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Mientras, en la clínica bañada de sol de Montpellier, su amigo Christophe seguía luchando por obtener más autonomía de su cuerpo. A mediados de 1986, dos años después de haber ingresado, había sufrido ocho operaciones de las cuales tres habían fracasado. Pero el balance global era altamente positivo: levantaba y estiraba los brazos, movía la muñeca y sus manos le permitían hacer casi de todo. Podía volver las páginas de un libro, poner una cinta en el magnetófono, telefonear, asearse solo o rascarse. De no haber fallado las operaciones de los músculos extensores de los dedos, sus manos hubieran recuperado una movilidad prácticamente total. Tal y como había predicho su madre, Christophe estaba volviendo a nacer: «Se le veía radiante en su silla de ruedas, que ahora accionaba con los brazos… Comprendí que, después de todo lo que había padecido, su personalidad profunda no había sido alterada; él no se había roto. Al contrario, se sentía feliz y afortunado».

Sus padres habían seguido la evolución de las operaciones muy de cerca. Más de una vez la señora Roux estuvo a punto de desmayarse ante las imágenes de los tendones, los músculos, los huesos y la sangre de la mano de su hijo que veía en un vídeo del doctor Allieu que explicaba la intervención. Christophe miraba entusiasmado la cinta mientras añadía diversos comentarios. No sólo había mejorado físicamente sino también anímicamente. El motivo era un secreto que no se atrevía a compartir: estaba enamorado de Françoise, la enfermera más atractiva de la clínica.

Había surgido poco a poco, como gotas de agua que acaban colmando una vasija. Ella tenía un hijo de su primer matrimonio con un cardiólogo de origen laosiano, y en su trabajo era conocida tanto por su eficacia como por su discreción. Era de una belleza apacible. Tenía un cuerpo bien proporcionado, ojos negros y risueños y llevaba el pelo sujeto en una coleta. Pero sobre todo tenía encanto. Todo en ella era suave: los gestos, las facciones, la sonrisa, la voz aterciopelada y hasta su perfume de violetas.

Françoise había seguido la evolución de Christophe y, como el resto del personal, apreciaba su coraje y su buen humor. A ella siempre le había gustado ocuparse de él y a Christophe le encantaba que fuese a su habitación. Por las noches ella solía llevarle una infusión y se quedaban charlando hasta muy tarde. Cuando Christophe pudo por fin salir, iban a dar un paseo por la ciudad los fines de semana, a comer en un restaurante o a visitar los alrededores. Eran buenos amigos, o por lo menos eso creía él, hasta que Françoise tuvo un pequeño accidente laboral mientras transportaba un paciente y, a causa de una lesión en la espalda, permaneció una temporada en su casa. Fue entonces cuando Christophe se dio cuenta de que la echaba de menos. Empezó a telefonearle todos los días para preguntar por su salud. Se fue obsesionando con ella; le confesó que sentía un vacío interior cuando ella estaba lejos de la clínica. Pero no se atrevía a más; tenía miedo de ser rechazado. Perdería entonces la amistad y el amor. En realidad, desde que había seducido a Mathilde no había vuelto a tener una aventura amorosa. ¡Qué difícil era sentirse hombre en su situación! En los momentos bajos se preguntaba por qué una mujer como Françoise tendría una relación con un tetrapléjico como él. Un domingo, después de haber pasado el día en el campo y cuando ella le dejaba en la clínica, se atrevió a abrazarla en el coche. Mientras duró el primer beso de su nueva vida a Christophe le parecía estar soñando. Un sueño del que no tardaría en despertar. «Lo primero que nos dijimos es que habíamos hecho una estupidez —recordaría—. Ella salía con un chico, tenía un hijo y trabajaba en la clínica. Yo no estaba centrado, por decirlo de algún modo. A mí todavía me faltaba un año de hospital. Además era más joven». Françoise tenía miedo de perder el puesto si alguien se enteraba de que salía con un paciente. Y tampoco estaba segura de sus sentimientos. Reservada, tranquila y reflexiva, no era una persona que actuara a la ligera. Sobre todo, no quería herirle. Por eso le pareció que el beso en el coche había sido una insensatez. Así que decidieron cortar por lo sano lo que apenas había comenzado.

