11

La habitación 306 era como una metáfora del conflicto en que se debate todo ser humano: por un lado estaba la necesidad de establecer contacto con los demás —Christophe— y por otro la tendencia a encerrarse en uno mismo. El silencio del camboyano respondía a ese deseo de retirarse del mundo, un deseo común a los que no ven cómo superar lo que se les viene encima. Reaccionan así contra la magnitud del asalto que supone la invalidez. Una mezcla inconsciente de culpabilidad y vergüenza, como si uno fuese responsable de su propio infortunio, se traduce en una actitud de abierta hostilidad hacia el mundo y hacia uno mismo. Es un sentimiento común entre jóvenes que no han tenido tiempo de asimilar el daño que empaña sus vidas. A esto se añade un sinfín de frustraciones cotidianas: dar unos pasos y caerse, coger una taza de café y tirarlo todo, no poder llegar al mando a distancia que está un poco más lejos que de costumbre. Son frustraciones compartidas por todos los discapacitados y, aunque leves, se acumulan y adquieren una intensidad especial cuando se añaden a la ira existencial que yace bajo la superficie. Entonces arrojan la bandeja a la cara del fisioterapeuta, como había hecho María, o se dejan llevar por un poderoso impulso de ensimismamiento, como le ocurría al camboyano. Su silencio era un ronco y fútil grito de rabia contra su propio destino.

A medida que los primeros dolores de Christophe fueron desapareciendo, fue compensando su inactividad con un desbordamiento de la imaginación. No sólo se recreaba pensando en las muchas cosas que podría hacer con sus brazos, sino que llevaba esa posibilidad hasta el límite. Ya se veía en la India, acompañando a su amigo Philippe, el parapléjico que le había enseñado Propara y que alimentaba un proyecto de viaje para donar sillas de ruedas y prótesis usadas en aquel país asiático.

Pero sus esperanzas y sueños chocaron estrepitosamente contra un problema inesperado. Le creció un bulto en el brazo al que no dio importancia porque pensó que era normal. El enfermero, cuando notó que la piel estaba enrojecida, llamó al médico. Allieu confirmó las sospechas: se habían formado abscesos en todos los puntos de la cicatriz.

—Hay infección. Hay que operar de nuevo —le dijo con el corazón encogido.

—¿Una infección? —preguntó Christophe con los ojos abiertos como platos.

—Es un rechazo al Dacron. Hay que rehacerlo todo.

—¡Mierda!

Christophe contuvo sus ganas de llorar, mordiéndose el labio hasta sangrar. Era una cobaya, y el destino de las cobayas era asumir el riesgo de que los experimentos fallasen.

—Pero ¿por qué?

—Mala suerte, nada más. No existe una causa médica. Tu cuerpo ha desarrollado intolerancia hacia este material. Ha ocurrido como hubiera podido no ocurrir.

—¿Y si vuelve a pasar?

El médico le dio una palmadita en la mejilla. No sabía qué hacer para aliviar el profundo desamparo que advertía en su paciente.

—Esta vez va a salir bien —le dijo con autoridad—. Estoy seguro.

Tuvo que repetir las mismas palabras a su madre, quien, desde París, esperaba la confirmación de una buena noticia. A su fuerte decepción y la angustia de saber a su hijo en esa situación se añadió la desconfianza hacia el médico. ¿Y si los de Garches, a fin de cuentas, estaban en lo cierto al decir que los de Montpellier eran unos aventureros? Los Roux empezaron a preguntarse si el hecho de que su hijo fuera una cobaya no resultaría en exclusivo beneficio del médico. La posibilidad de que la aventura de Propara acabase por socavar sus últimas fuerzas psíquicas afloró en la conversación. El espectro del pasado volvía a planear sobre sus vidas. Esta vez se sentían más cansados, y sobre todo más débiles para afrontar lo que sería una irremediable realidad. Pero Christophe no dio pie a muchas elucubraciones. En ningún momento dudó en dar una segunda oportunidad a Allieu. Quizá lo hizo porque no tenía otro remedio.

Pero su fe en el resultado final de las operaciones había sufrido un quebranto. Las certidumbres de la víspera se habían tornado un mar de dudas. Esa noche sus planes y sueños se estrellaron contra la posibilidad de no recuperar nunca ni siquiera un ápice de autonomía. Agotado por las cuatro últimas semanas de ilusiones y esperanzas ahora defraudadas, fue presa de las visiones más negras. Sentía que su cuerpo se cerraba un poco más a la vida y el mundo. El espacio se encogía de nuevo y Christophe volvía a verse como un vegetal. Daba lo mismo estar en casa, en un hospital o en una clínica. Su destino era permanecer anclado a una carne inerte, atrapado en un cuerpo defectuoso, siempre en la misma silla, en la misma postura. En la intimidad de la noche, con el solo ruido de la respiración del camboyano en la cama contigua, el miedo le invadió de nuevo. Tuvo alucinaciones en las que se veía perdido y desamparado, muriendo lentamente. Trabajar, viajar, salir, tener vida social, conocer de nuevo el amor, todo lo no esencial para la supervivencia le estaría vetado para siempre. Sólo quedaba retirarse a un mundo mental y privado, en la quietud solitaria y profunda de la parálisis, vencido por el sentido creciente de lo inevitable.

