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Para salvaguardar su salud y la de Christophe, Mathilde decidió no visitarle a diario sino dos veces por semana, siempre a la misma hora para que él supiera a qué atenerse. «Le contaba los cotilleos del día, intentaba transmitirle un poco de la vida de fuera, pero él no se interesaba por ello. Le dije que aunque no saliese adelante nos arreglaríamos, me tenía a mí y podríamos vivir. Yo estaba dispuesta a todo, me había hecho a la idea de cuidarle las veinticuatro horas del día». «¡Qué bien se portó conmigo! —diría Christophe—. Venía casi todos los días en moto, y eso que trabajaba y estudiaba. Me ayudó mucho porque yo no estaba precisamente “en forma”. Pero cuando me paraba a pensar en el porvenir, no veía lugar para ella. La quería demasiado como para condenarla a cuidar de un inválido toda la vida. Ella se merecía algo mejor».

Christophe tenía la sensación creciente de haber perdido parte de sí mismo. No sólo la gente se comportaba de forma distinta con él, sino que él se sentía diferente. Su mente y la imagen que tenía de sí mismo habían cambiado. Eso, unido a un enorme cansancio, le producían un intenso sentimiento de soledad y aislamiento, a pesar del apoyo ostensible de su familia, sus amigos y Mathilde. Su indiferencia a las noticias del mundo exterior era la reacción normal de un paciente cuya estancia en el hospital se hacía eterna, como también era normal que los que iban a verle se sorprendieran de ello. Pero eran dos universos antagónicos. Así como no se puede compartir el malestar de un enfermo, nadie podía sentir el dolor de Christophe como él. Su vida transcurría por derroteros que le hacían preferir hablar con el vecino de habitación, con sus médicos o comentar los acontecimientos de la planta, antes que saber de un mundo al cual ya no pertenecía. Esto perturbaba las relaciones con los que habían compartido un pasado con él, como era el caso de Mathilde, de Sergio o de sus hermanos, y a veces la visita se convertía en un penoso trance, en un ritual, en un agónico intento de mantener la solidaridad.

Hasta su noción del tiempo dependía de la vida en el hospital. Para Christophe no transcurrían semanas y meses, sino que cambiaban los pacientes en los boxes de alrededor. Al camionero sucedió un judío tunecino que recitaba la Torah seis veces al día. Como la mayoría de pacientes de la planta, había sufrido un accidente de coche. Su mujer le llevaba comida todos los días y los olores que llegaban por encima del tabique despertaban en Christophe visiones de manjares suculentos y recuerdos gastronómicos tan intensos como sólo los aromas pueden evocar. De repente se veía comiendo un cuscús con Mathilde en el restaurante marroquí de la esquina, o recreaba en su cabeza la sensación de las burbujas de champán en los cotillones de fin de año. Gracias al tunecino vivió banquetes orgiásticos y fiestas solitarias con la sola complicidad de su nariz, una de las pocas partes de su cuerpo de la cual se sentía francamente orgulloso. La gente normal da por hecho la integridad de su cuerpo. Christophe no tenía más remedio que sacarle el máximo provecho a cada placer que sus menguados sentidos captaban, y lo hacía con la fruición del que sabe lo frágil y perecedero que es el gozo —y la vida misma.

Al tunecino sucedió el sordo, con quien Christophe se comunicaba a base de cabezazos en el tabique. Después del sordo fue un argelino que había recibido un balazo en la columna vertebral. «Me decía que se dedicaba a negocios de importación-exportación y yo me desternillaba porque todos sabíamos que el balazo había sido un ajuste de cuentas. ¡Había salido en el periódico!». Tras haber sido dado de alta, el argelino regresaba una vez a la semana con montones de ropa que vendía a las enfermeras. Hubo más pacientes, más cuerpos destrozados con quienes Christophe, por encima del tabique, tejió lazos de amistad. Todos entraban y salían, menos él, que aun así seguía confiando en recuperarse. «Mira fijamente mi pulgar —le decía a Mathilde— y dime si se mueve». Mathilde hacía tantos esfuerzos que hasta le parecía que se movía, pero enseguida se daba cuenta de que era una ilusión. Christophe, durante sus ejercicios de dominio mental, se concentraba hasta ponerse azul, pero el único movimiento que había conseguido era doblar el codo. Extenderlo le resultaba imposible. No obstante, aprendió a formar letras con la ayuda de un aparato que mantenía los dedos apretados.

