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Las operaciones de Carl Kao, un médico americano de origen taiwanés que realizaba injertos de médula, traían de cabeza al equipo de facultativos de Propara así como al de otras instituciones europeas. El americano prometía a sus pacientes o bien una recuperación completa o bien una mejoría de su estado. La operación duraba catorce horas y se realizaba bajo la responsabilidad de un cirujano, en general un cirujano ortopédico quien era, de cara a la Seguridad Social, el encargado de operar.

Ningún especialista podía permanecer impasible ante unos resultados descritos por la prensa como espectaculares: una enferma tetrapléjica completa describiendo una recuperación que le permitía caminar de nuevo; un parapléjico declarando en televisión, menos de dos semanas después de su operación, que empezaba a mover ciertos músculos de la pierna. El doctor Claude Gros tampoco. En su especialidad, en la que no existía esperanza de curación para los paralíticos, siempre habían abundado vendedores de milagros. El problema con el doctor Kao es que partía de una base científica, era inteligente y su credibilidad se veía incrementada por su alianza con un prestigioso médico ruso, el doctor Umasheff. Ambos habían aparecido en la revista Newsweek anunciando progresos importantes en la técnica de injerto de médula espinal.

El principio magistralmente descrito por Ramón y Cajal a finales de los años veinte sobre las técnicas de regeneración describía la continuidad que se restablece al unir dos trozos de hueso, por ejemplo, o al suturar ambos lados de un tejido. Todos los pacientes medulares se preguntaban por qué no podía darse esa continuidad con los nervios, y se les contestaba que las células nerviosas no se reproducen. Por eso las lesiones se consideraban irreversibles. En un principio se pensó que el restablecimiento de funciones neurológicas era un problema de «cableado», pero en los años setenta se descubrió que los centros nerviosos son auténticos laboratorios bioquímicos capaces de filtrar, difundir, coordinar y modular informaciones a través de conexiones químicas. En los laboratorios de Montpellier se observó que en los momentos inmediatamente posteriores al traumatismo se desencadena un mecanismo de autodestrucción de la médula. Lesiones secundarias se añaden a la lesión principal en una especie de cascada química: la lesión primaria produce la liberación de cierta sustancia que a su vez provoca un fenómeno en cadena que desemboca en la muerte de la célula nerviosa. Hoy en día los científicos piensan que la manipulación de estas sustancias químicas, que son múltiples y tienen funciones específicas, constituye la clave de la regeneración de las neuronas y, quizá en el futuro, del influjo nervioso.

Kao observó que la cicatriz formada en la lesión interrumpía el influjo nervioso: las informaciones enviadas por el cerebro no conseguían atravesar esa barrera. Entonces se le ocurrió liberar las extremidades de la parte esclerosada de la cicatriz e injertar células nerviosas del propio paciente. Pensaba que al conectar los dos lados de la médula mediante un molimiento de células previamente extraídas de los nervios del paciente, el sustrato bioquímico reconstituiría el factor de crecimiento de esas neuronas. Según decía, en animales había obtenido resultados esperanzadores: algunos habían recuperado ciertos movimientos de los miembros inferiores.

Gros, que había comprobado que Kao conocía bien la técnica quirúrgica porque un año antes había asistido a una de sus operaciones, reprodujo la intervención con animales. En los laboratorios de Propara se criaban ratas y gatos que luego iban a parar al laboratorio del doctor Alain Privat de Montpellier[5]. Allí, por primera vez en el mundo se había conseguido reproducir células nerviosas y ahora intentaban descifrar el mecanismo que permite a esas mismas células recuperar una función determinada. Gros y Alain Privat operaron un gato con la misma técnica utilizada por el americano. El injerto prendió y al principio el animal recuperó ciertos movimientos locomotrices. Pero eran automáticos, movimientos reflejos, no controlados. Al analizar el resultado, observaron que las neuronas no volvían a crecer. Sólo crecían los astrocitos, unas células de proximidad encargadas de proteger y alimentar las neuronas, pero incapaces de transmitir flujo desde el cerebro. La vía abierta por Kao abocaba al automatismo de ciertos movimientos en gatos y ratas, pero tanto Privat como Gros estaban seguros de que no funcionaría en el sistema nervioso del hombre por ser distinto al de los animales.

