Capítulo III

Un tribunal de inquisición

¿Qué significaba esta acusación? Raúl miró a Beaumagnan. Éste se había levantado, sin enderezarse del todo y poco a poco, ocultándose detrás de sus amigos, fue a sentarse justo al lado de Josefina Balsamo. Ella, que miraba al barón, no le prestó atención.

Fue entonces cuando Raúl comprendió por qué Beaumagnan se había ocultado y qué terrible trampa tendían a la mujer. Si realmente le creía muerto, con qué horror iba a temblar frente a Beaumagnan vivo y dispuesto a acusarla. Si por el contrario, ella no temblaba y este hombre le era tan indiferente como los otros, ¡qué prueba en su favor!

Raúl estaba ansioso y tanto deseaba que lograra desmontar el complot que buscaba la manera de advertirla del peligro. Pero el barón d’Etigues no dejaba su presa y continuó:

—¿No se acuerda tampoco de ese crimen, no es cierto?

Ella frunció las cejas, marcando por segunda vez su impaciencia, y se mantuvo callada.

—¿Quizá ni siquiera ha conocido a Beaumagnan? —preguntó el barón, inclinado sobre ella como un juez de instrucción que acecha la contradicción—. ¡Hable! ¿No lo ha conocido?

No respondió. A causa de esta insistencia obstinada, debía desconfiar, su sonrisa se mezclaba ahora con cierta inquietud. Como una bestia acosada, presentía el peligro y escudriñaba con sus ojos las tinieblas. Miró a Godefroy d’Etigues, recorrió con los ojos a La Vaupalière y Bennetot y de pronto dio con Beaumagnan a su lado…

Inmediatamente tuvo un gesto brusco: la sorpresa de quien ve a un fantasma; sus ojos se cerraron. Retiró las manos para detener la terrible visión que la asustaba y se la oyó balbucear:

—Beaumagnan… Beaumagnan…

¿Era una confesión? ¿Iba a desfallecer y confesar sus crímenes? Beaumagnan esperaba. Con todas sus fuerzas, por así decirlo, visibles, desde sus puños crispados, las venas hinchadas de su frente hasta la cara convulsionada por un esfuerzo sobrehumano de voluntad, exigía la crisis de debilidad por la que toda resistencia desaparecería.

Por un momento, creyó tener éxito. La muchacha cedía y se abandonaba al dominador. Una alegría cruel lo transfiguró. ¡Vaya esperanza! Escapando del vértigo, ella se repuso. Cada segundo que pasaba le devolvía un poco de serenidad y anunciaba su sonrisa. Finalmente, dijo con esa lógica aplastante que parecía la expresión misma de una verdad que jamás nadie se atrevería a contradecir:

—Me ha asustado, Beaumagnan, había leído en los diarios la noticia de su muerte. ¿Por qué sus amigos han querido engañarme?

Raúl se dio cuenta de que lo sucedido hasta el momento no tenía mayor importancia. Los dos verdaderos adversarios se encontraban ahora frente a frente. Por breve que fuera, dadas las armas de Beaumagnan y el aislamiento de la mujer, el combate no hacía más que comenzar.

Y ya no era el ataque hipócrita y contenido del barón Godefroy, sino la agresión desordenada de un enemigo que desbordaba de cólera y odio.

—¡Mentira! ¡Mentira! —gritó—. ¡Todo es mentira en usted! ¡Usted es la hipocresía, la bajeza, la traición y el vicio mismos! Todo lo que hay de innoble y repugnante en el mundo se esconde tras su sonrisa. ¡Ah, esa sonrisa! ¡Qué máscara abominable! Quisiera arrancársela con tenazas al rojo vivo.

