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Para Christophe la vida en Propara llegó a parecerse mucho a una vida normal, excepto por los acontecimientos de la clínica que a menudo le devolvían a los momentos más oscuros de su andadura. Cuando ocurría algo terrible se notaba en el ambiente, sin necesidad de salir de la habitación o de hablar con alguien. Un día sintió un silencio anormal. La enfermera de la mañana no quiso decirle nada, no por ocultarle lo que había ocurrido sino porque aún estaba bajo el shock de lo que había descubierto al iniciar su turno de trabajo: María, la madre de dos hijos que se sentía abandonada, yacía en el suelo de la habitación contigua a la de Christophe, muerta. Se había suicidado ahorcándose con el cable del timbre y su expresión había adquirido una apacible serenidad que nadie le había visto en vida. Ese día la sombra de la muerte enmudeció los comentarios y las charlas habituales. Siempre ocurría lo mismo ante un suicidio. Que alguien hubiera dado el paso daba miedo. Sobre todo porque la mayoría lo había contemplado como una solución a su sufrimiento en un momento u otro de su convalecencia.

«Los últimos días no mencionaba ya el suicidio —diría Nellie Blayac, para quien la muerte de María también constituyó una sorpresa—. Pensé ingenuamente que era porque se encontraba mejor. En realidad fue porque había tomado la decisión. El caso es que no pude ganar tiempo con ella y siento una gran frustración. Cuando trabajé en un hospital psiquiátrico aprendí que el que quiere suicidarse lo hace ante los ojos de quien sea. No se puede evitar». La supervisora Guevara recibió el eco de desazón por parte del personal sanitario: «Todos sentimos el suicidio de un paciente como un fracaso nuestro, porque significa que no hemos sabido devolverles el gusto por la vida».

Los médicos tampoco podían huir de esa impresión de impotencia. «Las crisis de angustia pueden ser tan terribles que se suicidan delante de uno mismo —diría el doctor Gros—. O si no, encuentran a alguien que les da la píldora indicada. O, aprovechando el menor descuido, se arrojan por la ventana. Las mujeres se suicidan más que los hombres y suelen hacerlo defenestrándose. Los hombres se pegan un tiro o se cuelgan. El suicidio es un accidente en el fracaso. Y el fracaso ocurre cuando nuestros pacientes pierden las ganas de vivir. Después de muchos años he aprendido que no se puede ayudar a quien no se ayuda. Tenemos que aprender a respetar su voluntad. El que quiere suicidarse se suicidará, estemos o no delante. Si podemos hacer algo para impedirlo, muy bien. De lo contrario… ¿qué puede decirse? Es una pena».

Algunos pacientes reaccionaron enfurecidos contra la memoria de la pobre María. Al escoger la muerte antes que la discapacidad, la mujer había hecho una elección que denegaba el único sentido que pueda tener la existencia, cualesquiera sean sus limitaciones. Para quienes en ese momento luchaban por recuperar el hilo de sus vidas, la idea de que antes muerto que discapacitado cuestionaba el valor mismo de su esfuerzo. Algunos reaccionaron cayendo en el abatimiento; otros, dando libre curso a su agresividad.

La muerte de María fue un pequeño terremoto que sacudió a todas las áreas de la clínica. De pronto cundió el pánico de que hubiera una epidemia de suicidios. Las enfermeras observaban con mayor detenimiento cualquier objeto sospechoso, o cualquier acumulación de medicamentos, pero no podían cortar los cables de los timbres, para que nadie intentara imitar a María, ya que para muchos pacientes inmovilizados esos cables eran el único contacto con el exterior.

Christophe comprendía la decisión de su vecina porque había intentado ayudarla a salir de su prisión de carne y hueso. Al contrario que muchos compañeros, él estaba convencido de que María no había elegido entre la muerte y la discapacidad; simplemente había decidido dejar de sufrir. Christophe sabía lo suficiente para admitir que la tolerancia al sufrimiento varía según el individuo. Y que esa tolerancia tenía que ser respetada. Unos no aguantan el dolor, otros la inactividad. Casi nadie soporta la sensación de haber sido abandonado.

