Christophe fue operado por segunda vez y de nuevo fue condenado a la inmovilidad total durante más de un mes. La perspectiva de pasar tanto tiempo en la clínica, por muy cómoda y agradable que fuese, era descorazonadora y por momentos su moral flaqueaba. Mantener la fe era difícil. El suspense después de cada intervención se hacía a veces intolerable. Daba vértigo pensar en un nuevo rechazo.
Cuando le quitaron la escayola y comprobaron que su brazo izquierdo no presentaba problemas, la melancolía dio paso a la alegría. Teniendo mucho cuidado de no provocar un tirón muscular, empezó a entrenar su segundo tríceps trasplantado. Poco a poco pudo hacer cosas impensables sólo unos días antes, como sujetarse con los brazos, tirar de su cuerpo hacia arriba y sentarse. Fumar sentado en la cama, algo tan sencillo para la mayoría de los mortales, era para él un lujo. Otro enorme progreso fue poder darse la vuelta solo en la cama, sin necesidad de que una enfermera viniese cada tres horas a ayudarlo. Aprendió a trasladarse de la cama a la silla apoyando todo su peso en los brazos, con la ayuda de una tabla de madera, idea que el doctor Gros había imitado de un centro de rehabilitación en Alemania. Christophe era ahora libre de bajar a la cafetería, o de salir a la calle sin esperar a que le sentasen en su silla.
El camboyano podía levantarse solo y caminar pero, para su gran decepción, la recuperación de su pierna derecha fue mínima. Cuando se dio cuenta de que había llegado al tope y el médico le dijo que poco más se podía esperar de aquella pierna, estuvo tres días hundido y postrado en la cama, negándose a comer y a hacer sus ejercicios de recuperación. A Christophe le confesó que temía que a causa de su cojera le denegasen el visado. Además le molestaba presentarse al primo Chu como un inválido. «En el fondo negaba su discapacidad», diría Nellie Blayac. Para sacarle del pozo de la amargura ella optó por jugar la carta de la esperanza. Ya tendría tiempo de aceptar su estado más tarde: «Puede haber sorpresas con las lesiones neurológicas, sobre todo cuando son incompletas como las tuyas —le dijo, al tiempo que le recomendaba hacer ejercicios de control mental—: Recuerda cómo movías la pierna, cómo movías este músculo, cómo flexionabas y estirabas la rodilla y repite el ejercicio en tu cabeza…». Song recordó las meditaciones que le enseñaba su abuelo: «Concéntrate en tu respiración y procura no pensar en nada. La mente salta como un mono en una jaula y hay que lograr calmarla, detenerla y amansarla». Nunca había logrado esa paz interior que exhalaba su abuelo y demás santones budistas, pero había aprendido a concentrarse y más de una vez pensó que esa fuerza mental le había salvado en los peores momentos de la revolución. Por eso le era fácil pensar constantemente en su pierna, y se dedicó con ahínco a la rehabilitación. Si en Camboya había desafiado el destino para sobrevivir, ahora estaba dispuesto a desafiar a su propia parálisis. Tanto él como Christophe se sometieron a ejercicios físicos comparables al entrenamiento de los deportistas de elite. Musculación y más musculación… Cuando Song se exasperaba por la falta de progresos, daba fuertes muletazos sobre la cama. «Cálmate, chino», le espetó una vez Christophe. Song se quedó mirándolo con cara de resentimiento. «¡Déjame en paz, dedos de goma!», replicó, pero en lugar de sentirse herido Christophe soltó una sonora carcajada. Cada ejercicio que hacían era un paso más hacia la autonomía, hacia un poco más de libertad. Cada esfuerzo suponía alejar un poco más los límites de la discapacidad.
Antes de la tercera operación, Christophe invitó a Song a pasar unos días a casa de sus padres, cerca de París. El camboyano había recibido una carta del consulado de Estados Unidos comunicándole que se presentase en cualquier oficina consular para firmar los papeles relativos a su petición de visado. Decidió aprovechar la visita a París para hacerlo. Era la primera salida en mucho tiempo. Al acercarse al mostrador de la compañía aérea el empleado preguntó a Song, refiriéndose a Christophe:
—¿Cuál es su destino?
—¿Qué pasa? ¿No me lo puede preguntar a mí? —terció Christophe, poniendo su billete sobre el mostrador—. Que esté en una silla de ruedas no significa que sea un retrasado mental. Voy a París.
No hacía falta mucho para volver a reconocer viejos compañeros de ruta, como la ignorancia de la gente, el desprecio, la falsa compasión. Si ese empleado de la compañía le hubiera tratado normalmente, Christophe no se hubiera acordado de su problema. «La discapacidad nace en la mirada del otro», le dijo un día Allieu. Pero él no esperaba comprobarlo nada más salir de la clínica.