»Su sonrisa es la muerte, la condenación eterna para aquel que se deje coger… ¡Ah, qué miserable es esta mujer!…

Raúl tenía desde el principio la sensación de estar asistiendo a una escena inquisitorial. Sensación que se volvió más clara aún frente al furor de este hombre que lanzaba el anatema con toda la fuerza de un monje de la Edad Media. Su voz temblaba de indignación. Sus gestos amenazaban como si en cualquier momento fuese a coger la garganta de la impía; cuya sonrisa divina hacía perder la cabeza y condenaba a los suplicios del infierno.

—Cálmese, Beaumagnan —dijo ella, con una dulzura excesiva que lo irritó como si hubiera sido un ultraje.

A pesar de todo, trató de contenerse y de controlar las palabras que se atropellaban en él. Pero salían de su boca aleteantes, precipitadas o apenas murmuradas, al punto de que sus amigos, a quienes se dirigía ahora, apenas si pudieron comprender la extraña confesión que hizo, golpeándose el pecho, como los antiguos creyentes que tomaban al público por testigo de sus faltas.

—Fui yo quien buscó la batalla después de la muerte de D’Isneauval. Sí, pensé que la hechicera se ensañaría aún más contra nosotros… y que yo sería más fuerte que los anteriores… más asegurado contra la tentación… Ustedes conocen ya la decisión que tomé en aquella época. Consagrado ya al servicio de la Iglesia, quería vestir el hábito sacerdotal. Estaba al abrigo del mal, protegido por compromisos formales y, más aún, por todo el ardor de mi fe. Fui entonces a una de esas reuniones espiritistas donde sabía que la encontraría. Ella, por supuesto, estaba allí. No fue preciso que el amigo que me había llevado me la señalara, y debo confesar que, en el umbral, una oscura aprensión me invadió. La vigilé. Hablaba con pocas personas, manteniéndose en la reserva y escuchando mientras fumaba.

»Según mis instrucciones, mi amigo se sentó junto a ella y mantuvo una conversación con personas de su grupo. Después, me llamó por mi nombre. Y yo vi la emoción de su mirada, sin contestación posible, ya que ella conocía mi nombre por haberlo leído en el cuaderno robado a Saint-Hébert. Beaumagnan era uno de los doce afiliados… uno de los diez sobrevivientes. Y esta mujer, que parecía vivir en una especie de sueño, despertó. Un minuto después me dirigía la palabra. Durante dos horas desplegó toda la gracia de su ingenio y su belleza y obtuvo de mí la promesa de verla al día siguiente.

»Desde ese momento, en el mismo minuto en que la dejé en la puerta de su casa, hubiera debido huir al fin del mundo. Pero ya era demasiado tarde. No había en mí ni coraje, ni voluntad, ni clarividencia, nada más que un deseo loco de volver a verla. Por supuesto, yo escondía este deseo entre grandes palabras, yo cumplía un deber…; era necesario conocer el juego de la enemiga, convencerla de sus crímenes y castigarla. ¡Todo pretextos! En realidad, sólo al verla ya estaba convencido de su inocencia. Esa sonrisa sólo podía ser el distintivo del alma más pura.

»Ni el recuerdo sagrado de Saint-Hébert, ni el de mi pobre D’Isneauval podían iluminarme. Yo no quería ver. He vivido algunos meses en la oscuridad, gozando de las peores alegrías y sin avergonzarme de ser objeto de vergüenza y escándalo, de renunciar a mis votos y renegar de mi fe.

»Crímenes inconcebibles viniendo de un hombre como yo, os lo juro, amigos míos. Sin embargo, uno de los que he cometido excede a todos los demás. ¡He traicionado a nuestra causa! He roto el juramento que hicimos cuando nos asociamos para esta obra en común. Esta mujer conoce tanto como nosotros el gran secreto».

Un murmullo de indignación acogió estas palabras. Beaumagnan bajó la cabeza.