Después del trágico incidente, Nellie Blayac puso a Christophe en contacto con una chica veinteañera, parapléjica a raíz de un accidente de moto y que también amenazaba con suicidarse. Christophe se dedicó con ahínco a subirle la moral. Lo hizo convenciéndola de que era una privilegiada. Cobrar del seguro y ser de familia acomodada le permitía tener un porvenir. El dinero marcaba la diferencia entre que hubiera una vida después de la tragedia, o que sólo hubiera un enorme vacío. Dentro de lo malo, ella y Christophe tenían suerte: eran lo que se llamaba «tetras ricos». Ambos podrían vivir sin trabajar el resto de sus vidas y aspirar a un mínimo de independencia. Era imperdonable, le dijo Christophe, no ser conscientes de ese privilegio. Al verse desde esta insólita perspectiva y al no sentirse sola porque Christophe la incluyó en su pequeño grupo, la chica fue saliendo del cascarón de su angustia. Sus padres estaban tan agradecidos que quisieron hacer un regalo a Christophe, pero éste pidió a cambio que le ayudasen a buscar un apartamento adaptado a sus necesidades, en planta baja y de fácil acceso. El padre de la chica era director de una empresa que rehabilitaba casas en la ciudad. Christophe, que acariciaba la idea de volver a la Facultad, no quería mudarse directamente al apartamento de Françoise y su hijo. Pensó que sería demasiado arriesgado para la convivencia. Antes quería vivir una temporada solo. Únicamente al sentirse solo e independiente, pensaba, podría hacer balance de su vida y reencontrarse a sí mismo.

A pesar del triste episodio de María, la vida en la clínica solía ofrecer sorpresas agradables. Una de ellas fue la visita de Cristina, la joven tetra que pintaba sobre seda con su boquita de piñón y que había acabado en una residencia de la tercera edad. Contrariamente a lo que pensaban todos, la solución encontrada por la asistente social, la residencia de la tercera edad, había resultado un éxito. La chica se había convertido en la mascota de los residentes, en el ojo derecho de los ancianos para quienes la irrupción en su mundo de esta artista inmóvil había sido considerada un regalo de la Providencia. Además, la muchacha recibía numerosas visitas porque la residencia se encontraba cerca de la casa de su madre. Ahora Cristina regresaba a Propara para hacerse una revisión médica. Le enseñó a Christophe sus últimas pinturas, le contó cómo había organizado una exposición en la residencia y cómo proyectaba otra en un centro del ayuntamiento; le dijo que tenía prisa por volver, señal inequívoca de que se encontraba a gusto.

Pero la mayor sorpresa, sin duda, la aportó Ouïda, que había abandonado la clínica hacía un año. El día de su regreso fue tan especial que logró borrar la tristeza general provocada por la muerte de María. Si un paciente que elige abandonar la lucha supone el fracaso del equipo, otro que consigue salir adelante a pesar de un mal pronóstico tanto médico como familiar y social, es vivido como un éxito de todos. Eso ocurrió con Ouïda. Su amante-jefe, un hombre mayor, había cumplido con su palabra de no abandonarla. No sólo le había alquilado un piso adaptado, sino que había sido fiel a su compromiso de seguir viviendo con ella, algo en lo que Ouïda nunca había creído. Ahora, la joven magrebí que había cometido la imprudencia de tirarse a una piscina poco profunda durante una noche de fiesta, regresaba a la clínica, y no precisamente para hacerse una revisión médica, sino para casarse. Quería compartir la alegría de su boda con los que la habían acompañado en el trance más terrible de su vida. Las enfermeras le pusieron un vestido blanco, la peinaron y la maquillaron. Christophe le entregó un espléndido ramo que él mismo había confeccionado con flores del jardín. Philippe Robardet había hecho la instalación musical y cuando se reunieron todos los invitados había más de doscientas personas. Terminaron el día bailando, comiendo y bebiendo a la salud de una pareja que había querido dedicar el momento más significativo de su vida a los artífices de su felicidad.

El padre de la amiga de Christophe apenas tardó tres semanas en encontrar un apartamento adecuado. Era una planta baja en un barrio de los alrededores, rodeado de espacios verdes, un lugar que a Christophe le pareció magnífico.