Los padres de Christophe les recibieron como a los hijos pródigos que volvían a casa. Había algo de milagroso en ese regreso, tan distinto a la salida de Garches. Después de haberle arrancado a la muerte, ver que Christophe reconquistaba su libertad les causó una satisfacción tan enorme que era difícil de expresar. Verle salir de la cama sin ayuda o no tener que levantarse para cambiarle de posición era la recompensa a las locas esperanzas que habían albergado durante tanto tiempo. «Por primera vez vi a mi hijo como el que había sido antes del accidente, contento, animado, con esa mezcla de alegría y de buen vivir que había contagiado a su amigo camboyano —diría su madre—. Fue entonces cuando supe que Christophe saldría adelante por completo. Me di cuenta de que su grave discapacidad no había alterado su personalidad».
Fueron unos días inolvidables durante los cuales los dos amigos, acompañados por Sergio, recorrieron la ciudad, se dejaron calentar por el sol en los Jardines de Luxemburgo, salieron por la noche a escuchar música en vivo, algo que Christophe no hacía desde su época de estudiante. En un restaurante camboyano ocurrió otro episodio «de inválido», como los llamaba Christophe. El camarero entregó un menú a cada uno, menos a él. «Oiga, que yo también sé leer —tuvo que decirle—. ¡Ése es como el que habla a gritos a los ciegos porque asume que también son sordos!», comentó con sus amigos.
En el consulado norteamericano dijeron a Song que habían localizado al primo Chu y que se había mostrado dispuesto a apadrinarle para la obtención de su visado. «El primo Chu ha respondido —se decía Song mientras cruzaba la plaza de la Concorde para ir al encuentro de sus compañeros—, no estoy solo». Hacía un tiempo espléndido, esas raras ocasiones en que el clima convierte a París en una ciudad en la que uno quisiera quedarse para siempre. Song reconoció la vista del Sena que colgaba en el calendario de su casa de Phnom Penh y pensó en sus padres. En ese momento tuvo la extraña impresión de que los espíritus de todos sus antepasados estaban entre las ramas de los árboles o entre los macizos de flores, velando por él.
Song regresó a Montpellier y Christophe se quedó unos días más en la casa familiar. Sin su amigo los días se hicieron eternos. No podía impedir asociar la casa de sus padres a los meses de desesperación que había pasado después de Garches, y eso le provocaba una sensación de agobio que sólo la llegada de Sergio o de alguna de sus hermanas conseguía interrumpir. Poco a poco fue dándose cuenta de que aquélla ya no era su vida. Aunque estaba feliz de volver con los suyos, en el fondo se sentía lejos de ese mundo. No quería decir abiertamente que echaba de menos el ambiente de la clínica para no herir sensibilidades, pero le apetecía regresar a Propara cuanto antes. Añoraba las tardes en el jardín charlando con sus colegas, fumando, tomando el sol o haciendo bromas. Su madre debió de adivinarle el pensamiento: «Tienes que empezar a pensar en lo que vas a hacer cuando dejes la clínica», le dijo.
Nada más llegar a Propara, Christophe notó la ausencia de Cristina, la muchacha que se pasaba el día pintando sobre seda. «Por fin le han encontrado un lugar para vivir… Creo que está muy bien», le mintió la señora Guevara, la supervisora de enfermeras. En realidad estaba escandalizada porque el único sitio que la asistente social había podido encontrar para la joven Cristina había sido una residencia de la tercera edad. «A mí me parecía monstruoso encerrar a una muchacha de diecisiete años en un asilo de viejos. Era como colocarla a un paso de la muerte pero como apenas hay instituciones para ese tipo de deficientes físicos y no podíamos tenerla aquí, no quedaba otra solución». La asistente social le había asegurado que era una buena casa y que la había escogido por encontrarse cerca de donde vivía su madre, una señora enferma y mayor. Pero las noticias que llegaban no eran buenas: la chica había dejado de pintar y pedía volver a la clínica.
A su vecina Ouïda estaban a punto de darle el alta. Había soñado con su vida fuera de la clínica, pero se desmoronó cuando le llegó la hora de irse, a pesar de que su jefe-amante le había alquilado un piso y seguía velando financieramente por ella. Por muy cómodos y protegidos que se encuentren, todos los pacientes quieren dejar de serlo para reintegrarse a la vida normal y asumir los papeles que en su día tuvieron que interrumpir. Pero a la hora de la verdad, el miedo a enfrentarse con la realidad les sume en la depresión, el pánico o la histeria. Los ergos de la clínica la habían acompañado al apartamento y realizaron las reformas necesarias para hacerlo accesible. Pero la primera salida de fin de semana se le hizo insoportable. Se había visto enfrentada al hecho de tener que levantar una cacerola, algo simple cuando se está de pie. Pero al estar sentada y llenarla de agua, no había podido sostenerla y se le había caído. Entonces nuevamente había tomado conciencia de su estado y estallado en sollozos. Por mucho que le explicasen que necesitaba paciencia para encontrar nuevos movimientos que le permitiesen desenvolverse en su nueva casa, le angustiaba la idea de encontrarse sola en el mundo de los que se valían por sí mismos. Llegó a sugestionarse tanto que le salieron llagas en la piel, cuando nunca antes las había tenido.
