De todos los amigos y conocidos, de todas las indagaciones realizadas por el padre de Christophe en Estados Unidos y el resto del mundo —acupuntura en China, injertos de médula en Rusia, aguas milagrosas en Grecia, tratamientos con alucinógenos amazónicos, estimulación eléctrica de los nervios en Austria, etc.—, la información que cambiaría su vida y la de su hijo llegó del lugar más inesperado: del pueblo de Limours, junto a la urbanización donde vivían. La doctora Callet, médico de la familia, se enteró por una publicación médica de la inauguración de una clínica especializada en paraplejiología en la ciudad de Montpellier. Había visto crecer a Christophe y su accidente la había conmovido profundamente; siempre estaba atenta a noticias que pudieran serle de utilidad. Casi al mismo tiempo, el padre de Christophe, durante uno de sus vuelos, hojeando un Figaro Magazine encontró un artículo que mencionaba una «máquina de andar» inventada por uno de los médicos de la nueva clínica. El artículo añadía que el centro ofrecía una valoración médica completa para los pacientes medulares.
No se necesitaba más para avivar la esperanza. A esas alturas, sus padres ya no aguantaban físicamente la situación. Si Christophe no podía ser independiente, estaban llegando a la dolorosa conclusión de que tendría que depender de terceros, o de una institución. «La dependencia física era tan dura que se volvió casi imposible de soportar. No era por egoísmo, sino porque no podía más», confesaría su madre. Christophe también sabía que no podía permanecer toda la vida en casa de sus padres. Como tenía que someterse a una revisión médica porque llevaba diez meses sin acudir a Garches, pensó que sería mejor hacérsela en Montpellier. Cualquier pretexto era válido con tal de salir de casa. Y si encima se trataba de probar una «máquina de andar», entonces el viaje estaba sobradamente justificado.
Montpellier, fundada a orillas del camino de los peregrinos que iban a Compostela, siempre ha sido una ciudad de sólida tradición científica. La influencia de médicos árabes y judíos propulsó la fundación de su primera facultad de medicina, la más antigua de Europa, en el año 1180. Su reputación como ciudad de sabios perduró hasta nuestros días y su vieja facultad de medicina acabó transformándose en uno de los centros de investigación más prestigiosos del mundo. El desarrollo económico de los últimos quince años convirtió esa bella ciudad mediterránea en un ejemplo de urbanística capaz de conjugar la implantación de industrias de alta tecnología con el aumento de su población, actualmente de 400.000 habitantes.
En el complejo industrial y tecnológico de las afueras se encuentra la clínica Propara, un edificio de tres plantas pintado de rosa, el color de las casas de Provenza, rodeado de jardines y con un aparcamiento a la entrada. Es un lugar tranquilo, soleado y amplio. Esta clínica modelo había sido el sueño de su director y fundador, el neurocirujano Claude Gros, un hombre tímido, elegante y serio, apasionado por la vela, padre de cuatro hijos, oriundo de la ciudad y profesor de su facultad de medicina.
«Doctor, ¿qué es eso de la “máquina de andar”?», le preguntó Christophe nada más entrar en su despacho. «Ese chico tenía algo especial —recuerda Gros—. Poseía carisma y rezumaba ganas de vivir». Tuvo que contestarle que la máquina no respondía a lo que la prensa había descrito. Se abstuvo de comentar lo enfadado que estaba por toda esa publicidad que había provocado falsas esperanzas en muchos pacientes. Hasta el nombre de «máquina de andar» lo había puesto la prensa, no su inventor. Se trataba de una máquina para la fisioterapia, para ensayar movimientos reflejos. Christophe apenas pudo ocultar su decepción. Por muy acostumbrado que estuviese a los fiascos, siempre mordía el anzuelo de la ilusión. El médico lo notó y, para no fomentarle otra vana esperanza, se abstuvo de mencionar la idea que le rondaba por la cabeza. Sólo le preguntó si le gustaba el ambiente de la clínica. Christophe le dijo que por primera vez había visto discapacitados que parecían llevar una vida normal. «Nada que ver con los desechos humanos de Garches», añadió. El médico se rió. Christophe quería hacerle una pregunta pero no se atrevía por temor a una respuesta decepcionante. Por fin soltó: «Doctor, ¿pueden hacer algo por mí aquí?». El médico alzó los hombros: «Te lo diremos cuando tengamos el resultado de tu revisión en las manos», le dijo al concluir la entrevista.
