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Cuatrocientos kilómetros al norte, en la ciudad de Montpellier, varios médicos de Propara se habían reunido esa tarde en casa del doctor Allieu para seguir la prueba por televisión. Como un recordatorio de que nadie es invulnerable a la tragedia y de que puede golpear en cualquier momento, el propio Allieu había sido víctima de un accidente en la piscina de su casa que le había dejado hemipléjico. Al probar un arpón recién comprado, éste se había disparado, rebotando contra el muro de la piscina, y le había atravesado el ojo. Durante un año había estado tetrapléjico, sin habla. En un dramático cambio de papeles, Christophe le había ido a visitar todas las semanas. Allieu le decía lo mismo que le había dicho Song: «¡Cómo pienso en ti!». Era lo que le decían todos los que sacaban fuerzas de su ejemplo.

«Hasta que pasé por lo mismo —diría Allieu— no me di verdaderamente cuenta ni del valor ni del coraje que Christophe había necesitado… ¡Cómo cambian las cosas al estar del otro lado de la barrera! Se aprende mucho. Es duro pero enriquecedor. Aprendes a juzgar a la gente de manera distinta, a reconocer a tus verdaderos amigos. En general, se aprende que la discapacidad está en los demás. No me lo pusieron fácil cuando, dos años después de mi accidente, fui reintegrado a mis funciones de jefe de servicio. A los que querían mi puesto les convenía que estuviera fuera de juego. No soy especialmente pesimista, pero en conjunto la humanidad no es muy solidaria. Gracias a Dios, de vez en cuando hay un espléndido arco iris, como Christophe, o como el camboyano. Tipos igual que ellos están hechos para salir adelante. Y no será la discapacidad lo que les impida triunfar, serán los demás. La discapacidad es un filtro. Selecciona a los que tienen fuerza de espíritu».

Ahora, en el monitor de la pantalla de televisión, junto a su viejo amigo Claude Gros y la psicóloga Nellie Blayac, el doctor Yves Allieu iba a ser testigo de lo que siempre le había fascinado: el poder de la mente. Sus años de experiencia médica le habían enseñado a no subestimar la capacidad del espíritu y del cuerpo para regenerarse, a pesar de los pronósticos más pesimistas. Ahora iba a comprobar hasta dónde su expaciente había hecho retroceder los límites de su parálisis. Alrededor del planeta, otros iban a seguir la carrera con el mismo interés: Dick Traum desde una estación de televisión por cable en Nueva York, hincando los palillos en el cuenco de chop suey y apoyando su única pierna en una mesita; Ed Miles y Bob Muller bebiendo cerveza en su despacho de Washington; François y Marie Claire Roux, los padres de Christophe, sorbiendo un té en su casa de las afueras de París. Era como un coro internacional que se disponía a vibrar al son del imponente maratón de Barcelona, una gesta épica que quedaría en los anales del esfuerzo humano.

A las seis en punto de la tarde pudo escucharse el disparo que abría la carrera. En ese preciso instante se inició una estampida de sillas de ruedas, que bien pronto fragmentó el grueso del pelotón en pequeños grupos y corredores aislados que se esforzaban en alcanzar a los que les precedían. Los espectaculares derrapajes al tomar las curvas, los dientes apretados por el dolor, el esfuerzo de los corredores al acometer una cuesta y, sobre todo, una aparatosa caída al chocar varios carros de fuego dieron calor a la prueba. Transcurridos los diez primeros kilómetros, Song adelantó a Christophe, pero luego redujo la velocidad para quedar a su misma altura. La musculatura de sus brazos y de su espalda eran la prueba de los meses de entrenamiento que habían librado su cuerpo de la más mínima grasa. Un hilillo de sudor corría sobre sus mejillas bronceadas. El líquido salado le escocía los ojos. Se limpió de un codazo y levantó la cabeza para mirar el sol, que se ponía detrás de la sierra de Collserola. Todavía no era necesario apretar el ritmo. Era la única estrategia en esa clase de carrera: correr con regularidad hasta ir dejando atrás a los demás. El maratón no ofrece posibilidad de arrancadas espectaculares.

Christophe sentía la presencia del camboyano a su izquierda, escuchaba su soplo ligero y sin precipitación. Luego intentó aventajarlo, pero éste se mantuvo a la altura de su espalda. Habían dejado las calles arboladas del centro y ahora circulaban por un paisaje suburbial. Al llegar a El Prat, otros les adelantaron por ambos lados, pero Christophe y Song se mantuvieron impertérritos. Sabían que a pesar de la experiencia, a pesar de la regularidad del ritmo, estaba el muro de los treinta kilómetros. Los médicos les habían explicado que ésa era la distancia límite para el cuerpo humano. A partir de ese punto, los músculos han consumido toda la reserva de glucosa y el cuerpo tiene que recurrir a mecanismos de emergencia para proporcionar energía. Daba igual haber corrido un gran número de maratones o estar en excelente forma física, el muro estaba siempre allí, esperando.

