plantado de manzanos. Días de meditación y espera, paseando por las tardes por el campo normando, es decir, paseando por los lugares donde era posible encontrar a Josefina Balsamo.

En efecto, él suponía que la joven, herida aún por la horrible prueba, no volvería inmediatamente a su casa en París. Estando viva, era imprescindible que los que la habían asesinado la creyeran muerta. Además, tanto para vengarse como para llegar antes que ellos al objetivo que se habían propuesto, no debía de haberse alejado demasiado del campo de batalla.

La tarde del tercer día, Raúl encontró sobre la mesa de su cuarto un ramo de flores de abril: vincapervincas, narcisos, prímulas, primaveras silvestres. Preguntó a la posadera, pero no había visto a nadie.

«Es ella», pensó abrazando las flores que ella acababa de tocar.

Cuatro días consecutivos se apostó en el fondo del patio, detrás de una cochera. Cuando se oía un paso, su corazón saltaba. Cada decepción le producía un profundo dolor.

Pero el cuarto día, a las cinco, entre los árboles y los matorrales que adornaban el declive del patio, oyó como un frufrú de tela. Vislumbró un vestido. Hizo un movimiento para abalanzarse, pero de pronto se contuvo y dominó su rabia.

Reconoció a Clarisa d’Etigues.

Tenía en la mano un ramo de flores exactamente igual al otro. Cruzó suavemente la distancia que la separaba del primer piso y, extendiendo un brazo por la ventana, dejó las flores.

Cuando volvía sobre sus pasos, Raúl la vio de frente y quedó sorprendido de su palidez. Sus mejillas habían perdido el tinte fresco y sus ojos ojerosos revelaban tristeza y largas horas de insomnio.

«Sufriré mucho por ti», había dicho Clarisa sin prever, no obstante, que sus sufrimientos comenzarían tan pronto y que el mismo día que se entregaba a Raúl era el día de la despedida y del inexplicable abandono.

Él recordó la predicción irritándose contra ella del mal que le hacía y furioso de haberse equivocado al esperar que la portadora de las flores fuera Josefina Balsamo; no la llamó.

Sin embargo, fue a Clarisa —a Clarisa, que destruía así ella misma su última posibilidad de felicidad—, a quien debió la preciosa indicación que necesitaba para orientarse en la noche. Una hora más tarde, encontraba una nota atada a una de las ramas y después de abrirla, leyó con impaciencia:

Querido, ¿todo ha terminado ya? No, ¿verdad? Dime que lloro sin motivos… No es posible que ya tengas bastante de tu Clarisa.

Querido, esta noche todos toman el tren y estarán de vuelta mañana muy tarde. ¿Vendrás, no es cierto? ¿No me dejarás llorar más, verdad?… Ven, querido mío.

Pobres líneas desoladoras. Raúl no se enterneció. Pensaba en el viaje anunciado y recordaba la acusación de Beaumagnan: «Sabiendo por mí que debíamos visitar de arriba a abajo una propiedad vecina de Dieppe, ella se precipitó…».

¿No era éste el objetivo de la expedición? ¿Y no habría allí, para Raúl, una ocasión de intervenir en la lucha y de sacar de los acontecimientos todo el partido que suponían?

Aquella misma noche, a las siete, vestido de pescador, irreconocible bajo la pintura ocre que enrojecía su rostro, subió en el mismo tren que el barón D’Etigues y Oscar de Bennetot, hizo los mismos cambios de tren que ellos y bajó como ellos en una pequeña estación donde durmió.

A la mañana del día siguiente, D’Ormont, Rolleville y Roux d’Etiers vinieron a buscar a sus amigos en coche. Raúl se lanzó tras ellos.

A unos diez kilómetros, el cupé se detuvo ante una gran mansión ruinosa que se llamaba el Castillo de Gueures. Al acercarse a la reja abierta, Raúl comprobó que en el parque una cuadrilla de obreros revolvían la tierra de las alamedas y del césped.

Eran las diez. En la escalinata los contratistas recibieron a los cinco socios. Raúl entró sin llamar la atención, se mezcló con los obreros y los interrogó. Se enteró entonces de que el Castillo de Gueures acababa de ser comprado por el marqués de Rolleville y que los trabajos habían comenzado aquella misma mañana.

