Capítulo IV

La barca que se hunde

Las tinieblas se hacían espesas. Godefroy d’Etigues encendió una lámpara, y los dos primos se instalaron para la fúnebre velada. Bajo el resplandor tenían unas caras siniestras en las que la idea del crimen estampaba una mueca.

—Debieras haber traído una botella de ron —refunfuñó Oscar de Bennetot—. Hay momentos en los que es preciso no saber lo que se hace.

—No estamos en uno de esos momentos —replicó el barón—. ¡Todo lo contrario! Necesitamos de toda nuestra atención.

—Muy alegre.

—Hubieras debido discutir con Beaumagnan y negarle tu ayuda.

—No era posible.

—Entonces, obedece.

Pasó aún más tiempo. Ningún ruido llegaba del castillo ni del campo adormecido.

Bennetot se acercó a la cautiva, escuchó y dijo:

—Ni siquiera gime. Es una mujer valiente.

Después agregó con una voz que revelaba cierto temor:

—¿Tú crees todo lo que ha dicho sobre ella?

—¿Qué?

—¿Su edad… todas esas historias de otros tiempos?

—¡Tonterías!

—Beaumagnan lo cree realmente.

—¿Es que acaso se puede saber lo que piensa Beaumagnan?

—Reconócelo, de todas maneras, Godefroy, hay cosas curiosas… y todo hace suponer que no nació ayer.

Godefroy d’Etigues murmuró:

—Sí, evidentemente… Yo mismo, al leer, era a ella a quien me dirigía, como si hubiera vivido realmente en esa época.

—Entonces, ¿tú lo crees?

—Basta, no hablemos más, que ya es bastante estar mezclados en este asunto. ¡Ah!, te juro por Dios —dijo levantando el tono— que si hubiese podido negarme, y sin obrar con miramientos… Si sólo…

Godefroy no estaba de humor para conversar, y no agregó nada más sobre este asunto que parecía serle infinitamente desagradable.

Sin embargo, Bennetot continuaba:

—Yo también, te juro por Dios que huiría. Y fíjate, tengo la idea de que hemos sido engañados en toda la línea. Sí, ya te lo he dicho: Beaumagnan sabe mucho más que nosotros y nosotros no somos más que títeres en sus manos. Cuando un día u otro no nos necesite más, nos saludará y nos daremos cuenta de que ha escamoteado el negocio en su provecho.

—Eso, nunca.

—Sin embargo… —objetó Bennetot.

Godefroy le puso la mano sobre la boca y cuchicheó:

—Cállate, ella nos escucha.

—¿Y qué importa? —dijo el otro—. Dentro de un rato…

No osaron volver a romper el silencio. Cada tanto el reloj de la iglesia sonaba y ellos contaban los golpes con los labios, mirándose.

Cuando contaron diez, Godefroy d’Etigues dio un formidable puñetazo sobre la mesa que hizo saltar la lámpara.

—¡Diablos! Debemos irnos.

—¡Ah! —exclamó Bennetot—. ¡Qué horror! ¿Vamos solos?

—Los demás quieren acompañarnos, pero los detendré en lo alto del acantilado. No olvides que ellos creen en lo del barco inglés.

—Yo preferiría que fuéramos todos.

—Cállate, la orden es de que vayamos sólo los dos. Los demás podrían hablar. ¡Estaría bueno! Mira, aquí llegan.

Eran los que no habían tomado el tren, es decir, D’Ormont, Rolleville y Roux d’Etiers. Llegaron con un farolillo que el barón les hizo apagar.

—Nada de luz —dijo—. Podrían ver la luz paseando por el acantilado y hablarían después. ¿Todos los sirvientes están acostados?

—Sí.

—Y ¿Clarisa?

—No ha salido de su habitación.

—Efectivamente —dijo el barón—, hoy ha estado un poco enferma. ¡En marcha!

D’Ormont y Rolleville levantaron la camilla. Atravesaron el vergel y avanzaron por un terreno de tierra para llegar al sendero que conducía a la Escalera del Curé. El cielo estaba negro, sin estrellas, y el cortejo, a tientas, tropezaba y chocaba en los bordes y declives. Las maldiciones fueron ahogadas por la cólera de Godefroy.

—No hagan ruido, por Dios. Podrían reconocer nuestras voces.

—¿Quién, Godefroy? No hay absolutamente nadie y tú debes haber tomado tus precauciones con los aduaneros.

—Sí, están en la taberna, invitados por un hombre que merece toda mi confianza. Pero, de todas formas, podría haber una ronda.

