17

Un día gris y monótono, mientras Christophe estaba convaleciente de su tercera operación, esta vez en la muñeca, le despertó un grito de alegría en la cama de al lado:

—¡Se mueve, se mueve! —exclamó Song—. ¡Mira!

Christophe hizo un esfuerzo para incorporarse en la cama. Song conseguía algo inaudito: doblar su pierna derecha.

—Responde… Está respondiendo —decía sin creérselo. Tenía ganas de contárselo a todo el mundo.

Llamó a la enfermera de turno pero ella no se mostró tan convencida como él. Concluyó que era un espasmo.

—Ni hablar… además puedo demostrártelo. Dime cuándo quieras que la mueva.

La enfermera lo hizo y se quedó perpleja. Es verdad que conseguía algo de control pero siguió pareciéndole que parte del movimiento era una contracción involuntaria. El fisio sí vio claramente una recuperación de la pierna derecha, aunque no tan exagerada como le parecía al camboyano.

—Díselo al médico —le aconsejó el fisio.

—No, ya llegará el momento —contestó Song—. Quiero seguir trabajando para hacer el movimiento de forma más voluntaria.

En su mente quería demostrar a los demás que estaban equivocados, sobre todo al médico. Luego, a medida que se dedicó a trabajar su pierna enferma, fue olvidando el desafío. Sólo le importaba llegar al nivel óptimo. Pasaba horas en la sala de recuperación y cuando estaba en la habitación seguía obsesionado con su pierna.

—¿Sientes algo? —le preguntaba Christophe.

—Claro, pero no es la misma sensibilidad. Noto como cuando se me duerme una pierna hasta la rodilla… Es muy raro, en una pierna tengo más sensibilidad y en la otra más movilidad…

—Pues menuda suerte tienes.

Cuando vino el médico a pasar consulta Song le espetó con una pizca de orgullo:

—¿Se acuerda que dijo que no se podía esperar gran cosa de esta pierna? Mire. —Le mostró los movimientos que conseguía hacer.

—Hemos estado trabajando mucho —dijo el fisio— y no sabemos hasta qué punto seguirá recuperando, pero hasta aquí ha llegado.

El médico se mostró francamente sorprendido y contento. Le hizo un examen completo para ver cómo movía cada músculo, apuntando meticulosamente los datos.

—¿Cree usted que podré caminar sin muletas ni bastones algún día? —preguntó Song.

El médico respondió encogiéndose de hombros.

Al gozo de sentir la recuperación de su pierna vino a añadirse la noticia de que su visado estaba listo. «Por fin libre», se dijo. Iba a tener una residencia, un país y un trabajo. Tendría dinero para gastar y piernas para descubrir ese mundo nuevo. Nunca más le faltaría comida, ropa o tabaco. Tendría hasta una familia en la de su primo Chu, que se había mostrado tan generoso avalándole en su solicitud de inmigración. De pronto le pareció que los horrores de Camboya, el hambre, la humillación y el miedo, el dolor y la tristeza pertenecían a otra vida, no a la suya. Lo que se abría ante sus ojos era un horizonte inmenso en el que sólo tendría que seguir la ruta que él mismo se trazara. No más imponderables, no más revoluciones fracasadas, no más sufrimiento gratuito. Christophe nunca le había visto tan eufórico como en sus últimos días en Propara; era un sentimiento de triunfo personal, de dominio de la situación a pesar de las extraordinarias dificultades de su experiencia. El camboyano no era el mismo que había ingresado unos meses atrás. No había logrado su meta de caminar como antes, pero los últimos progresos le habían devuelto la esperanza de conseguirlo. Quizá lo más importante es que había cambiado su percepción del mundo. Volvió a sentirlo como en la infancia, cuando todo le parecía seguro y fiable, cuando la vida se regía por cierta armonía, cuando los jazmines crecían a la entrada de su casa en Phnom Penh como lo habían hecho desde tiempos inmemoriales. Su obsesión por recuperar la pierna era también una obsesión por recuperar los años robados y todo lo que había dejado bajo la bota de los Jemeres Rojos.

