Cuando en 1989 Song Tak se enteró de que los vietnamitas se retiraban de Camboya y que se iniciaban conversaciones de paz, pensó que había llegado su hora. Ya podría hacer realidad el sueño de su vida: regresar a su país. Ni el primo Chu ni sus amigos le entendían pero Song, educado desde la más tierna infancia en el amor por sus antepasados y por su tierra, no había olvidado sus raíces. Quería participar en la curación de las heridas de Camboya —como había estado curando las suyas—. Siempre era más excitante que seguir de pinche en un restaurante chino-cubano de Nueva York.
Su conocimiento del idioma jemer así como de las mentalidades asiática y occidental se revelaba de gran utilidad para el proyecto humanitario de Bob Muller y Ed Miles, los veteranos de Vietnam. Pero la situación en Camboya seguía bloqueada. Ed Miles estaba en Phnom Penh de brazos cruzados esperando una autorización del gobierno para montar un centro de rehabilitación. Camboya se resistía a aceptar la humillante imposición exigida por China y Estados Unidos en las conversaciones de paz: compartir el poder con una coalición de Jemeres Rojos. Como si los líderes nazis, en lugar de ser castigados en Nuremberg, hubieran sido invitados por los aliados a participar en el gobierno de la Alemania de posguerra. Era inaudito, pero era la condición impuesta por las grandes potencias para el levantamiento del embargo y para que las organizaciones de ayuda humanitaria fuesen autorizadas a intervenir.
Bob Muller y Ed Miles habían elegido Camboya para llevar a cabo su proyecto humanitario porque, aparte de que era un país más atrasado y castigado que Vietnam, les era más fácil obtener fondos. Vietnam estaba estigmatizado. Para los norteamericanos no era un país. Seguía siendo una guerra. En Camboya había 240 amputados por cada mil habitantes en 1991[11], un triste récord mundial. Un número que crecía sin pausa a causa de los centenares de miles de minas colocadas por las facciones en lucha. Los campesinos, al no poder vivir sin recoger madera o cultivar sus arrozales, terminaban por pisar alguno de estos artefactos de muerte y saltaban por los aires[12]. En la aldea de Banteay Srey, situada en el monumental complejo de templos de Angkor, la mitad de la población sufría algún tipo de amputación. Las minas rivalizaban en sofisticación y crueldad. Las más sencillas mataban con una simple explosión; otras, con fragmentos de plástico indetectable por los rayos X, y las había, como la mina italiana Valmara 69, que saltaban y explotaban en el aire. La más temible, la H 14, era de fabricación china y tenía una particularidad que la hacía especialmente peligrosa: flotaba. Después del monzón, cuando el lecho de los ríos cambia a causa de la crecida, esas cajitas redondas iniciaban su viaje de muerte hasta chocar contra alguna embarcación, contra el cuerpo de algún niño nadando o contra la canoa de un pescador. En 1990, a causa de las minas se realizaban en Camboya setecientas amputaciones al mes.
La prioridad en la acción humanitaria saltaba a la vista en cualquier esquina de Phnom Penh: había una urgente necesidad de prótesis artificiales para una enorme cantidad de cojos, mancos y mutilados. «Pensé que regresar a Asia y trabajar con amputados sería algo que también iba a ayudarme en mi vida», diría Ed Miles, que sentía un profundo afecto por los habitantes del sudeste asiático, curiosidad por su cultura y apego por su tierra. «Los asiáticos perdonan con más facilidad —reconocería—. En Estados Unidos he llegado a recibir amenazas de muerte por querer impulsar la reconciliación con nuestros antiguos enemigos». Un hecho reciente le había conmovido profundamente. Había regresado a Vietnam, a la aldea donde había resultado herido, y al principio no conseguía reconocer el sitio. Una mujer se acercó y le dijo que era imposible reconocer el pueblo porque los americanos lo habían arrasado el día siguiente a la emboscada. Ella había perdido a toda su familia. «Al despedirse —recordaría Ed—, me dijo lo mucho que sentía que yo hubiera perdido las piernas».
