10

Se llevó un susto al despertar: en la otra cama había un chino. Un chino que le miraba fijamente. Un chino joven, de tez cobriza, pelo negro como el azabache, mirada marmórea y expresión grave.

—Hola —dijo Christophe. El chino no respondió, ni siquiera hizo un gesto, como si no le hubieran dirigido la palabra—. ¿Hablas francés?

Pero el chino, en lugar de contestar, volvió la cabeza y miró el techo. «Me ha tocado un chino mudo —se dijo Christophe—. Como sea tetrapléjico… ¡a ver cómo moveremos los dedos para entendernos!».

La perspectiva de permanecer dos meses en esa postura, con un vecino tan poco comunicativo, no era demasiado halagüeña. Afortunadamente estaban los demás. Philippe fue a visitarle y también se sintió extrañado por el comportamiento taciturno del chino. «Es mejor no insistir», había dicho la enfermera, que les informó que no era chino sino camboyano y que había sido apadrinado por una organización humanitaria. No había diagnóstico preciso sobre su caso y no se sabía casi nada sobre la causa de su parálisis.

Por la noche el camboyano se levantó de la cama por su propio pie. Dio unos pasos balbuceantes y se dejó caer en su silla de ruedas. La empujó y salió de la habitación. Que pudiese andar le pareció un milagro a Christophe. De pronto no entendía que alguien que podía caminar fuese tan odioso.

La siguiente en llevarse un susto fue la enfermera de la mañana: la cama del camboyano estaba vacía y también el cuarto de baño. Fue a preguntar a la supervisora si lo habían trasladado, pero ésta lo negó. Ambas empezaron a buscarle por la planta; después llamaron a varios departamentos aunque era demasiado temprano y nadie contestó. Cuando la enfermera volvió a la 306, Christophe le hizo un gesto señalando la terraza. Allí estaba el camboyano, sentado en su silla y cubierto con una manta. Había pasado la noche bajo las estrellas y estaba despierto, contemplando el amanecer, con una colilla apagada entre los labios.

—No se puede dormir fuera —le dijo la enfermera—. Venga, termómetro. Luego toca el desayuno.

El camboyano apenas le dirigió una mirada. Dejó que la enfermera empujase su silla y una vez dentro se metió en la cama. Christophe notó que su expresión era menos hermética que la víspera, como si dormir a la intemperie le hubiera proporcionado un gozo secreto.

La rutina de la clínica se impuso con su monótona cadencia: los cuidados y el aseo de la mañana, las comidas, la ronda de los médicos, el fisio, la ergo y por la tarde la película de televisión y la visita de los compañeros. Ouïda se desplazaba en una silla de ruedas con mandos y, como estaba en la habitación contigua, venía a menudo. Mantenían conversaciones peculiares.

—¿Cómo va tu brazo? ¿Sientes algo? —preguntaba Ouïda.

—Sí, me duele. Y tú, ¿cómo va tu terapia? —preguntaba Christophe.

—Últimamente estoy llorando mucho.

—Yo no consigo llorar nada, lo que es peor… ¿Cómo está María?

Ouïda le dijo que su vecina había estado maquillándose y preparándose más de una hora para recibir la visita de su marido y de sus hijos, pero éstos al final no habían llegado; ni siquiera la habían avisado. Ahora decía que quería suicidarse.

—Es una exagerada —dijo Ouïda, que no entendía cómo su vecina, a quien le faltaban las piernas pero conservaba el uso de manos y brazos, lo veía todo tan negro, mientras que ella era tetrapléjica—. ¡Yo sí tengo razones para pegarme un tiro!

Sin embargo, ese día Ouïda estaba contenta porque su amante-concubino-novio-jefe, un hombre mayor, le había regalado una enorme caja de bombones para que se entrenase en desenvolverlos con los dedos.

Como todos los demás, estaba intrigada por la personalidad del camboyano, más enigmática aún desde que Christophe le había oído responder en francés a las preguntas de los médicos. Ni era sordomudo ni desconocía el idioma.

—Será un chalado —sentenció Christophe.

—O un cabrón —apuntó Ouïda.

«Yo me presento a los recién llegados, pero no les fuerzo en absoluto. Les digo que si me necesitan, me llamen». La psicóloga Nellie Blayac, uno de los personajes más queridos de Propara, tenía en sus ojos verdes unos destellos amarillos, en su pelo negro y algo rizado unas mechas blancas y en su sonrisa una expresión entre pícara y compasiva. La habían llamado porque esa mañana María, la compañera de Ouïda, había agredido a su fisioterapeuta. La mujer no había podido soportar la «puesta en silla».