Al cabo de siete meses, el tiempo que su herida del esófago tardó en cicatrizar, le quitaron el alimentador y pudo empezar a comer, aunque se cansaba al masticar por la falta de costumbre. Su estado general se había estabilizado y poco más se podía esperar en cuanto a recuperación neurológica. Al sentirse más fuerte, los fisioterapeutas le colocaron un collarín y decidieron sentarlo en la cama, enderezándolo poco a poco. Sus ojos, que durante semanas sólo habían tenido el horizonte del techo sombrío, empezaron a buscar, enloquecidos, nuevos puntos de referencia. «Todo daba vueltas —diría Christophe—. Tenía la impresión de medir quince metros de altura… Me mareaba, sentía correr la sangre a borbotones por todo mi cuerpo…». La primera vez, víctima de una brusca náusea, hubo que tumbarle de inmediato. Los días siguientes lo intentaron de nuevo hasta que, progresivamente, se acostumbró. Después le llevaron a la sala de recuperación y por primera vez Christophe se vio rodeado de personas en sillas de ruedas y en camilla. Era su nuevo mundo. Ahora pertenecía a esa tribu en los márgenes de la sociedad. Empezaba en lo más bajo del escalafón, empujado en una camilla, pero pronto su meta fue aspirar al privilegio de una silla de ruedas eléctrica. Le habían dicho que podría accionar el mando con un ligero movimiento del brazo, o con la barbilla.

Convertirse en un aceptable conductor le costó varias colisiones con el carrito de las medicinas y con el jefe de planta. Pero ganar movilidad era sentirse liberado de la cárcel de su cuerpo. Se olvidaba del cansancio y las miserias de la hospitalización. Lo importante era desplazarse, ver la cara de sus compañeros de boxes y de sus familiares, olvidar la cama al menos por unos momentos. Un día, su madre encontró una nota de Christophe encima de la almohada. Era reconocible por sus letras mal formadas y casi ilegibles, una caligrafía de niño: «Tu hijo está en párvulos, aprendiendo a leer y a escribir… pero los días se hacen largos». Estaba claro que la silla de ruedas le estaba haciendo revivir y, pensando en el futuro, la señora Roux sintió miedo del regreso a casa, una especie de temor indefinido ante lo desconocido. Ese día lo encontró en la sala de recuperación, junto a un grupo de pacientes que animaban a una señora parapléjica a andar entre barras. Cansada y desmoralizada, la mujer quería volver a su silla, pero el fisioterapeuta, que iba detrás de ella, le ordenó seguir un poco más. Los demás, en corro, la arengaban. La mujer dio dos vacilantes pasos y se detuvo de nuevo, esta vez suplicando por la silla. La respuesta fue una tajante negativa y poco después la mujer rompió en sollozos. Al ver que se iba a derrumbar, le colocaron la silla, y ella se dejó caer hacia atrás. Los presentes prorrumpieron en un fuerte aplauso, mientras la señora se enjugaba las lágrimas y hacía un gesto de triunfo. Todos comulgaban con el espíritu de aquel juego, porque sabían que el dolor del esfuerzo de hoy puede convertirse en la esperanzadora rutina del mañana. Para muchos pacientes era una manera de desafiar a sus médicos, siempre proclives a cubrirse las espaldas con diagnósticos pesimistas. ¡Cuántas veces habían oído, tanto Christophe como su madre, que fulanito caminaba con muletas cuando los médicos le habían dicho que no andaría en su vida, o que menganito movía los brazos y las manos contradiciendo la predicción de una parálisis total! En realidad, los médicos se sienten encantados con esos «milagros» porque el pesimismo de sus predicciones suele estar cuidadosamente calculado para evitar terribles decepciones a los pacientes demasiado entusiastas.

Mathilde pensaba que lo peor para Christophe sería regresar a casa de sus padres. Empezó a llevarle folletos sobre la posibilidad de ingresar en la universidad que tenían los discapacitados. «Ya veremos cómo nos las arreglamos —le decía—, pero si otros lo consiguen… ¿por qué no nosotros?». Pero Christophe se resistía a considerar el futuro con ella. Le desgarraban sentimientos contradictorios. La idea de perderla le producía vértigo; era como dar la última estocada a su personalidad previa al accidente. Por otro lado, cuanto más le conmovía su fidelidad, más repulsiva le parecía la idea de convertirla en una enfermera de por vida. Empezó a mostrarse menos cordial y más taciturno, buscando que ella se desanimara, que entendiera que él ya no era el mismo de antes. «Nunca sabía si estaba contento o no —diría Mathilde—. No conseguía adivinar si le estaba ayudando o si le molestaba. Era un muro y empecé a preguntarme si le apetecía mi compañía, si yo le quería de verdad o si estaba enamorada de un recuerdo».

