9

Christophe había visto la luz al final del túnel y al regresar a París no podía ocultar su entusiasmo. No estaba dispuesto a dejar pasar esa oportunidad por muy arriesgada que fuese. Su madre no podía dejar de recordar las palabras que el doctor Gros le había dicho en privado: «Podemos intentarlo. Es posible que consigamos una reanimación de los miembros superiores, aunque probablemente no de las manos». «Yo siempre había tenido la intuición de que se podía intentar algo con los brazos —diría la señora Roux—. Con mi marido visitamos todos los centros de rehabilitación de Francia pero ninguno nos pudo ofrecer una solución para mejorar a Christophe. Además, todos eran lugares viejos y deprimentes, mientras que Propara era moderno, había un ambiente innovador, había vida».

Pero la cautela era necesaria para protegerse de una eventual decepción. Era preciso obtener más información sobre esa clase de operación, sobre Allieu, sobre la clínica. Para moderar el ímpetu de Christophe le recordaban que Propara acababa de ser inaugurada y que la tan publicitada «máquina de andar» no había respondido a la expectación suscitada. Lo mismo podría pasar con las operaciones. Hasta no disponer de más datos era imprudente ilusionarse. Por eso dejaron de hablar de ello, aunque en privado soñaban despiertos.

La madre de Christophe pidió a la doctora Callet que se informara sobre el doctor Yves Allieu, y su padre encargó lo mismo a un familiar médico. Christophe hizo la investigación por su cuenta. Llamó a Garches y habló con los médicos que le habían tratado. «Esas técnicas no están probadas y no ofrecen ninguna garantía de éxito —le dijeron—. Los de Montpellier son unos charlatanes». Eso le hundió. Se había hecho a la idea de vivir en esa clínica, bañada por el sol, donde había pasado unos días inolvidables lejos de las miradas de conmiseración de los válidos. Rodeado de personas gravemente discapacitadas como él pero con sus mismas ganas de vivir, había llegado a sentirse normal. Se había hecho amigo de Philippe Robardet, un parapléjico que organizaba las actividades deportivas y culturales del club de discapacitados de Montpellier. «Yo no sabía que se podían hacer tantas cosas en una silla de ruedas: practicar deporte, trabajar, estudiar… En Propara, cuando vi la vida que había, me dije “Aquí me quedo”. Las habitaciones tenían sólo dos camas. Podía ir a la terraza solo. Me pareció fabuloso. Estaba como en un hotel».

Y ahora los médicos de Garches le devolvían a las tinieblas de la inmovilidad, le condenaban a no salir de la casa de sus padres. Christophe estaba harto de escuchar siempre la misma letanía: «Daba la impresión de que Garches no cambiaba nunca. Era fácil predecir la respuesta a cualquier consulta: no se puede, no hay nada que hacer, no se haga falsas ilusiones, es imposible, aténgase a la realidad, somos los mejores y nosotros lo sabemos todo, así que no insista, etc. De no haber llamado me hubiera ahorrado una ducha de agua fría». La duda que le habían provocado fue trocándose en un sentimiento de sorda rebeldía. «¡Si no tengo nada que perder! —se decía—. ¡Peor no puedo estar!». Había llegado a un punto en que lo hubiera intentado todo con tal de sentirse de nuevo «persona», como se había sentido en Montpellier. Además creía en Allieu. Y aunque fallasen las operaciones, había visto cómo en aquella clínica la atención al paciente iba más allá del estado físico; ayudaban a la reinserción en la vida cotidiana. En el mejor de los casos, recuperaría su autonomía; en el peor, acabaría haciendo artesanía con la boca si fuese necesario, pero no seguiría siendo un lastre para sus padres. Había tomado una decisión y no pensaba echarse atrás, pese a los mandarines de Garches.

Los informes requeridos por sus padres ayudaron a disipar dudas. La reputación del doctor Yves Allieu era intachable, así como la de Claude Gros y demás responsables de la clínica Propara. Se trataba de profesionales de primera fila en el ambiente médico de Montpellier. Su gran pecado era quizá no haber hecho carrera en la capital. París no aceptaba rivalidades de provincias. «Yo prefiero hacer venir a la gente de París a Montpellier —diría Allieu—. El centralismo… menuda ridiculez. Estados Unidos es el único lugar del mundo donde un centro médico en Nueva York no es ni mejor ni peor que en otra ciudad». La respuesta que los médicos de Garches habían dado a Christophe era grave: una institución tradicional, dormida en sus laureles, no ahorraba medios a la hora de denigrar a la competencia. La guerra de trincheras entre París y la provincia atañe a todos los aspectos profesionales, pero en ninguno como en la medicina las consecuencias podían ser tan dramáticas para el individuo. Lo que los dioses de Garches estaban lejos de imaginar cuando Christophe les hizo aquella consulta es que tres años más tarde su principal especialista en paraplejiología iría en persona a entrevistarse con el doctor Allieu para obtener información sobre trasplantes musculares.