«Comparado con estar tumbada en la cama, la silla de ruedas es una bendición», le había dicho el fisio. «¡Es una condena!», había respondido la mujer. El fisio había intentado explicarle que sólo era una etapa intermedia, pero María había contestado lanzándole la bandeja del desayuno a la cara. «A veces no es fácil que el personal comprenda este tipo de reacción —diría Nellie—. Es una reacción provocada por un sentimiento de profundo desamparo y una gran carencia psicoafectiva. Le expliqué al fisio que la agresividad no estaba dirigida contra él; no era nada personal».

Cuando se hubo calmado, María confesó a Nellie que no podía soportar la idea de vivir sin los suyos. «Las familias suelen reaccionar de dos maneras: o bien sobreprotegiendo, que es una forma de amor al revés, no permitiendo que el otro exista, o bien rechazando la discapacidad, lo que le estaba ocurriendo a ella. En los matrimonios, si es la mujer quien está discapacitada, suele haber más divorcios que en el caso contrario. También cuenta el factor de la edad. A los veinte años no se tiene un pasado importante. A los cuarenta, como María, hay toda una vida por detrás, y eso pesa…». María no acababa de desprenderse de esa vida anterior y aunque la depresión no tiene un plazo límite, la suya amenazaba con instalarse definitivamente. Podía concebir vivir sin piernas, pero no sin sus hijos. «Da miedo cuando el suicidio está presente en la conversación —reconocería Nellie—. Me dijo que se estaba dando un lapso de tiempo. Yo le contesté que, aunque su marido se separara, no significaba que él se quedaría con la custodia de los hijos. Le hablé de otra paciente que los crió sola perfectamente. Intenté transmitirle una esperanza de vida, pero me interrumpió…».

—Claro, usted se va de la clínica por su propio pie, llega a casa, coge a su crío, si lo tiene, y lo mete en la cama… Yo no puedo. ¿Cómo quiere que la escuche?

—Yo fui parapléjica como usted y ahora camino. Con dificultades pero camino. Todo eso no me impidió casarme y tener una hija.

—Todo el mundo ha dependido siempre de mí y ahora yo dependo de los demás. La verdad es que nadie me necesita… ¿Para qué seguir?

Nellie cogió su mano y le hizo compañía largo rato. «Esa mujer estaba sola frente a su abandono, y eso es algo terrible. Con pacientes en ese estado hay que ganar tiempo para que se vinculen afectivamente a algo, ya sea su familia, su trabajo o a alguien nuevo, que sientan que la vida sigue. María no conseguía encontrar sentido a su nueva vida».

Tanto el personal médico como el sanitario coincidían en que es difícil predecir qué tipo de paciente va a salir adelante. A veces hay sorpresas. Personas que eran pasivas se vuelven activas después de un accidente; encuentran cierta realización personal. «De diez personas, cada una reaccionará de manera distinta —diría Nellie—. Es fácil equivocarse, uno piensa que tal persona va a luchar y luego se equivoca». Sin duda, el caso más paradójico e increíble había sido el de una mujer que, tras tirarse por una ventana con idea de suicidarse, había quedado parapléjica. En la clínica todos pensaron que se hundiría cada vez más en la depresión pero, para la sorpresa general, había ocurrido lo contrario. No sólo había salido adelante, sino que se encontraba mejor que antes. Había tenido que rozar la muerte para descubrir su fuerza interior. Otros no descubrían su vocación profunda hasta encontrarse en una silla de ruedas, como había sido el caso de un muchacho que había logrado apasionarse por los muebles antiguos y se había convertido en un prestigioso anticuario. Solía repetir unas palabras que irritaban a muchos pero que a otros les parecían admirables: «He nacido el día de mi accidente».

A María le podía pasar lo mismo, pensaba Nellie. Con el tiempo podría encontrar algo que le interesara o al final sus hijos la sacarían adelante, con o sin marido. Era lo que solía pasar. «Contrariamente a lo que la gente cree, la tasa de suicidios no es mayor entre los paratetrapléjicos que entre la población normal. ¡Cuántas veces he oído “si a mí me pasa eso, me suicidaría”! Pues no. La gente no suele suicidarse. Sacan fuerzas que ni siquiera saben que tienen».

