18

El calor tórrido y húmedo de Estados Unidos en verano le recordó a Song su tierra en las semanas anteriores al monzón. Se encontraba cansado, no tanto por el viaje y la excitación, sino por el tiempo pasado en el departamento de inmigración del aeropuerto Kennedy, donde le habían sometido a un interrogatorio digno de los Jemeres Rojos. Nada más salir vio un cartel con su nombre escrito en grandes letras. Lo llevaba el primo Chu, un hombre jovial de unos cuarenta años. Bien vestido, con gafas redondas, el pelo muy negro peinado a raya y olor a after shave, tenía una expresión afable y desenvuelta. Song le saludó a la manera camboyana, juntando las manos y bajando un poco la cabeza en señal de respeto. Pero se llevó una sorpresa cuando el primo Chu le dio un fuerte apretón de manos: «Encantado de conocerte», le dijo con voz enérgica mientras le ayudaba con la maleta. Song dedujo que su primo era más americano que los soldados yanquis que habían ido a Vietnam. Hasta hablar en camboyano le resultaba difícil. Pero era simpático y abierto y no mostró desagrado por la pierna floja de Song.

Vivía en una casa del barrio de Queens desde donde se divisaban las cimas de algunos edificios de Manhattan. Excepto el calendario de un restaurante chino pegado en la puerta de la cocina, no había ningún objeto oriental, ni siquiera un altar para adorar a los antepasados. Al conocer a la prima Peggy, la mujer de Chu, Song entendió por qué ni siquiera había palillos en la casa. Ella era típicamente americana. Rubia de ojos azules, con pendientes demasiado grandes para su rostro, algo regordeta y vestida con pantalones vaqueros, era una mujer vitalista y práctica que trabajaba, hacía deporte, cuidaba de sus dos hijos pequeños y asistía a diversos cursillos. Los niños se mostraron extrañados por aquel desconocido que amenazaba su reinado dentro de casa. Song intentó hacerles algunas carantoñas pero sólo recibió unos gruñidos. «Mamá, ¿por qué camina torcido?», preguntaron. Song no entendió la pregunta pero supo que hablaban de su pierna. En ese momento también reparó en algo que no había pensado: apenas sabía inglés. Antes de llegar pensaba que sabía más de la cuenta porque en el campo de refugiados lograba hacerse entender, pero ahora tenía que enfrentarse a la realidad de que no captaba nada. Mientras tomaban un refresco en la cocina observó su nuevo entorno: las cocinas americanas olían a jabón, como los baños, no a la saludable comida que se preparaba en las cocinas asiáticas, por muy sencillas que fuesen. O en las francesas, que olían a mantequilla. El tamaño del frigorífico le sorprendió; era un monstruo de dos puertas atestado de alimentos. Todo era grande, hasta las tazas de té, que en realidad eran enormes vasos con asas. Chu le dijo que podía permanecer en su casa el tiempo que quisiese, y que le ayudaría a encontrar trabajo cuando supiera un poco de inglés.

Pero su primo apenas indagó sobre los años pasados en Camboya, sobre la suerte de los parientes dejados atrás. Quizá buscaba ahorrarle el revivir el horror de aquella época, pensó Song en un principio. Más tarde se dio cuenta de que su primo no tenía ningún interés en conocer lo que había ocurrido. Sólo le interesaba su trabajo de vendedor de coches japoneses, en el que acababa de ser promocionado. «Ahora tengo más de cinco puntos de venta bajo mi responsabilidad», decía con orgullo, antes de pasar a glosar las ventajas de vivir en Estados Unidos. Song dedujo que su primo había borrado su pasado como los liampiaparabrisas de sus coches limpiaban los cristales.

El muchacho no tardó en comprender que la adaptación a la patria adoptiva del primo Chu no iba a ser fácil. Estaba solo gran parte del día y asistía a unas clases de inglés en un colegio del barrio donde conoció a gente de todas partes del mundo que pugnaban por aprender unas frases. Se hizo amigo de un chino con quien jugaba al mahjong los fines de semana. Chu le daba algo de dinero —«Hasta que puedas trabajar e independizarte», le había dicho— pero no era mucho y le hacía sentirse mal. Sin dinero y sin trabajo América no era América; era un lugar peligroso y hostil. Se sentía más discapacitado que si hubiera estado en una silla de ruedas. Empezó a darse cuenta de que la libertad que tanto anhelaba no estaba en la capacidad de moverse, sino en la mente, en sentirse bien en su piel y a gusto en su entorno. «¿Para qué ser libre? —llegó a preguntarse Song—. ¿Para trabajar como un burro y sentirme orgulloso de vivir en el país más rico del mundo, como el primo Chu?».