Pero también fue presa del «síndrome de la clínica». Llegó a tener miedo de dejar ese universo protector y seguro, lleno de gente con la que había entablado amistad. Allí, sin la mirada del válido, se sentía como la gente normal. No se avergonzaba de su estado, como le había ocurrido en el pasado. En esa clínica se había olvidado un poco de su karma y del sentimiento de culpabilidad que le hacía pagar deudas del alma contraídas en otra vida. Allí había aprendido que las miradas de curiosidad morbosa no son producto de los defectos físicos de cada cual, sino de la ignorancia y la debilidad de los demás. Song era consciente de que toda su vida había sentido miedo: a los Jemeres Rojos, a los vietnamitas, a los funcionarios del campo, a la operación, de ir a Estados Unidos… pero no esperaba tener miedo de dejar una clínica. Era el colmo. Se lo confesó a Nellie Blayac cuando se despidió: «Es normal que te pase… —le dijo ella—. Pero no te parecerá prudente volverle la espalda a la vida, ¿verdad?». Song estaba convencido que Nellie había sido budista en una existencia anterior.

Christophe seguía atado a su cama y ahora sus amigos se iban. Claudio también estaba a punto de finalizar su estancia en la clínica. Adiós a las juergas, adiós a las noches de risas y vino. Todos se marchaban menos él, porque era el más discapacitado de todos. Cuando se paraba a pensar que le quedaba más de un año en la clínica, le embargaba una desesperación rayana en la locura. Había llegado al ecuador de su tratamiento y todavía podían ocurrir tantas cosas… Por lo menos Song se salvaba. Estaba tan contento por su compañero como angustiado por la idea de perderlo. Era como desprenderse de una parte de sí mismo, un sentimiento que le era desgraciadamente demasiado familiar. Se había acostumbrado a verle meditar, a sus historias del genocidio camboyano, a su mirada sagaz y sobre todo a su actitud de buen compañero. Song le había enjugado las lágrimas de los ojos en una noche negra y luego se los había abierto al mundo; gracias a él Christophe había visto su desgracia con indulgencia. El regalo de su presencia, estaba seguro, permanecería en su corazón.

Claudio también volvía con su familia, con las dosis de papaverina en su bolsa y con la idea de reanudar sus estudios para hacerse arquitecto. Él no había venido en busca de ningún milagro que le devolviera las piernas, sino a aprender a vivir sin ellas. Y no sólo había aprendido a reírse de nuevo y disfrutar momentos que antes no valoraba, sino que se había convertido en motor de los demás. Se había dado cuenta de que, precisamente a causa de su estado, necesitaba aún más el acto físico del deporte para mantener su cuerpo en movimiento, «casi como si estuviera andando», decía. Había animado las competiciones de ping-pong y había enseñado a Christophe a jugar, atándole la raqueta al brazo. El deporte que más le había impresionado era el baloncesto. El espectáculo de los jugadores cayendo de sus sillas, las prótesis saliendo despedidas por los aires, las broncas, los abrazos y la diversión le habían exaltado. Eso es lo que Claudio había descubierto en compañía de los que padecían como él: que se podía vivir con emoción más allá de la parálisis.

No hubo una multitudinaria fiesta de despedida porque Christophe estaba en cama, pero sí hubo una gloriosa reunión en la 306 donde se comió, se bebió y se rió hasta despertar a los más sedados. Intentaron imaginar la vida de Song en Nueva York, hablaron de la de Claudio en los suburbios de París, de países imaginarios donde todo era accesible, y hablaron sobre todo de volverse a ver. Les agradaba pensar que lo bueno no tiene por qué tener fin, sobre todo a ellos que habían conocido lo peor.

A la mañana siguiente, Christophe abrió los ojos y descubrió que la cama del camboyano estaba vacía. Se había marchado como había llegado, como un espejismo que se borra después de un momento. Hasta que llegó la enfermera con el desayuno no reparó en una nota que le había dejado Song en su mesilla de noche: «Dale a tu madre las gracias por todo y aguanta el tipo, que ya te falta menos. Esto es para ti: “Después de la lluvia, buen tiempo. Los hombres y los animales se levantan renacidos, nada más natural: después de la pena viene la alegría”. Es un poema del tío Ho, uno de tantos que tuve que aprenderme de memoria. Adiós, compañero. Estoy seguro de que algún día nos volveremos a ver».