Claude Gros, el hombre que había invertido todas sus energías durante los últimos quince años en abrir el primer centro de atención medular en Francia, había terminado la carrera de medicina a los veintidós años, la edad de Christophe cuando llegó a Propara. Corría el año 1939, y el ejército francés le llamó a filas y lo destinó a una unidad quirúrgica móvil. En las dos ocasiones en que cayó prisionero de los alemanes se escapó, la última saltando de un camión en marcha. En septiembre de 1945 consiguió una beca de la fundación Rockefeller para profundizar en Estados Unidos sus conocimientos de neurocirugía, una rama de la medicina todavía no reconocida oficialmente en Francia. En el SS Argentina, un carguero con destino a Nueva York, el primero en repatriar a los soldados americanos, fue testigo de un hecho que sin duda colaboró a orientar su carrera profesional: al acercarse a los muelles, los cuatro mil pasajeros se congregaron a estribor. El barco escoró ligeramente y un soldado, encaramado a un bote salvavidas, resbaló mientras buscaba a su familia con la mirada. Cayó justo al lado de Gros, lesionándose gravemente la columna vertebral: «Era difícil no estar impresionado —diría el médico—. Era un oficial con quien había hablado varias veces durante el viaje y se quedó parapléjico en el mejor momento de su vida».
Veinte años más tarde, Claude Gros creaba un servicio especializado en el hospital de Montpellier, donde estaba a cargo del departamento de neurocirugía. Aun siendo presidente de la Comisión de los Hospitales de Francia, le costó convencer a las autoridades sanitarias de que, ante el incremento de accidentes de tráfico, era rentable para la sociedad crear un centro dedicado exclusivamente a los lesionados medulares, como ya había en Inglaterra[2] Alemania y España[3]., Uno de los médicos que consiguió atraer a su nueva clínica era uno de sus antiguos internos, el doctor Yves Allieu, cirujano plástico y ortopédico, un hombre alto y con fuerte acento del midi. «Si existe alguien con capacidad de devolver autonomía a este muchacho —pensó Gros al despedir a Christophe—, ése es Allieu». A la edad de 35 años Allieu había alcanzado en Francia un gran prestigio como especialista en cirugía de la mano. Ahora, a sus 63 años, seguía investigando y experimentando nuevas técnicas. «Un movimiento es capaz de cambiar una vida», solía decir. Aparte del mutuo respeto profesional, ambos médicos estaban unidos por una amistad que la solidaridad ante el sufrimiento había fortalecido. Ambos habían perdido un hijo. El de Gros se había matado en accidente de coche; el de Allieu, desnucado al zambullirse en el mar. Como Christophe.
«Eres el paciente que estaba esperando», le dijo Allieu. Christophe lo miró, sorprendido. Aquel médico parecía un actor de cine, alto y de buen aspecto, con la tez bronceada por las excursiones en barco. Era campechano, lo que desconcertó al muchacho, acostumbrado a tratar con médicos que se consideraban la reencarnación de algún dios. Christophe fue directamente al grano:
—¿Puede usted hacer algo por mí?
—Puedo devolverte la utilidad de algunos movimientos. El accidente ocurrió hace año y medio y hemos visto que no tienes problemas de piel. Tu lesión es definitiva y no vas a recuperarte más. Estás en una fase que me interesa. Digamos que puedo arreglarte un poco. Pero te advierto: no esperes un milagro.
—Para mí, cualquier arreglo sería un milagro.
—Puedo intentar algunos trasplantes musculares. Es una técnica nueva que sólo he probado una vez, te lo digo desde ahora. Supone riesgos, pero creo que en tu caso puede ser beneficiosa.
Christophe conservaba algunos músculos donde pasaba el influjo nervioso, y que permitían realizar movimientos inconexos, como los del hombro. Podía levantar el brazo pero no extenderlo; cuando llegaba a la vertical no conseguía retenerlo y se le caía. No podía agarrar objetos ni servirse de sus brazos para sostener el peso de su cuerpo.
El más importante músculo con inervación que Christophe conservaba era el deltoides posterior, que va del hombro al cuello. «Es un músculo ancho —le explicó el cirujano—. Podemos utilizar la parte interior. La dividiremos verticalmente, o sea, la cortaremos en lonchas, para que lo entiendas, y, por medio de una prótesis suficientemente larga, fijaremos sus extremidades a los tríceps. Utilizar el deltoides como tríceps te permitirá extender el brazo. Así podrás apoyarte sobre él para desplazar el peso de tu cuerpo. Más tarde podrás trasladarte de la cama a la silla y quizá, más adelante, de la silla al coche».
