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El relato de la vida de Song, descarnado como los cadáveres que flotaban en aguas del Mekong, fue como un regalo para su compañero de habitación. Era un regalo intangible, pero que permitió a Christophe salir del cascarón de su angustia porque le hizo pensar en cosas que nunca se había planteado. «¿Qué sé yo del sufrimiento? En el fondo tengo suerte», llegó a decirse, consciente por primera vez de haber conocido solamente el lado bueno de la humanidad. Las privaciones de Song le hacían valorar hechos que siempre había dado por supuestos, como que le hubieran cuidado gratuitamente, tener una familia que velaba por él, o simplemente vivir en un mundo en armonía. La historia de Song convertía un cigarrillo o una copa en lujos extraordinarios, la brisa de la mañana en una caricia, las operaciones de Allieu en magníficas oportunidades. Christophe llegó a olvidarse de sí mismo, que era lo que necesitaba a medida que se acercaba la hora de la verdad.

Cuando el enfermero terminó de serrarle la escayola, Christophe vio que no había ningún bulto y que los puntos no supuraban. El doctor Allieu llegó poco después: «Esto tiene buen aspecto —dijo con una sonrisa—. Mira hacia la derecha». El muchacho vio su brazo extendido. El médico ejerció una pequeña presión que hizo contraer el músculo del brazo. A Christophe se le abrieron los ojos como una lechuza. «Sentía que era mi brazo, pero como si me hubieran añadido una cuerda… Era muy raro, pero era fantástico».

¡Las operaciones funcionaban!, concluyó en la cima de su entusiasmo. Le habían aplazado su condena. Ese pequeño movimiento de hombro significaba una portezuela abierta al futuro, era el símbolo de una libertad posible de recobrar. El eco de su alegría llegó hasta su casa. Sus padres ya no tendrían que preocuparse por buscar alternativas desesperadas. Cuando apareció su madre, Christophe repitió la contracción muscular como un niño que acaba de aprender a hacer algo inesperado. No era más que un simple movimiento pero encerraba toda la esperanza de una vida.

Le colocaron un molde de plástico que el fisio le quitaba dos veces al día para recuperar cinco grados de flexión por semana. Era importante evitar cualquier movimiento brusco que estirara el músculo. Había que acostumbrarlo a restablecer la elasticidad. El ayudante del médico pasaba todos los días y el propio Allieu lo hacía una vez por semana, y telefoneaba casi a diario. Más que una típica relación paciente-médico, entre ambos se había establecido una relación de socios en busca de la mejor solución.

—Cuando estés a cuarenta y cinco grados de flexión te entrenaremos en extender el brazo sin ayuda. Esta reeducación postoperatoria tiene que ser progresiva para evitar cualquier distensión.

—¿Cuánto tiempo más de inmovilidad?

—Otros veintiún días. Estoy trabajando para acortar el período, pero ahora es mejor no asumir ningún riesgo. Llámame a casa a cualquier hora si necesitas algo.

A partir de la segunda semana le sentaron en una silla especial para pacientes hemipléjicos, con un mando lateral. Ya podía estirar el brazo a voluntad: «Era mágico por ser un movimiento que había olvidado». Pasearse por la planta, salir a la terraza con Song o visitar a los colegas le parecía el colmo del lujo. Se acostumbró a ir a la sala de recuperación y si su fisio no estaba, le pedía a cualquiera que le acercase una pesa o le colocase una cuerda que, mediante una polea, le permitía levantar unos discos de metal. Así, poco a poco, fue haciendo de su nuevo tríceps un músculo de atleta, el orgullo de su nuevo cuerpo.

Ahora que podía desplazarse, Christophe volvía a ser tan sociable como antes. Le compró un dibujo sobre seda a la joven tetrapléjica Cristina, que pintaba con su boca de piñón; decía que Dios le había quitado las piernas y los brazos porque los necesitaba para otra persona. Algunos la tachaban de simplista, pero a Christophe le parecía muy sabia: al fin y al cabo y gracias a su fe era una de las pacientes más felices del pabellón. Conoció a un nuevo parapléjico llamado Claudio, un aparejador, padre de tres hijos, que se había estrellado en su coche al volver de una obra. Había llegado deprimidísimo a la clínica pero a la vista del estado de los demás había recuperado el ánimo y quería organizar toda clase de actividades. Compartió la alegría de Ouïda, a quien habían anunciado que pronto dejaría la clínica, y siempre que podía visitaba a María, que acostumbraba alzar los hombros cuando le preguntaban cómo se encontraba. «Es inescrutable», decía Nellie Blayac. La psicóloga le llevaba de vez en cuando algún paciente desesperado o simplemente derrotado, porque nadie como Christophe sabía elevar tan bien la moral a sus compañeros de infortunio. Uno de ellos era un campesino con una lesión similar a la de Christophe, que sólo pensaba en regresar a su pueblo y que no quería saber nada de las operaciones de Allieu. Para él, el asunto estaba zanjado: se conformaba con sus limitaciones, sabedor de que su familia iba a ocuparse de él. No le interesaba luchar por conseguir autonomía. Al contrario, parecía secretamente satisfecho de cobrar mensualmente su cheque de la Seguridad Social, como si el accidente le hubiera arreglado la vida.

