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Christophe dejó definitivamente Garches dos semanas después. Se adaptó rápidamente a su nueva rutina, aunque del hospital conservó un insomnio permanente. Pasaba gran parte del día en una cama especial construida por su padre, y recibía la visita de una fisioterapeuta que le ejercitaba los miembros como a un muñeco desarticulado. Eso se denominaba reeducación pasiva. A su madre le pareció increíble poder levantarlo, cuando ella apenas conseguía conducirse sin ayuda. Tenía que extremar las precauciones porque al incorporarle se ponía morado y se mareaba. Entre asearle, lavarle y afeitarle transcurría buena parte de la mañana, aceptando los cuidados con una gran humildad y ternura. Al principio sufría porque era muy pudoroso, pero poco a poco fue acostumbrándose a todo. Una mañana dijo a su madre: «Sabes, mamá, uno se acostumbra a no sentir su cuerpo». Hablaba de su cuerpo en tercera persona, como si no fuese el suyo. Se había acostumbrado a que le levantasen, le cambiasen de postura, le empujasen y le flexionasen, y precisamente para sobrevivir a tanta manipulación Christophe hubo de distanciarse emocionalmente de su cuerpo. Se refería a su pierna como a «la» pierna, a su brazo como «el» brazo. Pronto su madre utilizó los mismos términos: «Aguanta el brazo mientras sostengo las piernas». Despersonalizar el cuerpo ayudaba a compensar la violación constante de la dignidad física. Era como un objeto que ya no correspondía a la personalidad de su dueño y del cual había que ocuparse casi mecánicamente.

Por las tardes su padre le inició en un curso de informática con la esperanza de que en el futuro le fuera útil para manejar los nuevos ordenadores adaptados que aparecían en las revistas especializadas. François Roux ya no era el ser taciturno e impaciente de antaño. Había perdido mucho de su rigidez y se había hecho más paternal con su hijo. «Más maternal —precisaría su mujer—. Empezó a hacer cosas que nunca había hecho antes, como sonarle los mocos, hacerle las curas, limpiarle los ojos». Aprovechaba sus viajes para informarse sobre los últimos adelantos científicos, empeñado en conseguir un mayor grado de autonomía para su hijo. Pero siempre se topaba con el mismo muro: la neurología no era una ciencia de avances rápidos.

La primera vez que Mathilde fue a ver a Christophe se le formó un nudo en la garganta. Estaba en la habitación donde habían hecho el amor por primera vez. En aquel sofá de un extremo ella se había entregado al hombre al que no podía dejar de querer por muy discapacitado que estuviese. Qué distinto le parecía todo. No sólo el ambiente, sino ellos también. ¿Eran realmente los mismos?, se preguntaba mientras procuraba templar sus emociones hablando de sus estudios de marketing, del mal tiempo, de la película que había visto y de su tío «el rico». A Christophe le había caído muy bien aquel pariente de Mathilde en cuya casa de campo habían pasado un inolvidable fin de semana. Ahora les invitaba a visitarlo de nuevo, le dijo Mathilde, recordándole que su casa estaba perfectamente adaptada a la vida en silla de ruedas. Además, agregó, también vendría su madre, que era enfermera y podría atenderle. Christophe anhelaba hacer algo como «la gente normal». Para él era un desafío, aunque la situación con Mathilde le provocaba ansiedad. La necesitaba, pero la amaba tanto que alimentar esa relación le parecía un acto de supremo egoísmo. Tenía que romper pero no quería hacerlo. Ensayaba mentalmente la manera en que se lo diría, pero cuando la tenía delante, con su sonrisa y su vitalidad desbordante, sus historias que no contaban nada pero que lo decían todo, sus gestos siempre solícitos y cariñosos, le faltaba coraje. Todo lo que había ensayado para apartarla de su vida le parecía de pronto sin sentido. Era mucho mejor seguir con Mathilde que romper con ella.

