15

Aunque Song no podía librarse de los fantasmas de su pasado, llegó a encontrarse cómodo en esa clínica, protegido de las rudezas del exterior gracias a la amistad de su compañero de habitación, las atenciones de la señora Roux y los cuidados del personal sanitario. Su amistad con Christophe, cimentada por el sentimiento de optimismo que se respiraba en la habitación, su trato con el fisio y los médicos le devolvían la esperanza de que la gente no era intrínsecamente mala, que el mundo no era perverso y absurdo. Además empezaba a divertirse. La 306 se había convertido en el lugar de citas nocturnas. Siempre había salchichón y vino para amenizar las veladas, a las que se unía a veces la enfermera de guardia. Eran reuniones donde se hablaba de todo, de la vida de fuera y de dentro, de los proyectos de futuro y de los cotilleos del día. Eran la salsa de la vida en la clínica.

—¡Jodidas manos! —decía Christophe mirándoselas cuando se le caía el cuchillo o el salchichón. Le parecían pezuñas sin vida—. Aun así valen más que las piernas y los pies, os lo aseguro. Y eso que sólo son huesos, músculos, nervios y piel… Nada del otro mundo para lo útiles que resultan.

—No tendrás manos pero te funciona el rabo, que no está mal —replicó el parapléjico Claudio antes de añadir—: ¿Para qué quiero las manos si no me funciona lo otro?

—Alguna ventaja teníamos que tener los tetra… —observó Christophe entre risas, guiñándole el ojo a Ouïda y mostrándole sus dedos—. ¡Ya veréis cuando pueda acariciar de nuevo a las chicas!

Ouïda le respondió con una mueca de horror.

El sexo era el tema recurrente. Las mujeres conservaban la posibilidad de tener relaciones sexuales puramente mecánicas así como el privilegio de ser madres, pero su angustia venía producida por el pavor a no controlar los colectores y tener accidentes en público. A los hombres les angustiaba la incapacidad de tener erecciones y las conversaciones giraban alrededor de los últimos adelantos de la ciencia, como el Erec-Aid, un aparato que establece el vacío alrededor del miembro y permite el riego sanguíneo; o los penes plastificados que se ajustan al original mediante un sistema de cojinetes. El tratamiento más novedoso era la inyección de papaverina, una medicina de excelente poder vasodilatador que Claudio estaba deseando probar. Pronto aprendería a autoinyectarse el producto en el pene. No era doloroso y el único riesgo era el priapismo, es decir una erección prolongada, algo que le producía felicidad con sólo imaginárselo. Cuando fallaban estos sistemas quedaban las prótesis de pene… ¡Todo un mundo! Entre las semirrígidas (que se pueden manipular) había nombres tan sugestivos como la Small Carrion, la más antigua; la Subrini, con diámetro modulable; la Prótesis de Jonas, con su armadura de hilo de plata que permite modificar su eje; o la Omniphase, el modelo más reciente, formado por varios segmentos encajados y unidos por un cable. Entre las hinchables, que permiten una erección fisiológica a voluntad, las había con nombres de moto como la AMS 700 CX, o de neumático como la Mentor Inflable, la Uniflate 1000 o la Flexi-Flate. En estas últimas la erección se consigue por presión de una diminuta bomba colocada debajo del glande, que permite el paso de líquido por un cilindro hueco que se torna rígido. Al doblar el pene se vuelve fláccido, provocando la abertura de una válvula de deshinchamiento que devuelve el líquido a un depósito situado junto a la bomba. «Con esta oferta tan variada, el que no jode es porque no quiere», solía decir el fisio. La realidad es que muchos pacientes se acostumbraban a su estado de impotencia, aprendiendo a vivir una relación amorosa distinta. Sabían llevar a su pareja al éxtasis por métodos distintos de la penetración, y ellos mismos aprendían a obtener placer de otra manera. Aunque psicológicamente, como diría Nellie Blayac, «puede ser muy agradable ver tu propio sexo en erección, o realizar un coito a pesar de la ausencia de sensación», el desafío radicaba en aprender que la frontera entre las caricias amorosas y el acto sexual en sentido estricto no es más que un velo transparente.

Durante el día los ocupantes de la 306 empleaban casi todo el tiempo libre en su rehabilitación muscular. Christophe estaba orgulloso de su nuevo tríceps, aunque todavía no tenía los movimientos bien aprendidos. Para aspirar a trasladarse un día de la silla a la cama o de una silla a otra, necesitaba que los músculos de sus brazos estuviesen desarrollados al máximo de su potencia, porque tendrían que sustituir a todos los músculos inertes.

