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Los parias de Kien Klang, el lugar asignado a los veteranos de Vietnam para montar su centro de rehabilitación, estaban atónitos ante aquel puñado de extranjeros que les ofrecían su presencia amistosa. Una mujer con la cara quemada y voz muy queda, como si la vida se le escapase por la boca, ofreció té y dulces a los recién llegados. Entonces Song notó lo mucho que había cambiado: esos dulces, que antaño hubiera devorado, ahora le daban asco. En Kien Klang no existía ningún concepto de higiene personal. Los visitantes hicieron de tripas corazón, sorbieron el té y mordisquearon los dulces ante las miradas de satisfacción de los mutilados que empezaron a rodearles y a saludarles. Uno de ellos abrazó a Ron con sus muñones purulentos. «¡Gran Buda, gran Buda!», le decía entre risas.

Song pensaba que su destino podía haber sido el de cualquiera de aquellos tullidos que veían pasar la vida desde sus precarias sillas de bambú y ruedas de madera, sin ningún futuro, sin ningún aliciente. Lo más terrible es que detrás de cada lesión había otra; cada horror escondía uno nuevo. Al dar fuego a un hombre que se había acercado arrastrándose con sus muletas, Song vio que tampoco tenía brazos. Más lejos, dos jóvenes sin piernas hacían rodar sus sillas de ruedas en fila india; Song descubrió que el segundo seguía el sonido emitido por su compañero porque era ciego. Luego vio otro ciego que caminaba apoyado sobre la cabeza de su nieta; a la niña le faltaban las manos. Y así sin parar, como una macabra caja de sorpresas sin principio ni final.

—Explícame una cosa, Ed —preguntó el corpulento Ron—. ¿Cómo vamos a arreglar a toda esta gente? ¿De dónde vamos a sacar piernas como las tuyas?

Ed se acarició el tobillo. Tenía piernas de grafito que le habían costado cuatro mil dólares cada una.

—Francamente no lo sé —contestó—. Llevo seis meses investigando y todavía no he encontrado un sistema de prótesis barato y que sea adaptable a este país.

La organización humanitaria francesa Handicap International fabricaba piernas de madera y cuero, pero en el clima del trópico la madera no duraba y el cuero se agrietaba con la humedad. Además, el proceso de producción era tan laborioso que sólo se podían fabricar diez unidades por semana. La mayoría de los sistemas estaba concebida para países desarrollados. En su esfuerzo por encontrar el más idóneo, Ed se había desplazado a Ginebra, a la sede del Comité Internacional de la Cruz Roja, la mayor organización de ayuda al Tercer Mundo, la única que había sido autorizada a trabajar en Camboya desde 1979, donde mantenía una red de hospitales regionales. Ahora se disponía a abrir varios centros de rehabilitación. Para sorpresa de Ed, intentaron disuadirle de llevar a cabo su proyecto. Dijeron que estaban a punto de llegar con la tecnología necesaria y le dieron a entender que sobraba. «Usan un lenguaje de propiedad territorial —diría Ed—. Camboya es su territorio, donde piensan mandar sobre sus amputados».

En Londres, un médico inglés de origen indio, el doctor Mitra, también había chocado con la arrogancia y la prepotencia de las grandes organizaciones de ayuda humanitaria como la Cruz Roja. Llevaba más de dos años intentando convencerles de que adoptasen el sistema más adecuado a las necesidades de un país como Camboya, un sistema concebido por un médico de la India. Mitra, hombre de corta estatura, enérgico, pasional y emprendedor, era sobre todo un idealista. Profundamente alterado al ver un programa de televisión sobre el holocausto camboyano, había pensado desarrollar un plan de rehabilitación para todo el país usando la prótesis india. En su ingenuidad, creyó que bastaban la lógica y las buenas ideas para llevarlo a cabo. Luego fue descubriendo que existían poderosos intereses de por medio: los fabricantes multinacionales de prótesis de plástico extendían sus tentáculos a las organizaciones de ayuda al Tercer Mundo. No en vano la industria de la prótesis era una industria multimillonaria, alimentada por el uso creciente de las minas en los numerosos conflictos bélicos de todo el mundo. Y el sistema indio, conocido como la prótesis de los pobres por ser el más barato y más fácil de fabricar, amenazaba con llevarse la parte del león de este floreciente mercado.

