Josefina Balsamo, nacida en 1788
¡Cagliostro! ¡El extraordinario personaje que tanto intrigó a Europa y que tan profundamente agitó la corte de Francia bajo el reinado de Luis XVI! El collar de la reina… el cardenal de Rohan… María Antonieta… episodios sorprendentes para una de las existencias más misteriosas.
Un hombre extraño, enigmático, dotado del genio de la intriga, de un fuerte poder y sobre el cual no se había hecho aún toda la luz.
¿Un impostor? ¿Quién podría decirlo? ¿Tenemos, acaso, el derecho de negar que ciertos seres, con sentidos más afinados, pueden echar sobre el mundo de los vivos y los muertos miradas que a los demás nos están prohibidas? ¿Debemos tildar de loco o de charlatán a quien puede evocar imágenes de sus existencias pasadas y, recordando lo que ha visto, beneficiario de adquisiciones anteriores, de secretos perdidos y de certidumbres olvidadas, explotar un poder que llamamos sobrenatural, cuando no es más que la utilización dudosa y balbuceante de fuerzas que nosotros quizás estamos a punto de reducir a la nada?
Si Raúl d’Andrésy, al abrigo de su observatorio, permanecía escéptico y reía para sí —no sin ciertas reticencias quizá— del giro que tomaban los acontecimientos, los hombres a quienes observaba parecían aceptar por anticipado los alegatos más extravagantes. ¿Poseían, acaso, sobre este asunto, pruebas y testimonios particulares? ¿Habían encontrado en esa mujer, que según ellos pretendía ser la hija de Cagliostro, los dones de clarividencia y de adivinación que se le atribuían al célebre taumaturgo y por los cuales se la trataba a ella de maga y de bruja?
Godefroy d’Etigues, que era el único que seguía de pie, se inclinó hacia la dama y le dijo:
—Su apellido es Cagliostro, ¿verdad?
Ella reflexionó. Era como si, para cuidar su defensa, buscara la mejor respuesta y quisiera antes de comprometerse a fondo, conocer las armas de que disponía el enemigo. Luego replicó, tranquilamente:
—Nada me obliga a responderle y tampoco tiene usted derecho a interrogarme. Sin embargo, ¿por qué negar que, aunque mi acta de nacimiento lleva el nombre de Josefina Pellegrini, yo, por capricho, me hago llamar Josefina Balsamo, condesa de Cagliostro, debido a que los dos nombres, Cagliostro y Pellegrini, completan la personalidad, que siempre me interesó, de José Balsamo?
—De quien, según usted y en contra de algunas de sus propias declaraciones, no es descendiente directa —precisó el barón.
Ella alzó los hombros y calló. ¿Era prudencia, desdén, una actitud de protesta ante tales disparates?
—No quiero considerar ese silencio ni como un reconocimiento ni como una negación —continuó Godefroy d’Etigues, girándose para hablar con sus amigos—. Las palabras de esta mujer no tienen ninguna importancia y refutarlas sería tiempo perdido. Estamos aquí para tomar graves decisiones sobre un asunto que todos conocemos, pero del que la mayoría de nosotros desconoce los detalles. Es imprescindible, por lo tanto, recordar los hechos. Están resumidos, lo más brevemente posible, en este informe que voy a leerles y que les ruego escuchen con atención.
Y, pausadamente, leyó estas páginas que —Raúl no tuvo ninguna duda— debían de haber sido redactadas por Beaumagnan.
En los primeros días de marzo de 1870, es decir cuatro meses antes de la guerra entre Francia y Prusia, de la multitud de extranjeros que afluyeron a París ninguno llamó más rápidamente la atención que la condesa de Cagliostro. Era hermosa, elegante, derrochaba el dinero a manos llenas, casi siempre sola o acompañada por un joven al que presentaba como su hermano. Por todos lados, en todos los salones donde la recibieron fue objeto de la más viva curiosidad. Su nombre intrigaba. Su conducta misteriosa, algunas curaciones milagrosas que había llevado a cabo, las respuestas que daba a quienes la consultaban sobre su pasado o su futuro recordaban en forma impresionante al famoso Cagliostro. La novela de Alejandro Dumas había puesto de moda a José Balsamo, supuesto conde de Cagliostro. Utilizando los mismos métodos, y algunos más audaces aún, se jactaba de ser la hija de Cagliostro, afirmaba conocer el secreto de la juventud eterna y, con una sonrisa, refería tal encuentro o tal suceso que había vivido durante el reinado de Napoleón I.