Raúl comprendió entonces el drama que se representaba delante suyo, cuyos personajes adquirían ahora su verdadero relieve. Hidalgos campesinos, hombres rudos, de acuerdo, pero Beaumagnan estaba con ellos. Y era Beaumagnan quien, con su soplo, los animaba y les comunicaba su exaltación. En medio de esas vidas vulgares, de esas siluetas grotescas, adquiría figura de profeta y de iluminado. Él les había mostrado como un deber la necesidad de esta conjura a la que él mismo se había dedicado en cuerpo y alma como en otros tiempos se abandonaba el torreón para dedicarse a Dios y partir a las cruzadas.

Este tipo de pasiones místicas transforman a quienes queman en héroes o en verdugos. Beaumagnan tenía dentro de sí al inquisidor. En el siglo XV hubiera perseguido y martirizado a la impía para arrancarle la palabra de fe.

Tenía el don del mando y la actitud del hombre para el que los obstáculos no existen. ¿Entre él y su objetivo se alzaba una mujer? ¡Esa mujer debía morir! Y si él amaba a esta mujer, una confesión pública lo absolvía. Quienes lo oían sentían aún más el ascendiente de este maestro íntegro cuya dureza, al parecer, ejercía también contra sí mismo.

Humillado por la confesión de su degradación, ya no quedaba en él más cólera y, con voz sorda, concluyó:

—¿Por qué fallé? Lo ignoro. Un hombre como yo no debe fallar. Ni siquiera tengo la excusa de decir que me preguntó. Ella hacía a menudo alusión a los cuatro enigmas señalados por Cagliostro, y fue así cómo un día, casi sin saberlo, dije las palabras irreparables… relajadamente… para serle agradable… para tener a sus ojos más valor… para que su sonrisa fuera más tierna. Yo me decía: «Ella será nuestra aliada… con sus consejos y su clarividencia afinada por las prácticas de adivinación nos ayudará…». Estaba loco. La borrachera del pecado hacía vacilar mi razón.

»El despertar fue terrible. Un día (hace de esto tres semanas), tenía que ir en una misión a España. Me había despedido de ella por la mañana. Hacia las tres de la tarde, como tenía una cita en el centro de París, dejé el pequeño alojamiento que ocupo en el Luxemburgo. Pero me había olvidado de dar ciertas instrucciones al criado y volví a mi casa por el corredor y la escalera de servicio. El criado había salido y había dejado abierta la puerta de la cocina. De lejos, oí un ruido. Avancé lentamente. Había alguien en mi habitación y el espejo me devolvía la imagen de esta mujer.

»¿Qué haría ella inclinada sobre mi maleta? La observé.

»Estaba abriendo una cajita que contenía las píldoras que suelo tomar en los viajes para combatir el insomnio. Sacó una de las pastillas y puso en su lugar otra que había sacado de su monedero.

»Mi sorpresa fue tan grande que no atiné a lanzarme sobre ella. Cuando entré en la habitación, ya había salido. No pude atraparla.

»Corrí a la farmacia e hice analizar las pastillas. Una de ellas contenía veneno en cantidad suficiente para matarme.

»Así, tuve la prueba irrefutable. Al haber cometido la imprudencia de hablar y decirle lo que sabía del secreto, estaba condenado. Qué más da deshacerse de un testigo inútil y de un competidor que podría, un día u otro, tomar su parte del botín o bien descubrir la verdad y atacarla, acusarla y vencerla. La muerte facilita las cosas. La misma muerte de Denis Saint-Hébert y de Georges d’Isneauval. Una muerte estúpida, sin motivos aparentes.

»Escribí a uno de mis amigos en España y unos días después algunos periódicos anunciaban la muerte en Madrid de un tal Beaumagnan.

»Desde entonces, viví en la sombra. La seguí paso a paso. Ella fue primero a Ruan, después a Le Havre, a Dieppe; es decir, a los mismos lugares que circunscriben el terreno de nuestras investigaciones. Según mis confidentes, ella sabía que nosotros estábamos a punto de registrar un viejo priorato de los alrededores de Dieppe. Fue allí un día y, aprovechando que el lugar está abandonado, buscó. Después perdí sus huellas. Volví a encontrarlas en Ruan. Ustedes saben el resto por nuestro amigo D’Etigues. Cómo fue preparada la trampa, cómo cayó en ella llevada por el cebo del candelabro de siete brazos que creyó que un campesino había encontrado en su campo.

