«Hablen en voz baja, el jefe está durmiendo». La pegatina señalaba el despacho del científico más popular del mundo, una pequeña habitación cuya puerta, batiente y sin picaporte, se asoma a la cafetería del departamento de matemáticas aplicadas y física teórica de la Universidad de Cambridge. Allí, entre estanterías que albergan filas superpuestas de libros, revistas, carpetas y legajos, y detrás de una mesa también cubierta de papeles, le esperaba Stephen Hawking. Daba la impresión de que el científico inglés se dedicaba por completo a la física del caos en vez de a la cosmología.
La segunda carta de Gloria Rognoni había surtido efecto. Hawking había aceptado enviar un mensaje en la inauguración de los Juegos Paralímpicos. Como no podía desplazarse a Barcelona por cuestiones de trabajo, propuso que se le grabase en Inglaterra. El 18 de mayo de 1992, Gloria llegó a Cambridge acompañada del cineasta inglés Hugh Hudson, contratado para la ocasión. «Saludé a Hawking y él me observó con sus ojos penetrantes; luego desvió su mirada hacia la pantalla de su ordenador —contaría Gloria—. Al ver que su despacho era un desastre, le pregunté si no tenía inconveniente en que le filmáramos fuera». Al cabo de un instante que pareció interminable, el tiempo que Hawking necesitó, a unas quince palabras por minuto, para elegir las letras que desfilaban en su ordenador, componer su respuesta y enviarla al sintetizador de voz para que sonase por los altavoces acoplados a su silla de ruedas, llegó la ansiada contestación, envuelta en una voz metálica con acento de California. How are you? Gloria se quedó perpleja. Esperaba la respuesta a su pregunta, pero el científico estaba todavía devolviéndole el saludo. Tuvo que esperar otro rato más para iniciar la conversación. «Me pidió que lo hiciésemos en el menor tiempo posible —diría Gloria—. Y aceptó que le filmásemos en el trayecto de la universidad a su casa».
«Cada uno de nosotros lleva dentro de sí una chispa de luz, una fuerza creativa —decía Hawking en su mensaje—. Algunos de nosotros hemos perdido la capacidad de usar partes de nuestros cuerpos debido a enfermedades o accidentes. Pero eso no tiene importancia. Es sólo un problema mecánico. Lo verdaderamente importante es que conservamos el espíritu humano, la capacidad de crear. Esta creatividad puede asumir muchas formas, desde la física teórica hasta los logros deportivos. Lo importante es que lleguemos a destacar en algún campo. Y estos juegos son una excelente oportunidad para conseguirlo». Estuvieron el día entero filmándole: «Yo sentía apuro por la cantidad de veces que Hugh le hacía repetir, pero él nunca puso objeción alguna. Al contrario, parecía divertirse. Cuando le sacudió una especie de estertor pensé que le ocurría algo grave. Pero su asistente personal me tranquilizó: Hawking se estaba riendo».
Joan Coll, el pujante director de los Juegos Paralímpicos, había conseguido traer 150 chóferes de Jaén, Murcia, Alicante, Oviedo, de todas partes de España, además de los de Barcelona, para atender a la comunidad de discapacitados que se disponía a llegar a la Ciudad Condal. Pero como siempre en la titánica tarea de organizar esos juegos, solucionar un problema suponía enfrentarse con otro. Los chóferes «importados» no conocían la ciudad. Coll tuvo el tiempo justo para organizar un cursillo completo de orientación y para diseñar las rutas en función de los lugares accesibles… que por supuesto eran escasos. Aparte de los problemas imprevistos, la presión que Joan Coll soportaba se hacía más intensa a medida que se acercaba la fecha de la inauguración. Los organizadores no habían escatimado medios para que los juegos fueran un éxito rotundo. Habían proporcionado la más moderna infraestructura tecnológica de comunicaciones, nunca utilizada en una competición de este tipo. Aparte de dos ordenadores gigantes IBM/9000, en las instalaciones deportivas se habían montado mil doscientos ordenadores personales con doscientos kilómetros de redes locales, algunos previstos para transmitir resultados en lenguaje braille; se había instalado un centro de medios de comunicación para recibir a los casi dos mil periodistas acreditados. Una cobertura internacional de televisión preveía emitir un programa diario de veinte minutos con el resumen de cada jornada. Se utilizaron los últimos adelantos tecnológicos deportivos, como tatamis térmicos para la delimitación del espacio de lucha en judo y balizas acústicas para orientar a los ciclistas ciegos. El equipo de Coll había organizado una campaña publicitaria masiva, poco compasiva, en la que se anunciaban grandes marcas y un espectáculo sensacional.