Tal era su prestigio que forzó las puertas de las Tullerías y apareció en las cortes de Napoleón III. Hasta se hablaba de sesiones privadas en las que la emperatriz Eugenia reunía en torno a la hermosa condesa a los más íntimos de sus súbditos. Un número clandestino del periódico satírico Le Charivari, cuya edición por otra parte fue secuestrada, nos cuenta una sesión a la que asistió uno de sus colaboradores ocasionales. Yo he destacado este pasaje:
Algo de Gioconda. Una expresión que no cambia mucho, pero que no se puede definir exactamente, que es tanto tierna e ingenua como cruel y perversa. Hay tanta experiencia en su mirada y amargura en su invariable sonrisa que podríamos atribuirle los ochenta años que ella misma se adjudica. En los momentos en que parece más vieja, saca de su bolsillo un pequeño espejo de oro y vuelca dos gotas de un frasco imperceptible, las seca y se contempla. Y, nuevamente, es la juventud adorable.
Cuando la interrogamos, respondió:
—Este espejo pertenecía a Cagliostro. Para todos los que se miran en él con confianza, el tiempo se detiene. Observen: sobre la montura tiene escrita una fecha, 1783, seguida de cuatro frases que son la enumeración de cuatro grandes enigmas. Estos enigmas, que él se proponía descifrar y que había recibido de María Antonieta, harían de aquel que descubriera la clave rey de reyes.
—¿Podemos conocerlos? —preguntó alguien.
—¿Por qué no? Conocerlos no es descifrarlos y el propio Cagliostro careció del tiempo suficiente. Yo no puedo transmitirles más que los enunciados, los títulos. He aquí la lista:[2]
In robore fortuna.
La losa de los reyes de Bohemia.
La fortuna de los reyes de Francia.
El candelabro de siete brazos.
Se dirigió después a cada uno de nosotros, con revelaciones que nos dejaron mudos de asombro. Pero esto no era más que un prólogo, y la emperatriz, aunque no quería preguntar nada que se refiriera a ella personalmente, deseaba algunas aclaraciones sobre su futuro.
—Que su majestad tenga la bondad de soplar ligeramente —dijo la condesa alargándole el espejo.
Acto seguido examinó el vaho en la superficie y murmuró:
—Veo hermosas cosas… una gran guerra para este verano… la victoria… el retorno de las tropas bajo el Arco del Triunfo… Se aclama al emperador… El príncipe imperial.
—Éste es —continuó Godefroy d’Etigues— el documento que nos fue entregado. Documento desconcertante, ya que fue publicado semanas antes de la anunciada guerra. ¿Quién era esta mujer? ¿Quién era esta aventurera cuyas peligrosas predicciones presionaron sobre el carácter débil de la desgraciada soberana y provocaron la catástrofe de 1870? Alguien (léase el mismo número del Charivari) le había preguntado un día: «Hija de Cagliostro, sea, pero ¿y su madre?», «A mi madre», respondió ella, «debe usted buscarla muy alto entre los contemporáneos de Cagliostro… Más alto aún… Sí, eso es… Josefina de Beauharnais, futura esposa de Bonaparte, futura emperatriz…».