»Así es esta mujer. Ustedes se darán cuenta de los motivos que nos impiden librarla a la justicia. El escándalo de los debates repercutiría sobre nosotros sacando a la luz nuestros proyectos, lo cual los haría imposibles. Nuestro deber, por terrible que sea, es juzgarla nosotros mismos, sin odio, pero con todo el rigor que ella merece».

* * *

Beaumagnan calló. Había terminado su requisitoria con una gravedad que era, para la acusada, más peligrosa que su cólera. Ella aparecía como culpable y hasta monstruosa con esta serie de asesinatos inútiles. Raúl d’Andrésy no sabía qué pensar y execraba a este hombre que la había amado y ahora recordaba, estremeciéndose, las alegrías de ese sacrílego amor…

La condesa de Cagliostro se había levantado y miraba a su adversario a los ojos, siempre un poco burlona.

—¿Y si no me equivoco —dijo—, es la hoguera…?

—Será lo que nosotros decidamos —respondió él—, sin que nada pueda impedir la ejecución de nuestro justo veredicto.

—¿Veredicto? ¿Con qué derecho? —replicó ella—. Para eso están los jueces. Ustedes no son jueces. ¿Miedo del escándalo, dice usted? ¿Qué me importa a mí que ustedes tengan necesidad de sombra y silencio para realizar sus proyectos? Déjeme libre.

Él exclamó:

—¡Libre! ¿Libre para continuar sus asesinatos? ¡Somos dueños de su vida! Se someterá a nuestro juicio.

—¿Su juicio sobre qué? Si hubiera entre ustedes un solo juez verdadero, un solo hombre que supiera lo que es razonable y lo que es verosímil, se reiría de sus acusaciones estúpidas y de sus pruebas incoherentes.

—¡Palabras! ¡Frases! —gritó—. Son pruebas contrarias lo que le haría falta. Algo que destruya el testimonio de mis ojos.

—¿Para qué defenderme? Ustedes han tomado ya una decisión.

—La hemos tomado porque es usted culpable.

—Sí, culpable de perseguir el mismo objetivo que ustedes, por supuesto, lo confieso. Ésa es la razón por la cual ha cometido la infamia de venir a espiarme y a jugar la comedia del amor. Si fue cogido en su propia trampa, ¡tanto peor para usted! Si me habló del enigma del que yo ya conocía la existencia por el documento de Cagliostro… ¡tanto peor para usted! Ahora comparto su obsesión y me he jurado llegar hasta el final pase lo que pase y a pesar suyo. Éste es mi único crimen a sus ojos.

—Su crimen fue el asesinato —profirió Beaumagnan, que se dejaba llevar otra vez.

—Yo no he matado —insistió ella tenazmente.

—Usted empujó a Saint-Hébert al abismo y golpeó en la cabeza a D’Isneauval.

—¿Saint-Hébert? ¿D’Isneauval? No sé de quién me habla. Hoy es la primera vez que oigo sus nombres.

—¡Y yo! ¡Y yo! —dijo él vehementemente—. ¿A mí tampoco me conoce? ¿Acaso no ha intentado envenenarme?

—No.

Él se exasperó y, tuteándola en un acceso de rabia, gritó:

—¡Te vi, Josefina Balsamo, te vi como te estoy viendo ahora! Mientras tú guardabas el veneno, yo vi tu sonrisa feroz y el lado derecho de tu labio superior alzarse en rictus de condenado.

Ella sacudió la cabeza y dijo:

—No era yo.

Él pareció sofocado. ¿Cómo tenía la audacia…? Pero, tranquilamente, ella le puso la mano sobre su hombro y continuó:

—El odio le hace perder la cabeza, Beaumagnan, su alma fanática se revuelve contra el pecado de amor. Sin embargo, a pesar de todo, permitirá que me defienda, ¿no es cierto?