El gobierno de Camboya acabó cediendo a las condiciones de las grandes potencias y aceptó la inclusión de los Jemeres Rojos, que controlaban una quinta parte del país, en el proceso de paz. Hun Sen, el joven ministro de Relaciones Exteriores con quien Bob Muller había entablado amistad, fue nombrado primer ministro. De inmediato, la Fundación de Veteranos para la Paz fue autorizada a trabajar. Como a otras organizaciones de ayuda, el nuevo gobierno le designó un lugar para instalar su centro de rehabilitación. Se encontraba en la península de Kien Klang, en la otra orilla del río frente a Phnom Penh. Allí, Ed descubrió el lugar más patético que existía en ese país arruinado. Era una especie de hogar para heridos de guerra, unos barracones polvorientos, sin agua corriente ni electricidad, donde se hacinaban cuerpos destrozados. «Tuve pesadillas después de haberlo visitado por primera vez —diría Ed—. Había soldados sin ojos, triples amputados mostrando muñones infectados, mujeres deformadas por quemaduras… y el único tipo de rehabilitación de que se disponía era apoyarse en un simple palo o en un familiar». Esos lisiados, que antes mendigaban cerca de los mercados de la capital, habían sido enviados a Kien Klang por el gobierno, que les consideraba una ofensa para la vista. Y habían sido abandonados a su suerte. La iniciativa de Ed Miles y su fundación era la única esperanza de convertirles de nuevo en seres humanos. «Había más de doscientas personas viviendo en unos barracones pestilentes —contaría el americano—. Los problemas de salud eran indescriptibles. Todas las mujeres tenían anemia. Los niños padecían infecciones de la piel y tenían piojos. Ese lugar concentraba todas las miserias del país. Era ciertamente un buen sitio para empezar».
Enseguida comprendió que no podría contar con personal de los hospitales, ni con material sanitario ni con medicinas. El holocausto camboyano había acabado con casi todos los médicos[13]. Los que quedaban estaban más motivados por el dinero que por la sanidad. Cobraban por todo. Los enfermos tenían que pagar para ser admitidos en hospitales «gratuitos», para recibir medicinas «donadas», para conseguir una transfusión de sangre originalmente ofrecida por la Cruz Roja. Las familias se quedaban a vivir en las habitaciones de los hospitales. Allí cocinaban, dormían, se lavaban, causando de paso infecciones en los muñones de los amputados. Ed, después de mucho insistir, consiguió la colaboración del doctor Heng, «el único médico honrado del país», según sus palabras, un chino bajito e inquieto. Pero para restablecer la salud de los lisiados de Kien Klang se necesitaba más de un médico. Era preciso cubrir las necesidades de administración, preparar el taller de prótesis, disponer de medicinas. Ed pidió refuerzos a Bob Muller. Desde su despacho de Washington, Muller marcó un número de teléfono en Nueva York. Una voz familiar atendió la llamada:
—Restaurante Fu Yu. ¿Dígame?
Era Song Tak. El bullicio del establecimiento apenas dejaba oír.
—Prepara tus cosas. Viajas a Camboya —le dijo Muller.
Song estaba excitado como un niño cuando subió al Boeing 747 que le trasladaría al otro lado del planeta. No sentía tristeza por los amigos y parientes que dejaba atrás porque en su mente no los abandonaba, simplemente dejaba de verlos una temporada. Para él, la distancia no separaba a las personas, sólo la muerte. Viajaba con otro miembro de la fundación, un exoficial de aviación de 46 años, rubio, corpulento y alegre que iba a ejercer funciones de administrador. Se llamaba Ron Podlaski. Durante la guerra había participado en las masivas campañas de bombardeos sobre Camboya ordenadas por el mando militar americano, que sospechaba que los guerrilleros del Vietcong se escondían en el país vecino. Su teoría era que los bombardeos americanos, tan terribles como arbitrarios, habían empujado al pueblo a reaccionar llevando al poder a los Jemeres Rojos. Después, para mantenerse en el gobierno, los allegados a Pol Pot habían iniciado el holocausto. Ron regresaba ahora para, según sus palabras, «pagar la deuda que los americanos hemos contraído con los países del sudeste asiático».
Después de más de veinte horas de vuelo, Song se sintió alborozado ante el espectáculo que veía bajo las alas del avión: los arrozales, que parecían espejos que reflejaban los rayos del sol; los campos de terciopelo verde, y más allá el río que serpenteaba como un collar de plata alrededor de Phnom Penh, su ciudad. Al entrar en contacto con el sofocante calor y, sobre todo, con el olor, sintió ganas de echarse a llorar. Olía como siempre había olido su país: a una mezcla de humedad, tierra y humo. Cerró los ojos unos instantes y respiró profundamente, llenando los pulmones con los olores de su infancia. Luego, al oír la voz áspera de un oficial dando una orden a un soldado, sintió de nuevo el mordisco del terror.
—¿Y si me detienen? —preguntó en un súbito instante de pánico.
—No tienes nada que temer —le dijo Ron. Le recordó que disfrutaban de la protección de baby face, como llamaban entre ellos al primer ministro Hun Sen.
Pero Song no se calmó hasta salir de la aduana. Allí estaba el otro veterano con su eterna sonrisa, un ojo mirando al vacío y el otro vivaz, el pelo corto y canoso, apoyado sobre sus muletas. Ed Miles respiraba energía, coraje y humanidad.
—Bienvenidos al infierno —les dijo riéndose.