»La policía de Napoleón III no podía seguir inactiva. Uno de sus mejores agentes entregó, a finales de junio, un informe sucinto, establecido después de una encuesta difícil. Le daré lectura:
Los pasaportes italianos de la signorina, con las debidas reservas sobre la fecha de nacimiento —escribía el agente— están a nombre de Josefina Pellegrini-Balsamo, condesa de Cagliostro, nacida en Palermo, el 29 de julio de 1788. Una vez en Palermo, logré descubrir los viejos registros de la parroquia Mortarana y en uno de ellos, con fecha del 29 de julio de 1788, hallé el acta de nacimiento de Josefina Balsamo, hija de José Balsamo y de Josefina de la P., súbdita del rey de Francia.
»¿Era esta Josefina Tascher de la Pagerie, nombre de soltera de la esposa separada del vizconde de Beauharnais y futura mujer del general Bonaparte? He buscado en esta dirección y, después de pacientes investigaciones, pude saber, gracias a las cartas manuscritas de un lugarteniente de la Prefectura de París, que en 1788 estuvieron a punto de arrestar al señor Cagliostro. Éste, aunque expulsado de Francia después del asunto del collar, vivía; bajo el nombre de Pellegrini, en un palacete de Fontainebleau donde recibía diariamente a una mujer alta y delgada. Ahora bien, Josefina de Beauharnais vivía en esta época en Fontainebleau. Es alta y delgada. La víspera del día fijado para el arresto, Cagliostro desapareció. A la mañana siguiente, brusca partida de Josefina de Beauharnais.[3] ¿Un mes más tarde, en Palermo, nacimiento de la niña?
»Estas coincidencias no dejan de ser impresionantes. Pero toman realmente todo su valor cuando se las relaciona con estos dos hechos; Dieciocho años más tarde, la emperatriz Josefina introduce en la Malmaison a una joven a la que hace pasar por su ahijada y que gana de tal forma el afecto del emperador que Bonaparte juega con ella como si fuera una niña. ¿Cuál es su nombre? Josefina o, mejor dicho, Josine.
»Cae el Imperio. El zar Alejandro I acoge a Josine y la envía a Rusia. ¿Cuál es el título que ella adopta? Condesa de Cagliostro».
El barón D’Etigues dejó prolongar sus últimas palabras en el silencio. Se le había escuchado con profunda atención. Raúl, desconcertado por esta historia increíble, trató de ver en el rostro de la condesa el reflejo de la emoción o de cualquier otro sentimiento. Pero ella permaneció impasible, sus hermosos ojos siempre un poco sonrientes.
Y el barón prosiguió:
—Este informe, y probablemente también la peligrosa influencia que adquiría la condesa en las Tullerías, puso fin a su buena fortuna. Una orden de expulsión fue firmada contra ella y contra su hermano. Éste partió hacia Alemania, ella a Italia. Una mañana descendió en Módano, adonde un joven oficial la había conducido. Este oficial era el príncipe D’Arcole. Y fue él quien pudo conseguir los dos documentos, el número de Le Charivari y el informe secreto del que posee el original con sellos y firmas. Finalmente, fue también él quien hace un momento comprobó ante vosotros la indudable identidad entre la joven a la que vio aquella mañana y la que ve hoy.
El príncipe D’Arcole se levantó y articuló gravemente:
—Yo no creo en los milagros y, sin embargo, lo que estoy diciendo es la confirmación de un milagro. Pero la verdad me obliga a declarar por mi honor de soldado que esta mujer es la mujer que saludé en la estación de Módano hace veinticuatro años.
—¿Que usted sólo saludó? ¿Sin ningún cumplido? —insinuó Josefina Balsamo.
Miraba al príncipe y lo interrogaba con voz alegre, no falta de ironía.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que un oficial francés es demasiado cortés para despedirse de una mujer hermosa con un simple saludo protocolario.
—¿Qué significa eso?
—Significa que usted debe haber pronunciado algunas palabras.
—Puede ser. Ya no me acuerdo… —dijo el príncipe D’Arcole, un poco turbado.
—Usted se inclinó hacia la entonces exilada, señor. Le besó la mano más tiempo del necesario y le dijo: «Espero, señora, que los instantes que he tenido el placer de pasar a su lado no terminen aquí. En cuanto a mí, jamás los olvidaré». Y repitió, subrayando con un particular acento su intención galante: «Jamás, ¿comprende, señora? Jamás…».