Tuvo que esperar más de dos meses para asumir el reto de pasar un fin de semana como todo el mundo. Christophe se iba encontrando mejor físicamente, pero estaba preocupado porque no conseguía recuperar ningún movimiento que le diese más autonomía. Seguía sin poder peinarse, lavarse los dientes o coger un libro. Cada día comprendía con mayor claridad que la vida que le esperaba no cambiaría mucho, y eso le precipitaba en abismos de desesperación. Además le inquietaba su madre, a la que veía esforzarse más allá de sus posibilidades. Pensaba en ella como ser humano más que como hijo. Le preocupaba su salud, su bienestar profundo. Christophe era capaz de pensar en los demás con absoluto desprendimiento, como lo hacía con Mathilde. Era su manera de agradecer los cuidados y la atención que le prodigaban. Lo único que podía dar era lo mejor de sí mismo y en ese aspecto Christophe había sido siempre muy pródigo.

El fin de semana en el campo fue tan maravilloso como terrible, según Mathilde. Llenaron el 2 CV de su madre con la silla de ruedas y una multitud de accesorios. Aquella nueva libertad se caracterizaba por exigir esfuerzos de logística: por ejemplo, para comer en un restaurante había que llamar antes y preguntar si tenía acceso para silla de ruedas. La vida desordenada y bohemia, la espontaneidad y la improvisación pertenecían al pasado. Ahora había que calcular metódicamente la existencia diaria. Pero aun así, qué maravilloso era estar vivo, se decía Christophe al llegar a la orilla del mar que había creído no volver a ver. A pesar del frío y la llovizna permaneció largo rato respirando la brisa salina, disfrutando intensamente de cada segundo. Su vida había estado tan amenazada que ahora valoraba cada momento de felicidad como un preciado regalo. Por primera vez se dio cuenta de que no todo era negativo en su desgracia.

Pasaron parte de la tarde charlando con la familia y luego se encerraron en una habitación para escuchar a los Dire Straits; hubo momentos en que Christophe llegó a sentirse como antes del accidente. Por primera vez en más de un año compartieron la misma cama. Como él había recuperado movilidad podían estar el uno en los brazos del otro. No sólo fue un reencuentro físico, sino el redescubrimiento del placer. Su lesión le permitía experimentar erecciones y hacer el amor casi «normalmente». No sentía los orgasmos como antes, pero para él amar a una mujer consistía en tener ganas intensas de ofrecerle una sonrisa, un beso, una caricia. Ante los ojos húmedos de Mathilde, Christophe volvió a sentirse un hombre durante esa tarde lluviosa. También descubrió nuevas maneras de sentir placer cuando ella le acariciaba las zonas del cuerpo que no estaban paralizadas.

—¿Ves cómo aún podemos disfrutar de la vida juntos? —observó ella.

Christophe no contestó porque estaba soñando precisamente en eso, en la dicha de convivir con Mathilde. Luego, en un momento de lucidez, al pensar en el regreso y en la vida que le esperaba, pensó que todo lo que estaba viviendo no era real. Mathilde tuvo la misma premonición: «Aquellos dos días fueron un paréntesis de felicidad en una vida cotidiana monótona y triste. Fueron un sueño».

Los padres de Christophe le prodigaban mucho cariño pero se sentían desamparados ante la situación. Su hijo se ahogaba de tan protegido que estaba, sobre todo después de haber vivido como estudiante en París con absoluta libertad. No tenía ningún proyecto. «Puedo quedarme treinta años así, en casa de mis padres», le decía a su amigo Sergio. En ese estado anímico, sin poder vislumbrar una salida a una situación que agotaba a su familia, las visitas de Mathilde eran un lastre cada vez más pesado sobre su conciencia.