«No te desanimes», se decía a sí mismo mientras recordaba la voz de un anciano sabio del campo de KhaoI-Dang al que había consultado antes de ir a Francia a someterse a la operación: «¿No sabes que la Providencia, la suerte y Buda tienen sus propios métodos y no revelan sus secretos hasta que lo estiman oportuno?».

«Me he reído con tu historia de Pu Fang —le escribió a Christophe—. Eso es tener buen karma… Me han dado ganas de hacer lo mismo, de volver a Camboya… Quizá un día lo haga. Nueva York no es lo que te contó tu novia. Es muy grande e impresionante, pero hay muchos pobres y locos por las calles. Los basureros están repletos de objetos útiles y la gente tira una cantidad de comida increíble. En Asia creemos que cuanta más comida se despilfarra en esta vida más hambre se pasará en la próxima. Mi primo Chu tiene una familia pero no la ve nunca porque su trabajo le lleva todo el tiempo. ¿De qué le sirve?, me pregunto. Te confieso que me siento solo como una piedra en el fondo del mar. Echo de menos la clínica y a todos vosotros».

El abismo que separaba a Song de todo lo que le rodeaba era tan grande, su sentimiento de soledad y de dependencia tan agudo, que tenía la sensación de estar desconectado de la realidad. En los parties que de vez en cuando organizaba el primo Chu todos parecían muy listos y muy prósperos, pero ¿qué sabían realmente de la vida?, se preguntaba Song. ¿Cuántos habían visto su mundo hecho añicos y sus padres morir de hambre? ¿Cuántos habían tenido que soportar la pérdida de funciones tan vitales como caminar? ¿Qué les habían enseñado sus cómodas casas, sus enormes frigoríficos y sus modernos ordenadores sobre el mundo y la vida?

Lo que más le irritaba era cuando los primos ponían el grito en el cielo ante algún suceso local que salía en la televisión mientras que al ver noticias de ciclones o de guerras que acababan con la vida de miles de personas apenas prestaban atención. En las imágenes de refugiados africanos o asiáticos Song se veía a sí mismo, veía a centenares de parientes, amigos y compañeros obligados a dejarlo todo. Le entraban ganas de decir que esa gente anónima tenía nombre, rostro, deseos, ambiciones y sentimientos exactamente igual que las víctimas de asesinato en Nueva York. Pero le faltaban las palabras para hacerse entender. Por muy camboyano que fuese su primo, Song comprendió que los vínculos de la guerra y el sufrimiento son más fuertes que los de la sangre.

Entonces pensó en regresar a Francia e incluso se le ocurrió volver al campo de refugiados de donde había salido, aunque se abstuvo de mencionarlo por temor a hacer el ridículo. Todo el mundo quería venir a Estados Unidos y él deseaba irse. O todo el mundo estaba equivocado o su cabeza no funcionaba bien.

Llegó el invierno con sus temperaturas polares. Song encontró trabajo de pinche en un restaurante chino-cubano; ganar un poco de dinero le hizo sentirse mejor. Sabía que le costaría adaptarse a la vida de ese país pero no entendía cómo podría adaptarse algún día al clima. Una mañana se levantó y vio la calle cubierta de polvo blanco. Abrió la ventana. El aire era tan frío como el que salía de la nevera. «Es nieve, lluvia helada», le explicó la prima Peggy. Song sólo había visto agua helada en cubitos de hielo. Salió, se arrodilló y tocó la nieve. Era como algodón muy frío. Caía como la lluvia, del cielo, pero lentamente. Era lo mejor que había visto en América desde su llegada. Era prodigioso. «La vida en América se compone de dos partes agrias y una dulce», escribió esa tarde a Christophe.