El príncipe D’Arcole parecía una persona bien educada. Sin embargo, la evocación exacta de un momento pasado un cuarto de siglo antes lo confundió hasta tal punto que masculló:
—¡Vaya por Dios!
Pero, rehaciéndose enseguida, tomó la ofensiva bruscamente:
—Lo he olvidado. Si el recuerdo de este encuentro fue agradable, el segundo lo borró.
—¿Y la segunda vez, señor?
—Fue a principios del año siguiente, en Versalles, adonde yo acompañaba a los plenipotenciarios franceses encargados de negociar la paz de la derrota. La vi en un café, sentada a una mesa, bebiendo y riendo con oficiales alemanes. Uno de ellos era ayudante de campo de Bismarck. Ese día comprendí cuál era su papel en las Tullerías y de quién era la emisaria.
Todos estos lances, todas estas peripecias de una vida con apariencias fabulosas, se desarrollaron en menos de diez minutos. Ningún argumento. Ninguna tentativa de lógica y elocuencia para imponer una tesis inconcebible. Nada más que hechos. Sólo pruebas desnudas, violentas, asestadas como puñetazos. Y lo que las hacía aún más escalofriantes era que evocaban, en contra de una mujer joven, recuerdos que remontaban a más de un siglo.
Raúl d’Andrésy no se recobraba. La escena le parecía sacada de una novela, o más bien, de un melodrama fantástico y tenebroso. Los conjurados parecían también estar al margen de toda realidad escuchando todas esas historias como si tuvieran el valor de hechos indiscutibles. Raúl no ignoraba la mediocridad intelectual de esos hidalgos, últimos vestigios de otra época, pero, de todos modos, ¿podían hacer abstracción de los datos que les habían dado sobre la edad de esta mujer? Por crédulos que fueran, ¿acaso no tenían ojos para ver?
Además, frente a ellos, la actitud de la Cagliostro parecía aún más extraña. ¿Por qué ese silencio que era como una aceptación, o más bien, una confesión? ¿Se negaba a destruir una leyenda de juventud eterna que le agradaba y favorecía la ejecución de sus proyectos? ¿O bien, inconsciente del terrible peligro que pesaba sobre su cabeza, consideraba toda esta escenografía como una broma?
—Éste es el pasado —concluyó el barón D’Etigues—. No insistiré en los hechos que lo unen al presente. Mientras permanecía entre bastidores, Josefina Balsamo, condesa de Cagliostro, se vio mezclada en la tragicomedia del boulangisme, en el drama de Panamá (ya que la encontraremos en todos los acontecimientos funestos para nuestro país). Pero de esto no tenemos más que indicaciones sobre el rol secreto que ella desempeñó. No poseemos pruebas. Pero, tengo aún algo que añadir. Señora, sobre todo lo que se ha dicho, ¿no tiene nada que objetar?
—Sí —dijo ella.
—Hable.
La joven contestó siempre con la misma entonación ligeramente irónica:
—Ya que parecen juzgarme, a la manera de un tribunal de la Edad Media, quisiera saber si tienen en cuenta los cargos acumulados hasta el momento contra mí. En ese caso, más vale condenarme inmediatamente a ser quemada viva por bruja, espía, relapsa, todos aquellos crímenes que la Santa Inquisición jamás perdonaría.
—No —respondió Godefroy d’Etigues—. Estas aventuras no han sido relatadas más que para darle usted, en líneas generales, una imagen lo más exacta y clara posible.
—¿Y cree realmente haber dado de mí la imagen más clara posible?
—Sí, desde el punto de vista que nos ocupa.
—Se contenta usted con poco. ¿Qué relación ve entre estas diferentes aventuras?
—Una relación de tres tipos. En primer lugar, el testimonio de las personas que la han reconocido y gracias a las cuales podemos remontarnos a días siempre más lejanos. Luego, la confesión de sus pretensiones.
—¿Qué confesión?