De camino a la ciudad, Song reconoció su país de siempre: ancianas vestidas con pijamas conduciendo cebúes con un palo, muchachas transportando cubos que pendían de un balancín sobre sus hombros, ciclocarritos circulando entre el estrépito de las motocicletas, niños desnudos, mendigos, tullidos. Los escasos coches, como en el que viajaban, llevaban un banderín que identificaba la organización humanitaria a la que pertenecían. Se detuvieron en el antiguo hospital chino para dejar al doctor Heng el plasma y los medicamentos que llevaban consigo. Song recordaba aquel edificio porque no estaba lejos de su casa. El día de la evacuación los Jemeres Rojos habían expulsado a los ancianos y los enfermos y luego se habían dedicado a romper todo el material sanitario «occidental». Ahora apenas funcionaba.
Song, ansioso de absorber las vistas, empaparse de los sonidos y las fragancias que tanto había echado de menos, se lanzó a la calle nada más haberse instalado en una habitación alquilada cerca del cuartel general de la fundación. Acostumbrado a la grandiosidad de Norteamérica, había olvidado la densidad de aquel mundo. En el mercado central había montañas de verduras secándose al sol junto a tenderetes de ropa, pirámides de fruta, cajas llenas de peines, de candados, de anzuelos, de pañuelos; había montones de baguettes de pan, vestigio colonial que los Jemeres Rojos no habían conseguido erradicar. El intenso olor del mercado de pescado, la voz de los vendedores, el griterío de los niños que correteaban alrededor fueron como un bálsamo para su alma. Estaba en casa.
Song dedicó los primeros días a recuperar su pasado, a reencontrarse con los lugares que para él simbolizaban los momentos de felicidad de su niñez. Le costaba reconocer las calles, en parte porque muchas referencias ya no existían. A pesar de la destrucción, Phnom Penh seguía conservando cierto aire elegante. Sus anchas avenidas estaban bordeadas de villas coloniales con tejados de aleros ligeramente curvados. Pero allí donde antaño se erigía la catedral católica, ahora había un descampado. Los templos budistas también habían sido arrasados, aunque se construían nuevos por doquier. Song volvió al barrio de su infancia y, a medida que se acercaba a su casa, le asaltaban recuerdos de aquel día de abril de 1975 cuando él y su familia habían sido obligados a abandonarlo todo. Ahora confiaba en que podría encender en su casa unos bastoncitos de incienso en homenaje a sus padres y a todos los antepasados muertos injustamente.
Su calle era un conjunto de casas en ruinas donde la gente parecía acampar en lugar de vivir. Las familias habían colgado las hamacas entre las columnas de las viviendas, cocinaban en infiernillos sobre las aceras donde niños desnudos jugueteaban en los charcos. La fachada de su casa estaba desconchada y las contraventanas, rotas. Ya no había jazmines en la entrada. El portal había desaparecido. Song dio unos pasos con el corazón en vilo. Saludó a una anciana sentada en un banco. Cuatro familias vivían ahora en la casa, le dijo la señora. Las paredes estaban negras de humo, el suelo reventado, los cristales hechos añicos. El despacho de su padre era un corral lleno de gallinas y patos. Había cubos para recoger el agua de las goteras. Subió al primer piso y entró en todas las habitaciones, removiendo montones de desperdicios con la esperanza de encontrar alguna reliquia del pasado: una foto, una carta de sus padres, algún recuerdo. Sólo encontró una vieja cómoda desvencijada que antaño pertenecía al cuarto de estar. La observó detenidamente, como si aquel mueble fuese capaz de transmitirle algún mensaje del más allá. Recordó cómo su madre metía en sus cajones ramilletes de ylang-ylang para perfumar la ropa. De pronto, una mujer con una cacerola llena de comida en la mano le empujó para abrirse paso, maldiciéndole. Song despertó de su ensoñación. Se guardó en el bolsillo las barritas de incienso y salió a la calle. Al lanzar una última mirada hacia la fachada, pensó que esa casa destartalada y caótica era el reflejo de todo el país.
La pagoda del barrio era una de las pocas que habían sobrevivido a la destrucción. Encendió el incienso en un pequeño altar junto a la estatua de un dragón entre cuyas patas jugueteaba de pequeño. Luego fue a visitar las tumbas de sus antepasados. El mausoleo seguía limpio y todavía se podía leer en sus muros la historia de las cuatro etapas del encuentro entre el sufrimiento y el príncipe Siddharta, la gran leyenda del budismo. Las tumbas de los abuelos estaban un poco estropeadas, pero en general el lugar seguía siendo el mismo de antaño. Entonces sintió intensamente la presencia de los espíritus de su familia. Y pensó que no era justo que sus padres no durmieran allí el sueño eterno junto a los demás antepasados. «De pronto me di cuenta de que no podía dejar a mis padres en la aldea donde habían muerto, un lugar que sólo había representado sufrimientos y privaciones. No podía dejar que sus espíritus vagasen eternamente en busca de sus antepasados. Sólo me sentiría tranquilo si conseguía traer sus restos aquí. Tenía que cumplir con el deber que ellos habían cumplido con sus parientes. Era un deber de buen hijo, de buen budista».