Pero sin ella, la vida en la clínica se le hizo insoportable. Christophe languidecía por los pasillos en su busca, deseoso de verla aunque sólo fuese por la puerta entreabierta de una habitación. Anhelaba sentir esa presencia de mujer que, durante unos días, le había devuelto la sensación de ser un hombre de verdad. Compartir con ella los atardeceres en la playa había sido lo mejor que le había ocurrido en mucho tiempo, y la idea de perderla le producía una infinita tristeza. Pero también era suficientemente lúcido para entender que una enfermera que se pasaba el día con inválidos deseaba otra cosa al terminar su jornada.

La verdad es que en ningún momento Françoise pensó que la discapacidad fuese una barrera para la relación. Sabía mejor que nadie que detrás de cada discapacitado hay una persona. Christophe era atractivo y divertido, y además le inspiraba confianza. A pesar de su juventud había adquirido madurez y era afectivamente estable. Era tierno y comprensivo, unas cualidades que todavía no había tenido la suerte de encontrar en ningún hombre con piernas. Poco a poco fue dándose cuenta de que sentía por él algo más que amistad: «Todo había sido tan natural, tan normal… que hasta yo misma estaba extrañada», diría.

Un día Françoise le anunció a Christophe que había roto con el chico, al que apenas veía. Christophe vio despejarse el cielo. Fueron a dar un paseo en coche. Hablaron de sus sentimientos, de los peligros de su relación, construyeron con palabras un muro de razones para no salir juntos, pero al final se olvidaron de todo lo que habían dicho y se fundieron en un abrazo. «Veremos lo que pasa», se dijeron entonces.

Un año después estaban mejor de lo que hubieran podido soñar. Pasaban las vacaciones juntos y los fines de semana en casa de Françoise. Christophe comprendió enseguida que tenían que vivir una historia de amor con un mínimo de obligaciones y tensiones. Al principio ella le ayudaba a subir al coche, pero él no quería que se viese forzada a hacer lo mismo que durante sus horas de trabajo. «No quería que fuese mi enfermera —diría Christophe—, quería que fuese mi cómplice, mi amiga, eventualmente mi mujer. Me propuse desarrollar mis nuevas capacidades para no resultarle pesado. Eso me motivó para esforzarme al máximo por mí mismo, para salir, para aprender a trasladarme sin tropiezos, a vestirme rápidamente, etc.». Darse cuenta de sus limitaciones físicas le servía de aliciente: «Tengo que aprender a subirme al coche sin ayuda», decía, y acababa por conseguirlo, con tal que ella no tuviera que empujarle.

En mayo de 1986, cuatro años después del accidente, los Roux fueron a ver a Christophe a Montpellier para planificar la salida de Propara —y el futuro—. Habían asumido la idea de tenerlo en casa y no suponían que su hijo pudiera opinar de manera distinta. Mientras comían en el restaurante del hotel Climats, Christophe insistió en hacerles una foto. Era un gesto banal pero importante: la confirmación de la precisión que sus manos habían alcanzado. «Quiero quedarme a vivir en Montpellier —les dijo a continuación—. He conseguido buenos amigos, tengo un buen ambiente y la clínica cerca». No se esperaban una declaración de independencia tan absoluta. ¿No exageraba al pensar que podía vivir solo?, le preguntaron: ¿Quién le ayudaría a acostarse, a encontrar un apartamento, a prepararse la comida? «Nadie», replicó Christophe. Él podría con todo. Había recuperado la autonomía y pensaba utilizarla. Quería ser un hombre libre.

Sus padres se quedaron perplejos. Estaban muy satisfechos de lo que Christophe había conseguido, pero pensar que podría ser auténticamente autosuficiente todavía les parecía una fantasía, así que insistieron en que volviese a París. Les costaba entender que su hijo tuviera su propia vida. Pero Christophe, desgarrado entre el deseo de independencia y la voluntad de no herir los sentimientos de sus padres, se mantuvo firme. Era consciente de que se habían prodigado en cuerpo y alma, habían recorrido medio mundo en busca de soluciones, habían sufrido a su lado, habían soportado su propio calvario y ahora el hijo que renacía de las cenizas les decía que no los necesitaba. Era duro, pero ley de vida. Poco a poco entendieron que a pesar de ser un inválido su hijo controlaría las riendas de su futuro; que sin duda sus respectivas vidas se cruzarían de vez en cuando, pero que Christophe tenía su propio destino. A ninguna madre le agrada esa sensación, aunque ella había rezado quizá más que ninguna para que su hijo pudiese ser un adulto independiente. «Me di cuenta de que había que salir de su vida de puntillas —diría la señora Roux—, aunque siempre nos mantendríamos cerca, dispuestos a ayudarle en lo que fuese preciso».