Françoise le ayudó a mudarse de Propara al apartamento. El traslado se hizo en varias etapas, pero el día en que se encontró solo en su casa se sintió inquieto. Era la primera vez en años que iba a pasar la noche sin un timbre a la vera de su cama para avisar en caso de urgencia. Por mera precaución, apuntó el teléfono de Françoise en cifras grandes en la mesilla de noche. Sentía una satisfacción enorme, la que produce haber vencido obstáculos insuperables. Por fin podía disfrutar del lujo de una velada normal para la mayoría de la gente; para él, era el símbolo de que seguía formando parte del mundo de los vivos. Se preparó un sándwich y como todavía no estaba acostumbrado a su nuevo espacio, dejó la cocina como si hubiera habido una batalla campal. Luego vio la televisión, pudo trasladarse de la silla a la cama sin demasiados problemas y llamó a Françoise para desearle las buenas noches y contarle los pequeños acontecimientos extraordinarios que estaba viviendo.

Los obstáculos que un tetrapléjico como Christophe tenía que sortear no se limitaban a los meramente domésticos. Nada más cobrar la indemnización del seguro se compró una nevera, un horno, una lavadora y, con el resto del dinero, quiso cumplir un viejo sueño: adquirir un coche. Se desplazaba a la Facultad en los automóviles de un servicio subvencionado por el ayuntamiento para transportar a los discapacitados de la ciudad. Tenía que avisar con antelación la hora en que quería ser recogido y el itinerario que iba a seguir y a la hora acordada disponía invariablemente del coche. El sistema funcionaba a la perfección y durante un año le permitió asistir a clase. Pero quería tener coche propio, como todo el mundo. El problema es que necesitaba permiso de conducir. Para conseguirlo se inscribió en la primera autoescuela especializada de la región que disponía de coches con mandos manuales. Tomó clases tres veces por semana. Al cabo de dos meses, cuando tuvo que pasar la revisión, el médico de tráfico le dijo: «No puedo permitir que alguien en tu estado conduzca. Entiéndelo, puede ser peligroso para la seguridad de los demás». Christophe conocía bien ese sentimiento de marginado que le transmitían los válidos, pero nunca lo había experimentado tan brutalmente. «Jamás le vi tan desmoralizado —diría Françoise—. Ni en los momentos más bajos antes de entrar en el quirófano». Le aconsejó que le contase el problema al doctor Allieu. Nadie como el médico que le había operado tantas veces sabría si Christophe era o no apto para conducir.

—Doctor, el médico de tráfico se niega a darme el permiso de conducir…

—Claro, conduces como un loco —le respondió el médico con sorna.

Christophe rió y continuó la broma.

—Soy muy prudente. No quiero tener un accidente y encontrarme en una silla de ruedas —dijo echándose a reír.

—Si le dijiste eso al de tráfico, no me extraña que se niegue a dar el permiso.

Christophe recuperó su talante serio.

—Dice que «en mi estado» soy un peligro para los demás.

—¿Qué opinan los de la autoescuela?

—Que no necesito más clases, que puedo conducir perfectamente.

—Entonces —dijo Allieu—, si el médico de tráfico no quiere responsabilizarse, con mucho gusto lo haré yo.

Christophe reconoció aquella mentalidad positiva que siempre le había atraído en la personalidad del doctor Allieu. Cuando veía todas las puertas cerradas, Allieu siempre encontraba un camino. Después de dos años de trato casi diario, habían alcanzado un entendimiento, una unión que iba más allá de la amistad. De ser una cobaya, el muchacho había pasado a ser la prueba viviente de lo que las ideas y la pericia de un profesional pueden llegar a conseguir. Allieu le estaba profundamente agradecido por ello, y sentía una genuina admiración por el coraje y la resistencia de que Christophe había hecho gala. La suya era una relación forjada en el riesgo, el sufrimiento y el valor. Para coronarla con éxito habían tenido que sacar lo mejor de sí mismos. Eso había creado entre ambos un vínculo tan sólido como profundo, en el que se mezclaba la admiración, el respeto y el afecto mutuos.

Allieu le entregó un certificado que acreditaba que Christophe Roux estaba perfectamente capacitado para conducir un coche y, como prueba de ello, asumía la entera responsabilidad de lo que pudiera acontecer. El nombre del cirujano era suficientemente conocido en el ambiente profesional como para inspirar la máxima confianza. Al leer el papel, el médico de tráfico se encogió de hombros como hacen los burócratas cuando algo les supera.

—Es la primera vez que hago esto para un tetrapléjico…

—Pues ya era hora —le contestó el muchacho.