Cuando un día de 1984 Gros leyó en el periódico que un parapléjico de su región estaba organizando una colecta para que Kao lo operara en el extranjero, sintió indignación. «Es intolerable explotar así la desesperación de la gente», pensó. Existía un riesgo para los pacientes, aparte de la lógica decepción al comprobar que no mejoraban. Hacía poco había recibido la llamada de un enfermo cuyo estado se había agravado a causa de la operación y que quería denunciar al americano. Y el propio Alain Bouberka, un año después de haber pasado por el quirófano, tuvo que admitir que no había sacado beneficio alguno. Al despacho de Gros llegaban cada vez más cartas de colegas franceses y europeos solicitando datos sobre las operaciones del doctor Kao. Los médicos alegaban que recibían infinidad de solicitudes de información de parte de pacientes desesperados. Uno de ellos, el doctor Verbiest, de Utrecht, había escrito directamente a Kao; pero en lugar de responder a sus preguntas concretas, el americano se había limitado a informarle que los pacientes debían ingresar doce mil dólares antes de poder aspirar a una operación.

Gros filmó en vídeo las declaraciones de varios pacientes enojados y desengañados, envió cartas a todos los centros especializados de Europa y escribió al presidente de la Orden de Médicos de Francia: «Todo esto ha durado demasiado; es hora de llevar a cabo una operación de protección social», escribió. Proponía realizar una encuesta que no dejase la mínima sombra de duda sobre el tema. Reunió a un grupo de especialistas encargados de entrevistar directamente a los médicos Kao y Umasheff, a los principales neurocirujanos europeos, a los enfermos operados y a los médicos que hubieran autorizado al americano a operar. El resultado fue incontestable: en ningún caso las operaciones habían devuelto sensibilidad a los pacientes parapléjicos. Sólo habían servido para enriquecer al médico. Kao fue denunciado y regresó a Estados Unidos. Poco tiempo después Gros se enteró de que la Universidad de Georgetown, donde el americano había trabajado toda su vida, se disponía a expulsarle.

«Estamos en una época en que los medios de comunicación hacen funcionar lo que sea —diría Gros— y más aún con gente que sólo pide recuperarse, gente que espera milagros. Por eso Kao consiguió realizar veintisiete operaciones en Francia y otras tantas en otros países europeos. Tanto los medios de comunicación como los pacientes estaban más dispuestos a escuchar a ese falso vendedor de esperanza que a nosotros, médicos desconocidos de una clínica desconocida».

La paraplejía puede producirse inmediatamente después de un accidente, pero también puede producirse después de un período de latencia. El paciente mueve sus piernas y unas horas más tarde sobreviene la parálisis. A veces ocurre seis meses o más después del accidente. Al camboyano le había ocurrido un año después de una violenta caída, momento a partir del cual su pérdida de sensibilidad y capacidad motriz había sido gradual. El doctor Gros y su equipo, después de someterle a las pruebas pertinentes, habían observado una pequeña hemorragia alrededor de la médula, probable consecuencia de una contusión sufrida en la caída. La raquinoidea, una especie de membrana que envuelve la médula, se había hecho más espesa a causa de esa hemorragia, ahogando la médula. Esto, a su vez, había desembocado en trastornos circulatorios y en la formación de un quiste intramedular que poco a poco le habían impedido caminar. Ahora se imponía, mediante una intervención quirúrgica, extirpar el quiste y liberar la médula de esa presión. Como todas las operaciones del sistema nervioso, era arriesgada y no incluía la posibilidad de caminar de nuevo «como antes». Pero por lo menos pensaban detener el deterioro.