—Usted ha repetido al príncipe D’Arcole los términos exactos de la conversación que mantuvieron en la estación de Módano.
—En efecto, ¿qué más?
—En tercer lugar, he aquí tres retratos que la representan, ¿no es cierto?
Los miró y declaró:
—Sí, los tres retratos míos.
—¡Ajá! —exclamó Godefroy d’Etigues—. Pues bien, el primero es una miniatura pintada en 1816 en Moscú y que representa a Josine, condesa de Cagliostro. El segundo, esta fotografía, es de 1870. Y esta última está tomada en París recientemente. Los tres retratos están firmados por usted. La misma firma, la misma letra, la misma rúbrica.
—¿Y eso qué prueba?
—Esto prueba que la misma mujer…
—Que la misma mujer —interrumpió ella— ha conservado hasta 1894 su rostro de 1816 y 1870. ¡Y por esa razón, a la hoguera!
—No se burle, señora. Para nosotros la risa es una blasfemia abominable.
Ella tuvo un gesto de impaciencia y golpeó el brazo del banco.
—Bueno, ya está bien, señores. Terminemos con esta comedia. ¿Qué pasa? ¿Qué me reprochan ustedes? ¿Por qué estoy aquí?
—Usted está aquí para darnos cuenta de los crímenes que ha cometido.
—¿Qué crímenes?
—Mis amigos y yo éramos doce, doce que corríamos tras el mismo objetivo. Ahora sólo somos nueve. Los otros están, muertos, asesinados por usted.
Raúl creyó ver pasar una sombra como una nube por la sonrisa de la Gioconda. Pero enseguida el hermoso rostro volvió a su expresión habitual, como si nada pudiera alterar la paz de esta mujer. Ni siquiera la espantosa acusación de que era objeto con tanta virulencia. Podría decirse que los sentimientos normales le eran desconocidos, o al menos que no se traicionaba por los signos de indignación, rebelión y horror que hubieran sacudido a cualquier otro ser humano. ¡Qué extraño! Culpable o no, otro se habría sublevado, pero ella seguía callada y nada permitía saber si era por cinismo o inocencia.
Los amigos del barón permanecían inmóviles, sus rostros intranquilos y contraídos. Detrás de los que se escondían casi enteramente a las miradas de Josefina Balsamo, Raúl veía a Beaumagnan. Tenía la cara oculta entre las manos, pero sus ojos brillaban entre los dedos separados y miraban fijamente a la enemiga.
En medio del silencio, Godefroy d’Etigues enunció el acta de la acusación, o más bien, de las tres terribles acusaciones. Lo hizo secamente, como hasta ahora, sin detalles inútiles, sin gritos, como si leyera una denuncia escrita.
—Hace dieciocho meses, Dénis Saint-Hébert, el más joven de nosotros, cazaba en sus tierras en los alrededores de Le Havre. Al caer la tarde, dejó a su granjero y a su guarda, cargó el fusil al hombro y se marchó diciendo que quería ver desde lo alto de los acantilados la puesta del sol sobre el mar. Por la noche no regresó. A la mañana siguiente, encontraron su cadáver sobre las rocas que el mar descubría.
»¿Fue un suicidio? Dénis Saint-Hébert era rico, sano, feliz. ¿Por qué razón se habría matado? Ni siquiera se pensó en un crimen. Quedó entonces como un accidente.
»El mes de junio siguiente, tuvimos otro duelo en condiciones análogas. Georges d’Isneauval, que cazaba gaviotas muy de madrugada, al pie de los acantilados de Dieppe, resbaló en las algas con tan mala fortuna que su cabeza golpeó contra una piedra y cayó inanimado. Dos pescadores lo encontraron algunas horas más tarde. Estaba muerto. Dejaba una viuda y dos niñas.