Pero a lo que Christophe nunca pudo sobreponerse fue a la reacción de sus padres cuando les anunció, en otro de los viajes, que estaba enamorado.

—¿Es una paciente? —inquirió su madre.

—No, es enfermera —respondió Christophe—. Se llama Françoise. Es adorable.

—¿Es de tu edad?

—No. Tiene seis años más que yo…

—¿Y no se ha casado nunca?

—Está divorciada y tiene un hijo.

Por la mirada de su madre, Christophe adivinó su reprobación. Y se sintió herido en lo más profundo. Sabía que eran tan católicos que se escandalizarían de que estuviese divorciada, pero más allá de los prejuicios había llegado a pensar que compartirían su alegría. Creyó que sus padres entenderían que su propia felicidad era más importante que cualquier otra consideración. Pero no fue así. No sólo se abstuvieron de hacerle más preguntas sobre ella, sino que le dieron a entender que no querían conocerla. A partir de entonces se fue abriendo una brecha entre Christophe y sus padres, tan dolorosa para el muchacho como imposible de salvar para sus padres. ¿Cómo puede ser, se preguntaba desesperado, que después de todo lo que habían sufrido por él, le negasen la posibilidad de estar enamorado? Era como si no aceptasen que pudiese vivir con normalidad. Más aún, parecían preguntarse: ¿Qué chica en su sano juicio saldría con nuestro hijo?, como si hubiera algo malsano en una relación así. El sólido prejuicio de que un inválido no puede vivir una vida plena había surgido donde menos lo esperaba: en el seno de su propia familia. «Todavía hoy —diría Christophe años más tarde— no entienden que pueda ser totalmente feliz. Tampoco entienden que pueda tener relaciones sexuales. ¡Soy un inválido y se acabó!, piensan. La idea de que sea feliz con una mujer normal es algo que les supera». Los Roux, que tanto habían esperado y luchado porque su hijo fuese un hombre como los demás, chocaban ahora contra el convencionalismo de sus ideas y el atavismo de sus prejuicios. Para ellos, como para la gran mayoría, el hecho de que una mujer válida se juntase con un hombre en silla de ruedas respondía a alguna oscura perversidad, o a que se trataba de una mujer frígida, o demasiado maternal, o quizá simplemente interesada en el dinero, aunque nunca lo admitirían. El hecho es que no aceptaban que fuese un sentimiento genuino. «Estar con un hombre en silla de ruedas no es igual que estar con un hombre válido, porque hay limitaciones que tienes que asumir —diría Françoise—, pero por otra parte encuentras un montón de cualidades que no hallas en un hombre válido… Eso es lo que la gente no entiende».

La reacción de los Roux formaba parte de la creencia popular, basada en prejuicios, de que un lesionado medular es asexuado (hasta el punto que muchos pacientes terminan por convencerse de ello). Pero la realidad muestra lo contrario: los resultados de una encuesta[9] realizada en Estados Unidos demuestra que el 70 por ciento de los paratetrapléjicos se sienten «felices» en su vida sexual, prácticamente el mismo porcentaje (un 75 por ciento) entre las personas válidas. Christophe lo sabía porque en su entorno había visto parejas estables. Para él no era un sueño inaccesible. Sabía que lo importante era el clima de amor, de ternura, el intercambio recíproco; todo aquello que cimenta la vida de una pareja.

El incomprensible rechazo a Françoise hizo que Christophe se aferrase aún más a su deseo de independencia. Años más tarde, su madre seguiría sin recibirlos juntos. «Mi familia es muy creyente y yo no puedo presentarla como la amiguita de mi hijo cuando todos sabemos que viven juntos», diría, pero reconocería que la reacción de su hijo había sido la mejor para todos: «Tenemos amigos que todavía conviven con hijos de más de treinta años, muy dependientes de sus padres, y muchas veces no se soportan… Los padres son desgraciados y los hijos también. Nosotros hemos tenido mucha suerte». El hecho de que Françoise fuese una pieza clave en la recuperación del hijo y en el bienestar de toda la familia era simplemente ignorado. Diez años después de haberse conocido, Françoise seguía sin existir para los padres de Christophe. «Es algo que me ha dolido mucho —diría Christophe—, y que todavía me duele».