Christophe se quedó pensativo. Ni en sus sueños más descabellados había barajado la posibilidad de moverse solo. Había estado obsesionado con sus manos porque sabía que si conseguía recuperar al menos una parte de las funciones de una, cambiaría no sólo su vida sino también la de sus padres. Sostener algo entre sus dedos significaba comer sin ayuda, vestirse solo o encender la luz. El mínimo de libertad para no sentirse tan prisionero de su cuerpo. Y ahora estaba desconcertado por ese médico que le proponía tríceps nuevos.
—Y mis manos… ¿puede hacer algo con ellas también? —preguntó tímidamente Christophe.
El médico le enseñó una mano de plástico, de esas que se usan en las clases de anatomía.
—Es complicado porque la mano no necesita fuerza, sino precisión. Como el influjo nervioso pasa todavía por algunos músculos de tu antebrazo, creo que podremos trasplantar un músculo de la muñeca, el primer radial, al pulgar, de manera que al contraerlo haga presión sobre los demás dedos. Es el efecto pinza que te permitirá asir cosas. Luego habría que injertar el nervio radial del antebrazo al flexor profundo de los dedos, lo que te permitiría apretarlos todos al mismo tiempo. Luego haría lo mismo con el extensor de los dedos, de manera que también puedas extenderlos. Se trata de conseguir movimientos que no tienen nada que ver con los de una mano normal. La cirugía que te propongo es el arte de usar los restos. Pero repito que no debes esperar milagros, sólo mejorar un poco la calidad de tu vida.
Allieu no le estaba proponiendo un poco más de libertad, como Christophe había pensado antes de ir a verle, sino la autonomía, la independencia, la liberación, la vida de pleno derecho. Era tan bonito que le costaba creérselo.
—¿Qué riesgos hay? —preguntó Christophe.
—Riesgo de la anestesia general. Riesgo de rechazo al material protésico. Y las operaciones, que pueden funcionar como pueden no funcionar. Te estoy proponiendo algo que todavía no se ha hecho en Francia ni, creo, en Europa. Son operaciones pioneras.
—¿Puedo acabar peor de lo que estoy?
El doctor Allieu esbozó una ligera sonrisa.
—Eso será difícil, por eso digo que eres el paciente ideal para esta clase de experimentos. Para tu tranquilidad, la idea básica que propongo es que, si la operación no funciona, no perderás nada, excepto tu tiempo y tu ilusión, de lo poco que conservas de sensibilidad y movimiento. Sólo podrás ganar, pero es indispensable que estés plenamente convencido. Sólo tendremos éxito si realmente quieres salir adelante, si lo deseas en lo más profundo de tu ser. Porque será duro. Estoy hablando de despertar de la anestesia general con el brazo en hiperextensión a noventa grados. Llevarás una escayola durante tres semanas. Luego, el brazo totalmente extendido durante dos semanas más. No podrás moverte en absoluto. Cuando te quitemos la escayola, el fisioterapeuta y el ergoterapeuta te ayudarán a volver a flexionar el brazo a razón de cinco grados por semana. Después tendrás que trabajar el músculo injertado. Tu cerebro deberá aprender a impulsar estos movimientos. Entre la operación y el final de la rehabilitación transcurrirán dos meses. Y te estoy hablando de ocho operaciones. Unos dos años.
Christophe suspiró. No por las advertencias de Allieu, sino porque todavía no había asimilado aquella propuesta. Acostumbrado a médicos pesimistas a los que era imposible arrancar un mínimo rayo de esperanza, éste le ofrecía una solución realista. Larga, penosa y seguramente dolorosa, pero dentro de lo posible. Era más de lo que había esperado. Además, le gustaba su franqueza.
Allieu prosiguió:
—Esta cirugía no es solamente una operación técnica. No se trata de volver a ser como antes, sino de aprender todos los trucos que podemos proporcionarte. Por eso su resultado depende de tu colaboración.
Hubo un silencio. Allieu le miraba con profunda compasión. Le desagradaba la idea de estar jugando con la ilusión de un muchacho superviviente de un accidente similar al que había tronchado la vida de su hijo. Había tenido que abrir la puerta a la esperanza sin estar seguro del resultado de las operaciones, lo que le provocaba cierto malestar. Pero no tenía más remedio que aceptar que era uno de los gajes de su oficio.
—No tengo nada que perder —dijo Christophe—. Si no funciona para mí, por lo menos la experiencia le servirá a usted y quizá algún día a los demás, a los que vengan después.
El médico le sonrió. «Aun pensando en el fracaso, ya le está sacando provecho a la experiencia», se dijo. Era una buena señal; el chico tenía madera.
—Piénsatelo bien —insistió el médico—. Esto no lo puedes decidir en un abrir y cerrar de ojos…
—No me importa hacer de cobaya —zanjó Christophe—. Si soy el paciente que usted estaba esperando, usted es el médico que yo deseaba encontrar.