«Tenía trece años en el mes de abril de 1975 cuando las tropas de los Jemeres Rojos entraron en Phnom Penh y nos echaron de la ciudad. Lo tuvimos que dejar todo: libros, juguetes, pinturas, estatuillas, alfombras… excepto pequeños objetos de valor que mis padres llevaron consigo. Quise llevarme a mi gato, pero no me dejaron… ¡Total, para tres días que íbamos a estar fuera, como nos dijeron!
»Me acuerdo de la aldea que nos fue asignada unos días más tarde: árboles derribados, casas incendiadas y un hedor insoportable que más tarde supe era el de los cadáveres. Una oficial de los Jemeres Rojos nos anunció que no podríamos volver a la ciudad antes de un año. Yo protesté por mi gato, pero mi padre me hizo callar: “¡Por mucho menos matan a la gente!”, dijo. Yo pensé que exageraba, pero resultó que tenía razón.
»Mi madre fue enviada a trabajar al campo y a mi padre, un hombre culto que había sido profesor en el liceo Sisovath, lo emplearon en destruir la pagoda. Debió de ser duro para él porque había sido educado con los bonzos y siempre había sido muy religioso. Él prefirió deshacer las puertas que derribar muros y decapitar Budas; dejó el trabajo sucio de profanación a los demás. Todo el mundo fue obligado a trabajar. Por las mañanas había una hora de formación cívica. “El Angkar vela por vosotros”, nos decían. “Si no se es fiel al Angkar, no se puede vivir con los demás…”. El Angkar era la “organización”.
»A los pocos días de estar en la aldea, los Jemeres Rojos fueron a buscarme, como a los demás niños: “Antes pertenecíais a vuestras familias. Ahora pertenecéis al Angkar. Viviréis, trabajaréis y moriréis por él. ¡Viva la Revolución!”. Mi madre me preparó un hatillo y se puso a llorar. Mi padre me abrazó: “Sé valiente”, me dijo al oído. “Nunca menciones que sabes leer y escribir o que tu padre tiene un oficio que no es manual”. Yo no me atrevía a decirle en camboyano, delante de todo el mundo, que les quería mucho, así que se lo susurré al oído para que los soldados no me oyesen. Mataban a la gente con cualquier pretexto: bastaba hablar un idioma extranjero, recordar la vida en Phnom Penh, llevar gafas, cantar una canción de antes de la revolución o evocar los placeres de una buena comida para ser convocado y enviado a “trabajar a la montaña”. A ésos nadie volvía a verlos con vida.
»Pasé más de un año en una “granja” con dos mil niños trabajando como esclavos de ocho de la mañana a siete de la tarde. Después teníamos que confesar nuestras faltas bajo el gran tamarindo en reuniones que duraban seis horas, y los que se dormían eran azotados. Aprendí frases estúpidas: “Amo el Angkar y lo querré siempre. He decidido dejar a mis padres para venir a vivir aquí a fin de reconstruir el país…”. Prácticamente no nos daban de comer. Nos dominaban por el terror: a veces el jefe, que no era mayor que yo, furioso, señalaba una persona del grupo y le disparaba a quemarropa, en la cabeza, delante de todo el mundo. Nos echábamos a temblar. Pero nadie podía hacer nada: el país entero era un inmenso campo de concentración.
»El único alivio era pensar en mis padres y hablar mentalmente con ellos. Me refugiaba en los recuerdos de mi madre preparando pasteles vegetarianos cuando yo estaba enfermo o dándome una sopa china de plantas medicinales, o cuando mi padre me llevaba libros de aventuras y ponía luciérnagas en mi mosquitero, lo que me hacía brincar de alegría. Estaba muy preocupado por ellos. Por todas partes se veían signos de violencia. Un día descubrí en el río una mano que sobresalía y un poco más lejos vi flotar cadáveres hinchados. En la orilla había un montón de cabezas y de manos cortadas. Más lejos había tarjetas de identidad, corbatas y hasta relojes. Creía ser el único en haber descubierto esas cosas, pero pronto comprobé que mis compañeros encontraban lo mismo. Intercambiábamos sonrisas pero no decíamos nada. A cada uno su secreto.
»Hasta que caí enfermo no me dejaron volver a la choza de mis padres. Mi madre parecía muy vieja, pero sólo tenía treinta y ocho años. Mi padre llegó al caer la noche, derrengado. Se alegró mucho de verme. Me contaron que el gobierno les había reducido la ración de dos a un kilo de arroz por semana, y que sobrevivían vendiendo los escasos bienes que habían traído de Phnom Penh. Pero ya no les quedaba casi nada. Mientras me curaban las heridas que tenía por todo el cuerpo, mi padre me dijo que un día toda esta locura acabaría y que si no los encontraba procurase ponerme en contacto con el primo Chu, que me echaría una mano. Chu era un primo de mi padre que había emigrado a Nueva York cuando yo tenía un año. Es él quien debería ayudarme a tramitar el visado y emigrar a Estados Unidos. Un año más tarde escapé del infierno del campo de trabajo para visitar a mis padres. Sabía que me torturarían a mi regreso pero la nostalgia que sentía por los míos era mayor que el miedo. Nada más llegar a la aldea me enteré de que mi madre y mis hermanos pequeños habían muerto de inanición. Mi padre estaba hambriento y hundido; le podía contar las costillas. Murió unos días más tarde y le enterré yo mismo, cerca de mi madre, bajo un cerezo. Mi familia había muerto de hambre, como millones de compatriotas. ¡Muertos de hambre! Menuda revolución. Yo tenía que sobrevivir, aunque sólo fuese para llevar la contraria a los Jemeres Rojos. Sobrevivir era un acto de rebelión. Era la única manera de desafiarles. Era mi deber».