—Es su derecho. Pero dese prisa.

—Seré breve. Pida a sus amigos la miniatura, hecha en Moscú en 1816, de la condesa de Cagliostro… —Beaumagnan obedeció y tomó la miniatura de las manos del barón—. Eso es. Examínela atentamente. ¿Es mi retrato, verdad?

—¿Adónde quiere llegar? —preguntó él.

—Responda, ¿es mi retrato?

—Sí —dijo él claramente.

—Entonces, si es mi retrato, es que vivía en esa época. Por lo tanto, hace ochenta años, yo tenía veinticinco o treinta. Reflexione bien antes de responder. ¡Ah, duda, ¿verdad?, ante tal milagro! ¿Y no se atreve a afirmar…? Sin embargo, hay algo más… Ábralo por detrás y verá que al otro lado de la porcelana hay otro retrato, el de una mujer sonriente cuya cabeza está envuelta en un velo etéreo que desciende hasta las cejas y a través del cual se ven los cabellos partidos en dos bandos ondulados. También soy yo, ¿no es cierto?

Mientras Beaumagnan seguía sus instrucciones, ella puso sobre su cabeza un ligero velo de tul cuyo borde tocaba las cejas y bajó los párpados con una expresión encantadora. Beaumagnan balbuceó comparando:

—Es usted… es usted…

—Ninguna duda, ¿verdad?

—Ninguna, es usted…

—Bien, lea la fecha a la derecha.

Beaumagnan leyó:

—«Hecho en Milán, en el año 1498».

Ella repitió:

—¡En 1498! Hace cuatrocientos años.

Ella rió francamente y su risa sonó cristalina.

—No se desconcierte —dijo ella—. Para empezar, yo conocía la existencia de ese doble retrato y lo buscaba desde hace tiempo. Pero puede estar seguro de que no hay milagro alguno. No trataré de persuadirle de que serví de modelo al pintor y de que tengo cuatrocientos años. No, éste es simplemente el retrato de la Virgen María, y es la copia de un fragmento de la Sagrada Familia de Bernardino Luini, pintor milanés, discípulo de Da Vinci.

Luego, súbitamente seria y sin dar tiempo al adversario de respirar, continuó:

—¿Comprende usted ahora adónde quiero llegar, Beaumagnan? Entre la Virgen de Luini, la joven de Moscú y yo existe esta cosa inaprensible, maravillosa y sin embargo innegable que es la semejanza absoluta. Tres rostros en uno solo. Tres rostros que no son de tres mujeres diferentes sino el de la misma mujer. Entonces, ¿por qué no reconocer que el mismo fenómeno, natural después de todo, se reproduzca en otras circunstancias y que la mujer que usted vio en su habitación no soy yo sino otra que se me parece lo bastante como para darle esa ilusión…? ¿Otra que habría conocido y que habría asesinado a sus amigos Saint-Hébert y D’Isneauval?

—Yo he visto… he visto —protestó Beaumagnan que casi la tocaba, de pie contra ella, pálido y tembloroso de indignación—. He visto. Mis ojos han visto.

—Sus ojos ven también el retrato de hace veinticinco años y la miniatura de hace ochenta y el cuadro de hace cuatrocientos. ¿Acaso soy yo?

Ella ofrecía a los ojos de Beaumagnan su rostro joven, su fresca belleza, sus dientes brillantes, sus mejillas tiernas y llenas como una fruta. Desfalleciente, él gritó:

—¡Ah, bruja! Hay momentos en que creo en este absurdo. ¿Puede saberse acaso contigo? Mira, la mujer de la miniatura muestra al final de su hombro desnudo, bajo la piel blanca del pecho, un signo negro. Ese signo está ahí en la parte interior de tu hombro… Yo lo he visto… Mira… Muéstrales a los demás para que también lo vean… para que sepan a qué atenerse.