Todo esto le fue explicado a Song Tak y a los miembros de Handicap International, la organización humanitaria responsable de su viaje y cuyos miembros iban a visitarle de vez en cuando. Era la única oportunidad que tenía Song de hablar en su idioma y de obtener noticias de su hogar en los últimos años, un campo de refugiados en la frontera tailandesa llamado Khao-I-Dang, donde vivían en condiciones de extrema precariedad más de ciento treinta mil compatriotas camboyanos. Christophe supo así que le estaban tramitando un visado para Estados Unidos. También se enteró de que Song había llamado la atención de los directivos de la organización por su coraje al enfrentarse a los Jemeres Rojos de Site II, otro campo de refugiados donde había estado recluido con anterioridad. El muchacho no había dudado en arriesgar su vida al denunciar ante la oficina de Naciones Unidas que dieciséis líderes habían sido secuestrados y su lugar ocupado por oficiales de los Jemeres Rojos. Las revelaciones sobre las manipulaciones de los secuaces de Pol Pot para hacerse con el control del campamento le habían valido serias amenazas de muerte, hasta el punto de que los responsables del campo tuvieron que pedir protección a las organizaciones humanitarias. Song había sido trasladado a Khao-I-Dang, donde había llegado rodeado de una aureola de héroe por haber desafiado a los Jemeres Rojos. Allí había compartido su tiempo ayudando a los trabajadores humanitarios europeos y americanos en las diversas tareas asistenciales, y enseñando a sus pequeños compatriotas los rudimentos del lenguaje.

Christophe estaba desconcertado por la paradójica actitud de su compañero de habitación. De un lado el camboyano era muy consciente de su suerte al beneficiarse de ese viaje a Francia y poder emigrar a Estados Unidos, pero por el otro se dejaba arrastrar por un sentimiento de profunda desesperación, como si en el fondo no le importase mucho el resultado de su operación. Christophe no lograba entenderle. ¿Acaso su ejemplo no era suficiente para animarle? En una ocasión había leído que comparar es un fenómeno psicológico muy normal, sobre todo entre víctimas de acontecimientos graves. Supervivientes de terremotos, inundaciones o ciclones se equiparaban con los que han perdido seres queridos, y éstos con los que han perdido a toda su familia. Los tetrapléjicos y parapléjicos se comparan según el nivel de la lesión: un C6 como Christophe con algunos movimientos de hombro encuentra cierto consuelo al compararse con un C4, que sólo mueve los ojos. ¿Y un C4? La joven Cristina, la tetrapléjica que había sido atropellada por un conductor que luego se dio a la fuga, le había confesado algo que se le había grabado en la memoria: «Mi amiga murió a consecuencia del choque… ¡Menuda suerte la mía!». Así, comparando, todo el mundo salía ganando. Excepto el camboyano, que no parecía medirse por ese rasero.

¿Cómo era posible que, siendo capaz de moverse, sin tener afectadas las funciones intestinales y vesicales, Song Tak fuese tan melancólico? ¿Acaso no veía a Christophe clavado en su cama como una mariposa? El joven no tardaría en entender que la melancolía del camboyano venía de lejos, de antes de esa caída misteriosa de la que se negaba a explicar detalles, incluso de antes de la revolución. Song Tak había perdido tantas cosas en su breve vida que no lo había asimilado. ¿Por qué me ha pasado esto a mí?, parecía preguntarse constantemente. ¿Por qué me persigue la desgracia?

Su profunda desesperación era sólo comparable a la violencia que se había abatido sobre su existencia de niño con una barbarie inesperada. Christophe se dio cuenta enseguida de la necesidad que tenía su vecino de explayarse, de exponer sus heridas al aire nocturno de la clínica para quizá encontrar un sentido a su sufrimiento. Al filo de las largas horas de inmovilidad, entre cigarrillos compartidos y algún que otro trago de una botella escondida debajo de la cama, Song Tak fue desgranando su historia ante su compañero de cuarto. Así, Christophe fue entendiendo por qué Song no se medía por su mismo rasero: no le importaba ser un dorsal 7 o un lumbar 4. La herida que no conseguía cicatrizar era de otro orden. Era una herida del alma.