Song estaba perplejo ante ese ser lleno de vitalidad y buen humor, cuyo estado dejaba mucho que desear. «¿Cómo puede llevarlo tan bien?», se preguntaba. El comportamiento de su amigo era un aliciente para los demás, casi todos menos discapacitados, que de pronto se consideraban privilegiados y pensaban que no tenían derecho a quejarse. Song sabía que en poco tiempo saldría por su propio pie de la clínica para empezar a vivir de verdad, mientras Christophe tendría que esperar casi dos años para salir… en silla de ruedas. Es verdad que Christophe no estaba solo y siempre tendría el apoyo de su familia, pero aun así era una condena larga y penosa para un resultado dudoso. Comparándose con su compañero y con los demás casos graves de Propara, Song tuvo la impresión de que el destino, esta vez, no le había reservado la peor parte.

Christophe, en su esfuerzo por aprovechar las posibilidades que su nuevo músculo le proporcionaba, lo intentaba todo al mismo tiempo: lavarse, afeitarse, peinarse y sobre todo vestirse, lo que le sacaba de quicio. «Un día tardé cuarenta y cinco minutos en ponerme un calzoncillo. Era exasperante… ¡Como para salir corriendo en caso de incendio!». Debía encontrar la técnica adecuada, los movimientos exactos que nada tienen que ver con los de una persona válida. Tenía que concentrarse mucho para disociar los músculos porque el que antes servía para levantar el hombro ahora le hacía estirar el brazo. «Voy a tener un cuerpo surrealista», decía Christophe, que salía del baño con la cara ensangrentada tras su intento de afeitarse pero contento de poder sostener la roseta de la ducha sobre su cabeza, toda una novedad. Asearse le ocupaba la mañana y a veces llegaba la hora de comer y todavía estaba bregando con un calcetín recalcitrante.

Por las tardes se dejaba acariciar por el sol en la terraza. Desde allí controlaba el trajinar de la clínica. Veía llegar a Philippe Robardet, presidente del club de deportes para discapacitados de Montpellier, en su Golf, siempre acompañado de alguna amiga. «Tengo que conseguir conducir algún día», le decía a Song. Le parecía maravilloso ver llegar a Philippe, sacar su silla de ruedas, trasladarse solo del coche a la silla y conducirla con brío. Lo admiraba, no sólo por la libertad con que se movía, sino porque encarnaba la imagen del discapacitado que se ha recuperado. Philippe se encontraba cómodo en su situación y rezumaba seguridad en sí mismo. Gustaba a las chicas y siempre andaba metido en líos amorosos. Vivía con plenitud, que era a lo que Christophe aspiraba. Además era activo y se volcaba en los demás. Pasaba todo el tiempo animando a la gente a que se reuniese para discutir sus problemas y para practicar deporte. El deporte era la lógica prolongación de la readaptación muscular, a la cual tenían que someterse todos los pacientes en un momento o en otro de su hospitalización. También era el mejor antídoto contra la tendencia a replegarse en sí mismo y la mejor manera de pasar las horas muertas. Christophe empezó a soñar con la posibilidad de correr de nuevo, no con sus piernas sino en silla de ruedas. ¿Por qué no? Si la segunda operación salía bien, podría potenciar los músculos de ambos brazos al máximo y obtener suficiente fuerza para conducir una silla con brío. Era un sueño loco, pero también hubiera sido una locura pensar que algún día conseguiría ducharse sin ayuda. Y eso ya podía hacerlo.

En aquella época recibió una llamada inesperada que le produjo una profunda inquietud. Mathilde había regresado de Estados Unidos y anunciaba su visita. Apenas hubo colgado Christophe se sintió mal. Temía que esa visita abriese viejas heridas. Song le vio alterado:

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—Es Mathilde, viene a verme.

—Deberías estar contento.

—No lo sé.

Hacía más de un año que no se veían. Varias veces había pensado en ella, pero asociándola al pasado, a los tiempos anteriores al accidente. Por lo demás, había conseguido olvidarla gracias a esa facultad de anestesiar sus propios sentimientos que todo superviviente desarrolla. Ahora temía que su presencia despertase en él la nostalgia de una vida que había borrado de su mente. Temía tanto aquel reencuentro que pensó en no recibirla, pero aquél no era su estilo, sobre todo cuando Mathilde se disponía a cruzar toda Francia para verle. Mathilde siempre le provocaba sentimientos contradictorios. Atracción, rechazo. Al final, siempre tenía ganas de saber de ella. Formaba parte de su vida, lo quisiese o no.

