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A diez mil kilómetros de distancia, Christophe albergaba una idea que no había querido comentar con nadie, ni siquiera con Françoise. Se había enterado que unos juegos olímpicos para discapacitados se celebrarían en septiembre de 1992 en Barcelona y sentía unas ganas irreprimibles de participar en ellos. Su mejoría y las cartas de Song desde Nueva York le habían mostrado la posibilidad de volver a sentir el fragor y la excitación de una carrera. Jugaba a tenis de mesa y había ganado varios campeonatos en su categoría. Pero correr, aunque fuese en silla de ruedas, era el mayor de los desafíos. ¿No mencionaba Song en sus cartas a un tal Francis, un tetra miembro del club Achilles que conseguía acabar el maratón? ¿Por qué no él? Era como mofarse del destino, y eso le producía un secreto placer que no conseguía explicarse, pero que era su gran motivación. Se entrenaba con regularidad en el estadio de Montpellier, haciendo avanzar su silla de carreras, un modelo de grafito y aluminio que le prestaba el club de discapacitados, a golpes de tríceps reconstruidos. La obsesión por la forma física era consecuencia de la inercia de tanta rehabilitación. Por otra parte, había experimentado problemas de concentración en la Facultad. Se había dado cuenta de que ya no podía estudiar; durante tantos años había canalizado tantas energías hacia su cuerpo que ahora le era prácticamente imposible cambiar de orientación. El deporte le servía no sólo para medirse consigo mismo, sino también para ayudar a los que estaban en su misma situación. Presentía que su vocación era la de organizador y animador social, lo que en realidad había estado haciendo durante sus años de clínica. «Es muy satisfactorio ayudar a que la gente consiga algo que creía imposible, ayudarles a superar sus puntos más débiles», diría. Ahora los juegos de Barcelona le ofrecían la posibilidad de animar a todo un equipo, de participar en un acontecimiento de envergadura. Era una oportunidad que no podía dejar escapar.

La ciudad de Barcelona estaba patas arriba y el tráfico era aún más caótico que de costumbre. Por doquier se removían cimientos, se transformaban viejos arrabales y suburbios en nuevos barrios; túneles horadaban las montañas y nuevas torres elevaban sus antenas más allá de las nubes: faltaban unos meses para los Juegos Olímpicos. La ciudad entera vivía con la fiebre de un acontecimiento que haría de ella, durante unos días, la capital del mundo. El barcelonés Joan Coll, licenciado en Derecho y Máster de Economía, padre de dos hijos, un individuo enérgico, decidido, de ojos verdes y pelo castaño peinado a raya, vivía una pesadilla permanente a medida que se acercaba la fecha de la inauguración. Tres años atrás había aceptado con entusiasmo el puesto que ahora ocupaba y que no le dejaba dormir. En aquel entonces, a sus 35 años era el responsable de una compañía de seguridad, un buen empleo, aunque rutinario, que abandonó para participar en el proyecto olímpico, una titánica empresa que aunaba las energías de toda su ciudad. El director de recursos humanos del Comité Organizador de los Juegos, un viejo amigo de la Facultad que conocía sus dotes organizativas, le había propuesto el trabajo y una jugosa oferta económica.

—Te necesito para organizar los Juegos Paralímpicos —le había dicho.

—¿Y qué es eso? —había contestado Joan Coll, pensando que se trataría de algún trabajo de intendencia.

—Las olimpíadas de los discapacitados. En Seúl han tenido lugar justo después de los Juegos, por primera vez. Acabo de recibir el informe de la delegación que enviamos allí, y es algo mucho mayor de lo que pensábamos. Vamos cortos de tiempo.

Corría abril de 1989. «Al principio se me cayó el mundo encima porque no sabía por dónde empezar —diría Joan Coll—. Me enteré de que los Paralímpicos representan, tras los Juegos Olímpicos, el segundo acontecimiento deportivo mundial en cuanto a complejidad, duración y número de participantes. Sabía que en la última fase tendría a catorce mil personas trabajando para atender a unos cuatro mil atletas y acompañantes oficiales».

Joan Coll estudió a fondo los datos de Seúl sobre las competiciones y las instalaciones. Hasta entonces los Paralímpicos habían sido acontecimientos organizados con buena voluntad pero limitados en dimensiones y presupuesto. Los primeros juegos, organizados en 1948, habían contado con la participación de dieciséis miembros de las fuerzas armadas británicas. Habían sido idea del doctor Ludwig Guttmann, fundador de Stoke Mandeville, el primer centro especializado en lesiones medulares, creado para atender a los heridos de la Segunda Guerra Mundial. Guttmann estaba convencido de las excelencias del deporte como medio terapéutico y clínico. Desde entonces, los juegos habían evolucionado en proporción a la voluntad de integración que los discapacitados, como otros grupos sociales marginados, manifestaban con un ímpetu cada vez mayor a lo largo y ancho del mundo. En Seúl había sido un acontecimiento masivo, aunque después se supo que muchos espectadores habían sido obligados a asistir. Barcelona quería llenar los estadios convenciendo.