Pero, ocho días antes de la ceremonia de inauguración, sólo se habían vendido tres mil entradas. «Esto se hunde. Esto se cae», se decía Joan Coll con desesperación. La ciudad todavía vivía bajo el impacto del fragor de los Juegos Olímpicos y pensó que no quedaban energías para esta segunda parte repleta de grandes atletas cojos, mutilados y ciegos. Su sueño de llenar el estadio se quedaría en eso: en un sueño. «Temblarán los cronos», «Caerán las marcas», «Despertarán pasiones…», los eslóganes de los paneles publicitarios que tapizaban las calles de Barcelona le parecían de pronto una absurda ironía. Nunca había habido público en las competiciones deportivas de discapacitados y, por mucha carne en el asador que hubieran puesto, tampoco lo habría en Barcelona, concluyó Coll. Muy a su pesar tendría que dar la razón a los pesimistas, los que habían defendido la idea de que produce malestar en los válidos ver competir a los lisiados.
La noche del 30 de agosto de 1992 la antorcha olímpica salió del ayuntamiento de Barcelona de la mano de un deportista invidente que, con su decisión de sacarla a la plaza de Sant Jaume a cuestas, simbolizaba el triunfo de la luz sobre las tinieblas. Niños, voluntarios, deportistas paralímpicos y autoridades se pasaron la antorcha de mano en mano hasta que finalmente un último relevista ciego encendió el pebetero situado en lo alto de las escalinatas de la espléndida catedral gótica de Barcelona. El día siguiente, en los despachos del comité organizador, empezaron a sonar los teléfonos. Era gente que no quería perderse la inauguración. Horas más tarde se bloqueaba la centralita de las oficinas de ventas. Contrariamente a lo que había pensado Joan Coll en un principio, el público de Barcelona se había quedado con buen sabor de boca de las olimpíadas y quería repetir. «De repente me puse eufórico —diría Joan—. Hubiéramos podido llenar un estadio de cien mil personas».
El 3 de septiembre de 1992, después de haber pasado por más de quinientas manos, la antorcha llegó al estadio Olímpico, donde más de sesenta y cinco mil espectadores la estaban esperando. Joan Coll, emocionado, se unió a la enorme ovación que saludaba la entrada de la antorcha de la mano de un deportista amputado de un brazo. Acompañado de aplausos ininterrumpidos, este hombre pasó la antorcha a Puri Santamarta, una atleta ciega que corrió su tramo del estadio junto a su perro lazarillo. Finalmente, un deportista en silla de ruedas entregó el fuego a un arquero afectado de polio en su pierna izquierda, que mediante su disparo preciso —en medio de un silencio total— encendió el pebetero del estadio Olímpico. Entonces el público estalló en aplausos y luego abrió sus abanicos rojos, como un corazón, para dar la bienvenida a los deportistas. «Nunca había visto algo tan bello en mi vida», diría Andrea de Melo, la brasileña que corría maratones con Song en Nueva York y que vino acompañada de su madre y hermana. La ceremonia mezclaba bailes, actuaciones musicales y magníficos desfiles, entre los cuales destacó una parada de sillas de ruedas adornadas de símbolos referentes al sol y a los planetas, y a los que el público se sumó haciendo girar unas cartulinas multicolores, produciendo un efecto espectacular.
En el segundo acto, la bella Gloria Rognoni apareció en escena para presentar el momento culminante de la noche: el mensaje de Stephen Hawking, «un hombre que se halla al límite de la discapacidad física, pero también al límite de la capacidad mental», dijo ella. Entre el cielo estrellado, representado por los abanicos abiertos del público, la voz metálica de Hawking retumbó acompañada de música. En la pantalla gigante que dominaba el estadio, su rostro y su cuerpo añadían una extraña magia a su mensaje, que terminaba así: «En los últimos treinta años, otros grupos discriminados, como las mujeres y personas de diferentes razas, han conseguido que se les tratara igualitariamente y se reconocieran sus necesidades. Ya es hora que obtengamos el mismo respeto por las necesidades de las personas con discapacidades. Éste es el mensaje que me gustaría hacer llegar a los que participan en estos juegos. Buena suerte para todos».
Andrea de Melo se levantó, lanzando vítores. En el otro lado del estadio, Christophe Roux y Philippe Robardet aplaudieron con frenesí, dando botes de alegría en sus sillas, como si la parálisis hubiera desaparecido. No eran los únicos en sentir una fuerte emoción. También la sintieron todos los que ahora se disponían a ofrecer lo mejor de sí mismos, porque todos habían sufrido, en algún momento de su experiencia, la marginación y los prejuicios de los válidos. Todos estaban listos para competir, pero no para aliviar sus discapacidades sino para ejercer el coraje moral de intentar llevar un poco más allá las fronteras del sacrificio, la entereza y el esfuerzo. Ninguno de los que subirían al podio en esas semanas acabaría siendo más famoso, ni más rico, ni más envidiado. Tampoco se desmayarían en delirios nacionalistas porque su patria seguiría siendo el bastón, la silla de ruedas o la prótesis. Pero todos confiaban en que las palabras de Hawking, que eran una reivindicación a flor de piel, quedarían como una pátina imborrable en la conciencia de los que habían tenido la suerte de conservar su integridad física.