Los pacientes adivinaban su presencia por el ruido de su bastón al caminar. Nellie era coja, consecuencia de una enfermedad neurológica que además le provocaba intensos dolores. Por encima de la jerarquía de la edad, la educación, la profesión y hasta el sexo, la unía a sus pacientes el vínculo de la discapacidad. Por eso Nellie Blayac conseguía comunicarse con ellos de manera privilegiada. «Existe cierta complicidad entre los que llevan la marca del sufrimiento», había escrito en su día el doctor Albert Schweitzer. «Mi vida no hubiera sido la misma si no hubiera estado tan enferma —admitiría Nellie—. Es una experiencia que no lamento, aunque desde luego prescindiría de los dolores. De alguna manera, me ha enriquecido».

Trabajaba como secretaria en París cuando un día, justo antes de llegar a su oficina, fue presa de un dolor en la cintura y una sensación de ahogo que le impidieron moverse. Los dolores fueron cediendo lugar a la parálisis de las piernas. Después de una serie de pruebas le diagnosticaron una mielitis en la cuarta dorsal, o sea una inflamación de la médula espinal de origen viral[4]. En media hora, y sin mediar accidente, se había convertido en una inválida. Tenía veinte años. Estuvo cinco años de hospital en hospital hasta que poco a poco fue recuperando funciones vesicales, intestinales y hasta el uso de las piernas, aunque cojeando. Sin embargo, nunca pudo librarse de un sufrimiento misterioso, cuya causa y origen los médicos no consiguen explicar: los «dolores neurológicos». Son parecidos a los que sienten los amputados en sus miembros fantasma. Es una sensación de quemazón, de constricción, de atenazamiento, bichos royendo las entrañas o carne desgarrada. Desde el día en que sintió aquel dolor en la cintura no había podido librarse de él. «Durante cinco años estuve llorando por esos dolores; los padecía todos los días y todos los días lloraba. Y al cabo de cinco años dejé de llorar. Cuando se hacen insoportables, me pinchan y los dolores se difuminan, aunque nunca desaparecen. He aprendido a convivir con ellos». Casada con un médico, madre de una hija estudiante de medicina, Nellie Blayac había guardado de su estancia en los hospitales el deseo de trabajar en ese ambiente. Había terminado su carrera de psicología con una tesina titulada «La llegada de la muerte» y su primer trabajo había sido con pacientes terminales. Había compartido con ellos sus ansiedades, miedos, esperanzas y frustraciones. Con ellos había tomado conciencia de la singularidad de cada individuo en el ancho mar de la humanidad. Sobre todo aprendió que lo que más necesitan quienes se enfrentan a la muerte y quienes se enfrentan a la invalidez —otra especie de muerte— es afecto y compañía. «Cuando uno siente con amor, la vida es diferente»: con esas palabras había terminado su intervención en el último congreso de tetraplejía.

«Mi trabajo es reconocer el sufrimiento del otro —diría Nellie—. Hay que estar presente. Pero no demasiado, porque entonces lo ahogas. Trato de ayudar a que mis pacientes convivan con su discapacidad. No me gusta el término “aceptación” porque la invalidez es algo inaceptable, es antifisiológico. Lo único que se puede hacer es aprender a vivir así, adaptándose a unos nuevos límites. Eso exige un esfuerzo permanente y yo estoy ahí para evitar, en la medida de lo posible, que desfallezcan. No se puede hablar de que tendrán una vida formidable; es otra vida, pero también es cierto que puede convertirse en una vida extraordinaria. La suerte juega un papel importante. El que queda inválido como consecuencia de un accidente de tráfico cobrará un seguro. Es lo que llamamos el “tetra rico”. El inválido de nacimiento es un “tetra pobre”. Generalmente no tiene dinero ni medios para ganarse la vida, viajar, encontrar personas que se ocupen de él. Para el pobre, la dependencia es mucho más dura de soportar. La falta de dinero suele ser una barrera infranqueable que impide desarrollar el potencial creativo. Hay discapacitados que se suicidan, no porque hayan perdido el gusto a la vida, sino porque sienten que son un lastre para sus familiares, obligados a ocuparse de ellos. No existen instituciones adecuadas para este tipo de pacientes».