Para conseguir la participación voluntaria del público a gran escala, Joan Coll estimaba necesario difundir la idea de que sería una competición entre deportistas discapacitados de alto nivel, no unos juegos para discapacitados que practican deporte. «Mi equipo y yo chocamos con los criterios del Comité Paralímpico Internacional. Las negociaciones fueron largas y duras —diría el enérgico barcelonés—, y me plantearon un conflicto personal. Ellos presionaban para incluir determinadas pruebas para grandes lesionados. Para ellos era muy importante que el chaval que se ha estado entrenando para tirar una pelotita de hierro a veinte centímetros tuviera su premio. Yo también pienso que es importante, pero no podía dejarme llevar por la compasión. Lo que me proponía era montar una organización para llenar un estadio con capacidad para sesenta mil personas. Y pensé que esas sesenta mil personas no sólo iban a premiar un esfuerzo personal de indudable mérito; tenían que asistir a un espectáculo que, a pesar de las limitaciones de los atletas, fuese objetivamente de alto nivel deportivo. Para ello, mi equipo y yo establecimos unas normas rígidas y unas marcas mínimas. Limitamos el número de atletas por prueba pero aumentamos las delegaciones. Si en Seúl habían participado 62, en Barcelona lo harían 84, cubriendo una representación de casi todos los países del mundo y de los cinco continentes».

Esto implicaba una cobertura de servicios muy amplia y muy dispersa en una ciudad que no estaba preparada para atender a la vez a un número tan grande de discapacitados. La logística abarcaba desde la alimentación, los cuidados médicos, las comunicaciones, hasta los transportes y el ocio, y tenía que empezar desde la bajada de los aviones: mil cuatrocientas sillas de ruedas llegarían al aeropuerto del Prat en los tres primeros días. Los criterios de alojamiento y transporte eran más complejos que los de la comida porque se añadían los problemas de movilidad. Joan Coll se dio cuenta, estupefacto, de que en el inicio de la construcción de la Villa Olímpica, un proyecto de creación de un nuevo barrio de cuatro mil viviendas donde se alojarían los atletas de los Juegos Olímpicos, no estaban previstas viviendas adaptadas para los atletas paralímpicos que las ocuparían después. «Tuve que conseguir un departamento técnico —contaría Joan Coll—, y todo eso a la carrera porque cada día se levantaba una pared. Había que perseguir a los promotores, a los del ayuntamiento y a los arquitectos, que además todos eran personas distintas, y explicarles que ciertas viviendas tenían que ser acondicionadas. ¡Todos estaban muy contentos con su Villa Olímpica y de pronto llegaba yo a decirles cómo tenían que hacer la pared o el cuarto de baño! Claro, no entendían nada. No es que hubiera oposición, sino que nadie estaba realmente mentalizado sobre la magnitud del acontecimiento. Hubo que pedir a la compañía de ascensores letreros en braille. Y colocamos en las esquinas de la Villa Olímpica unos aparatos que, activados por un mando a distancia, indicaban a los ciegos, en todos los idiomas, el lugar exacto donde se encontraban».

El tema del transporte era fundamental porque las instalaciones deportivas estaban repartidas no sólo por toda la ciudad, sino también en los extrarradios. La primera idea consistió en vaciar autobuses normales y colocar rampas de acceso. En ese momento surgió la posibilidad de conseguir autobuses adaptados de suelo bajo, que se estaban empezando a fabricar en Alemania y Suecia. «Iniciamos una loca carrera para adquirirlos —diría Joan Coll—, y hubo momentos en que me arrepentí, porque por intentar hacerlo muy bien nos podíamos dar una bofetada del tamaño de un elefante». Estaba previsto que se necesitarían doscientos autobuses y, como era imposible comprarlos para sólo diez días, Coll y su equipo consiguieron que la Generalitat cediese una flota importante de furgonetas adaptadas y que el Inserso (Instituto de Servicios Sociales) subvencionase la compra de autobuses por parte de compañías de transporte de diversas ciudades españolas. A cambio, las compañías se comprometían a cederlos durante la duración de los juegos. Pero de un problema resuelto surgía otro nuevo, y solía ser aún mayor. Conseguir los autobuses había sido difícil, pero más aún lo era conseguir conductores. No había bastantes en Barcelona. «Las dificultades y los problemas se sucedían de manera vertiginosa y por momentos pensé que esa avalancha nos arrastraría al fracaso».