Un día de mayo de 1990, el doctor Mitra recibió una llamada de Phnom Penh. Era Ed Miles. Un amigo común, el cineasta David Munro cuyos documentales sobre el holocausto camboyano habían conmovido a Mitra y a muchos telespectadores ingleses, les había puesto en contacto. Ed supo entonces que el sistema indio tenía más de treinta años de probada experiencia en países del Tercer Mundo y que no requería ninguna tecnología sofisticada. El coste de cada pierna artificial era de unos cuatro dólares. La prótesis era conocida como «el Pie de Jaipur».

Un mes después de esa conversación, Ed Miles llegó a «la ciudad rosa» acompañado del doctor Mitra. Jaipur no sólo era conocida por el color de sus edificios, cuya piedra pasaba del púrpura al dorado a lo largo del día, sino también por la calidad de sus gemas y el trabajo de sus orfebres. La silueta del Palacio del Marajá se dibujaba con nitidez sobre el fondo de los patios y jardines, que ocupan una séptima parte de la ciudad. Jaipur había sido una ciudad de príncipes y guerreros, de feroces contiendas y leyendas milenarias. Sus tesoros arquitectónicos habían visto desfilar a generales y virreyes a lomos de elefantes ataviados con telas incrustadas de piedras preciosas. El aroma de los fastos de su pasado se unía a su vitalidad desbordante. En la calle de los canteros, el bazar de los tejidos y el mercado de las flores, multitud de pequeños artesanos fabrican de todo, desde juguetes de madera hasta piezas para la industria aeronáutica.

Jaipur también es conocida en la India como la ciudad de los médicos. El enorme hospital Sawai Mansingh forma el núcleo central de un complejo que comprende una Facultad de medicina, una de farmacia, varias bibliotecas, residencias para estudiantes y hasta una oficina de correos propia. En el oscuro cuartucho de un semisótano de ese gran hospital, un cirujano ortopédico llamado Sethi había dedicado cuarenta años de su vida profesional a ayudar a que sus pacientes, en su mayoría minusválidos de zonas rurales, los más desvalidos de entre los pobres, se tuvieran en pie. Serio, amable y brillante, modesto como suelen serlo los sabios, de pelo plateado y tez cetrina, sonrisa suave y aspecto majestuoso de guerrero rajput, su razón de vivir había estado siempre guiada por los ideales heredados de su padre, un eminente físico, discípulo del premio Nobel, P. Raman. Eran los ideales de Gandhi, ideales de justicia que el férreo sistema de castas parecía negar a sus compatriotas.

«Esta habitación es lo único que conseguí de la administración del hospital para empezar el centro de fisioterapia», explicaba Sethi a Ed y a Mitra. El cuarto pequeño y mal iluminado contrastaba con la enormidad del hospital. Ed estaba impresionado por la pobreza de los pacientes y la diversidad de las malformaciones. Nunca había visto tantos tullidos. La cola salía del taller y se perdía detrás del aparcamiento, atestado de motocicletas. Muchos llevaban varios días acampando en las cercanías. «En un hospital público como éste, un taller ortopédico no era considerado una prioridad —prosiguió Sethi—. Pero no tenía sentido seguir operando a mis pacientes de polio si luego no podía llegar a la meta, que era hacerlos caminar de nuevo. Sólo se podían conseguir aparatos protésicos en Bombay y mis pacientes no tenían medios. Regresaban a sus aldeas y de nuevo adquirían malformaciones o deformidades. Mis operaciones eran un ejercicio de pura futilidad. Como el hospital no quería saber nada, se me ocurrió solicitar ayuda a la comunidad, empezando por expacientes míos de familias pudientes. Les pedí materiales: cuero, madera, aluminio, porque si les hubiera pedido dinero, la administración lo hubiera engullido. Como no disponía de trabajadores especializados, se me ocurrió buscarlos en la cantera de artesanos altamente cualificados que siempre ha existido en la India».