La meseta se ahondaba en una depresión que seguía el camino. Mal que bien, llegaron al lugar donde comenzaba la escalera. Ésta había sido tallada en el acantilado por iniciativa de un cura de Bénouville para que la gente pudiera descender hasta la playa. Durante el día los orificios hechos en la piedra se iluminan y abren al mar vistas magníficas, desde donde las olas vienen a golpear las rocas y hacia el que parece que uno vaya a precipitarse.

—Esto va a ser difícil —dijo Rolleville—. Podríamos ayudarlos. Los iluminaremos.

—No —replicó el barón—, es más prudente separarnos.

Los demás obedecieron y se alejaron. Los dos primos, sin pérdida de tiempo, comenzaron la difícil operación de descender.

Tomó su tiempo. Los escalones eran muy altos y las vueltas a veces tan bruscas que faltaba lugar para la camilla y había que levantarla. La luz de la linterna no los iluminaba más que a ráfagas. Oscar de Bennetot no abandonaba su malhumor hasta el punto de que, en su instinto de hidalgo un poco rudo, proponía echar simplemente «todo eso» por la borda: es decir, por uno de los orificios.

Finalmente llegaron a una playa de arena fina donde pudieron recobrar el aliento. A cierta distancia descansaban las dos barcas, una al lado de la otra. El mar, muy sereno, sin olas, mojaba las quillas. Bennetot mostró el agujero que había hecho en la más pequeña de las barcas y que, provisoriamente, quedaba cerrado por un tapón de paja. Depositaron la camilla sobre tres maderos que adornaban la barca.

—Atémoslo todo junto —ordenó enérgicamente Godefroy d’Etigues.

—Y si alguna vez —intervino Bennetot— hay una investigación y se descubre la cosa en el fondo del mar, esa camilla sería una prueba contra nosotros.

—Tenemos que ir lo bastante lejos como para que nunca se descubra nada. Además, es una vieja camilla fuera de uso desde hace veinte años. La he sacado de una granja abandonada. No hay ningún peligro.

Hablaba temblando, con una voz despavorida que Bennetot no le conocía.

—¿Qué tienes, Godefroy?

—¿Yo? ¿Qué quieres que tenga?

—¿Entonces?

—Empujemos la barca… Pero, según las instrucciones de Beaumagnan, se le debe sacar la mordaza y se le debe preguntar si tiene alguna voluntad que pedir. ¿Quieres hacerlo tú?

—¿Tocarla? —balbuceó Bennetot— ¿verla? Preferiría reventar… ¿y tú?

—Yo tampoco podría… no podría…

—Sin embargo, es culpable… Ha asesinado…

—Sí, sí… al menos, parece probable… Pero tiene un aspecto tan dulce…

—Sí —dijo Bennetot—, es tan bella… tan bella como la Virgen…

Al mismo tiempo, ambos cayeron de rodillas sobre la arena y se pusieron a rezar en voz alta por aquella que iba a morir y sobre la que imploraban la «intervención de la Virgen María».

Godefroy entremezclaba versículos y súplicas, que Bennetot acompasaba al azar con fervientes amenes. Esto pareció devolverles un poco de valor, pues se levantaron bruscamente, ávidos de terminar. Bennetot trajo la enorme piedra que había preparado, la enlazó fuertemente a la argolla de hierro y empujó la barca, que flotó enseguida sobre el mar tranquilo. Después, de común esfuerzo, hicieron deslizar la otra barca y saltaron dentro. Godefroy cogió los dos remos, mientras que Bennetot, con ayuda de una cuerda, remolcaba la barca de la condenada.

Así fueron alejándose, a pequeños golpes de remo que hacían un fresco rumor de gotas. Sombras más negras que la noche les permitían guiarse más o menos entre las rocas y deslizarse hacia alta mar. Pero al cabo de veinte minutos, la marcha se desaceleró y la embarcación se detuvo.

—No puedo más… —murmuró el barón, desfalleciente—, mis brazos se niegan. Te toca a ti…

—No tendré fuerzas… —reconoció Bennetot.

Godefroy hizo una nueva tentativa y dijo, renunciando:

—De todas formas, ¿para qué? Seguramente ya hemos pasado el canal. ¿Piensa lo mismo?

El otro aprobó.

—Además, esta brisa llevará el barco aún más allá del canal.

—Entonces, quita el tapón de paja.

—Deberías hacerlo tú —protestó Bennetot, para quien ese gesto era el gesto del asesinato.

—¡Basta de tonterías! Terminemos.

Bennetot tiró de la cuerda. La quilla de la otra barca se acercó y se balanceó contra él. No tenía más que estirarse y hundir la mano.