Joan Coll no era el único preocupado por la organización de los juegos. La catalana Gloria Rognoni sentía una aprensión creciente a medida que se daba cuenta de la envergadura de lo que había aceptado: organizar la ceremonia inaugural que iba a ser retransmitida a una audiencia millonaria. Enorme responsabilidad para esta mujer guapa, pelirroja, extravertida y simpática, con unas piernas maravillosas que a los treinta años quedaron paralizadas al caerse de un andamio cuando ensayaba una obra. Había tenido que abandonar la profesión de actriz pero no había olvidado su amor por el teatro. Convertida en directora escénica, nunca había dirigido un espectáculo tan grande. La propuesta del Comité Olímpico la hacía responsable de un presupuesto de mil millones de pesetas. «Al principio rechacé la oferta. Me daba miedo enfrentarme a un proyecto así. Pero me convencieron diciéndome que sería mejor que lo hiciese alguien en silla de ruedas porque podría aportar algo muy auténtico. Aparentemente no había nadie en España que reuniese las mismas condiciones que yo».

Para encontrar un concepto de espectáculo, Gloria se preguntó qué tenían en común las historias de discapacitados: «Al principio hay algo muy oscuro, muy negro. No puedes caminar, no puedes controlar tu cuerpo pero luego, en contrapartida, hay una parte lúcida, una parte de distanciamiento sano, como los ancianos que lo ven todo desde otra perspectiva. El ejemplo vivo de esta transformación estaba en los grandes discapacitados de la historia: la sordera no había impedido a Beethoven componer, ni la parálisis dirigir los destinos de su país a Franklin Roosevelt, ni la falta de un brazo impedir que Cervantes escribiese el Quijote. Más bien al contrario, era como si mutilados, ciegos y discapacitados tendiesen a desarrollar habilidades compensatorias para recomponer su nueva personalidad. De la oscuridad a la luz, ésa era la idea que me volvía a la mente». Había que encontrar el equivalente de esos grandes pensadores en la actualidad. Un nombre destacaba por delante de todos los demás: Stephen Hawking. «Trabajaba en el tema de los agujeros negros del espacio, que era como una metáfora de la idea que yo quería expresar —añadiría Gloria—, y el propio Hawking había reconocido públicamente que no hubiera llegado hasta allí sin su enfermedad». Impedido de caminar y de hablar desde hace quince años, con la única habilidad de mover los músculos faciales y dos dedos de la mano izquierda, la vida de este físico inglés ha sido y es puramente intelectual[15]. Hoy en día la ciencia le debe los adelantos más importantes en física teórica desde Einstein. Hawking ha sabido convertir su silla de ruedas en un observatorio para estudiar el origen, el funcionamiento y el fin del universo. Nadie mejor que él, pensó Gloria, ilustraba el poder del hombre para sondear la vida con la inteligencia. El poder de la mente.

Gloria no imaginaba el espectáculo sin Hawking, el símbolo que daba sentido a la celebración de los juegos. Le escribió una carta explicándole el enorme interés que había en que participase en la ceremonia de inauguración. Quedaba más de un año por delante, pero no había que perder tiempo. Quince días más tarde llegó la respuesta del físico inglés: «Muy agradecido por haber pensado en mí pero no quiero participar en la ceremonia porque no estoy de acuerdo con que los minusválidos compitamos para ser los mejores minusválidos. Tenemos que competir en todo caso para ser los mejores». La respuesta dejó a Gloria y a sus colaboradores momentáneamente desconcertados. Por una parte tenía razón, pensó Gloria. La voz de Hawking se unía a la de muchos otros para quienes las manifestaciones exclusivas de minusválidos no hacían sino perpetuarles en la marginación. Pero por la otra no la tenía, porque cuestionaba el derecho mismo de los discapacitados a hacer lo que quisiesen. «Si quieren competir, que compitan. Nosotros tenemos la obligación de empujar a que la gente haga algo —escribió Gloria en su segunda carta a Hawking—. Estoy convencida de que su participación en la ceremonia puede ser una fuente de inspiración para muchos, discapacitados o no, añadiendo que había muchas personas como él y como ella, es decir víctimas de accidente o de enfermedad, pero muchas otras que eran deficientes de nacimiento y para ellos estos juegos eran una oportunidad de medirse, de hacer vida social y de huir de la monotonía de sus existencias. Yo le brindé una plataforma para expresar lo que quisiera. Por encima de todo quería que dijese algo, lo que fuese, pero algo».

Esta vez la respuesta de Stephen Hawking se hizo esperar. Gloria interpretó su silencio desde un sentimiento que a ella también le era familiar: el conflicto entre su deseo de hacer todo lo posible por los demás discapacitados y el de desligarse de su condición. Abrigaba la esperanza de que triunfaría el primero de ellos.