Nellie no faltaba nunca a su cita cotidiana con Cristina, una muchacha de 17 años que, al ser atropellada por un coche a la salida de una discoteca, se había fracturado la cuarta cervical. El conductor se había dado a la fuga, dejándola paralizada del cuello a los pies, con la única habilidad de mover los ojos y sin indemnización por no tratarse de un accidente laboral. Cristina había pasado dos años en un hospital y ahora llevaba más de siete meses en Propara; no sabían qué hacer con ella. Estaba sola en el mundo, excepto por su madre, que no podía ocuparse de ella por ser mayor, estar enferma y carecer de dinero. Cristina erraba de clínica en hospital, a la espera de que la asistente social le encontrase un lugar definitivo en alguna institución. Cristina era lo que llamaban un «caso negro», aunque suavizado por su carácter. Era dócil, algo simple y había hecho de la coquetería su razón de vivir. Le gustaba que la vistiesen, la maquillasen y la peinasen. «Estás guapísima hoy», le decía invariablemente Nellie. «¿Te gustan los pendientes que me ha regalado la señora Guevara?». «Son preciosos…».

La señora Guevara era la supervisora de enfermeras que, aparte de sus funciones meramente profesionales, también mantenía un estrecho contacto con los pacientes. Ella había insistido en que Cristina aprendiese a pintar sobre seda con la boca. Y Cristina se pasaba las horas pintando cuadros que regalaba al personal a cambio de una sonrisa y un piropo. Y nunca nadie la oyó quejarse.

Algunas veces, al anunciar su profesión, Nellie Blayac recibía como respuesta un «Pero oiga, yo no estoy loco», aunque generalmente su entrada en la habitación era como un rayo de luz que iluminaba la monótona existencia de los pacientes. Venía a compartir experiencias, a escuchar, a veces a hablar pero también a quedarse en silencio, un silencio que iba más allá de las palabras. «Lo importante es el contacto —decía—. La gente que no lo sabe lo descubre a medida que lo practica. No es ninguna tontería que, por ejemplo, en ciertos países te deseen un feliz día. Corresponde a algo profundo: haces existir a la otra persona». A veces Nellie sólo entraba para acariciar el rostro de una paciente tetrapléjica. «Se lo vi hacer a una ergoterapeuta. La costumbre es tomarles la mano, pero no es muy eficaz porque donde tienen sensibilidad es en el rostro. Con una caricia vuelven a encontrar una sensación perdida, olvidada».

La habitación de Christophe era una parada obligada en su recorrido. «Las enfermeras y el personal sanitario veían en él la justificación de todos sus esfuerzos y miserias —recordaría Nellie—. Pacientes como él daban sentido al trabajo».

—¿Cómo estás hoy, cariño? —le preguntó al entrar. Christophe tenía su brazo escayolado apuntando al techo como un mástil.

—Hoy ha sido una pasada, Nellie. Grandes acontecimientos: me han hecho un enema, me han puesto un nuevo catéter y me han dado la vuelta para evitar úlceras en la piel. ¿Qué más puedo pedir?

Nellie se echó a reír.

—Si todos los pacientes tuvieran tu sentido del humor —le dijo—, tendría que buscarme otro empleo…

Christophe soltó un sonoro suspiro. Nellie se dio la vuelta hacia el camboyano:

—¿Y tú, cómo has pasado el día?

El camboyano se encogió de hombros.

—Ni lo intentes —le dijo Christophe—, es más terco que una mula. No le sacarás ni una palabra.

Nellie insistió en su habitual tono afable:

—¿Hablas francés?

—Sí que habla —continuó Christophe—. Pero sólo con médicos serios… —añadió socarronamente.

Nellie se acercó a la cama del camboyano. Juntó sus manos en el tradicional saludo asiático y dijo:

—Sob sabaï?

El camboyano se irguió instintivamente. Miró a Nellie con sorpresa.

Sob kieté —musitó tras un silencio.

Nellie se volvió hacia Christophe, que estaba pasmado.

—¿Qué te parece? —le dijo, satisfecha de haberse tomado el tiempo de preguntar al tendero de su barrio una simple frase en idioma jemer.

A continuación salió de la habitación con su paso renqueante. Pasó por el despacho de la señora Guevara y pidió el informe sobre el camboyano. Quería saber algo más sobre ese chico que dormía bajo las estrellas y que se negaba a hablar. «El informe apuntaba que había sobrevivido a los Jemeres Rojos y que había acabado en un campo de refugiados en Tailandia. Allí había empezado a perder sensibilidad en sus piernas a causa de una compresión medular. Se estaba quedando paralítico. De ahí le venía la ira… ¿Cómo no estar furioso contra la vida cuando ocurre una cosa así?», se preguntaba Nellie, marcando el paso con su bastón a intervalos regulares sobre el aséptico suelo del pasillo.