Con el visto bueno del médico, Christophe se examinó de nuevo y aprobó. Compró un Volkswagen Golf de segunda mano y consiguió que un club de discapacitados de la región de París le obsequiase con las transformaciones necesarias para que pudiese conducirlo. Instalaron un freno y acelerador manuales y para guardar la silla montaron en el techo un dispositivo inventado por un ingeniero israelí. Al apretar un botón se abría una especie de caparazón colocado sobre el automóvil, del cual salía la silla plegada y colgada de un gancho[10]. Otro botón la subía y cerraba el caparazón.

Al volante de su automóvil, Christophe se sentía el ser más feliz del mundo. Consiguió lo que se había propuesto: recuperar la libertad y la independencia. Había logrado ser como Philippe Robardet. Podía recoger a Françoise y llevarla a cenar a la playa; organizar un fin de semana; volver a casa si se le olvidaba algo; ir de viaje sin molestar a una decena de personas. A partir de entonces, ya sólo quedaba seguir luchando para mantenerse en forma porque tenía que suplir con sus brazos el peso muerto del resto de su cuerpo. Sus actividades deportivas le producían una emoción que no había sentido desde su participación en maratones antes del accidente. Pero sobre todo se dedicó a disfrutar de la vida con toda la fuerza de su juventud.

Una tarde de pleno verano, un año después de haber dejado la clínica, una inesperada llamada de teléfono le sacó del sopor provocado por la canícula. Era Mathilde. Desde la última visita había hablado con ella en dos ocasiones. La última vez le había contado su relación con Françoise, y Mathilde se había alegrado por él. Ahora ella le anunciaba su boda. «El día en que le telefoneé, me encontraba muy mal —diría Mathilde—. Le dije que era un momento crucial en mi vida, que era una página que pasaba. Yo tenía un gusanillo de curiosidad por saber lo que él había pensado durante la época posterior a su accidente. Le pedí que me lo escribiera». Christophe le escribió una carta que ella juzgó anodina. «Era una carta en que me daba las gracias por haber estado allí. Yo hubiera preferido que me dijese que me había querido o que no me había querido, que me encontraba una pesada o que le había ayudado de alguna manera. Que me dijese lo que había vivido durante esos años… Pero no. Creo que nunca lo sabré». Mathilde iba a casarse con Jean-Paul, el chico que había conocido en Estados Unidos, y sus viejas amigas pensaron que lo hacía un poco por despecho. A pesar de tantos años y sinsabores, Christophe era una espina clavada en su corazón: «Cada vez que le veo, me duele —diría Mathilde años más tarde—. Sin embargo, siento la necesidad de verle de vez en cuando».

«Siempre me maravilló su fidelidad —diría Christophe de Mathilde—. Creo que me hubiera arrepentido toda la vida de haberla dejado. ¡Menos mal que conocí a Françoise!». El viaje hasta Annecy, la pequeña ciudad de los Alpes donde se celebró la boda, se convirtió en uno de los recuerdos más felices de la vida de Christophe. Feliz por lo que tenía de novedoso. Por primera vez en muchos años iba al volante de su coche mientras su compañera, en el asiento de al lado, estudiaba los mapas de carretera. Iban a la boda de su exnovia. Todo parecía tan normal y sin embargo… ¡cuánto esfuerzo para que ese sencillo viaje pudiera realizarse! ¡Cuántos meses de hospital, cuántas decepciones, cuántas sorpresas, cuánta esperanza!

La misa se celebraría en una ermita en la montaña, a treinta kilómetros de la ciudad. Christophe se vistió de esmoquin y fue uno de los primeros en llegar. Enseguida aparecieron excompañeros del colegio, amigos de la infancia a los que no veía desde hacía años. Y llegó Mathilde, vestida de blanco. «Me sobresalté al verla —diría Christophe—. Estaba guapísima y sentí como una punzada en el corazón». La fiesta fue en un barco en el lago de Annecy. Sus amigos del colegio le izaron hasta el puente y allí estuvieron bebiendo y bailando hasta el amanecer. «Había un ambiente cálido… todo el mundo bailaba con todo el mundo, y yo no me cohibí. Bailé el rock en mi silla y cuando ya no pude más me abracé a Françoise y permanecimos largo tiempo en el puente, viendo el amanecer. Estaba muy contento por Mathilde. En cierta medida, me sentía un poco responsable de su felicidad. Podía haberla encadenado a un inválido, pero no lo había hecho. Me sentía bien conmigo mismo. Fue uno de los momentos más extraordinarios de mi vida. Para mí fue como una fiesta de resurrección».