—Tengo miedo, Godefroy —tartamudeó—. Por mi salvación eterna, no soy yo quien actúa, sino tú ¿me escuchas?

Godefroy se abalanzó, lo empujó, se inclinó por encima de la borda y, hundiendo su mano, de un solo tirón arrancó el tapón. Hubo un gluglú de agua que burbujea. Este ruido le afectó tanto que intentó tapar el agujero. Demasiado tarde. Bennetot había tomado los remos y, recuperada toda su energía, espantado él también del ruido que había oído, ponía con un esfuerzo violento gran distancia entre las dos embarcaciones.

—¡Alto! —ordenó Godefroy—. ¡Alto! Quiero salvarla. ¡Para, por Dios! ¡Ah, tú, tú la has matado, has sido tú…! ¡Asesino…! ¡Asesino…! Yo, en tu lugar, la habría salvado…

Sin embargo, Bennetot, loco de terror, sin comprender nada, remaba hasta casi romper los remos.

El cadáver quedó solo, pues, ¿era posible llamar de otra manera al ser inerte, impotente y condenado a muerte que la barca herida llevaba? Fatalmente, el agua alcanzaría el interior del barco en algunos minutos. La endeble embarcación sería engullida.

Godefroy d’Etigues lo sabía. Por eso, viendo él también lo irreparable, cogió un remo y, sin preocuparse de ser oídos, los dos cómplices se curvaron en esfuerzos desesperados para huir lo más rápido posible del lugar del crimen. Tenían miedo de oír algún grito de angustia o el murmullo aterrador de alguien que se hunde y sobre quien el agua se cierra para siempre.

La canoa se balanceaba al ras del agua casi inmóvil, sobre la que el aire, cargado de nubes muy bajas, parecía pesar más que nunca.

D’Etigues y Bennetot debían de estar a mitad del camino de vuelta. Todo ruido había cesado.

En ese momento, la barca se inclinó a estribor y, en esa especie de torpeza horrible en la que agonizaba, la mujer tuvo la sensación de que el desenlace se produciría. No tuvo ningún sobresalto, ninguna rebelión. La aceptación de la muerte provoca un estado de espíritu por el que parece que uno ya se encuentra al otro lado de la vida.

Sin embargo, se sorprendía de no temblar al contacto con el agua helada, que era lo más temido por su piel de mujer. No, la barca no se hundía. Parecía más bien a punto de volcar, como si alguien intentara subir por uno de sus lados.

¿Alguien? ¿El barón? ¿Su cómplice? Pensó que no debían de ser ni uno ni otro, pues una voz que no conocía murmuró:

—Tranquilícese, soy un amigo que viene a salvarla… —El amigo se inclinó sobre ella y, sin saber si lo oía, explicó—: Usted no me ha visto nunca… Me llamo Raúl… Raúl d’Andrésy… Todo está bien… He tapado el agujero con un trozo de madera envuelto en un trapo. Arreglo momentáneo, pero que será suficiente… De entrada, deshagámonos de esta enorme piedra.

Con ayuda de un cuchillo, cortó las sogas que ataban a la mujer, cogió la piedra y la tiró al agua. Después, separando la manta que la cubría, se inclinó y le dijo:

—¡Me alegro! Las cosas me han salido mejor de lo que esperaba y usted está a salvo. El agua no llegó a alcanzarla ¿verdad? ¡Qué suerte? ¿No le duele nada?

Ella murmuró casi imperceptiblemente:

—Sí… el tobillo… las ataduras me torcían el pie.

—No será nada —dijo él—. Lo esencial ahora es llegar a la orilla. Sus dos verdugos deben de haber tomado tierra y subir ahora la escalera a toda velocidad. No tenemos nada que temer, pues.

Hizo los preparativos. Recogió un remo que había escondido en el fondo, lo colocó en la popa y se puso a cinglar.

Continuó sus explicaciones en tono alegre, como si estuviera en una excursión de placer.

—Tengo que presentarme un poco mejor, aunque no estoy muy presentable. Por todo traje, algo así como un calzón de baño que yo mismo hice y al que até un cuchillo… Bueno, Raúl d’Andrésy para servirle, ya que el azar me lo permite. ¡Oh, un azar muy simple!… Sorprendí una conversación… Supe que se maquinaba un complot contra cierta dama… Entonces tomé la delantera. Descendí a la playa, y cuando los dos primos abandonaron el túnel en las rocas, me metí en el agua. No tuve más que colgarme de su barca desde que comenzaron a remolcarla. Eso fue lo que hice. Ninguno de los dos advirtió que su víctima llevaba un campeón de natación dispuesto a salvarla. Eso es todo, ya se lo contaré en detalle más tarde cuando usted pueda entenderme. Por el momento, tengo la sensación de hablar en el vacío.