Estaba lívido y el sudor chorreaba de su frente. Llevó la mano hacia la blusa cerrada. Pero ella lo rechazó y dijo con mucha dignidad:

—¡Ya basta, Beaumagnan! Usted no sabe lo que hace y no lo sabe desde hace meses. Yo lo escuchaba hace un momento y estaba desconcertada porque usted hablaba de mí como si hubiese sido su amante. Y yo no he sido su amante. Es muy noble de su parte golpearse el pecho en público, pero además hace falta que la confesión sea sincera. Usted no tuvo el coraje. El demonio del orgullo no le ha permitido confesar la humillación de su derrota y cobardemente ha dejado creer lo que no fue. Durante meses se ha arrastrado a mis pies, implorando y amenazando, sin que jamás, ni una sola vez, sus labios hayan rozado mis manos. Ésta es la razón de su conducta y de su odio.

»Al no poder doblegarme, ha querido hundirme y, ante sus amigos, elabora de mí una imagen espantosa de criminal, de espía y de bruja. ¡Sí, de bruja! Según su expresión, un hombre como usted no puede fallar y, si falla, no puede ser más que por la acción de diabólicos sortilegios. No, Beaumagnan, usted no sabe lo que hace ni lo que dice. ¿Usted me ha visto en su dormitorio preparando el polvo que debía envenenarlo? ¡Por favor! ¿Con qué derecho invoca el testimonio de sus ojos? ¿Sus ojos? ¡Están obsesionados por mi imagen, y si otra mujer le ofrecía un rostro que no era el suyo sino el mío es porque usted no puede dejar de verme!

»Sí, Beaumagnan, lo repito, otra mujer… Hay otra mujer en el camino que nosotros seguimos. Otra mujer que ha heredado ciertos documentos procedentes de Cagliostro y que se engalana, también ella, con nombres que él adoptaba. Marquesa de Belmonte, condesa de Fénix… búsquela Beaumagnan. Porque es ella la que usted vio, y es realmente sobre la más soez alucinación de una mente desequilibrada que eleva usted contra mí tantas acusaciones falsas.

»¡Vamos, esto no es más que una comedia pueril! Acerté al quedarme tranquila entre ustedes al principio como una mujer inocente, como una mujer que no corre ningún riesgo. Con sus maneras de jueces y torturadores, y a pesar del interés que cada uno de ustedes pueda tener en el éxito de la empresa común, son en el fondo buenas gentes que no osarían jamás matarme. Usted, tal vez sí, Beaumagnan, porque es un fanático y tiene miedo de mí, pero le harán falta verdugos capaces de obedecerle y aquí no los hay. ¿Qué hacer…? ¿Encerrarme…? ¿Tirarme en algún rincón oscuro? Si eso lo complace, bien. Pero sepa que no hay escondite del que yo no pueda salir tan cómodamente como usted de esta sala. Así que juzgue, condene. No diré una sola palabra más.

Se sentó, se quitó el velo y nuevamente se acodó. Su papel había terminado. Había hablado sin arrebatos, pero con profunda convicción y con una lógica verdaderamente irrefutable, asociando los cargos levantados en su contra con esa leyenda de inexplicable longevidad que presidió la aventura.

—Todo está claro —concluyó ella— y usted mismo ha tenido que apoyar su acusación sobre el relato de mis aventuras pasadas. Debió comenzar su acusación por la narración de hechos que se remontan a cien años para llegar a los sucesos criminales de hoy. Si estoy mezclada en unos, es que fui la protagonista de los otros. Si soy la mujer que usted vio, soy también la que muestran los diferentes retratos.

¿Qué responder? Beaumagnan se calló. El duelo acababa con su derrota y ni siquiera trató de disimularla. Por otra parte, sus amigos ya no tenían esas caras implacables y desencajadas de gentes que se ven obligadas a decidir una muerte. Raúl veía claramente que la duda anidaba en ellos. Y hubiera alimentado alguna esperanza si el recuerdo de los preparativos realizados por Godefroy d’Etigues y Bennetot no hubiera atenuado su alegría.