Song sentía tanto pánico a medida que se acercaba el día de su operación que una mañana, en un arrebato, anunció que se marchaba. Christophe pidió a su madre que fuese en su busca, sin alertar al personal de la clínica para evitarle problemas. La señora Roux se dirigió hacia el hotel Climats y encontró a Song en la plazoleta de abajo. Le habló, intentando calmarle y asegurándole que todo saldría bien. Pero Song no escuchaba ni respondía. Estaba ebrio de ira, en abierta rebelión contra su destino. Era una furia corrosiva porque no iba dirigida contra nadie en particular, ni siquiera contra él mismo. Apretaba los puños para contener su violencia. La verdad es que tenía un miedo cerval de acabar como algunos de los pacientes que le rodeaban. Por mucho que intentase razonar, sus pensamientos estaban empañados de miedo. La señora Roux guardó un instante de silencio y luego le dijo que se quedaría con él después de la operación, hasta asegurarse de que estuviese bien. Al oír esto Song se sintió aliviado. Le dieron ganas de romper en sollozos, pero se contuvo. En ese momento tuvo la ilusión de que no estaba solo en el mundo.

Al día siguiente Song fue operado con éxito. Le extirparon el quiste y despertó satisfecho de saber que su parálisis estaba detenida, por lo menos de momento. Enseguida recuperó la sensibilidad de la pierna izquierda, lo que le llenó de alegría. La incertidumbre de antes se convirtió en serena confianza, aunque los médicos le advirtieron que los quistes se podían reproducir. Además, cualquier trauma, por insignificante que fuese, podría reavivar la lesión.

En pocos días los papeles se trocaron. Ahora era Song quien yacía en la cama mientras Christophe podía deambular en su silla por los pasillos y la habitación. Su madre cumplió con su promesa de no irse hasta cerciorarse de que el camboyano estaba bien. La mujer le trataba como a un hijo más, no sólo porque sentía que Christophe necesitaba un compañero para sobrellevar su tragedia sino también porque conocía la historia del camboyano. Para ella, el dolor mejoraba a las personas. «Lo que no te mata te hace mejor y más fuerte», solía decir. Sabía que Song necesitaba algo más que una proeza tecnológica, necesitaba razones para vivir y para ello había que proporcionarle un afecto que le permitiese fortalecer los factores psicológicos indispensables para su curación. Estaba dispuesta a hacer lo imposible para que los ocupantes de la 306, unidos por la solidaridad del sufrimiento, fuesen capaces de obtener todo lo que se propusiesen. Como todo el mundo.

Poco acostumbrado a que alguien velase por su bienestar, Song le agradecía sus regalitos —pastelitos chinos, un frasco de colonia, cigarrillos— uniendo sus manos a la manera asiática y con una sonrisa. En pocos días y exceptuando la reciente crisis había pasado de un hermetismo total a una amable cordialidad. Hasta parecía tener ganas de seguir contando detalles de su vida, como si reviviendo el pasado fuese capaz de conjurar sus fantasmas.

—Cuando me encontré paralizado en el campo de refugiados, noté que mucha gente se apartaba de mí como si fuese contagioso…

—Aquí pasa lo mismo. A la gente le da miedo una silla de ruedas porque le recuerda lo trágica y jodida que puede ser la vida —añadía Christophe.

Song le explicó que ser discapacitado en un país budista es bastante más duro que serlo en Occidente, porque los budistas tienen asumida la noción de karma. No se concibe que un accidente sea algo gratuito.

—O sea que si pisas una mina, saltas por los aires y te quedas sin piernas, ¿resulta que es por tu culpa?

—Es tu karma: estás pagando algo que has hecho o has dejado de hacer en esta o en otra vida. Hubo personas que dijeron que si yo no hubiera intentado escapar a Tailandia, no me hubiera pasado nada. Me echaron en cara haberlo intentado. Como si me hubiera pasado de la raya…

—La gente no quiere pensar que las cosas ocurren porque sí, pues entonces les puede pasar a ellos. Es mejor encontrar una razón: fulanito es inconsciente, menganito ha sido demasiado ambicioso… Yo también pienso muchas veces que si me hubiera ido a Estados Unidos con Mathilde no me hubiera pasado nada… Te puedes repetir esas cosas hasta volverte loco. Al final no sirve de nada.

Contrariamente a lo que pensaba Christophe, el sentimiento de culpabilidad tiene una perversa utilidad para muchos supervivientes. De la misma manera que hay enfermos que justifican su dolencia por un comportamiento errado, como no haberse alimentado adecuadamente o haber trabajado demasiado, muchos accidentados necesitan pensar que son la causa de su propia desgracia. Precisan de una razón que explique su estado. Encontrar un vínculo entre la víctima y lo que le ocurre es una manera de volver a encontrar el hilo de la existencia. La casualidad, el azar o la simple mala suerte son un vacío al que es imposible aferrarse. Por eso y aunque resulte paradójico, el sentimiento de culpabilidad está asociado a la superación del trauma[7]. Inculparse refleja el esfuerzo del superviviente por encontrar sentido a su desgracia, por entender el por qué a mí y minimizar la posibilidad de lo que es aleatorio e incomprensible. Pensar que uno tiene alguna clase de control sobre sus actos ayuda a reconstruirse un universo. Por eso, algo tan cruel como el sentimiento de culpabilidad forma parte de la recuperación, como en otra etapa también lo forma la depresión. Es un sentimiento que representa el intenso anhelo de la mente humana de comprender el mundo, de buscar un sentido a la vida en la estela del sufrimiento. Había sido un sentimiento familiar en las horas más bajas de Christophe, pero parecía haberlo superado ahora que se volcaba hacia el futuro. En el caso de Song su complejo de culpabilidad adquiría visos aún más dramáticos. No era extraño que se despertase de noche empapado en sudor. En sus sueños se mezclaban imágenes de su vida en Camboya con negros pensamientos: «Si hubiera podido visitar más a mis padres, a lo mejor no hubieran muerto de hambre… Si hubiera hecho un esfuerzo mayor… Si hubiera… Si hubiera…». Era como la letanía de alguien que, al no entender el horror que le había tocado vivir, buscara en su propio ser la razón de su sufrimiento.