El fulgor de una llama le arrancó de su ensoñación. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que no había oído el rechinar de la silla de ruedas al contacto con el linóleo del suelo. Creyó que era la enfermera nocturna, pero vio al camboyano frotar una cerilla contra la caja, encender un cigarrillo, dar dos caladas para asegurarse que tiraba bien y luego ponérselo en los labios. Christophe aspiró con fuerza, como si el humo fuese capaz de anestesiar sus negras emociones. El camboyano había estado oyendo sus sollozos. Ahora veía cómo la cara de su compañero, empapada de lágrimas, brillaba en la oscuridad.

—Me llamo Song Tak —susurró.

—¿Te importa pasar un kleenex sobre mi cara?… Me escuece.

Song le enjugó el rostro.

—¿De dónde eres?

—De Phnom Penh, la capital de Camboya. ¿Y tú?

—De París… de los alrededores.

Song esbozó una sonrisa.

—Mi padre tenía un calendario con una foto aérea de París que colgó en mi casa. Quería que yo fuese a estudiar allí…

—¿Y lo hiciste?

—No. Imposible. Llegó la revolución, los Jemeres Rojos… y ahora estoy aquí.

Christophe prefirió no hacer más preguntas. Las palabras sobraban. El gesto del camboyano había sido suficientemente explícito. En lo más profundo del túnel había aparecido una mano amiga. En lo más oscuro de su noche más negra había surgido un pequeño destello. Fue lo justo para distraer su mente de los pensamientos mortificantes que le asaltaban. Fue suficiente para hacerle sentirse vivo de nuevo. Y suficiente para conciliar el sueño.

—Hola, cariño —le dijo su madre nada más entrar en el cuarto.

Christophe sonrió y le dijo que no estaba seguro de que le operaran ese mismo día.

—Me quedaré hasta que sea necesario…

—Mira, éste es Song…

La señora Roux saludó al camboyano y le ofreció unos dulces. El muchacho aceptó e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

Christophe estaba agitado, movía los ojos en todas direcciones como si buscase algo. Su madre pensó que buscaba algo tranquilizador.

—Ten en cuenta que existen otros materiales, y el hecho de que hayas rechazado el Dacron no significa que rechaces los demás.

—Allieu ha dicho que va a hacerlo de nuevo con Dacron.

—Pues entonces es que está seguro de que esta vez funcionará.

—¿Tú crees?

Su madre asintió con la cabeza, pero le costaba disimular. Tenía casi tanto miedo como su hijo. Christophe lo notó.

—Estás más asustada que yo.

—Estoy tranquila —mintió su madre—. Tengo esperanza.

—Dicen que es lo último que se pierde. Pero si esta vez vuelve a haber un rechazo, será el final de todo.

—Ni hablar —dijo su madre mientras rebuscaba en su bolso un recorte de periódico—. Mira, un médico americano está haciendo operaciones en Francia con pleno éxito. Lee esto, cuenta la historia de un chico de por aquí que se está recuperando después de una intervención.

Christophe leyó ávidamente. Era un artículo sobre un joven al que un médico americano llamado Carl Kao había operado de un injerto de médula. El pie de foto rezaba: «Alain Bouberka, operado en abril, ha recuperado la ilusión. Algunos músculos de sus piernas se mueven de nuevo». A Christophe le sonó a fantasía. Si la nueva operación de Allieu desembocaba en otro fracaso, a lo mejor, desde lo más profundo de su desmoralización se aferraría a esta nueva esperanza. Pero todavía no había llegado a ese punto. Además estaba cansado de abrir puertas… puertas que daban a muros o a precipicios.

Christophe disimulaba su angustia ante las enfermeras, pero la psicóloga Nellie Blayac no mordió el anzuelo: «Desconfío de la gente que asegura que todo le va muy bien. Al hacerlo niegan la realidad y a corto plazo se desmoronan. A fuerza de decir que se es fuerte se niega la posibilidad de sufrir. A alguien tan extraordinario como Christophe de vez en cuando hay que decirle “Te permito desmoronarte”». No era necesario, porque Christophe ya se había hundido la noche anterior. Era un secreto sólo compartido por él y por el camboyano. Era un secreto sobre el cual se iba a construir una sólida amistad. Juntos, los ocupantes de la 306 librarían un combate que simbolizaría la más alta expresión de la voluntad de vivir.

Christophe fue operado por segunda vez el 16 de julio de 1984, cuatro meses después de haber ingresado. Durante tres semanas, cuando le quitaran de nuevo la escayola, la espada de Damocles pendería sobre su cabeza. Para alegrar el ambiente, su madre había comprado comida típica del sureste asiático en un restaurante del centro de la ciudad, y Song, sentado en su cama, era la imagen misma de la felicidad: «Arroz perfumado», decía, más contento por no tener que esforzarse con los cubiertos que por degustar comida oriental. Cuando le servían un filete hincaba el tenedor agarrándolo como un puñal y cortaba la carne a tiras, haciendo caer la mitad fuera del plato. Manipulando los palillos en un cuenco era otra persona. A la señora Roux le resultó familiar la avidez frenética con que comía. Así lo hacían los que habían conocido el hambre, como ella durante la posguerra.

Al caer la tarde se despidió de los ocupantes de la 306. Aunque todo se parecía al día de la primera operación, la atmósfera era distinta. En su mente ya estaba cavilando otras alternativas como la del médico americano cuyas hazañas no paraban de salir en la prensa. La posibilidad de un nuevo rechazo no se podía tomar a la ligera. Más valía estar preparados.