«Mathilde no era realista —diría la madre de Christophe—, y no se daba cuenta de la magnitud de los estragos. Es cierto que le quería mucho, pero un poco como una niña». Ante la inminente salida del hospital, Mathilde insistió en que no regresase a casa de sus padres. «Déjame —le replicó Christophe—. Tengo que probarme a mí mismo que puedo salir adelante solo. No quiero que seas mi enfermera». Con esas palabras el sueño de reanudar una historia de amor que le había arrebatado el corazón saltaba en pedazos. «Al pedirme que le dejase, quería decir “déjame salir adelante”, no que no me quisiese», se decía ella. Lo que ignoraba es que ese día por la mañana Christophe había pasado uno de los peores momentos de su vida. La enfermera que le estaba lavando había tenido que salir para atender una llamada de la supervisora. Le había dejado de bruces, sin el timbre a su alcance y con la puerta cerrada. Al cabo de media hora, temiendo que se hubieran olvidado de él, Christophe intentó alcanzar el timbre. Hizo un gran esfuerzo, pero en vano. Entonces, sintiéndose prisionero de su propio cuerpo, sufrió un acceso de pánico claustrofóbico. Le cruzó por la mente la imagen de un escarabajo patas arriba, balanceándose y meneando sus patas inútilmente. Recordó la película Johnny cogió su fusil, que cuenta la historia de un soldado aquejado de parálisis total, sin posibilidad de comunicarse pero con la mente en perfecto estado. Se le entumeció la garganta y empezó a temblar. Ni siquiera podía gritar. De no haber llegado la enfermera en ese momento, le dijeron más tarde, habría podido ahogarse. Ahogarse de angustia.

Mathilde no interrumpió las visitas. Pensaba que no tenía derecho a abandonar a alguien en ese estado. Pero Christophe sufría al verla. Ella simbolizaba el pasado, una página de su vida que el destino había vuelto. Estaba perturbado porque su madre le había dicho que no era correcto mantener viva la ilusión de Mathilde. Pero se sentía incapaz de pedirle que no viniese, menos aún de romper con ella —porque la quería—. «Tuve un papel horroroso en esa historia —diría la señora Roux—, pero veía que Mathilde le avivaba la herida. Yo quería que ella comprendiese que era un amor imposible, así que llamé a sus padres con el consentimiento de mi hijo. Hablé con su madre y le dije: “No puede usted permitir que su hija tenga una relación amorosa con un hombre que ya no lo es. Son cosas que a lo mejor se hacen a los cuarenta años, pero no a los veinte”. Tuve que describirlo todo, fisiológicamente… a la madre de Mathilde, que era enfermera».

«Mis padres nunca me dijeron que tirase la toalla —recordaría Mathilde, que interpretó la llamada de la señora Roux como una maniobra para separarles definitivamente—. Pero me hablaron seriamente y me propusieron que fuese un año a estudiar a Estados Unidos, que eso me ayudaría a olvidar. Ellos estaban dispuestos a pagarme el viaje y la estancia. Yo pensaba en Christophe constantemente y no concebía que desease acabar con nuestra relación. Estaba segura de que me necesitaba». Al fin y al cabo, ella era uno de los pocos nexos que le unían al mundo por encima de los tabiques, los hospitales, el sufrimiento y la discapacidad. Al imaginarse la vida que le esperaba en casa de sus padres, agobiado por un ambiente puritano y beato, la muchacha experimentaba una tristeza profunda. No, no lo abandonaría, decidió a pesar de la presión familiar, de las palabras de Christophe y de lo abyecto de la situación. Seguiría sorteando el tráfico en su moto para compartir un poco de su tiempo con el que siempre había considerado, para bien o para mal, el hombre de su vida.

Un día de junio de 1983, casi un año después del accidente, el doctor Werther llamó a la señora Roux a su despacho.

—Le devolvemos a su hijo, va a cumplir veintiún años y no podemos hacer mucho más por él.

—He leído que un médico americano está haciendo injertos de médula —se atrevió a sugerir la señora.