La historia que Song contaba por las noches provocaba pesadillas a Christophe. La soledad del camboyano le parecía más cruel que su propia inmovilidad. A fin de cuentas, Christophe había probado las mieles del amor y cometido las locuras propias de su edad. Había vivido. Quería a la gente que le rodeaba y se sentía querido por ellos. Desde ese punto de vista era un privilegiado. Pero a Song le habían robado hasta la juventud. El camboyano sentía vértigo ante el vacío que le rodeaba, miedo al aislamiento y a una pregunta angustiante: ¿Para qué vivir? ¿Para quién? ¿Para un primo en América que no mostraba señales de vida? Ahora a Christophe le parecía normal que Song se replegase en sí mismo, dispuesto a abandonar la lucha. La lucha por ser libre, como decía el camboyano.
«Cuando cayeron los Jemeres Rojos pensé que ya era libre, pero llegaron los vietnamitas y cerraron las fronteras a cal y canto. Ya no se cantaba al Angkar sino al Tío Ho[6]. Conseguí escapar a Tailandia, un país libre, pero me tocó vivir lo que la prensa internacional llamó el “escándalo de Dan Rêck”. Los soldados tailandeses perseguían a los refugiados para devolverlos a Camboya. Me despeñé por un risco y caí de espaldas. Me lesioné una pierna pero a los pocos días ya estaba recuperado. Luego empecé a notar que, al hacer un esfuerzo grande, la espalda me hacía ¡crac!, y a veces perdía el conocimiento. Pero no le di demasiada importancia. Seis meses más tarde, volví a intentar cruzar la frontera y esta vez lo conseguí. Llegué al campo de refugiados de Site II, un lugar rodeado de alambre de espino y patrullado por soldados. Me resultó sospechoso que tuviera que permanecer encerrado allí para esperar ser libre algún día. Pero así fue. Estuve dos años viviendo de exiguas raciones de comida, trabajando de maestro en el pabellón de los huérfanos y esperando que las organizaciones humanitarias localizasen al primo Chu para que me reclamase y pudiese emigrar a Estados Unidos. Tener algún familiar es condición imprescindible. Cuando pensaba que la libertad estaba por fin a mi alcance, una mañana me levanté y noté un hormigueo que me subía por la pierna. Todo fue progresivo y a la vez inmediato. Perdí la sensibilidad de las piernas. De nuevo me ayudaron los miembros de Handicap International. Consiguieron sacarme del campo y traerme aquí. Ahora estoy libre… pero encerrado en esta clínica».
Ahora entendía Christophe las súbitas desapariciones de su compañero, las noches durmiendo al aire libre en la terraza, las escapadas por las tardes en su silla de ruedas, la curiosidad por conocer la ciudad, por salir, por sentir el mundo que lo rodeaba. «Diles que no se preocupen, que voy a dar una vuelta», le decía a Christophe. Y Song se iba, aprovechando que todavía no había un reglamento interno en la clínica. Quería explorar los alrededores antes de ser operado y tener que permanecer atado a una cama las veinticuatro horas del día. Empujaba su silla de ruedas hasta el aparcamiento y de allí se dirigía a la salida. Le gustaba sentir el viento en la cara al avanzar cuesta abajo. Antes de llegar a la plazuela sujetaba las ruedas con sus manos y frenaba con una maniobra brusca. A veces salía despedido y acababa de bruces entre las adelfas. Se reía porque caerse le hacía sentir que estaba vivo. Como la clínica estaba situada en un barrio de empresas y bloques residenciales lejos del centro, Song tenía que alejarse para encontrar un parque, un café o alguna tienda. En su cuarta salida descubrió un hipermercado a menos de un kilómetro de la clínica. Para alguien cuya familia había muerto de hambre, ver esas largas hileras de estanterías rebosantes y perfectamente ordenadas, las vitrinas frigoríficas iluminadas y llenas de una comida que parecía futurista, la profusión de frutas, verduras y carne, de latas y paquetes era todo un espectáculo. Song no se cansaba de pasear entre los pasillos, mirando los productos, intentando adivinar su uso, imaginando sabores. ¿Cómo saber si la carne o las patatas, ocultas bajo un plástico, eran comestibles?, se preguntaba. Lo que más le extrañaba era que no olía a mercado, sino a desinfectante, a detergente o a cartón. El único puesto de productos frescos que olía era el de quesos y Song se preguntaba cómo había gente que pagaba por llevarse a casa algo tan hediondo.
Él no podía comprar nada porque no tenía dinero, pero en ese momento le bastaba con soñar despierto que un día tendría acceso a ello. Sólo quería hacer lo mismo que veía hacer a los demás: llenar su carro de la compra con el mismo desenfado, como si lo adquirido fuese gratis o no costase esfuerzo. Para él eso era la libertad.