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Un domingo de noviembre, nada más salir del metro en la calle Cincuenta y siete, Song se encontró en medio de una multitud agolpada en las aceras. Era el día del gran maratón anual de Nueva York. Horas antes, entre salvas de cañón, helicópteros y cámaras de televisión habían salido del puente de Verazzano sus veintisiete mil participantes en una atmósfera de carnaval.

La gente aplaudía el paso de un participante peculiar: un hombre, probablemente afectado de parálisis cerebral, sin coordinación en sus brazos, propulsaba su silla de ruedas empujándola con los pies hacia atrás. Corría al revés. A Song le causó tanto estupor como gracia y pensó en su amigo Christophe, quien seguramente hubiera disfrutado con el espectáculo. Más lejos, un corredor ciego, unido a un guía por una cuerda roja, daba imponentes zancadas. Al cabo de un rato un pelotón de sillas de ruedas apareció en el extremo de la calle, junto a otros participantes con muletas y hasta en patinete. Pero la imagen que más le impactó fue la de un corredor de mediana edad, corpulento, con pantalón corto, gorra y una prótesis de plástico en lugar de su pierna izquierda, que avanzaba rápida y rítmicamente. Era Dick Traum, presidente del Achilles Club, una organización que había creado en 1982 para incitar al deporte a un grupo de discapacitados de Nueva York. Con él se entrenaban paralíticos cerebrales, enfermos de esclerosis múltiple, invidentes, afectados de polio, parapléjicos, amputados, cojos, mancos, etc. Todos afirmando su capacidad —y no su discapacidad— al competir junto a atletas válidos en competiciones como el maratón de Nueva York, el acontecimiento deportivo más masivo del mundo. Embelesado en sus pensamientos, Dick Traum parecía ignorar los mimos de la muchedumbre. Era como si la fuerza de gravedad, el cansancio, la edad, la discapacidad o la enfermedad, todo lo que ata al ser humano a su propia mortalidad hubiera quedado relegado en la línea de salida. El paso de los «Achilles» era lo más emocionante y surrealista que Song había visto en su vida.

El modesto club creado por Dick Traum se había convertido en una organización internacional con más de tres mil miembros en cien delegaciones repartidas en veinte países. Una auténtica multinacional del deporte que ofrece apoyo, entrenamiento y experiencia técnica a corredores de todas las edades. «La vida interior de cada cual contiene el potencial de transformar traumas en distintos grados de triunfo», dijo Dick Traum a Song cuando fue a inscribirse en el club. Para aquel americano, el ser humano era un perpetuo superviviente de los holocaustos, grandes y pequeños, personales y colectivos que definen buena parte de la existencia. «Los que superan situaciones límite tienen una cosa en común: todos desean algo de manera muy intensa, todos tienen una meta. En el caso de los discapacitados puede ser conseguir el máximo de independencia, o demostrar a alguien lo que pueden hacer por sí mismos. Todos los que salen adelante tienen la habilidad de encontrar sentido a su experiencia. Son personas que no se conforman con ser “pacientes”, “enfermos” o “discapacitados”. Saben que son más que eso».

La vida de Dick Traum ilustraba sus palabras. Empresario, amante de la comida china y de novelas de espionaje, Dick Traum no tenía el aspecto de un líder carismático capaz de galvanizar voluntades en medio mundo. Pero su pelo ligeramente canoso y su incipiente calvicie, su prominente barriga, sus ojos de un azul límpido y su expresión de bonachón traslucían una voluntad de hierro. Su vida se había transformado para siempre a los veinticuatro años, mientras esperaba a que el empleado de una gasolinera llenase el depósito de su coche. Un camión se estrelló contra la parte trasera de su automóvil, aprisionando sus piernas entre los parachoques. La derecha tuvo que ser amputada al nivel de la cadera. Diez años después del accidente, cansado de su vida sedentaria, empezó a frecuentar un gimnasio. Para correr daba un pequeño salto con su pierna artificial y avanzaba con la otra. Al ver que conseguía hacerlo cada vez mejor se entrenó con regularidad. «El deporte te obliga a dar el ciento por ciento de ti mismo y luego te empuja a hacerlo mejor. Te da una oportunidad de alcanzar una meta». Corrió su primera carrera de ocho kilómetros en mayo de 1976. En su mente rondaba la idea de participar en el maratón de Nueva York en noviembre de ese mismo año. Cuando consultó con su médico, éste le contestó que jamás un amputado había participado en un maratón. Comprendió que no conseguiría el aval de ningún médico por miedo a las querellas en caso de accidente. Fue directamente a pedir autorización al director de la carrera: «Si un amputado con esa determinación quiere participar, ¿cómo se lo puedes negar? No puedes equivocarte», diría el director.

Dick Traum corrió 42,2 kilómetros por las calles de Nueva York en 7 horas y 24 minutos, una marca nada impresionante para un corredor normal, pero excepcional para una persona con una pierna artificial. Tan excepcional que recibió tanta o más publicidad que el ganador, lo que le permitió sacar el club adelante.