Christophe decidió organizarle una fiesta de despedida. El grupo de pacientes que se reunía por las noches en la 306 había aumentado y la lógica continuidad de esas reuniones donde se contaban sin prejuicio sus historias y bromeaban sobre sus problemas con total libertad, era organizar fiestas. Christophe pensó que tenían que ser mixtas, es decir que no sólo hubiese discapacitados.
—¿Y quién va a querer venir a bailar con nosotros? —preguntó Ouïda.
—Si no lo intentamos nunca lo sabremos. Si nos da miedo que nos vean, si nos da miedo salir, entonces más vale quedarse en un hospital toda la vida.
«Al principio costó motivar a la gente —diría Christophe—. Con discapacitados todo es difícil, no sólo porque los válidos nos ven como contaminados por la desgracia, sino porque los propios discapacitados se segregan: están los accidentados, los de nacimiento, los de polio, los de virus, los hereditarios, los parapléjicos, los tetrapléjicos. Hay muchas ramas en el gran árbol de los paralíticos. Conseguí reunirlos a todos con la valiosa ayuda de Claudio, el aparejador, quien estaba muy animado tras descubrir que aún podía experimentar erecciones. Como tenía coche, salíamos a buscar gente para nuestras fiestas». Iban a las facultades de medicina e invitaban a estudiantes, enfermeros, monitores de deporte… La primera vez que Gros vio bailar el rock en silla de ruedas sintió «una mezcla de malestar y de admiración». A la despedida de Ouïda acudieron unas ciento cincuenta personas. «Y lo mejor fue que había cien válidos contra cincuenta sillas de ruedas —recordaría Christophe—. Las sillas se perdían en la masa; no éramos sólo un grupo de lisiados con ganas de divertirse, lo que hubiera sido patético. Fue una fiesta donde todo el mundo se lo pasó muy bien. La gente bailó. Ouïda nos dijo que un día, si todo le iba bien, nos devolvería la atención. En el momento no supimos a qué se refería, pero más tarde cumplió con su palabra».
«En cuanto nos encontrábamos mejor nos aburríamos —diría Christophe—. Para matar el tiempo manteníamos conversaciones a gritos entre las habitaciones, hablábamos por teléfono durante horas, nos hacíamos bromas, nos contábamos historias, intentábamos ligar con las enfermeras… Por un lado trabajábamos mucho porque no nos dejaban parar de hacer ejercicio, y por el otro queríamos olvidar esa vida y desahogarnos. Teníamos tanta sed de vivir que nos dedicamos a la diversión con auténtico frenesí». A Christophe le gustaba mucho una enfermera llamada Françoise, algo mayor que él, una mujer sonriente y guapa. En general el personal sanitario también participaba del ambiente de la clínica, no sólo interesándose por la evolución diaria de los pacientes, sino quedándose por la noche a compartir salchichón y vino en las habitaciones, asistiendo a las fiestas y organizando cenas en sus casas. Había un ambiente de grupo que fue capaz de convertir una estancia tediosa entre inválidos en un cúmulo de recuerdos inolvidables. «La fiesta de la Epifanía del año 1985 fue interminable. Al que le tocaba la sorpresa le obligaban a comprar otro roscón de Reyes. Estuvimos tres meses comiendo roscones…».
Los roces con la dirección se hicieron frecuentes. «El trato era paternalista y nosotros ni éramos chavales ni estábamos enfermos», recuerda Claudio. La chispa que provocó la indignación de la dirección se produjo cuando los tres amigos regresaron de una fiesta de disfraces a las cinco de la madrugada totalmente borrachos. El portero no consiguió hacerlos callar y despertaron a casi toda la clínica. Aquel escándalo provocó varias reuniones de la dirección que desembocaron en la creación de un reglamento interno. Las salidas quedaron restringidas a partir de las ocho de la noche y los fines de semana había que estar de regreso antes de las diez. Era un reglamento tan estricto como irrealizable. Para demostrar su inviabilidad algunos pacientes, entre los que invariablemente se encontraban Christophe, Song y Claudio, llegaban todavía más tarde. El director les soltaba reprimendas cada vez más fuertes y les amenazaba, pero en el fondo sabía que no había nada que hacer y más de una vez acababa riéndose con ellos. Al final tuvo que modificar el reglamento: estaba permitido salir a diario hasta las diez de la noche y los fines de semana hasta las dos de la madrugada. En la práctica seguía sin servir para nada. Cuando había alguna fiesta en un instituto o en una facultad, avisaban a la supervisora de enfermeras que llegarían más tarde de lo previsto. «Sabiendo la inmovilidad que todavía le faltaba por soportar a Christophe, ¿cómo podía negarle salir y divertirse?», diría la supervisora.