Después de la intensidad de los últimos meses Christophe no tenía ganas de compartir su vida con nadie y pidió ser trasladado a una habitación privada en cuanto le quitasen de nuevo la escayola. Como era el paciente que llevaba más tiempo en la clínica, su deseo fue atendido inmediatamente. El día de la mudanza Christophe creyó que se había vuelto loco. «No es posible. Me persiguen los orientales», pensó al cruzarse en el pasillo con varios chinos vestidos de chaqueta y corbata. Parecía una broma a distancia de su amigo Song, pero esos chinos eran bien reales. Formaban parte de la seguridad de Deng Pu Fang, el hijo parapléjico de Deng Xiao Ping, presidente de la República Popular China, que venía a hacerse un chequeo aprovechando un viaje oficial a Francia. Pu Fang había oído hablar del doctor Gros cuando éste había estado en Pekín intentando vender un hospital de rehabilitación.

Christophe vio llegar el séquito desde la terraza. Pu Fang tenía cara de buena persona. Su escolta resultó menos agradable; coparon toda un ala de la clínica y no se podía circular por los lugares habituales. Christophe optó por recluirse en su cuarto. Estaba escuchando a los Dire Straits en su walkman cuando de pronto se abrió la puerta y vio aparecer a los gerifaltes de la clínica, incluidos Gros, Allieu y por supuesto el chino, que resultó discreto y agradable. Christophe le mostró su brazo y le explicó su proceso de recuperación. Estaba tan al corriente de todo que hablaba como un médico o un fisioterapeuta. La última operación le permitía hacer el efecto pinza: ya podía asir cosas. Hizo una demostración encendiendo un cigarrillo en el tiempo récord de veinte segundos y sin ayuda. A su vez hizo algunas preguntas y se enteró de que Pu Fang era presidente de la asociación de discapacitados físicos y de que en China había más de veinticinco millones de ellos.

—Casi la mitad de la población francesa —observó Christophe.

—Sí, pero nosotros somos mil millones —replicó Pu Fang con una sonrisa diplomática.

Luego, mientras le mostraba el resto de las instalaciones, Gros le dijo a Pu Fang: «Christophe es el ejemplo de lo que da de sí el coraje y el valor. Un coraje comparable al que se exige a los seleccionados para unos juegos olímpicos».

Pu Fang se sometió a un chequeo en el que le calcularon el peso de sus huesos; eran muy frágiles, según Gros, que le dijo que a nivel quirúrgico nada podía hacerse para mejorar su estado. Sólo la fisioterapia podía aliviarle sus continuos dolores de espalda. No fue una sorpresa para Pu Fang, parapléjico desde 1967 cuando a la edad de veintitrés años y siendo estudiante en la universidad fue torturado por los Guardias Rojos por negarse a criticar a su padre. Era el auge de la Revolución Cultural. Al intentar huir por la ventana de la sala donde le habían encerrado había caído desde el cuarto piso, fracturándose la segunda vértebra dorsal. Los Guardias Rojos se habían negado a tratarle y durante cinco años había estado postrado en una cama. Cuando su padre volvió al poder le envió a Canadá para recibir tratamiento. Pero era demasiado tarde; apenas podía mantenerse erguido. El día de la visita a Propara su historia salió en los periódicos y Christophe la leyó con avidez: «En China la gente considera afortunado que el hijo de Deng Xiao Ping quedase inválido porque acabó haciendo mucho por los discapacitados de su país. Fue lo único bueno que salió de la Revolución Cultural, dicen ahora los chinos». Pu Fang era un ejemplo de superviviente que había encontrado sentido y valor a su vida al transformar su dolor en una actitud altruista. Christophe, que debía ejercitar su muñeca, recortó el artículo y se dispuso a escribir a Song para contarle la visita de tan ilustre personaje. Estaba seguro que le divertiría. Y quizá le inspiraría.