Mathilde se sorprendió al encontrarle en tan buen estado. Christophe no se parecía al que había salido de Garches, esquelético, verdoso e inmóvil. Ahora tenía buen aspecto; físicamente se parecía más al que había sido antes del accidente.

—Cuánto has cambiado —dijo Mathilde.

—Me encuentro mejor. Tú estás más guapa que nunca.

La combinación de sus ojos de terciopelo azul, su cabello pelirrojo y su manera de cruzar las piernas era inimitable. Y su sonrisa… Christophe se quedó mirándola profundamente, mientras ella hablaba:

—Tú que te hundías en un vaso de agua, que te quejabas de cualquier nimiedad, me encanta ver cómo luchas.

—No me queda más remedio.

—¿Recuerdas que te deprimías porque te aburrían las clases? Todo te parecía imposible y difícil…

—Algo se aprende… A mí me ha tocado aprender a luchar. Pero lo mío no es nada comparado con lo que se ve por aquí… —dijo señalando la cama de Song.

—Me alegro mucho por ti.

Hubo un silencio. La situación era un poco tensa porque Mathilde no quería hablar de banalidades; tenía demasiadas cosas que decirle y no sabía cómo hacerlo. Christophe rompió el hielo:

—Supongo que tienes novio…

—Un amigo. Se llama Jean-Paul y vive en París.

—¿Dónde os conocisteis?

—En Estados Unidos… Cuando te dejé, o mejor dicho cuando me dejaste, empecé a salir con varios conocidos. Pero sus penas me parecían fútiles. El dinero, el poder, el deber… todo eso no importaba mucho frente a un par de piernas y de brazos en buen estado… Gracias a ti aprendí a valorar ciertas cosas. El caso es que necesitaba desahogarme… Me gustaba ponerles a prueba contándoles que estaba enamorada de un paralítico…

Christophe se echó a reír. Mathilde continuó:

—Entonces esperaba su reacción. Si se apiadaban me parecía horrible y me largaba; ya no me interesaban. Si me decían «No te preocupes; todo se arreglará», era todavía peor. Hubo uno que nunca preguntó nada y se limitaba a escucharme cuando hablaba de ti, es decir casi siempre porque estaba obsesionada con el tema…

—Ése era Jean-Paul.

—En efecto.

—¿Os vais a casar?

Mathilde se encogió de hombros.

—Es demasiado pronto… No lo sé.

Hubo otro silencio, más largo. Christophe parecía buscar las palabras:

—He pensado muchas veces en lo que te dije aquel día —explicó finalmente—. Sé que fui demasiado cortante. No era mi intención herirte y te pido perdón por ello, pero tenía que decírtelo.

—Me costó encajar el golpe, pero ahora lo entiendo. Nuestra historia nunca ha dejado de hacerme daño, si se puede llamar así. Miles de veces me he dicho que no podía vivir sin ti, que mi vida estaba a tu lado. Pero ahora, con el tiempo, creo que estaba enamorada del recuerdo que tenía de ti. Quizá por eso sentía la necesidad de venir a verte, para cerciorarme de que…

—… que éste no es un lugar para ti.

—Si prefieres decirlo así…

—Aquí es donde libro mi combate.

—Lo sé. Y ahora estoy segura de que saldrás victorioso. Pero necesitaba comprobar por mí misma que…

Balbuceó unas palabras y Christophe terminó la frase por ella.

—… que ya no soy tu vida.

Mathilde le miró con una profunda tristeza. Christophe hacía esfuerzos por disimular los sentimientos contradictorios que le desgarraban.

—Quizá —dijo ella en un susurro.

Intercambiaron una mirada llena de ternura.

—Queda la amistad —susurró Christophe.

—Sí, queda la amistad —dijo ella sonriendo y tomándole la mano, esa mano que tantas veces la había hecho temblar de placer y que ahora luchaba por recuperar parte de su magia perdida.

Mathilde había ido para apurar la última esperanza de reemprender el hilo de ese amor. «O caemos el uno en los brazos del otro o todo está acabado», había pensado de camino. Ahora se marchaba con una mezcla de melancolía y alivio. Tristeza por lo que pudo ser y no fue, y alivio porque por primera vez se sentía liberada en lo más profundo de su corazón.