Los juegos constituyeron un éxito sin precedentes. Joan Coll no daba crédito a sus ojos. En los dos fines de semana hubo largas colas de espectadores que pugnaban por entrar en las instalaciones. Algunos días le llegaban informaciones de que se temía un problema de orden público por la cantidad de gente que subía al área olímpica de Montjuich. Dos millones de personas presenciaron en directo las múltiples pruebas, un récord absoluto. Era la primera vez en la historia que el público abarrotaba las competiciones deportivas de discapacitados. Más de un atleta tuvo que acostumbrarse a la nueva situación, controlando unos nervios provocados por la falta de experiencia de competir ante tanta gente. Siete millones de personas siguieron los juegos a través de la pequeña pantalla. Lo que en un principio podía haber sido motivado por cierta curiosidad hacia una peculiar práctica deportiva, se convirtió en un apasionado seguimiento del desarrollo de las pruebas, de la batida de los récords y de la obtención de medallas. Barcelona entera se volcó; sus ciudadanos descubrían un mundo habitualmente aparte y a unas personas obligadas a superar curiosos obstáculos cotidianos para la gran mayoría. Fue una revelación. El espectáculo prometido por Joan Coll en su campaña de publicidad no había defraudado. Hubo grandes marcas: un deportista saltó casi dos metros con una sola pierna (el récord mundial estaba en 2,04 m). El velocista norteamericano Bart Dodson ganó ocho medallas de oro. Las carreras del corredor nigeriano Ajibola Adeoye, amputado de un brazo, provocaron los aplausos del estadio: con ambos brazos hubiera podido llegar en cuarto lugar en los Juegos Olímpicos. La corredora española ciega Puri Santamarta, de Burgos, donde tenía un puesto de venta de cupones de la ONCE, cautivó al público al pulverizar tres récords mundiales.
Pero aparte de lo puramente deportivo, estaba el ambiente. La Villa Olímpica donde vivían los deportistas y sus familias era una fiesta continua. Una fiesta surrealista donde se mezclaban hombres sin piernas que avanzaban sobre un patinete impulsándose con sus brazos, enanos, gigantes, contrahechos, invidentes, mancos, veteranos de Vietnam, iraníes que charlaban con sus colegas iraquíes sobre la guerra que les había condenado a ambos a la silla de ruedas, atletas de países africanos sorprendidos de encontrar su foto y su nombre en el periódico tras haber ganado una carrera… Era la corte de los milagros, como si los dioses del Olimpo se hubieran refugiado en esos hermosos cuerpos maltratados para ofrecer un auténtico espectáculo de superación humana, lejos de la trivialidad, los intereses creados, el tráfico de influencias, la hipocresía y el lucro personal que dominaban los otros Juegos Olímpicos, los de los válidos. Esto no significaba que algunos de los deportistas paralímpicos no cayesen en los mismos vicios: por primera vez se dictaminaron tres casos de dopaje, dos con esteroides anabolizantes (un lanzador de peso húngaro y un judoka ruso) y un jugador de baloncesto americano con un analgésico narcótico, lo que supuso a su equipo la pérdida del oro. Otros simulaban discapacidades que no tenían para ser incorporados en categorías más bajas y tener así más posibilidades de ganar. Pero en general la mentalidad era de atletas de alta competición: «Los deportistas discapacitados no vamos a los Juegos Paralímpicos como si fuéramos a Lourdes —diría el velocista español Javier Conde, ganador de cuatro medallas de oro—. Los codazos para coger una cuerda son los mismos que en una competición olímpica y en plena carrera no conoces ni a tu compañero de entrenamiento. Todos soñamos con colgarnos una medalla».
Andrea de Melo estaba convencida de que iba a conseguir un oro. Dejaba tras ella tres años de duros entrenamientos a los que había sacrificado todos los demás placeres de la vida. En tiro con carabina quedó finalista junto a Margarita Mora, un ama de casa de Mallorca, parapléjica a causa de un accidente de tráfico, madre de cinco hijos, un volcán de actividad y buen humor. La imagen bélica de esas dos mujeres, que nunca olvidaban pintarse los labios antes de recoger sus armas, ponerse el gorro, la visera y el chaleco con sus cartucheras, contrastaba con la dulzura de sus gestos y el destello de sus sonrisas. Aparte de las pruebas de natación, Andrea esperaba conseguir una buena marca en el maratón, su gran especialidad. En 1987, después de completar su primera gran carrera en Nueva York, había sido elegida «corredora más carismática». Le gustaba tanto Barcelona que no quería irse sin recorrerla por entero, corriendo, sudando, sufriendo y apoyada en su bastón, animada por el griterío de la gente agolpada en las aceras. «Es la mejor manera de sentir una ciudad», explicó.