En 1984 la cirugía propuesta era todavía novedosa pero, según las informaciones recogidas por los Roux, había sido aplicada con cierto éxito en Estados Unidos por un gran especialista, el doctor Möberg. «Fue él quien empezó la cirugía de los miembros superiores del tetrapléjico —contaría Allieu—. Lo conocí en un congreso y me transmitió el interés por ello. Möberg tuvo el mérito de establecer las reglas de esta cirugía tan especial, basada en la idea de redistribuir los músculos que quedan. Digamos que él asumió el coste del aprendizaje. Y lo hizo gracias a Vietnam, porque la guerra había producido un elevado número de mutilados y lesionados medulares que necesitaban recuperar la máxima independencia. Era mejor para ellos y más barato para la sociedad. Möberg fue el pionero de esta cirugía en el mundo. Yo lo fui en Europa».

El 14 de abril de 1984, dieciocho meses después del accidente, la señora Roux dejó a su hijo ingresado en Propara. Se alojó en el hotel Climats, un establecimiento cercano a la clínica donde pasaría noches conmovedoras durante sus sucesivos viajes. Tenía la convicción íntima de que su hijo recuperaría algún movimiento. «Siempre he creído que el espíritu es lo más importante. Christophe tenía moral». Al contrario de muchos lesionados que se vuelven ariscos, su carácter no había experimentado cambios. Seguía siendo el hijo afectuoso y desprendido, siempre más preocupado por los que le rodeaban que por él mismo. «Era un poco el padre de su madre», diría la señora Roux, acongojada por dejarle de nuevo en un hospital. Se había acostumbrado a estar con él las veinticuatro horas del día y quizá por eso le desgarraba su fuerte instinto de protección y la necesidad de abandonarle. Desgarrada entre la pena y la esperanza.

Su hijo, sin embargo, estaba eufórico. Nada más entrar le habían asignado un fisioterapeuta y una ergoterapeuta. Era importante, le había dicho Allieu, desarrollar al máximo su deltoides, el músculo que le iban a trasplantar. Como después de la operación tendría que estar mucho tiempo inmóvil, era imprescindible que el músculo no se debilitara. En el extremo opuesto de la neurocirugía, la fisioterapia es considerada por muchos estudiantes de medicina como una especialidad prosaica. Esta falta de entusiasmo se atribuye a los pobres resultados obtenidos con muchos pacientes neurológicos. Pero a Didier Costeau, el fisioterapeuta de Christophe, siempre le había apasionado su trabajo, quizá porque se combinaba con su genio de inventor. En el gimnasio y frente a pacientes en muy mal estado siempre se le ocurría algo para que pudieran hacer ejercicio. Uno de sus inventos más útiles era la «canasta», un casco sujeto por gomas a una canasta de baloncesto y que servía para trabajar los músculos del cuello. Tenía un proyecto secreto en el cual trabajaba por las noches y los fines de semana: el diseño de una silla de ruedas con marchas, como las bicicletas de montaña. Abrigaba la esperanza de hacerse rico con ese invento. Nadie como Didier conocía los milagros que puede realizar la rehabilitación médica para restaurar funciones en pacientes de neurología. Víctimas de embolias pasaban de la inmovilidad a la normalidad, y lesionados medulares iban de la incapacidad total a la independencia. «Pero no hay mejorías milagrosas —le dijo a Christophe—. Si un paciente progresa, lo hace de manera tan imperceptible que apenas se nota. Sólo existe el entrenamiento puro y duro». El trabajo de los fisioterapeutas (fisios, en lenguaje coloquial) tiene que ver con la rehabilitación de las piernas, el tronco y los brazos, mientras que los ergoterapeutas (ergos, en lenguaje coloquial) se concentran en las manos y partes del brazo. La función de los ergos es preparar al paciente para vivir de manera autónoma. Lo primero que hicieron con Christophe fue quitarle el cordón que usaba para sujetarse los dedos y poder «escribir».