Los curtidores, carpinteros y herreros de los barrios más populares de Jaipur se fueron familiarizando con la silueta altiva de este hombre de ciencia que no dudaba en romper la distancia atávica que marcaban las castas. Entraba en los talleres y fábricas más oscuros y hediondos y hablaba con todos, desde el dueño hasta el más humilde aprendiz. Quería informarse, descubrir al obrero más cualificado, transmitir su entusiasmo. Al respeto paralizante que los artesanos sentían por la diferencia social se añadía un problema de comunicación. Su entendimiento era muy distinto al que Sethi necesitaba. «Esa gente piensa en tres dimensiones: no podían interpretar un croquis o un dibujo, pero descubrí que podían reproducir a la perfección un objeto o aparato ortopédico que yo les presentase. Encargué a cada artesano su pieza correspondiente para luego ensamblarlas aquí, en este despacho. Mis colegas del hospital me miraban por encima del hombro. En la India, los miembros de las clases privilegiadas no suelen rebajarse a tareas manuales. Está considerado algo indigno». Pero a Sethi sólo le importaba lo esencial: gracias a la participación de la comunidad, el departamento de fisioterapia empezó a funcionar al correrse la voz de que algo podía hacerse para mejorar su existencia.

Los enfermos salieron de su postración. Llegaron por decenas, y luego por centenares. Los médicos, que siempre habían pensado que la polio era una enfermedad de escasa incidencia en la India, descubrieron que era la mayor causa de discapacidades. «Aquí llegaban pacientes de sesenta años que llevaban cuarenta años arrastrándose por el suelo —diría Sethi—. Obviamente, no estaban satisfechos con su existencia. Me di cuenta de que la idea tan extendida del fatalismo de los indios no es más que un prejuicio. Cuando se les ofrece algo para cambiarles la vida, lo aprovechan».

También fueron llegando amputados, afectados de lepra o diabetes aunque el 60 por ciento eran víctimas de caídas de tren. En la India los pobres viajan encaramados a las ventanillas y las portezuelas o apiñados como racimos en el techo de los vagones; y los accidentes son frecuentes. Sethi disponía de un modelo de pierna artificial heredado de los ingleses, cuyo pie estaba diseñado para ir recubierto de un zapato. Los artesanos de Jaipur la imitaron. Pero el médico comprobó que los pacientes no la utilizaban. Sus colegas alegaron que el pueblo era inculto e ignorante, que no se daba cuenta de lo que era bueno para ellos. Pero Sethi siempre había pensado que su gente era perfectamente capaz de tomar decisiones racionales. «Cabe la posibilidad —reflexionó— de que estas piernas no estén adaptadas a sus necesidades».

«Sólo bastaba con bajarse del pedestal y hablar con los amputados para darse cuenta de que estábamos usando una prótesis que correspondía al estilo de vida occidental —diría Sethi—. Estaba concebida para gente que usa zapatos y los indios pobres, el 90 por ciento de los habitantes de este país, usan chanclas o van descalzos, y viven en el suelo. Pasan mucho tiempo en cuclillas, o con las piernas cruzadas, o caminando sobre superficies irregulares. En definitiva, con el pie torcido. La prótesis inglesa estaba diseñada para gente cuyo pie está siempre en ángulo recto, gente que vive en lo que llamo una “cultura de silla”. Había que concebir otra.

»Tardamos mucho tiempo en lograr el Pie de Jaipur porque no existía ningún trabajo sobre el que nos pudiésemos inspirar. La mente trabaja según unos determinados esquemas de pensamiento y lo más dificil del mundo es salirse de unas reglas. Nosotros teníamos que innovar, lo que no sólo exigía más ciencia sino también un entendimiento más profundo de nuestra sociedad, de su cultura, de sus enormes disparidades económicas y de su estructura estratificada. Cometimos muchos errores estúpidos, nos equivocamos mucho. Varias veces estuve a punto de abandonar… al fin y al cabo yo era médico, no diseñador de prótesis, pero la necesidad era insoslayable: los pacientes estaban allí, todos los días, en mi consulta, mirándome a la cara. Así que lo volvíamos a intentar. Pensé en el caucho. Si era un material tan duro como para hacer rodar a los camiones en las carreteras indias, debía de valer para el andar humano. Pedí a un escultor que hacía las estatuas de los templos que me fabricase el molde de un pie. Luego fui al taller de recauchutados de la esquina, y me hicieron un pie, negro, que pesaba muchísimo. Poco a poco fui probando distintas mezclas de dos tipos de caucho, uno muy ligero, microcelular, el de las chanclas, y otro duro, para recubrirlo. Pero lo fundamental, la principal innovación del diseño, fue suprimir la quilla metálica del interior. Nos costó mucho hacerlo porque pensábamos que el pie se rompería. Al final, después de años de experimentos, conseguimos una prótesis flexible, sólida y barata».