«Lo que cuenta no es lo que te queda, sino lo que haces con lo que te queda —diría Dick—. A los discapacitados o a los enfermos se les suele decir: “Quédense en casa y conserven sus energías”; nosotros les decimos: “Corran un maratón”. Tenemos socios hasta con cáncer bastante avanzado que cosechan resultados interesantes. Yo creo que en algún momento, quizá dentro de unas décadas, la información anecdótica sobre estos casos será investigada y podrá convertirse en un instrumento más para vencer la enfermedad. Porque el deporte, al ayudar a que la gente se relacione, a que no se encuentre tan sola frente a su problema, favorece cierto optimismo, unas ganas de vivir que permiten, en última instancia, desarrollar el poder de la mente y participar de una manera más activa en la curación de uno mismo, o en la solución del problema». A todo el que pasaba por su despacho le daba una copia de un reciente artículo del New York Times: «Investigadores descubren que el optimismo refuerza el sistema de defensa del cuerpo», rezaba el titular. El artículo mencionaba cómo, alterando el estado mental de una persona, se había conseguido reforzar su sistema inmunológico. «La mente está en cada célula del cuerpo —declaraba la investigadora que había descubierto los neuropéptidos[8], unas moléculas que, como una hilera de perlas, actúan de mensajeros, viajando por el cuerpo y conectando con moléculas receptoras situadas en la superficie de las células igual que antenas parabólicas sintonizadas con el cerebro—. Las emociones son el puente entre lo físico y lo mental y se producen cuando una molécula particular conecta con un receptor particular». Dick conocía por experiencia el poder de la mente —su vida y la de los miembros de Achilles eran una palpable demostración— y sabía que, cuando se llegase a comprender perfectamente la naturaleza de las conexiones entre mente y cuerpo, no sólo se redifiniría la fisiología humana, sino que las fronteras de la curación se expandirían a horizontes insospechados.

Song se encontraba infinitamente mejor con los miembros de Achilles que con todos los que había conocido desde su llegada. Aunque, como decía su amigo Christophe, «entre los discapacitados existe la misma proporción de imbéciles que entre la gente válida», los que pertenecían al club tenían en común la voluntad de compensar sus deficiencias con un redoble de energía —y eso era contagioso—. Cada uno de ellos encarnaba una historia de superación personal que les distinguía de los que, por una razón u otra, habían optado por no presentar batalla por la vida. Desde Dan, que se había doctorado en psicología del desarrollo y que necesitaba dos voluntarios para correr («Uno para vigilar el tráfico y otro para vigilarme a mí», decía), hasta Francis, un tetrapléjico que había conseguido participar en el maratón, había todo un muestrario de historias prodigiosas, sin contar los voluntarios entre los que se encontraba una editora, una alta ejecutiva de publicidad, un fotógrafo, varios médicos y diversos profesionales que entregaban su tiempo para ayudarles a entrenar y para tratar los eventuales problemas físicos que surgiesen.

Song se hizo amigo de Pyambuu Tuul, un mongol que había perdido la vista diez años atrás a consecuencia de un accidente de trabajo en su ciudad natal de Ulan Bator y que había logrado una marca de cuatro horas en el último maratón. Después de dos operaciones fallidas había perdido la esperanza de recuperar la visión. Pero Dick le había puesto en contacto con el director de un hospital de Nueva York (Eye & Ear Infirmary) que ya había realizado un trasplante de córnea a otro miembro del club, un ciudadano de Trinidad que había recuperado la vista y que precisamente había sido el guía de Tuul durante la última carrera. El hospital cobraba de los patrocinadores, las compañías donaban el material y los médicos operaban gratuitamente: éste era el esquema montado por Dick. Ahora Pyambuu estaba a la espera de hacerse también un trasplante de córnea. «Lo maravilloso del maratón —le había dicho Pyambuu— es que tienes la oportunidad de ver lo que hay del otro lado de donde generalmente se tira la toalla en la vida».

El mongol y el camboyano se entrenaban juntos en Central Park tres veces por semana. Se unía a ellos Andrea de Melo, una brasileña víctima de una trombosis a los trece años y a quien los médicos habían condenado a una silla de ruedas pero que, gracias a su perseverancia, había recuperado una autonomía total. En 1987 Andrea hizo historia al ser la primera afectada de trombosis en completar un maratón. Lo había hecho con la ayuda de un bastón, exactamente a lo que Song aspiraba. A sus veintitrés años Andrea encarnaba el ejemplo de persona que se niega a aceptar sus límites. Dos días después de la carrera viajó treinta horas en tren para participar en una competición de natación. Aparte del club, a los tres les unía una afinidad común: les gustaba meditar. «Es el poder interior —decía Andrea—. A mí me ha ayudado mucho… Me ha quitado las barreras». Song les enseñó algunos ejercicios llamados Samatha. Uno de ellos, la meditación al andar, consistía en concentrarse en los movimientos y con la práctica se convertía en una manera fácil de ignorar las distracciones. Se les veía a menudo caminar por Central Park y no era raro que uno de los tres chocase contra un árbol o una farola, tan absortos iban.

Song progresó rápidamente porque partía de un estado físico lamentable, ya que desde su salida de Francia no había hecho ejercicio por haber estado demasiado ocupado en buscar un anclaje emocional en este nuevo mundo. Ahora que lo había conseguido empezó a sentirse mejor físicamente. «La belleza de correr —le había dicho Dick— es que enseguida ves el resultado de tus esfuerzos». Pero si el maratón, es decir la distancia de 42,2 kilómetros, es difícil para una persona válida, puede imaginarse lo que representa para un cojo. Quizá porque lo veía imposible, Song convirtió el proceso de conseguirlo en una afanosa búsqueda. Sus constantes progresos le proporcionaban una gratificación instantánea. Al exigirse cada vez más iba descubriendo sus nuevos límites. Y cada semana, aguantando el dolor y los altibajos, se sentía mejor consigo mismo.