Como Andrea, todos deseaban que el esfuerzo invertido en vencer su sufrimiento les fuese reconocido. Nadie lo anhelaba más que Christophe Roux, que también iba a realizar el sueño de participar en el maratón. Lo que no supo hasta el último momento fue que competiría con su amigo Song Tak. Los ocupantes de la habitación 306 de Propara no se veían desde hacía más de cinco años. Se encontraron en la Villa Olímpica, frente a la playa, tres días antes de finalizar los juegos. Se dieron un apretón de manos que hizo girar sus respectivas sillas sobre sus ejes. «Tantas veces he pensado en ti desde que estoy así…», le dijo Song, clavando la mirada punzante en la abierta sonrisa de su amigo. Ambos hicieron un esfuerzo sobrehumano para disimular la emoción que les embargaba, aún más intensa por el hecho de que Song hubiese retrocedido físicamente con respecto al momento en que se habían separado. Pero la suya era una amistad forjada en tragedias externas y en fuerza interior; nada como la solidaridad ante el sufrimiento era capaz de unir a dos seres humanos allende el tiempo y la distancia.
«¡Vamos a celebrarlo! —dijo Christophe—. Hay que celebrar que estemos vivos, porque lo estamos de chiripa». En el apartamento de la Villa Olímpica que Christophe compartía con Françoise y con Philippe organizaron una fiesta por todo lo alto, como en los buenos tiempos de la clínica. Si era una mala noticia que Song estuviera en silla de ruedas, la buena noticia es que parecía feliz. Hablaba de Becky, de su trabajo y de su país con entusiasmo, así como de todo lo que estaba descubriendo en Barcelona: rodillas hidráulicas, pies articulados, piernas pélvicas, sillas ultraligeras en forma de flecha, etc. Calculó que con cada silla de titanio se podrían fabricar doscientas sillas para campesinos camboyanos de un modelo que proyectaban construir en Kien Klang. Pero la gran revelación había sido el flex-foot, por la manera espectacular en que el atleta Joe Gaetani había ganado los cien metros. Era lo más reciente en prótesis, una pierna con una suela de fibra de carbono en la planta que impulsaba el cuerpo hacia arriba en el momento en que se daba una patada en el suelo. No parecía posible que unas piernas así fuesen ortopédicas. Consciente de que los atletas del Tercer Mundo tenían escasas posibilidades de ganar frente al despliegue tecnológico de Barcelona, no se atrevía a soñar con una medalla. Pero para él, como para Christophe, lo importante no era tanto ganar sino alcanzar la meta. Para todos los participantes en el maratón, lo realmente importante era haber llegado hasta allí, haber traspasado las fronteras de la desgracia —y haber vencido.
La soleada tarde del 13 de septiembre de 1992 reunió a los 141 atletas paratetrapléjicos y a los 26 invidentes que se preparaban para correr los 42,2 kilómetros de la carrera más brutal de todas las disciplinas atléticas. Los primeros ajustaban sus sillas de ruedas, los segundos discutían con sus guías que les orientarían por medio de un cabo. En los alrededores de la zona de salida el ambiente era extraordinariamente festivo y multitudinario. En las tiendas de lona que servían de boxes, los corredores enfundaban sus manos en gruesos guantes que luego recubrían con tiras de esparadrapo para evitar el peligroso roce de las ruedas. Song buscaba con la mirada a su amiga Andrea de Melo, con la que unos días antes había discutido la estrategia de la carrera. A todos les asustaba el último trecho, la subida hacia Montjuich. Por fin la vio llegar, abriéndose paso entre la multitud. No iba a participar en la carrera, le dijo a Song. De hecho llevaba tres días sin participar en competición alguna. Los médicos le habían prohibido toda actividad física al descubrir que tenía un pequeño problema en sus arterias. Había sido una gran decepción: «Lloré y todo, fíjate qué tontería —le dijo Andrea—. Pero ya me he repuesto. Ahora me dedico a hacer turismo y a animar a mis amigos… —Luego la joven brasileña le entregó su cantimplora y le dijo sonriendo—: Toma, te traerá suerte».