«Yo sólo tenía ganas de una cosa —diría Mathilde—. Cogerle del brazo y empezar a llevar una vida normal, no una vida de viejo aburrido frente al televisor. Me decía “lo secuestro y nos vamos por ahí”. Él veía que yo le quería sincera y profundamente, pero nunca me pidió que le ayudase. Pudo hacerlo, pero no lo hizo». Christophe confiaba en que su comportamiento cada vez más distante la desanimase; de esa forma esperaba ahorrarse las palabras que en su fuero interno no quería decirle. Pero resultó una crueldad. «Un día llegué a su casa —recuerda Mathilde— y me encontré con su habitación llena de amigos de sus padres. Su madre apareció al cabo de un momento con una bandeja de pastas y zumo de naranja que fue ofreciendo a todos, uno por uno, menos a mí. Miré a Christophe, esperando que dijese algo, pero él no abrió la boca. Al salir de allí sentí ganas de morirme. No era la primera vez que ocurría últimamente. Pero pensando en Christophe siempre me había dicho que no era yo quien tenía derecho a suicidarme. Sin embargo, aquel día estuve a punto de estrellarme contra el muro de mi casa. ¡Si sólo le hubiera dicho a su madre “ofrécele también a Mathilde”!».

—Yo no puedo proporcionarte un porvenir —le dijo Christophe cuando ella volvió unos días más tarde—. No tengo nada que ofrecerte. Es mejor que te busques a otro.

—No me apetece olvidarte y buscar a otro —contestó ella—. Nosotros tenemos lo más importante: un pasado común, breve pero intenso. ¿Por qué echarlo a perder? ¿Crees que sería más feliz con un hombre por el simple hecho de que se pueda mover con sus piernas?

Eran los argumentos de siempre, pero él se mantuvo impasible, aunque su alma era una llaga abierta.

—No quiero que eches a perder tu vida —insistió con frialdad fingida. Christophe tenía claro que no recuperaría más movimientos y no había más remedio que aceptarlo: era un vegetal que, a pesar del tedio, no se encontraba preparado ni física ni moralmente para abandonar la casa de sus padres. Era consciente de que a partir de ese momento, su nexo de unión con el mundo estaría irremediablemente roto. Era una sensación espantosa, pero peor aún fue tener que contestar a la última pregunta que le hizo Mathilde:

—¿Me quieres? Dime la verdad.

Christophe volvió la cabeza para no mirarla a los ojos, para no ver aquel cuerpo que tantas veces le había quitado el sueño, para no sentir aquella mirada de terciopelo que le acariciaba el alma, para no delatar la verdad de sus sentimientos.

—No —mintió—. No te quiero. Ya no te quiero. —Lo dijo tres veces para no dejar dudas.

Mathilde se levantó, recogió su bolso, su casco y su candado, le dio un beso de despedida y se marchó. Le pesaba el cuerpo; sentía un enorme cansancio que la envolvía como una nube de algodón. Los disgustos le producían sueño. Era su manera de reaccionar ante el sufrimiento.

«No podía suplicarle que no me dejara —contaría Mathilde años más tarde—. Él estaba primero. No tuve otro remedio que aceptar su decisión, aunque me desesperaba el aislamiento en que se refugiaba. Parecía querer acabar con los pocos resortes de vida que no había destruido el accidente, derrumbarlo todo. Finalmente decidí aceptar la propuesta de mis padres y me fui un año a Nueva York. Esta vez me iba y no quedaba nada detrás. Allí comprendí que me había vuelto muy intolerante. No soportaba la debilidad de la gente. Sus problemas me parecían nimios; pensaba que no tenían derecho a quejarse. Hablaba constantemente de mi historia personal. De vez en cuando me hundía. Pensaba que no podía vivir sin Christophe, que mi vida estaba con él. Llegué a la conclusión de que no estaba desmoralizada ni por el accidente ni por el hospital, sino por él. Porque me había abandonado». «Hice lo que tenía que hacer —diría Christophe—. Romper era la única solución posible. Siempre pensé que algún día entendería mis razones».