Ed y Mitra siguieron con sumo interés todo el proceso de fabricación del Pie de Jaipur. Observaron cómo los técnicos calentaban el pie en una olla a presión y quedaba duro e irrompible. En el taller contiguo, otros técnicos recortaban la pierna de una lámina de aluminio, luego otros le daban forma y le aplicaban una capa cosmética. Al final, el proceso de ensamblaje y colocación tardaba cuarenta y cinco minutos por paciente. Por la rapidez y por el precio, no era de extrañar que se hubiera convertido en la prótesis más utilizada en el mundo. «Más que un trasvase de tecnología —concluiría Sethi—, la solución a este problema requirió trasladar un sistema de valores a otro, el occidental al indio. Creo que es una manera de solucionar muchos problemas del Tercer Mundo. No basta con adquirir nuevas tecnologías porque nuestros pobres no tienen acceso a ellas. Nuestro verdadero desafío es adaptarlas, hacerlas asequibles».

Descubrir el Pie de Jaipur fue muy excitante para Ed, porque en él vio la solución al problema de Camboya. Contrariamente a los sistemas que había estudiado en América y Europa, éste tenía la ventaja de estar concebido para campesinos que trabajan descalzos en zonas húmedas, es decir la mayoría de las víctimas camboyanas de las minas.

Pero el Comité Internacional de la Cruz Roja no compartía ese entusiasmo por una tecnología que consideraba «primaria». Esta organización había puesto en marcha un plan nacional, conjuntamente con el gobierno, para que todas las demás organizaciones establecidas en Camboya adoptasen su técnica basada en el polipropileno. Hasta Handicap International, entre otras, se había visto obligada a renunciar a su sistema y usar las prótesis de plástico de la Cruz Roja. «Si cada uno inicia su pequeño proyecto con su técnica propia —argumentaba Jean Luc Pontet, representante de la Cruz Roja en Camboya—, si cada organización trata por su cuenta con los distintos ministerios, esto va a ser un embrollo que al final nos perjudicará a todos. Si todos usamos la misma tecnología, podemos atajar el problema de manera más eficaz».

Ed no estaba de acuerdo: «La política de centralización de usar un sistema único perjudica a los mutilados porque les quita la posibilidad de elegir. Además, el sistema de la Cruz Roja requería que hubiese electricidad para calentar los moldes y en Camboya la luz es un bien escaso. ¿Y si el material se rompía? ¿Qué haría un campesino, en medio de la selva, con una pierna de plástico rota? El Pie de Jaipur era más lógico: cualquiera podía repararlo por su cuenta y a un mínimo coste. Además, era una tecnología que no requería dependencia exterior».

Ed tuvo que sortear toda clase de trabas burocráticas antes de ser autorizado a fabricar el Pie de Jaipur en Kien Klang. Detrás de las dificultades notaba la voluntad de control de la Cruz Roja, pero siguió en sus trece y no se adhirió al plan nacional. El incansable Bob Muller tuvo que recurrir a su amigo Hun Sen para conseguir que los ministerios cesasen de boicotearles. De no ser por esa relación privilegiada, nunca hubieran conseguido sacar adelante el sistema de Sethi. «No entiendo por qué una organización tan pequeña como la nuestra constituía una amenaza tan grande para la Cruz Roja —diría Bob Muller recordando las dificultades del comienzo—. Yo creía que sería fácil obtener el apoyo de las demás organizaciones para el sistema más adecuado. Pero hay muchos factores que parecen tener más importancia que la suerte de los amputados: el tamaño de las organizaciones, su situación global, su poder, su habilidad para recaudar fondos».

El doctor Mitra, que tanto había luchado para que se adoptase el sistema de Sethi, iría aún más lejos: «Las soluciones a los problemas del Tercer Mundo no están ni en las universidades de Occidente, ni en las sedes de las multinacionales, ni en las organizaciones de ayuda, sino en las callejuelas de Jaipur, en los arrabales de Phnom Penh y en la miríada de pequeños talleres repartidos por los barrios de chabolas de las ciudades del Tercer Mundo. Cualquier solución desarrollada localmente sobrevivirá porque nace de la propia necesidad. Hasta que las organizaciones de ayuda no comprendan esto, su trabajo y su dinero no serán todo lo beneficiosos que deberían ser».