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A lo largo y ancho del mundo, la cita de Barcelona se había convertido en una meta para miles de discapacitados que veían en el deporte su razón de vivir. Asociaciones de Europa y Estados Unidos mandaron emisarios a los lugares más remotos para descubrir al atleta que podría servir de inspiración a sus compatriotas. El afable Dick Traum, el hombre que había creado el Achilles Club en Nueva York, llegó a Phnom Penh en diciembre de 1991 a la búsqueda de atletas camboyanos para Barcelona. En su periplo por Asia había estado compulsando datos, entrevistando a deportistas, organizando pruebas en una decena de países. El Achilles Club pensaba enviar una nutrida representación a Barcelona, aunque personalmente a Dick Traum la idea de unas competiciones sólo para discapacitados no le gustaba mucho. Lo suyo era el maratón, porque la reina de la carreras mezclaba todas las categorías, todas las edades, todas las razas, todas las condiciones físicas. Aun así, esos viajes le ofrecían la oportunidad de conocer personas cuyas historias rivalizaban en miserias y esplendores; atletas que simbolizaban en sus marcas la grandeza del espíritu humano. Dick Traum no conocía deportistas locales, pero se había enterado de que la Fundación de Veteranos de Vietnam organizaba competiciones deportivas en Kien Klang. Ed Miles y el corpulento y jovial Ron Podlaski le habían invitado a asistir.

En el taller de Kien Klang se encontró con Song Tak, sentado en su silla de ruedas, atareado con moldes y herramientas. Había pasado un año desde su caída y nada quedaba ya de la desesperanza de entonces. En los mutilados que volvían a la vida porque ya no se sentían abandonados, Song había vuelto a encontrarse con el rostro de la Camboya de antes, el país que los colonos franceses llamaban «la Suiza de Asia» y que era conocido por la amabilidad y el calor de sus gentes. Dick notó que a Song le brillaban los ojos de entusiasmo.

—Me han dicho que eres el alma de Kien Klang —le dijo Dick.

Pocas visitas hubieran proporcionado tanto placer al joven camboyano. Deseó poder levantarse y abrazar al hombre que le había ayudado a regresar a su país; y que le había servido de inspiración para las actividades deportivas que estaba organizando en Kien Klang con las ONG[16] de los campos de refugiados. Pero tenía una prótesis en la mano y no supo dónde dejarla. Song fabricaba Pies de Jaipur.

—Bienvenido, Dick —le dijo con una ancha sonrisa. Sus ojos se convirtieron en dos rayitas negras que destacaban sobre la palidez de su piel.

Song había salido del pozo sin fondo en que estaba gracias a Ed Miles, que, nada más regresar de la India, le había enfrentado con la idea del suicidio. Su argumento había sido directo y sencillo. En lugar de hablarle de las maravillosas cosas que ofrecía la vida, lo que hubiera sido inútil, le había explicado los perjuicios que su muerte causaría a la fundación. El mensaje había sido claro: ahora que iba a funcionar el taller de prótesis, su presencia y su trabajo serían imprescindibles, con o sin silla de ruedas. Era urgente dar salida a los doscientos tullidos del centro y luego atender a la cola de decenas de miles que estarían esperando. La vida de Song, según le dijo Ed, estaba de momento hipotecada. De la misma manera que un miembro de una familia se debe a los suyos, Song se debía a la aventura de Kien Klang. Después de que se encarrilase, Song tendría todo el tiempo del mundo para desaparecer de la faz de la tierra.