—Todo lo que le propongan, injertos, trasplante de músculos, etcétera, es pura charlatanería. No hay nada que hacer. Tendrá que arreglárselas como está.

A la señora Roux aquellas palabras le hicieron el efecto de una espada abatiéndose sobre su vida y la de su hijo. No podía creer que a los veintiún años estuviera eternamente condenado a la quietud de la parálisis. No era posible, pensaba. El médico, al verla tan desconcertada, añadió que en el estado de fragilidad emocional y física en que se encontraba no aguantaría quince días con un enfermo en casa. La madre de Christophe abandonó el despacho sin poder articular palabra. «Con él todo era definitivo… Sólo quedaba pegarse un tiro. Era tan duro que lo rechacé de plano. Se lo conté a mi marido y decidimos sacar a Christophe de allí cuanto antes. El gran remordimiento de mi vida es haber llevado a mi hijo a Garches».

Sacarle no sería fácil. Las enfermeras les advirtieron que al regresar a casa, a su mundo familiar, el chico se derrumbaría porque comprobaría hasta qué punto estaba discapacitado. Sería terrible. Además, para la señora Roux resultaría casi imposible asumir los cuidados de un paciente como Christophe teniendo en cuenta que acababa de salir de dos serias operaciones ortopédicas. No hacía mucho tiempo había dejado las muletas. No obstante, ella le aseguró a Christophe que lo conseguirían. Él quería salir de allí. «Necesitaba pasar por su casa para rehacerse, para renacer», diría su madre.

Ella y su marido aprendieron, gracias a la colaboración de las enfermeras y la uróloga, todo lo necesario para el cuidado de su hijo. Les aconsejaron sacarlo primero los fines de semana, para suavizar el choque con la realidad. Su padre fue a buscarle un viernes de finales de junio. Christophe sentía ganas de salir del hospital y temor a encontrarse fuera de un ambiente médico. Él conocía mejor que nadie la fragilidad de su estado. Quizá fue ese miedo lo que provocó un pequeño incidente que le afectó mucho. Poco acostumbrado todavía a controlar sus esfínteres, se hizo en los pantalones cuando su padre le metía en el coche. Christophe se sintió avergonzado. Mientras le tumbaban y limpiaban como a un niño pequeño pensó, como muchos en su mismo estado, que preferiría recuperar sus funciones urinarias, genitales e intestinales antes que el uso de las piernas. La recuperación no estaba exenta de una buena dosis de humillaciones. Se desmoralizaba pensando que toda su vida dependería de sondas, colectores de orina, laxantes y tocamientos rectales en el lavabo.

Deprimido y abochornado, no quiso ver a nadie el primer día. La casa de sus padres le parecía pequeña y curiosamente sintió nostalgia del hospital. ¿Cómo estarían pasando la noche sus compañeros?, se preguntaba. ¿Con quién se estaría desahogando el camionero? ¿Y el nuevo, aquel muchacho tímido y apocado que había fallado en su intento de suicidio al tirarse desde el balcón de su casa? Seguro que le estaría llamando por encima del tabique para charlar un poco. Le parecía estúpido echar de menos los ruidos habituales, la visita de la enfermera nocturna, hasta los gemidos de los que sufrían, pero hubo de admitir que así era. Odiaba Garches y sin embargo era su hogar. Allí estaban los suyos.

Al día siguiente se sintió mejor. Los fragores del jardín, el sol entrando por las persianas, la paz y el cariño de los que le rodeaban le permitieron capear la crisis. Por la tarde llegaron familiares y amigos. Se organizó una fiesta espontánea. «Le habíamos instalado en su cuarto. Sus hermanos habían ido a echar una mano y había buen ambiente. Christophe estaba alegre como no le había visto en mucho tiempo», comentaría su madre. «¡Cómo no iba a estar contento si regresaba de la muerte!», diría él, ya repuesto de la penosa experiencia de la víspera.

A pesar de la humillación de la llegada, a pesar de la frágil situación a causa de la mala salud de su madre, nunca el hogar de los Roux había conocido un desbordamiento de solidaridad, y sobre todo de alegría, como en aquel domingo. El hijo había regresado. Maltrecho pero vivo. Y Christophe y sus padres sabían que mientras hubiera vida había esperanza. Todo se confabulaba contra una mejoría sustancial de su estado; sin embargo, como una tímida llama, en los miembros de esa familia curtida por la desgracia ardía una confianza ciega, irracional, en que la evolución del hijo inválido seguiría progresando.