Raúl oyó que uno de los contratantes respondía al barón:

—Sí, señor. Las instrucciones ya están dadas. Aquellos de mis hombres que encontraran removiendo el suelo piezas de monedas, objetos de metal, hierro, cobre, etcétera, tienen orden de entregarlos contra una recompensa.

Era evidente que todos esos trastornos no tenían otra razón que el descubrimiento de algo. «Pero ¿de qué?», se preguntaba Raúl.

Se paseó por el parque, dio la vuelta al castillo y se metió en las bodegas.

A las once y media no había llegado a ningún resultado y sin embargo la necesidad de actuar se imponía en su espíritu con creciente fuerza. Toda demora brindaba a los demás mayores facilidades y él corría el riesgo de encontrarse con el hecho consumado.

En aquel momento, el grupo de los cinco amigos se encontraba detrás de la mansión, en una extensa explanada que dominaba el parque. Un pequeño muro con barandilla la bordeaba, marcado de tanto en tanto por doce pilares de ladrillos que servían de pedestal a viejos vasos de piedra, casi todos rotos.

Un equipo de obreros armados de picos empezó a demoler el muro. Raúl los miraba, pensativamente, las manos en los bolsillos, el cigarrillo en los labios, sin preocuparse de que su presencia pudiera parecer anormal en aquel lugar.

Godefroy d’Etigues liaba un cigarrillo con una hoja de papel. Como no tenía, se acercó a Raúl y le pidió fuego.

Raúl le tendió su cigarrillo y, mientras el otro encendía el suyo, todo un plan se forjó en su mente, un plan espontáneo, muy simple, en el que los menores detalles aparecían en una sucesión lógica. Pero tenía que darse prisa.

Raúl se quitó la gorra dejando al descubierto su cabello bien cuidado, que no era precisamente el de un pescador.

El barón D’Etigues lo miró con atención y, de pronto, tuvo un arranque de cólera.

—¡Usted otra vez! ¡Y disfrazado! ¿Qué significa esta nueva maniobra? ¿Cómo ha tenido la audacia de perseguirme hasta aquí? ¡Ya le he dicho de la forma más categórica que un matrimonio entre usted y mi hija es imposible!

Raúl le cogió bruscamente del brazo y dijo con voz firme:

—Nada de escándalos. Perderemos los dos. Lléveme adonde están sus amigos.

Godefroy quiso resistirse.

—Lléveme al lugar donde están sus amigos —repitió Raúl—. Vengo a hacerles un favor. ¿Qué es lo que buscan? Un candelabro, ¿no es cierto?

—Sí —respondió el barón, a pesar suyo.

—Un candelabro de siete brazos, eso es. Yo sé dónde está escondido. Más tarde le daré otras indicaciones que les serán útiles para lo que buscan. Hablaremos entonces de la señorita D’Etigues. Hoy no se trata de ella… Llame a sus amigos, rápido.

Godefroy vacilaba, pero las promesas y la seguridad de Raúl lo impresionaron. Llamó a sus amigos, que se acercaron enseguida.

—Conozco a este muchacho —dijo— y, según él, puede que encontremos…

—Ningún «puede», señor —le interrumpió Raúl—. Yo soy de aquí. De niño jugaba en este castillo con los hijos de un viejo jardinero, que era el guardián y que muy a menudo nos enseñaba una argolla empotrada en la pared de una de las bodegas. «Hay un escondite ahí», decía, «yo he visto cómo escondían antigüedades, candelabros, péndulos…».

Estas revelaciones excitaron a los amigos de Godefroy.

—¿En las bodegas? —se apresuró a preguntar Bennetot—. Ya las hemos visitado.

—No demasiado bien —afirmó Raúl—. Yo les conduciré.

Se llegaba a los sótanos por una escalera que bajaba desde el exterior del subsuelo. Dos grandes puertas se abrían sobre algunos escalones desde los que comenzaba una serie de salas abovedadas.

—La tercera a la derecha —dijo Raúl que, en el curso de sus investigaciones, había estudiado el lugar—. Miren… ésta…

Hizo entrar a los cinco en una pequeña bodega oscura en la que era necesario agacharse.