Las palabras de Ed, sin conmiseración de ninguna clase, transmitieron a Song un renovado sentido de la responsabilidad en un momento en que se sentía fuera de juego en la vida. El camboyano se había dado cuenta de que matarse iba a ser un crimen contra los demás supervivientes, contra los vivos. Había llegado a la conclusión de que no se lo podía permitir todavía. Comprendió que él, Ed, Bob Muller, Christophe y tantos otros eran el símbolo del valor de la vida, precisamente por encontrarse en el estado en que se hallaban. Ya moriría cuando tuviera que hacerlo, como le ocurre a todo el mundo, de forma desafiante, con coraje. Por ahora estaba seriamente disminuido, pero tan vivo como siempre, y tenía que sacar el máximo provecho de las habilidades que le quedaban. Su cerebro funcionaba bien y podía desplazarse. Asistir al momento en que su país volvía a la vida era sencillamente demasiado interesante como para perdérselo. Sobre todo pudiendo participar en ello. Así que había decidido reintegrarse al mundo.

Al llegar los técnicos de Jaipur con sus moldes y el material necesario, Song se había mudado a Kien Klang. Con otros siete aprendices camboyanos se iniciaron en el proceso de fabricación de los Pies de Jaipur. Poco después inauguraron el taller colgando un cartel en la fachada: «P. K. Sethi Prosthetics Clinic. Founded by the Vietnam Veterans of America Foundation, Washington, D.C.» Al día siguiente el primer amputado, uno de los aprendices llamado Man Sareth, salió caminando con su flamante Pie de Jaipur, ante los suspiros de admiración de los demás mutilados que se agolpaban para contemplar ese prodigio que unos americanos habían traído de la India. Al ver a esos parias que ya podían soñar con ser de nuevo como los demás, Song comprendió que su lugar estaba realmente allí. Así se convirtió en un experto en la fabricación de Pies de Jaipur y acabó encargándose del taller. Había sido una manera de olvidar la angustia de su parálisis, que le había alterado su percepción de la vida. Llegó a sentir tan próxima la presencia de la muerte que de pronto empezó a ver cada día, cada semana, cada mes como un regalo de la Providencia. «Cuando llegue mi hora —razonaba Song con toda lucidez—, me habré deteriorado tanto físicamente que recibiré la muerte como un regalo más». Mientras tanto, había descubierto que más allá de la libertad de movimientos había la satisfacción de sentirse útil a los demás. En el Pie de Jaipur, Song Tak había encontrado un nuevo sentido a la vida.

Dick Traum le planteó un desafío importante, que le excitó la imaginación. ¿Por qué no presentarse como atleta representando a su país? Dick no se había olvidado de sus buenas marcas en los entrenamientos de Nueva York y, a la vista de la falta de gente preparada, se le había ocurrido proponérselo. Si la vida se empeñaba en quitarle movilidad, ¿por qué no plantarle cara al destino y convertirse en corredor olímpico? Era una extravagancia, un desplante sólo comparable al que podía haber hecho su amigo Christophe. Un gesto de arrogancia. Pero a Song le excitaba un desafío así porque era una manera de vengarse de la adversidad. También era la oportunidad soñada para viajar de nuevo a Europa, para sentirse de nuevo parte de una comunidad internacional unida por la voluntad de combatir la fatalidad. Al aceptar la propuesta de Dick, Song reaccionaba como las ramas de un árbol que resurgen con más fuerza después de haber sido podadas. Song volvería a ver a los que consideraba su familia, Christophe y los suyos, quienes siempre le habían aceptado y respaldado. Los que le habían enseñado que la obligación más exigible de un ser vivo era vivir —por encima de todo lo demás.

Durante una temporada, Song dejó las obligaciones del taller y empezó a prepararse. Ron Podlaski le había traído de Estados Unidos una vieja silla de competición. Los numerosos funcionarios de la ONU que habían llegado a Camboya como fuerza de pacificación le veían todas las mañanas por la avenida Achar Mein, la arteria principal de Phnom Penh, empujar con fuerza su silla de ruedas. Nadie entendía adónde iba tan deprisa, excepto los que le conocían. Sabían que a Song le impulsaba otra fuerza, la que obtenía de su relación con Becky Jordan. Hacía poco habían decidido vivir juntos y se habían mudado a una villa céntrica. «No soy buena en eso de mantener las distancias», repetía Becky cuando le preguntaban por su nueva historia de amor.