Se calló un minuto.

—Me duele todo —dijo ella—, estoy agotada…

—Un consejo —contestó Raúl—: pierda el conocimiento. Nada descansa más que perder el conocimiento.

Ella debió obedecer ya que, después de algunos gemidos, respiraba calma y regularmente. Raúl le cubrió la cara y terminó:

—Es mejor así. Puedo hacer lo que me da la gana sin tener que dar cuentas a nadie.

Lo cual, por otra parte, no le impidió monologar con toda la satisfacción de alguien que está orgulloso de sí mismo y hasta de sus menores actos. La barca avanzaba veloz bajo sus impulsos. La masa de los acantilados comenzaba a divisarse.

Cuando la punta de la quilla rechinó en la arena, saltó, cogió a la muchacha en brazos, con una facilidad que revelaba el poder de sus músculos, y la depositó al pie del acantilado.

—También campeón de boxeo y de lucha romana. Le confesaré, ya que no puede oírme, que se lo debo a mi padre… Le debo muchas cosas más. Pero ¡basta de historias…! Descanse aquí sobre esta roca, donde estará al abrigo de malignas olas… En cuanto a mí, me voy. Supongo que entre sus proyectos estará el vengarse de los primitos; es preciso, por lo tanto, que no encuentren la barca y que la crean en el fondo del mar. Así que un poco de paciencia.

Sin demorarse más, Raúl d’Andrésy ejecutó lo que había anunciado. Nuevamente, condujo la barca hasta alta mar, sacó el tapón y, convencido de que desaparecería, saltó al agua. De vuelta a la orilla, buscó sus ropas, que había escondido en un hueco de las rocas, se sacó el traje de baño y se vistió.

—Vamos —dijo al reunirse con la muchacha— tenemos que subir y no es precisamente lo más fácil.

Ella salió poco a poco de su desmayo y, a la luz de la linterna, Raúl vio que abría los ojos.

Ayudada por él, trató de ponerse en pie, pero el dolor le arrancó un grito y cayó sin fuerzas. Él le desató el zapato y vio que la media estaba cubierta de sangre. Herida poco peligrosa, pero que la hacía sufrir. Con un pañuelo, Raúl vendó el tobillo y decidió la ascensión inmediata.

La cargó sobre la espalda y comenzó la escalada. ¡Trescientos cincuenta escalones! Si Godefroy d’Etigues y Bennetot habían sufrido para bajarla, qué sería el esfuerzo contrario para un adolescente. Cuatro veces tuvo que detenerse, cubierto de sudor, con la sensación de que sería imposible continuar.

Sin embargo, continuaba siempre de buen humor. Cuando se detuvo por tercera vez, se sentó, la acostó sobre sus rodillas y le pareció que ella reía de sus bromas y de su elocuencia incontrolable. Acabó la ascensión apretándola con fuerza contra su pecho, mientras sus manos sentían el cuerpo encantador y las formas suaves de aquella mujer perturbadora.

Una vez arriba, no descansó. Un viento fresco se había levantado y barría la planicie. Tenía prisa por poner a la joven al abrigo. De un solo impulso, atravesó los campos y la llevó hasta una granja solitaria a la que, desde el principio, se había propuesto llegar. Precavido, había llevado antes dos botellas de agua fresca, coñac y algunos alimentos.

Apoyó la escala contra la pared delantera, volvió a coger su carga, empujó el panel de madera que cerraba el altillo de la granja y dejó caer la escala.

—Doce horas de seguridad y sueño. Nadie nos molestará. Mañana, al mediodía, buscaré un coche y la llevaré adonde quiera.

Y así, después de una tan trágica y maravillosa aventura, estaban a salvo uno al lado del otro. ¡Qué lejos quedaban las horribles escenas del día! Tribunal de inquisición, jueces implacables, siniestros verdugos, Beaumagnan, el barón D’Etigues, la condena, el descenso hasta el mar, la barca que se hunde en el fondo de las tinieblas, qué pesadillas, borradas ya, y que terminaban en la intimidad de la víctima y su salvador.

A la luz de una lámpara colgada de una viga, tendió a la muchacha sobre la paja del granero, la cuidó, le dio de beber, curó suavemente su herida. Protegida por él, lejos de trampas o emboscadas, sin temer nada de sus enemigos, Josefina Balsamo se abandonó con confianza. Cerró los ojos y se durmió.