—No se ve nada —se quejó d’Estiers.

—En efecto —dijo Raúl—. Pero tengo cerillas y he visto en los escalones una vela. Un minuto… Voy.

Cerró la puerta de la bodega, hizo girar la llave y se alejó gritando a los cautivos;

—Enciendan los siete brazos del candelabro. Lo encontrarán debajo de la última losa, cuidadosamente envuelto en telarañas…

No estaba aún afuera cuando oyó los golpes que los cinco amigos daban furiosamente contra la puerta, y pensó que esa puerta tambaleante y carcomida no resistiría mucho tiempo. Pero este tiempo le era suficiente.

Saltó a la explanada, cogió un pico de las manos de un obrero y corrió al noveno pilar, del que hizo volar en pedazos el vaso. Enseguida atacó una cornisa de cemento resquebrajada que protegía los ladrillos y que no tardó en caer destrozada. En el espacio que la disposición de los ladrillos dejaba desocupado, había una mezcla de tierra y piedras de donde Raúl pudo extraer sin esfuerzo un tronco de metal roído que, por supuesto, era uno de los brazos de esos grandes candelabros litúrgicos que se ven en algunos altares.

Un grupo de obreros formaba un círculo alrededor suyo y exclamó al ver el objeto que extraía Raúl. Por primera vez en la mañana, se había descubierto algo.

Raúl mantendría su sangre fría y fingiría ir a reunirse con los cinco amigos para entregárselo. Pero precisamente en aquel mismo instante, se oyeron gritos provenientes de la mansión y a Rolleville, seguido de los otros, que vociferaba:

—¡Al ladrón! ¡Deténganlo! ¡Al ladrón!

Raúl se tiró de cabeza en el grupo de obreros y huyó. Era absurdo, como toda su conducta desde hacía un rato, ya que, si lo que quería era ganarse la confianza del barón y sus amigos, no hubiera debido encerrarlos en un sótano ni robarles lo que buscaban. Pero, en realidad, Raúl luchaba por Josefina Balsamo y no tenía otro objetivo que ofrecerle, un día u otro, el trofeo que acababa de conquistar. Se escapó entonces a toda velocidad.

El camino de la verja principal estaba vigilado, cruzó un charco, se deshizo de los dos hombres que querían cogerlo y, seguido a una veintena de metros de una horda de agresores que gritaban como desquiciados, se metió en un huerto totalmente cerrado por murallas de impresionante altura.

«No —pensó—, ¡estoy bloqueado! Ésta es una encerrona, un cerco… ¿Por qué me habré metido aquí?».

El huerto estaba dominado a la izquierda por la iglesia de la villa y el cementerio de la iglesia se prolongaba, en el interior del huerto, por un pequeño espacio cerrado que servía en otros tiempos de sepultura a los castellanos de Gueures. Fuertes verjas lo rodeaban. Estaba lleno de vegetación. En el mismo segundo en que Raúl bajaba rápidamente a lo largo de las vegas, una puerta se entreabrió, dejando pasar un brazo; una mano cogió la del joven y Raúl, perplejo, se vio arrastrado a un oscuro macizo por una mujer que cerró bruscamente la puerta en las mismas narices de los asaltantes.

Adivinó, más que reconoció, a Josefina Balsamo.

—Ven —dijo ella, agachándose entre los árboles.

Otra puerta estaba abierta en la pared y comunicaba con el cementerio de la ciudad.

En el presbiterio de la iglesia una berlina pasada de moda, de ésas que ya no se encuentran en esta época en el campo, estacionaba enganchada a dos caballitos flacos y descuidados. En el asiento, un cochero de barba encanecida, con la espalda encorvada bajo una blusa celeste.

Raúl y la condesa subieron precipitadamente. Nadie los había visto.

—Leonardo —dijo ella al cochero—, por Loneray y Doudeville. ¡Rápido!

La iglesia estaba en una punta del pueblo. Al tomar el camino de Loneray, se evitaba pasar por el centro. Se veía una larga costa dominada por una extensa meseta. Los dos caballos, extenuados, la subieron a la velocidad de los grandes trotadores que suben la cuesta de un hipódromo.