Beaumagnan y el barón D’Etigues mantuvieron una conversación en voz baja, y luego Beaumagnan continuó como si ya no hubiera lugar a ninguna discusión:

—Tienen todas las piezas del proceso ante ustedes, amigos. La acusación y la defensa han dicho su última palabra. Han visto con qué sutileza ella se ha defendido, escudándose tras un parecido inadmisible, dando así, en última instancia, un ejemplo contundente de su destreza y astucia infernales. La situación es bien simple: un adversario de esta fuerza no nos dará jamás un respiro. Nuestra obra está comprometida. Su existencia entraña fatal e irremediablemente nuestra ruina y nuestra perdición.

»¿Quiere decir que no hay otra solución que la muerte y que ese castigo es el único que debamos considerar? No, de ninguna manera. Que desaparezca, que no pueda intentar nada más. No tenemos derecho a pedir más y, si nuestra conciencia se rebela frente a una solución tan indulgente, debemos moderarnos, pues al fin de cuentas no estamos aquí para castigarla sino para defendernos.

»Hemos tomado algunas disposiciones, que, como siempre, someteremos a la aprobación de todos. Esta noche un barco inglés pasará a cierta distancia de nuestra costa. Una barca será botada al mar. Iremos allí y nos reuniremos otra vez a las diez al pie de la Aiguille de Belval. Esta mujer será entregada y enviada a Londres, donde desembarcará por la noche y será encerrada en un manicomio hasta que nuestra obra concluya. No creo que ninguno de ustedes se oponga a nuestra forma de actuar humana y generosa que salvaguarda nuestra obra y nos pone al abrigo de peligros inevitables.

Raúl se dio cuenta enseguida del juego de Beaumagnan:

—Es la muerte —pensó—. No hay ningún barco inglés. Sólo hay dos barcas, una de ellas agujereada y que al cabo de unos minutos se hundirá. La condesa de Cagliostro desaparecerá sin que nadie sepa jamás qué ha sucedido.

La duplicidad del plan y la forma insidiosa en que había sido expuesto lo horrorizaron. ¿Cómo los amigos de Beaumagnan no iban a apoyarlo, si ni siquiera se les pedía una respuesta afirmativa? El silencio bastaba. Que ninguno de ellos protestara, y Beaumagnan sería libre de actuar por intermedio de Godefroy d’Etigues.

Ninguno de ellos protestó. Sin saberlo, la habían condenado a muerte.

Se levantaron para partir, evidentemente felices de haberse librado tan fácilmente. Nadie hizo ninguna observación. Parecían retirarse de una reunión de íntimos amigos en la que no se había hablado más que de cosas insignificantes. Algunos debían de ir a la estación vecina a tomar el tren. Poco después, se habrían marchado todos menos Beaumagnan y los dos primos.

Y así, de una forma que desconcertaba a Raúl, habrían llegado a que, después de una sesión dramática en que la vida de una mujer había sido expuesta de manera tan arbitraria y su muerte obtenida por un subterfugio tan odioso, bruscamente todo terminaba como en una obra de teatro en la que el desenlace se produjera antes de la hora lógica o como en un proceso en el que el juicio se proclamara en medio de los debates.

El carácter insidioso y torturador de Beaumagnan aparecía, en esta especie de escamoteo, más claro a los ojos de Raúl d’Andrésy. Implacable y fanático, roído por el amor y el orgullo, había decidido la muerte. Sin embargo había en él escrúpulos, bajeza, hipocresía, miedos confusos que lo obligaban, por así decirlo, a cubrirse frente a su conciencia, o quizá frente a la justicia. Y sólo por ello, esta solución tenebrosa y la autorización obtenida gracias a esa abominable jugarreta.