»Otro accidente, dirá. Sí, accidente para su viuda, para las dos huérfanas, para su familia… Pero ¿y para nosotros? ¿Era posible que el destino golpeara dos veces al pequeño grupo que formábamos? Doce amigos se asocian para descubrir un gran secreto y para alcanzar un objetivo de considerable importancia. Dos de ellos fallecen. ¿No debemos suponer que una maquinación criminal, al atacarlos a ellos, ataca también a nuestra empresa?
»Fue el príncipe D’Arcole quien nos abrió los ojos y nos encaminó en la buena vía. El príncipe D’Arcole sabía que no éramos los únicos en conocer la existencia de ese gran secreto. Sabía que, en el curso de una sesión con la emperatriz Eugenia, se había evocado una lista de cuatro enigmas transmitidos por Cagliostro a sus descendientes y que uno de estos enigmas se llamaba, precisamente, como el que nos interesa, el candelabro de siete brazos. Por lo tanto, ¿no era preciso buscar entre aquellos a quienes la leyenda había podido ser transmitida?
»Gracias a nuestros poderosos medios de información, la investigación concluyó en quince días. En un palacete de una calle solitaria de París habitaba una tal señora Pellegrini que vivía muy retirada y desaparecía con frecuencia meses enteros. De una belleza extraordinaria pero muy discreta y como deseosa de pasar desapercibida, frecuentaba con el nombre de condesa de Cagliostro ambientes en los que se practicaba la magia, el ocultismo y misas negras.
»Pudimos conseguir una fotografía suya, que es ésta, y enviársela al príncipe D’Arcole, que en aquel momento viajaba por España. Él reconoció con estupor a la misma mujer que había visto hace años.
»Averiguamos sus desplazamientos. El día de la muerte de Saint-Hébert en los alrededores de Le Havre, ella estaba allí de paso. También estaba de paso por Dieppe cuando Georges d’Isneauval agonizaba en los acantilados.
»He preguntado a las familias. La viuda de Georges d’Isneauval me confió que en los últimos tiempos su marido había tenido una relación con una mujer que, según ella, lo había hecho sufrir infinitamente. Por otra parte, una confesión manuscrita de Saint-Hébert, encontrada entre los papeles que guardaba su madre, nos revela que nuestro amigo había cometido la imprudencia de anotar nuestros doce nombres y algunas indicaciones sobre el candelabro de siete brazos en un pequeño cuaderno. Este cuaderno le había sido robado por una mujer.
»A partir de ahí, todo se explica. En posesión de algunos de nuestros secretos y deseosa de conocer más, la misma mujer, que había amado a Saint-Hébert se hizo amar por Georges d’Isneauval. Después de recibir sus confidencias, y por temor a ser denunciada por ellos a sus amigos, los mató. Y ahora esta mujer está aquí, ante nosotros.
Godefroy d’Etigues hizo una nueva pausa. El silencio era abrumador, tan pesado que los jueces parecían inmovilizados por una atmósfera tan cargada de angustia. Solamente la condesa de Cagliostro seguía distraída, como si ninguna palabra le hubiera llegado.
Siempre extendido en su lugar, Raúl d’Andrésy admiraba la belleza encantadora y voluptuosa de la mujer y, al mismo tiempo, sentía la desazón de ver tantas pruebas acumularse contra ella. La acusación la acorralaba cada vez más. De todos lados, los hechos venían al asalto, y Raúl no dudaba de que un ataque aún más directo la amenazara.
—¿Tengo que hablarle del tercer crimen? —preguntó el barón.
Ella respondió con cansancio:
—Si le place. Todo lo que me ha dicho es incomprensible. Me está hablando de personas de las cuales ni siquiera conocía el nombre. Así que un crimen de más o de menos…
—¿Usted no conoció a Saint-Hébert ni a D’Isneauval?
Ella se encogió de hombros sin responder.
Godefroy d’Etigues se inclinó y dijo en voz baja:
—¿Y Beaumagnan?
Ella levantó hacia el barón Godefroy sus ojos ingenuos:
—¿Beaumagnan?
—Sí, el tercero de nuestros amigos que usted asesinó, no hace mucho tiempo… algunas semanas… Murió envenenado… ¿No lo conoció?