Un día, el primo Chu apareció en el restaurante chino-cubano con la cara desencajada. Song pensó que había pasado algo grave para que se hubiera desplazado hasta allí; era la persona más ocupada de Nueva York después del alcalde. Pero no había sido un incendio, ni les había ocurrido nada a los niños, ni Chu había sufrido un accidente. ¿Qué podía ser peor que todo eso?, se preguntaba Song. ¿Le habían diagnosticado una enfermedad incurable? «Me ha dejado», dijo de pronto Chu, sollozando, mientras Song procuraba que el dueño no viese tan vergonzante escena. El primo Chu se había americanizado hasta en la manera de expresar sus emociones. Un camboyano de verdad nunca hubiera llorado en un restaurante, menos aún en uno oriental. Lo que había pasado es que Peggy, cansada de tener un marido invisible a causa de lo ocupado que estaba, se había largado de casa con los niños y pedía el divorcio. «Los pequeños vientos se acumulan y forman un huracán», advierte un refrán camboyano. ¡Pobre Chu! Estaba en el ojo del huracán y no sabía qué hacer. Tan fuerte e invencible la víspera, y ahora tan frágil y derrotado.
Song intercedió entre el primo y su mujer, procurando que las aguas volviesen a su cauce. Pero Peggy había tomado una decisión irrevocable: «Mejor es estar sola de verdad que sola con él», le confió a Song. Al principio Chu no se creía lo que había pasado porque nunca había sido infiel ni había dejado de ofrecer a su familia todos los antojos que deseaban. Lloró, rogó y suplicó, pero cuando vio que no conseguía nada no tuvo más remedio que atenerse a la realidad y cambiar de vida. Decidió abandonar la casa, que le resultaba demasiado grande, y se buscó un apartamento en Brooklyn. Sin su mujer, que representaba el amarre a la sociedad americana que tanto admiraba, Chu se sentía desorientado. Pero no aceptaba ninguna crítica. Cuando Song le sugirió que tal vez tenía parte de culpa por no haber prestado demasiada atención a los suyos, Chu le miró con ojos de no entender nada: «¿Acaso les ha faltado algo alguna vez?», preguntó. Chu era incapaz de pensar en términos que saliesen de lo estrictamente material.
Pero tenía la gran virtud de ser generoso y ofreció ayuda a Song para pagarse un alquiler. Song no lo aceptó porque ya podía volar solo. Su sueldo en el restaurante le permitía compartir un apartamento con otros compañeros orientales y se mudó a Alphabet City, un barrio bohemio de la parte baja de Manhattan, cerca de Chinatown. Allí trabajaban como esclavos en restaurantes y en fábricas textiles multitud de chinos obligados a pagar la deuda contraída con las tríadas que les habían introducido ilegalmente en Estados Unidos. Las tríadas eran las crueles mafias chinas que a finales de los ochenta empezaron a traficar con cargamentos humanos de jóvenes chinos ansiosos de abandonar su país. Song alquiló un camastro en un piso junto a cinco inmigrantes. No era una vida confortable pero se ahorraba el pavo de Acción de Gracias de la madre de Peggy, lo que representaba una importante ventaja con respecto a su vida anterior. Los compañeros de apartamento tenían más o menos su misma edad y luchaban, cada uno a su manera, por librarse del yugo que les impedía vivir su parte del sueño americano. Los sueldos de miseria no les alcanzaban para pagar las deudas. Trabajaban hasta dieciséis horas al día y nada más llegar al apartamento caían rendidos de cansancio. Eran esclavos modernos y lo sabían, y muchos de ellos añoraban lo que habían dejado atrás. Otros, sin embargo, estaban satisfechos con su suerte; les quedaba la libertad de soñar que en América mejorarían de condición.
Más de una vez Song tuvo que pedir dinero prestado al primo para pagar su parte de alquiler. Chu trabajaba aún más. «Para olvidar», decía él. Como no tenía tiempo de salir y relacionarse había acudido a una agencia matrimonial que funcionaba por vídeo, es decir que podía visionar entrevistas hechas a una variada gama de señoras y señoritas y señalar cuál quería conocer. «Es caro, pero si quieres te regalo una suscripción —le ofreció a Song—. Es una buena manera de conocer gente». Song no quiso aceptar el regalo. En su mente crecía la idea de volver algún día a su país y de encontrar allí una mujer auténticamente asiática, educada desde la más tierna infancia para tratar a un hombre como a un rey. No se lo dijo a Chu para no enzarzarse en una nueva discusión sobre la vida en Estados Unidos en comparación con la vida en Camboya, pero la verdad es que no se veía envejeciendo en América. Era como una diapositiva que no pasaba en el proyector de su mente.
Durante los entrenamientos Song le había contado a Dick Traum una versión aséptica de su historia. Sabía que los norteamericanos se sentían desconcertados cuando les refería las terribles experiencias que había vivido durante la revolución. Trataban de mostrarse comprensivos pero en el fondo no lo entendían. Para personas que sólo lo han visto en películas y documentales no es fácil entender el horror. Pero Dick Traum era un hombre suficientemente sensible para adivinar el desamparo del camboyano y procurar ayudarle. La nostalgia que Song sentía por su familia y su país no le abandonaba ni un segundo. Era una enfermedad corrosiva que le impedía disfrutar del presente. Su familia ya no existía pero su país, destrozado e invadido, aún estaba allá. En su fuero interno presentía que sólo con su regreso conseguiría hilvanar la madeja de su vida. Había llegado a la conclusión de que él y su tierra eran como el yin y el yang: lo uno necesitaba de lo otro para tener un significado, para ser completo. Entonces a Dick se le ocurrió ponerle en contacto con dos miembros de Achilles en Washington, dos veteranos que habían sido los primeros norteamericanos en viajar a los países del sudeste asiático después de la guerra de Vietnam.