Hacer ejercicio y enfrentarse a nuevos desafíos, después de tanto tiempo de inmovilidad, hizo que sus pensamientos y su sentido de estar vivo empezasen a salir de su cerebro, donde se habían refugiado. Sincronizar de nuevo la mente y una parte del cuerpo, por ínfima que fuese, era una sensación de puro gozo. Ya no era un paciente pasivo; ahora tomaba parte activa en su rehabilitación. El ejemplo de los demás le servía de aliciente. Empezó a quitarse el corsé que le sujetaba el tronco y pidió una silla más pequeña. Se hizo responsable de sus propios progresos, porque al principio mejoró enseguida. La otra cara de la moneda es que podría sentirse culpable en el momento en que dejase de progresar. Pero los primeros días ni siquiera pensó en ello.

Lo operaron en el hospital Saint-Charles porque en Propara aún no funcionaban los quirófanos. Allieu le cortó el deltoides y, como necesitaba colocarlo debajo del brazo y sujetarlo al codo, utilizó un material protésico de una fibra sintética llamada Dacron. Lo primero que vio Christophe al despertar de la anestesia fue, en efecto, su brazo extendido y escayolado. Estaba como crucificado. Y enseguida oyó las palabras de su madre: «Todo ha salido bien». Dos días más tarde una ambulancia le transportaba de regreso a Propara. En ese recorrido vio a través de la ventanilla los campanarios de las iglesias medievales, las cornisas de los edificios señoriales del centro, las almenas de las murallas. La visión de los árboles en ese día caluroso, del cielo azul, de los niños que cruzaban la calle con sus mochilas a la espalda, los ruidos del mercado y el olor a primavera le hicieron pensar que estaba viendo el espectáculo de su vida.

«¡Inch’Allah, Christophe vuelve!», exclamó Ouïda al verle pasar desde su cama. La joven magrebí se había quedado tetrapléjica al lanzarse a una piscina de noche, después de una cena en casa de unos amigos de su jefe y amante. Al hombre le había quedado un fuerte sentimiento de culpabilidad y había jurado que nunca la abandonaría materialmente, pero ella no se lo creía del todo. «¿Quién puede quererme en estas condiciones?», se preguntaba. En sus fases de abatimiento, le gustaba charlar con Christophe. Vivía como todos en aquella planta, en equilibrio entre un pasado que no volvería y un futuro incierto. María, su vecina de habitación, también preguntó por su tríceps, lo que hizo pensar a las enfermeras que la mujer se encontraba mejor. Preocuparse por alguien era el primer signo de que sentía deseos de vivir. María estaba sumida en una profunda depresión. Christophe, que antes de la operación había pasado varias veces a verla para animarla, se había dado cuenta de que su melancolía no se debía tanto a su parálisis (consecuencia de un accidente de coche) como al hecho de que su marido la visitaba cada vez menos. Aquella mujer sentía que la abandonaban y no lo soportaba.

A medida que su camilla recorría el pasillo, desde las habitaciones lo vitoreaban. La enfermera que le llevaba tenía que detenerse a menudo porque Christophe también quería saber cómo se encontraban sus colegas, la mayoría jóvenes como él, casi todos víctimas de accidentes de tráfico. En poco tiempo se había granjeado la simpatía del personal y los demás pacientes. Aunque su condición física fuese calamitosa, siempre estaba contento y eso encandilaba a los demás.

El sol entraba a raudales por la puerta-ventana de la habitación 306 cuando llegó Christophe en su camilla. Su madre puso unas flores en el jarrón sobre la mesilla de noche y se despidió. Regresaba a París, feliz por el resultado de la operación y tranquila por las condiciones de hospitalización. Por primera vez en dos años sintió cierto alivio. Christophe se quedó solo, viendo cómo los visillos se ondulaban con la brisa que entraba por la ventana. Esa clínica no olía a éter y era silenciosa; se podía descansar. Sentía un dolor en el brazo pero era poca cosa comparado con las ventajas que se disponía a conseguir. La cama de al lado estaba vacía, aunque le habían dicho que pronto la ocuparían. «¡Ojalá me toque un tío de mi edad! —pensó mientras intentaba imaginarse la cara del nuevo paciente—. O una chica», aunque sabía que era imposible. De pronto se acordó de Mathilde; su madre le había informado que había marchado de nuevo a Estados Unidos, esta vez para una temporada larga. Intentó imaginársela caminando entre rascacielos y luego su mente le devolvió recuerdos de la vida en París, recuerdos de las noches de amor. Era tan doloroso pensar que todo eso había terminado que cerró los ojos con la esperanza de que la lágrima a punto de brotar se detuviese en su recorrido, porque no quería molestar a una enfermera para que viniese a enjugársela.