Ahora, de pie en el umbral, miraba a la mujer que debía morir. Lívido, las cejas fruncidas, los músculos y la mandíbula agitados por un tic nervioso, tenía, como de costumbre, la actitud un poco teatral de un personaje romántico. Por su mente debían de dar vueltas pensamientos tumultuosos y confusos. ¿Dudaba acaso en el último momento?

De todos modos, su meditación no fue larga. Cogió a Godefroy d’Etigues por el hombro y se retiró, escupiendo esta orden:

—¡Cuídenla! Nada de tonterías, ¿eh? De lo contrario…

Durante todas estas idas y venidas, la condesa de Cagliostro no se había movido y su rostro conservaba esa expresión pensativa y llena de quietud que poco tenía que ver con las circunstancias.

«Seguro —se dijo Raúl— que ni sospecha el peligro. El encierro en un manicomio es todo lo que imagina, y esta perspectiva no parece atormentarla demasiado».

Pasó una hora. Las sombras de la noche comenzaban a invadir la sala. La mujer consultó dos veces el reloj que llevaba en el pecho.

Luego, trató de entablar conversación con Bennetot e inmediatamente su figura se impregnó de un increíble halo de seducción y su voz tomó inflexiones que enternecían como una caricia.

Bennetot gruñó toscamente y no respondió.

Media hora más… Ella miraba a derecha e izquierda y vio que la puerta estaba entreabierta. En ese momento tuvo sin duda la idea de una posible fuga, y todo su ser se replegó sobre sí mismo dispuesto a saltar.

Por su lado, Raúl buscaba la forma de ayudarla en su proyecto. Si hubiera tenido un revólver hubiera abatido a Bennetot. Pensó también en saltar a la sala, pero el orificio no era lo bastante grande.

Por otra parte, Bennetot, que sí estaba armado, sintió el peligro y puso el revólver sobre la mesa, gruñendo:

—Un gesto, uno solo, y disparo. ¡Lo juro por Dios!

Era un hombre que mantendría su promesa. Ella ya no volvió a moverse. Raúl, con la garganta oprimida por la angustia, la contemplaba sin descanso.

Hacia las siete, volvió Godefroy d’Etigues.

Encendió una lámpara y dijo a Oscar de Bennetot:

—Preparemos todo. Ve a buscar la camilla debajo del cobertizo. Después, vete a cenar.

Cuando quedó solo con la mujer, el barón pareció dudar. Raúl vio que sus ojos estaban extraviados y que tenía la intención de hablar o hacer algo. Pero las palabras y los actos debían de ser de aquellos que uno trata de evitar. El ataque fue brutal.

—Ruegue a Dios, señora —dijo de pronto.

Ella repitió con tono de no comprender lo que le decían:

—¿Rogar a Dios? ¿Por qué ese consejo?

Él respondió en voz muy baja:

—Haga como quiera… no vaya a decir que no la he avisado…

—¿Avisarme de qué? —preguntó ella, más y más ansiosa.

—Hay momentos —murmuró él— en los que hace falta rogar a Dios como si se estuviera a punto de morir esa misma noche…

Ella se estremeció por un terror repentino. De pronto comprendió toda la situación. Sus brazos se agitaron en una especie de convulsión febril.

—¿Morir? ¿Morir?… Pero no se trata de eso, ¿verdad? Beaumagnan no ha dicho eso… habló de un manicomio…

Él no respondió. Y se oyó a la desgraciada balbucear:

—¡Ah, Dios mío, me ha engañado! El manicomio, no es cierto… Es otra cosa…, van a echarme al agua… en plena noche… ¡Oh, qué horror! Pero ¡no es posible!… ¿Yo, morir?… ¡Socorro!

Godefroy había traído, doblada bajo el brazo, una manta. Con una brutalidad rabiosa, cubrió la cabeza de la joven y le puso una mano sobre la boca para acallar sus gritos.

Bennetot regresó. Entre los dos la acostaron sobre la camilla y la ataron firmemente, de forma que entre las planchas caladas pasara la argolla a la que se sujetaría una pesada piedra…