El día de Acción de Gracias, la gran fiesta americana, fueron a New Jersey a casa de la madre de Peggy. Había mucha gente y un pavo enorme, servido en platos de papel. A Song no le gustó el pavo; estaba duro y seco, y conservó un trozo en la boca que no se atrevía a tragar por temor a ahogarse ni a escupir por miedo a parecer desagradecido. Al final optó por levantarse e ir al baño. Al regresar, la madre de Peggy le sirvió otro trozo: «Anda, come… Piensa en todos los niños que se mueren de hambre en Camboya». Al oír eso Song sintió ganas de estrangularla. Se contuvo porque no hubiera podido expresar en inglés todo lo que sabía sobre la gente que se moría de hambre; además, una fiesta no era el lugar adecuado. Guardó silencio mientras los otros se pusieron a hablar del precio del pavo, una conversación muy americana que dominaban a la perfección. Estaba claro que en Estados Unidos, mucho más que en todos los lugares donde había estado, el dinero era la vida misma.

Por si le quedaba alguna duda llegó la Navidad y tuvo que participar en la orgía de comprar regalos. Los niños destriparon con saña los paquetes tan cuidadosamente embalados. El primo Chu y la prima Peggy parecían la pareja más feliz del mundo y Song, entre tanto «optimismo» oficial, se sentía sin vida, como un árbol trasplantado al que ya no le crecen las raíces. Entonces cerraba los ojos y se concentraba en recordar la fragancia del aire de Camboya, el olor a humo y a humedad de la selva después de la tormenta, la visión del río plateado en las noches de luna, las suaves colinas que surgían entre los arrozales. Su añoranza era tan grande que empezó a frecuentar el templo budista camboyano, en pleno barrio de Flatbush, en Brooklyn, una zona llena de restaurantes chino-jamaicanos, cubano-vietnamitas, afro-norteamericanos, greco-antillanos que despedían olores casi orientales; un lugar peligroso donde jóvenes de poco fiar susurraban al pasar: «¿Crack? ¿Heroína? ¿Hierba?»; un lugar plagado de vagabundos y de peluquerías afro de donde salían muchachas con la mirada altiva y miles de trenzas en la cabeza. En medio de ese barrio bullicioso, que se parecía más a algún lugar del Tercer Mundo que a Nueva York, en el 21 de Rugby Street, se encontraba una casa de dos pisos con las columnas pintadas de rojo y amarillo y un cartel que anunciaba: «Watt Samakki Damikkaram-Sociedad Budista Jemer». El pequeño templo había sido fundado gracias a los donativos de unos camboyanos exiliados que deseaban disponer de un lugar donde sanar su espíritu en esa ciudad tan enloquecida. En un extremo de la sala había una estatua dorada de Buda rodeada de incienso y lucecitas multicolores. En cuanto Song oyó el sonido de los cuencos de cobre que se frotaban con un palo de madera para llamar a determinados espíritus y alejar a otros, sintió que su sangre empezaba a correr de nuevo por sus venas. Un día habló con un maestro bonzo, que parecía sacado de una calle de Phnom Penh. Vestía una túnica color azafrán y llevaba la cabeza rapada:

—Sé que debería estar satisfecho con mi vida, pero no lo estoy —le dijo Song después de contarle que anhelaba volver a Asia.

—Todavía estás pagando una deuda del alma —le contestó el maestro—, pero recuerda que el camino que conduce al nirvana no es fácil, sino largo y sinuoso. El mejor cuenco de arroz es el que nos cuesta más esfuerzos y sudores, ¿no es así?

Song asintió con la cabeza.

—Tienes una habilidad especial para entender a los que sufren —continuó—. Quizá sean tu salvación.

Pasarían unos años antes de que Song entendiese plenamente el significado de lo que había escuchado en esa fría mañana de Brooklyn. Mientras caminaba de regreso a casa, hincando su bastón en la nieve, reflexionaba sobre las palabras del maestro, pero no sabía cómo aplicarlas a su vida. Esa noche soñó que regresaba a la choza de su aldea. Su padre estaba sentado en el quicio de la puerta, fumando un cigarrillo y sonriendo:

—Mi pequeño buda —le dijo llamándole como lo hacía de pequeño—, la felicidad no es un lugar llamado Francia o América…

—¿Y qué es, entonces?

Song no acertó a entender su contestación porque ya la silueta de su padre se difuminaba en su sueño, así como su voz, dando paso a otras visiones y otros paisajes interiores, tan intensos como fugaces.