La lámpara iluminaba de lleno su hermoso rostro, al que la fiebre de tantas emociones daba color. Raúl se arrodilló junto a ella y la contempló largamente. Aturdida por el calor del granero, había abierto un poco su blusa, y Raúl contemplaba unos hombros armoniosos, que se unían en línea perfecta al cuello más puro.

Recordó el signo negro al que Beaumagnan había hecho alusión y que se veía en la miniatura. ¿Cómo podía resistir a la tentación de mirar, y de saber si realmente el mismo signo se encontraba allí, sobre el pecho de la mujer que él mismo había salvado de la muerte? Lentamente, apartó la tela. A la derecha, un lunar negro, como esas moscas que en otros tiempos se ponían las cortesanas, marcaba la piel blanca y sedosa y seguía el mismo ritmo de la respiración.

—¿Quién es usted? ¿Quién es usted? —murmuró él, desconcertado—. ¿De qué mundo viene?

Como los otros, él también experimentaba un malestar inexplicable y la impresión misteriosa que se desprendía de esta extraña criatura, de algunos detalles de su vida y de su aspecto físico empezó a ejercer su efecto sobre él. La interrogaba, a pesar suyo, como si la joven pudiera responderle en nombre de aquélla que en otro tiempo había servido de modelo a la miniatura.

Los labios de la joven pronunciaron palabras que él no comprendió, pero estaban tan cerca y el aliento que exhalaban era tan dulce que, tembloroso, los rozó con los suyos. Ella suspiró. Sus ojos se entreabrieron. Al ver a Raúl arrodillado, se ruborizó, sonriendo al mismo tiempo, y la sonrisa permaneció mientras los pesados párpados bajaban de nuevo dejándola otra vez sumergida en el sueño.

Raúl, loco de pasión, palpitando de deseo y de admiración, murmuraba frases exaltadas y juntaba las manos como delante de un ídolo al que hubiera dirigido el himno de adoración más ardiente y enloquecido.

—¡Qué bella eres…! No creía que pudiera haber tanta belleza en la vida. No sonrías… Comprendo que tengan ganas de hacerte llorar, tu sonrisa trastorna… Quisieron borrarla para que nunca nadie más la vea… ¡Ah, te suplico, sonríeme sólo a mí…!

Y luego continuó más bajo, apasionadamente:

—Josefina Balsamo… ¡qué dulce es tu nombre! ¡Qué misterio encierra! ¿Bruja ha dicho Beaumagnan?… No, ¡embrujadora! Surges de las tinieblas y eres como la luz, como el sol… Josefina Balsamo… encantadora… maga… ¡Ah, veo todo lo que se abre ante mí…! ¡Cuánta felicidad…! Mi vida comenzó en el mismo momento en que te tomé en mis brazos… No tengo más recuerdos que tú… No espero más que a ti… ¡Dios mío, qué bella eres! Hay para llorar de desesperación…

Lo decía rozando su rostro, la boca cerca de su boca, pero el beso robado fue la única caricia que se permitió. No había más que voluptuosidad en la sonrisa de Josefina Balsamo, pero con tanto pudor que Raúl se sentía lleno de respeto y su exaltación acabó en palabras graves llenas de abnegación juvenil.

—Te ayudaré… los demás no podrán nada contra ti… Si quieres llegar a pesar de ellos al objetivo que ellos persiguen, te prometo que triunfarás. Lejos o cerca de ti, seré siempre el que te proteja y te salve… ten fe en mi devoción…

Finalmente, se durmió balbuceando promesas y juramentos que carecían de sentido y cayó en un sueño profundo, inmenso, sin sueños, como el sueño de los niños que tienen necesidad de reponer su joven organismo fatigado.

Once campanadas sonaron en el reloj de la iglesia. Los contó con creciente sorpresa.

—Once de la mañana, ¿es posible?

Por las hendiduras del postigo y por las grietas del techo de caña se filtraba la luz del día. Por una de ellas, hasta penetraba un rayo de sol.

—¿Dónde estás? —preguntó Raúl—. No te veo.

Bajó, buscó en el vergel, registró el llano lindero y el camino. En vano. Aun herida, incapaz de posar el pie en el suelo, había abandonado el refugio, saltado, atravesado el vergel, el llano vecino…

Raúl d’Andrésy volvió al granero para hacer una inspección minuciosa. No tuvo necesidad de buscar mucho tiempo. Sobre el suelo, vio un cartón rectangular.

Lo cogió. Era la fotografía de la condesa de Cagliostro. Por detrás, escritas a lápiz, dos líneas:

doy las gracias a mi salvador,

pero que no trate de volver a verme.