Pero sin la visita casi diaria de Mathilde, sin su presencia habitual, su mundo se redujo aún más. De la cama a la silla, de la silla a la cama; el cheque mensual del seguro, las cuatro paredes de la casa de sus padres y la televisión. Exceptuando las visitas del siempre fiel Sergio, las semanas y los meses pasaban con una monotonía desquiciante. No había nada, excepto el llanto interior, la impresión de que nadie podía ayudarle o comprenderle porque su dolor era demasiado profundo, demasiado diferente de lo que pueden sentir los que no reparan en el valor de sus piernas. Sus padres pensaron en mandarle a una especie de escuela para discapacitados. «Éramos conscientes de que el porvenir de este joven no podía forjarse entre sus padres, y tampoco aceptábamos que no hubiese nada que hacer —diría su madre—. Era un chico de veintiún años, a quien la cabeza le funcionaba muy bien. Yo sabía que poseía la fuerza espiritual para salir adelante». Durante la Navidad de 1983, su madre dejó sobre su cama unas tabletas de chocolate, regalo de un colega de su marido. «No me ayudes —le dijo Christophe—. Tengo que cogerlas yo mismo». Tardó veinte minutos en hacerse con los chocolates, y acabó exhausto de tantas contorsiones. Pero por lo menos había logrado su pequeña victoria diaria.

Poco a poco empezó a sentir ganas de salir de casa. Pidió a Sergio que le llevase a reuniones de amigos, a casa de sus hermanas o a fiestas. Aparte del miedo de no encontrar aseos adaptados, de mojarse en público a causa de algún derrame accidental de su colector, estaba la mirada de compasión y el embarazo de la gente. Hasta para Sergio era difícil. Chicos y chicas que reconocían a Christophe le esquivaban, procurando evitar una conversación que no sabían cómo abordar. Otros hacían el vacío alrededor de su silla de ruedas como si fuese un área contaminada. Christophe no soportaba las miradas de piedad que le apartaban del resto de la gente y que le recordaban como un bisturí las marcas que quería olvidar. Sufrió la experiencia común a todos los que están obligados a ir en silla de ruedas: de pronto el mundo se ve desde la altura de un niño y los mayores te miran con conmiseración al hablar. Tenía asumido que estar discapacitado era una desgracia, pero pensaba que no tenía por qué ser degradante. No quería provocar pena, sino que le tratasen normalmente. Y si no lo conseguía, si nadie se acercaba, él tomaba la iniciativa para superar la imagen negativa que le devolvían los demás. En eso reaccionaba de manera distinta a la mayoría de los discapacitados, que suelen encerrarse aún más en sí mismos, reflejo lógico de alguien que ve su dignidad mermada al ser tratado con aversión o menosprecio. Pero Christophe era sociable y tenía ganas de afirmarse. Como adivinaba que la gente no se atrevía a preguntar lo que de verdad le interesaba, él se adelantaba y contaba los pormenores de su accidente con lujo de detalles y hasta con bromas. Era como dejar correr el aire. Enseguida se creaba un clima de confianza y a partir de entonces los que le habían escuchado le trataban con naturalidad.

También las relaciones de sus padres con el resto del mundo experimentaron cambios; las amistades se fueron decantando: «Hay personas de las cuales uno espera apoyo y sin embargo no ofrecen ninguno —contaría su madre—. Hay otros que se encuentran incómodos, que no saben cómo reaccionar, que balbucean y sollozan; hay los que te juzgan: “Si hubieras ido a ver al doctor Tal, tu hijo no estaría así”; los que cruzan a la otra acera porque temen contagiarse de tu mala suerte; personas a las que el estado de mi hijo recuerda todo lo doloroso de la existencia y prefieren evitar la cuestión huyendo de mí; personas admirablemente bondadosas y dulces… ¡Existe toda la gama! Los hay que te llaman durante horas, a quienes se les olvida preguntar por el paciente y que a cambio te cuentan su vida, personas que te mandan cartas incoherentes donde se empeñan en contarte lo que les ha pasado, como el caso de una mujer que me describió su aborto sin venir a cuento… fue su manera de querer subirme la moral. Hay que saber que, ante una situación como la que nosotros vivimos, todas las reacciones son posibles».