El muro. Christophe sintió un sabor amargo en la boca, una sensación de vacío en el estómago. Se le empezaban a amotinar los brazos, pero tenía a Song pisándole los talones, o mejor dicho las ruedas, y eso le obligaba a seguir. El camboyano también sentía una enorme fatiga. Se consolaba pensando que todos libraban la misma batalla. El dolor era común. Los más veteranos saben que en cada carrera la tentación de abandonar siempre se produce, pero sólo una vez. Dick Traum decía que es como un cobarde que, al ser derrotado, no regresa.

—Me muero de sed —lanzó Christophe.

Song le pasó la cantimplora de Andrea. Christophe disminuyó la marcha y bebió todo el contenido, estrujando las últimas gotas sobre su cabeza.

—Oye, Song, ¿qué coño estamos haciendo aquí? —le preguntó de pronto.

El camboyano se quedó pensativo.

—Corremos —contestó—. Eso es lo que hacemos. Otros suben al Everest. ¿Qué quieres que te diga?

—Sí, claro, corremos… Pero siento que mi cuerpo se está rebelando.

—Aguanta —dijo Song—. No hagas caso de lo que diga tu cuerpo, usa tu mente.

Ésa era la particularidad del maratón: al rozar los límites de la resistencia humana, la carrera deja de ser un acontecimiento físico para convertirse en una prueba mental. Ahí radica su peculiar belleza.

Una hora más tarde estaban de nuevo en el corazón de la ciudad. Llegaban al «muro», el filo de la navaja que separa el triunfo del fracaso. Si forzaban mucho, se arriesgaban a tener que abandonar antes de la llegada.

—Venga, Song, da alcance a los que tienes delante —le espetó Christophe—. Juégatela.

El camboyano bajó ligeramente la cabeza y con sus potentes brazos hizo acelerar su silla.

—Te espero en la llegada —le dijo a Christophe.

La cadencia del camboyano se hizo más rápida. Christophe le vio devorar la avenida Once de Septiembre hasta que sólo quedó un puntito a lo lejos, y luego desapareció.

Song llegó a la altura del pelotón de cabeza pero el esfuerzo le había consumido el último líquido de su cuerpo. El camboyano intentaba aferrarse al ritmo endiablado de los primeros. Entonces hizo lo que siempre le había dado resultado en momentos críticos de su vida, así como en los demás maratones: empezó a meditar, a dejar su mente en blanco. Christophe seguía muy de lejos, luchando contra la tentación de abandonar.

De pronto, al enfilar la Gran Vía, Song escuchó una voz conocida, que le hizo el efecto de un dardo metiéndole prisa. Era una voz en inglés, con un fuerte acento asiático: «Ánimo, Song Tak, que te falta poco…».

Song volvió la cabeza. Era Pyambuu Tuul, el mongol que había conocido en Nueva York. Había ido a Barcelona a participar en el otro maratón, el de los Juegos Olímpicos, en calidad de único representante de su país. Había terminado en el último puesto, pero había conseguido llegar a la meta. Pyambuu Tuul había recuperado la vista después de someterse a un trasplante de córnea y en este maratón paralímpico servía de guía a un corredor ciego. «Estás en buena posición… —le dijo a Song—. ¡Ánimo!».

Las palabras de su amigo le proporcionaron renovadas energías. Volvió a refugiarse en sus pensamientos más íntimos, en los recuerdos que compartió con Becky y que ahora, desde la distancia, le parecían lo más valioso de su vida. Pero el cansancio le atacaba con fuerza avasallante y tenía que encontrar energía en lo más hondo, allí donde sólo existe la voluntad de vivir en estado latente. Quizá corría para eso, pensó en el fulgor de un instante, para demostrarse a sí mismo que estaba bien vivo. Se esforzó en encontrar su silencio interior y luego, en los últimos metros, arremetió con todas sus fuerzas. Eran fuerzas que parecían surgir de lo más profundo de su ser, independientemente de su voluntad. Era como si toda su vida no hubiera sido más que un ensayo general para llegar a este momento.

Absorbido por el ruido de los aplausos, sumido en un sentimiento de invencibilidad, se deslizaba hacia la plaza de España. Sin perder el ritmo, lanzó una fugaz mirada hacia atrás, donde el grueso del pelotón libraba una batalla feroz. Obtuvo un último impulso de sus músculos agarrotados y dobló hacia el paseo de María Cristina, de donde había salido menos de dos horas atrás. Enfrente tenía las dos torres venecianas y más allá el Palacio Nacional de Montjuich, imponente. Y justo allí, a escasos metros, la llegada. Un golpe de rueda más y escuchó, a través de la megafonía, una voz que anunciaba el ganador y el segundo puesto, y luego oyó su nombre mientras cruzaba la línea de meta. Había conseguido una medalla. Se dejó rodar unos metros y entonces se dio cuenta de que estaba llorando, lo que no recordaba haber hecho desde su infancia, desde antes de que la tragedia se abatiese sobre su vida. En realidad lloraba desde que había empezado a subir la última cuesta. Mientras la gente se fundía en aplausos, Song Tak hizo chirriar las ruedas de su silla al frenar. Quería quedarse allí para aplaudir a su vez la llegada de su amigo Christophe, que, estaba seguro, acabaría también por aparecer en el umbral del estadio, tarde o temprano, sudando y exhausto, con la indescriptible satisfacción de haber doblegado lo irremediable.