Así, el interior de la berlina, que ofrecía por fuera tan mal aspecto, era por dentro espaciosa, confortable, protegida contra las miradas indiscretas por verjillas de madera y tan íntima que Raúl cayó de rodillas y dio libre curso a su exaltación amorosa.

Estaba sofocado de alegría. Se ofendiera o no la condesa de Cagliostro, consideró que este segundo encuentro, en condiciones tan particulares y después de la noche en que la había salvado, establecía entre ellos una relación que le permitía quemar algunas etapas previas y comenzar por una declaración en toda regla.

La hizo de un solo tirón, alegremente, de una forma que hubiera desarmado a la más huraña de las mujeres.

—¿Tú? ¿Eres tú? ¡Esto es a lo que llamo un golpe teatral! En el mismo momento en que iba a perderlo todo, he aquí que Josefina Balsamo surge de las sombras y me salva a mí. ¡Ah, qué feliz soy, cuánto te quiero! ¡Te quiero desde hace años… desde hace un siglo! Sí, eso es, tengo cien años de amor en mí… un viejo amor joven como tú… y bello como tú eres bella… ¡Eres tan hermosa…! Es imposible mirarte sin emocionarse… Es una alegría y, al mismo tiempo resulta exasperante pensar que, pase lo que pase, no se podrá jamás extinguir toda la belleza que hay en ti. La expresión de tu sonrisa, de tu mirada, será siempre huidiza.

Se estremeció y murmuró:

—¡Oh, tus ojos me han mirado! Entonces, ¿no estás resentida contra mí? ¿Aceptas pues que te llame mi amor?

Ella entreabrió la puertecilla:

—¿Y si te pidiera que bajaras?

—Me negaría.

—¿Si llamara al cochero en mi ayuda?

—Lo mataría.

—Y ¿si me apeara yo?

—Continuaría mi declaración por el camino.

Ella se puso a reír.

—Bueno, tienes respuesta a todo. Quédate. Pero ¡basta de locuras! Cuéntame, más bien, qué te ha pasado y por qué te perseguían esos hombres.

—Sí —exclamó triunfante Raúl—, te lo contaré todo, ya que no me rechazas… ya que aceptas mi amor.

—Pero si yo no acepto nada —dijo ella riendo—. Tú me abrumas con tus declaraciones, sin siquiera conocerme.

—¡Que no te conozco!

—Apenas me has visto de noche y a la luz de una linterna.

—Y el día que precedió esa noche, ¿no te vi? ¿Acaso no tuve el tiempo de admirarte durante toda esa abominable sesión de la Haie d’Etigues?

Ella lo observó poniéndose de pronto seria.

—¡Ah! ¿Tú estabas allí?

—Yo estaba allí —respondió él, con un ardor pleno de juventud—. Estaba allí y sé quién eres. ¡Hija de Cagliostro, yo te conozco! ¡Abajo las máscaras! Napoleón I te tuteaba… ¡Traicionaste a Napoleón III, serviste a Bismarck, y llevaste al bravo general Boulanger al suicidio! ¡Te bañas en la Fuente de la Juventud. Tienes cien años…! y yo te quiero;

* * *

Una arruga de preocupación marcaba ligeramente su frente pura. Repitió:

—¡Ah, con que estabas allí… ya lo suponía! Los miserables, cuánto me han hecho sufrir… Y ¿has oído también sus odiosas acusaciones…?

—He oído cosas estúpidas —gritó Raúl— y he visto una banda de energúmenos que te odiaban como se odia todo lo que es hermoso. Y creo que todo eso es sólo demencia y absurdo. No pensemos más en eso por hoy. Quiero sólo recordar milagros encantadores que nacen bajo tus pasos como flores. Quiero creer en tu juventud eterna. Quiero creer que, aunque no te hubiera salvado, no habrías muerto. Quiero creer que mi amor es sobrenatural y que hace poco has salido por encanto del tronco de un arbusto.

Ella sacudió la cabeza, tranquilizada.

—Para visitar el jardín de Gueures, había pasado ya por esta vieja puerta, cuya llave estaba en la cerradura y, como sabía que iban a empezar las excavaciones esta mañana, estaba al acecho.

—¡Milagro, te digo! ¿Y no lo es también esto? Desde hace semanas y meses, puede que más aún, buscan en este parque un candelabro de siete brazos, y para encontrarlo en pocos minutos en medio de esta multitud y a pesar de la vigilancia de nuestros adversarios, me ha bastado querer encontrarlo y pensar en el placer que tú tendrías.

Ella pareció estupefacta:

—¿Qué? ¿Qué dices?… Tú… tú no habrás descubierto…

—El objeto mismo, no, pero sí uno de los siete brazos. Toma.

Josefina Balsamo se apoderó del trozo de metal y lo examinó febrilmente. Era un tronco redondeado, bastante fuerte, ligeramente ondulado y en el que el metal desaparecía bajo una capa espesa de verdín. Una de las extremidades, un poco aplastada, llevaba sobre una de las caras una gruesa piedra violeta, redondeada.

—Sí, sí —murmuró ella—. Ninguna duda posible, el brazo ha sido aserrado a ras del pedestal. ¡Oh, tú no puedes saber cuánto te lo agradezco…

Raúl hizo en algunas frases pintorescas el relato de la batalla. La muchacha no podía creerlo.

—¿Cómo se te ocurrió? ¿Cómo intuiste que podía estar en el noveno pilar y no en el otro? No habrá sido por casualidad.

—De ninguna de las maneras —afirmó él—. Una seguridad. Once pilares de los doce habían sido construidos antes del final del siglo XVIII. El noveno, tiempo después.

—¿Y cómo lo sabías?

—Porque el tamaño de los ladrillos de los demás pilares corresponde a ladrillos que ya no se hacen desde hace doscientos años, y los del noveno son como los que se hacen hasta ahora. Por lo tanto, el noveno pilar había sido demolido y rehecho. ¿Para qué, sino para esconder ese objeto?

Josefina Balsamo guardó un largo silencio. Después dijo lentamente;

—Es extraordinario… Yo no habría creído jamás que se pudiera llegar a eso de esa manera… y tan rápido… allí donde todos habíamos fracasado… Sí, en efecto —agregó—, un milagro…

—Un milagro de amor —insistió Raúl.

La berlina volaba con una rapidez inconcebible, a menudo por caminos poco frecuentados que evitaban pasar por los pueblos. Ni las subidas ni las bajadas desalentaban al endiablado ardor de los dos caballitos, tan flacos. A derecha e izquierda, la planicie se deslizaba y pasaba como en imágenes.

—¿Beaumagnan estaba? —preguntó la condesa.

—No, por suerte.

—¿Por suerte?

—De estar lo habría estrangulado. Detesto a ese personaje siniestro.

—Menos que yo —dijo ella con una voz dura.

—Pero tú, no siempre lo has odiado —dijo Raúl, incapaz de contener los celos.

—Mentiras, calumnias —afirmó Josefina Balsamo sin levantar el tono—. Beaumagnan es un impostor y un desequilibrado, con un orgullo malsano, y es porque lo he rechazado que él desea mi muerte. Se lo dije el otro día y él no protestó… porque no podía protestar…

Raúl cayó de nuevo de rodillas, en un repentino arrebato.

—¡Ah, dulces palabras! —gritó—. Entonces, ¿nunca lo has querido? ¡Qué alivio! ¿Cómo iba Josefina Balsamo a enamorarse de un Beaumagnan…?

Él reía y palmeaba:

—Escucha, no quiero llamarte más así, Josefina no es un bonito nombre. ¿Qué te parece Josine? Eso es, te llamaré como te llamaba Napoleón y tu madre Beauharnais. ¿De acuerdo? Tú eres Josine… mi Josine…

—Un poco de respeto —dijo ella sonriendo de sus chiquilladas—. Yo no soy tu Josine.

—¡Respeto! ¡Pero si no cabe más en mí! ¡Y cómo! Estamos encerrados uno al lado del otro… tú estás sin defensa y yo permanezco postrado ante ti como frente a un ídolo. ¡Y tengo miedo! ¡Tiemblo! ¡Si me dieras tu mano a besar, no me atrevería…!