Cuando la columna vertebral se solidificó, los médicos de Rennes juzgaron que Christophe había mejorado hasta el punto de poder ser trasladado. Sus padres habían removido cielo y tierra para conseguir ingresarlo en uno de los grandes templos de la medicina puntera francesa. El hospital Raymond Poincaré en el suburbio residencial de Garches, a treinta kilómetros de París, gozaba de una excelente reputación como centro especializado en traumatología y rehabilitación. Contaba con los mejores especialistas y, según se decía, acudían incluso enfermos del extranjero. Garches tenía la ventaja de encontrarse a pocos kilómetros del hogar de los Roux, lo que permitiría «normalizar» la vida familiar. Tanto sus padres como Christophe acariciaban la esperanza de que allí serían capaces de recomponerle, o por lo menos de convertirle en un ser menos dependiente. Su madre estaba asumiendo que pasaría el resto de su vida cuidándole. De vez en cuando le inquietaba el futuro: «Y cuando yo muera —se decía—, ¿quién se ocupará de él?». Afortunadamente no disponía de mucho tiempo para pensar. La situación la obligaba a un esfuerzo logístico continuo para coordinar las necesidades de la familia.
El 29 de noviembre de 1982, cien días después del accidente, Christophe ingresó en el hospital de Garches. El viaje en ambulancia había tardado menos de lo previsto, pero a Christophe se le hizo eterno. Estaba asustado por lo que había visto. No podía ser él, era un error, se dijo al principio. No conseguía acostumbrarse a la imagen que le devolvía el pequeño espejo de la ambulancia. Pero no tuvo otro remedio que enfrentarse a la realidad: aquel rostro cadavérico y demacrado que le recordaba las fotos de los supervivientes de los campos de concentración era el suyo. Su pelo de color grisáceo, los ojos hundidos y la piel verdosa adherida a sus huesos prominentes le daban un aire de esqueleto con vida. Con 1,86 metros de altura, pesaba 45 kilos.
El templo de la medicina francesa estaba compuesto por una serie de edificios tan grandes como vetustos. Parecía un hospital de la guerra de 1914. Había salas comunes divididas en boxes por tabiques de madera a media altura, como las cuadras de una caballeriza. Cabía justo una cama y una persona. Al final de cada pasillo, un lavabo de madera para seis enfermos, con un grifo goteando constantemente. En cada box había un armarito de hierro que, en el caso de Christophe, no se podía abrir de lo oxidado que estaba. «Era otro planeta —recordaría el joven paciente—. Lo más opuesto al universo aséptico de donde venía. Al forzar la puerta del armarito salieron cucarachas. Había moho. Me derrumbé». Día y noche se oían gemidos y gritos. Olía a éter y a madera vieja. Todo era sombrío y triste. «Una miseria impensable en un país como Francia —recuerda su madre—. Al pasar un día por el ala infantil, mi marido vio a todos esos niños que se encontraban en un estado lamentable… no pudo aguantarlo. Fue la primera vez en mi vida que le vi llorar».
El personal sanitario compensaba con su dedicación las deficiencias de las instalaciones y la organización. Se afanaban sin tregua para prevenir la formación de llagas, peligroso foco de infecciones irreversibles en los paralíticos, producidas por la falta de irrigación sanguínea en las partes del cuerpo en contacto permanente con la cama. Enfermeras y fisioterapeutas se turnaban para hacerles fricciones cada tres horas, moverles las articulaciones, cambiarles de postura, vaciar las sondas, peinarles, lavarles y vestirles. Los cambios de postura tenían que hacerse muy despacio para evitar colapsos. Este tipo de lesionados suele perder la facultad de regular su tensión y su temperatura: no sudan. A Christophe le colocaron una especie de estirador para que los dedos de las manos no se doblasen hacia atrás a causa de la contracción muscular de los brazos. Su madre recuerda que las enfermeras se echaban a llorar de exasperación cuando se les rompía un termómetro, porque sabían que tenían que llevar los trozos rotos al edificio de la administración y suplicar para obtener otro. «Era la asistencia pública en todo su esplendor —ironizaría Christophe—. Si hubieran hecho una película nadie se lo hubiera creído». Pero lo peor no eran las condiciones materiales sino el jefe de servicio, un tal doctor Werther, siempre de bata blanca, con el pelo plateado, gafas gruesas, profundos surcos en la frente y algo de chepa. «Nunca he tenido un contacto tan malo con un médico —recuerda la señora Roux—. Era negativo en todo. Al principio se negó a hacerle la reeducación urinaria. Pensaba que iba a ser un fracaso, que no valía la pena provocarle una depresión por eso. Mi hijo tenía altibajos, como todos los enfermos graves, pero no estaba clínicamente deprimido». Muchos neurólogos tienden a ser pesimistas en su pronóstico, sobre todo para no infundir falsas esperanzas o exceso de optimismo en sus pacientes. Pero hay otros, como el doctor Werther, que tienen la habilidad de provocar simple y llanamente desesperación. «Su hijo nunca recuperará el uso de las manos y los brazos. Eso supone una dependencia total. Hágase a la idea de que se quedará más o menos como está y que necesitará a alguien que le cuide de por vida», le dijo a la señora Roux. «Yo no pedía esperanza —diría la madre de Christophe— pero tampoco esa condena lapidaria. Había muchos especialistas pero ninguno para casos como el de mi hijo. Mi hijo no estaba enfermo, pero tampoco era una persona normal. Echaba en falta la presencia de un médico rehabilitador, alguien que le ayudase a adaptarse a esa nueva existencia».
Nada más ingresar en Garches, Christophe había pedido a su madre que avisase a Mathilde, que esperaba ese momento con ansiedad. A pesar de estar familiarizada con los hospitales, Garches le pareció especialmente sórdido. Temblaba como una hoja al asomarse al box de Christophe, que estaba lleno de personas, entre ellas sus padres. «Nunca había visto a nadie tan delgado —recordaría Mathilde—. Tenía el pelo pegado… No podía moverse y apenas podía hablar. Noté que estaba emocionado de verme, pero lo disimuló. Yo tampoco lloré: sentía un vacío total en mi cabeza. Esperé a que la gente se marchase y nos quedamos los dos solos. Le abracé y le dije: “Estoy contenta de verte”. ¿Qué otra cosa podía decirle? Él tenía su mirada fija en el techo y yo buscaba desesperadamente un signo, una señal… pero no encontré nada. Intercambiamos cuatro banalidades y al salir me dio las gracias por haber ido. “¿Es a mí a quien dices eso?”, le pregunté… En el fondo me hubiera gustado que me abrazase, pero, claro, no podía hacerlo. Me hubiera gustado gritar, chillar, decirle “Despierta, te quiero”, no sé, cualquier cosa… pero todo transcurrió con una tranquilidad pasmosa. Volví a casa, saludé a mi madre y subí a mi habitación. Entonces perdí los nervios como nunca me había ocurrido. Abrí la ventana porque tenía la sensación de ahogarme, y me agarré a los barrotes del balcón con todas mis fuerzas. No podía controlarme. Perdí el conocimiento y mi madre acudió en mi ayuda. Yo estaba más tiesa que un alambre. Llamó al médico, que me dio unos calmantes».
Christophe había comprobado, tras aquella visita, la infranqueable distancia que le separaba del mundo de antes. Se había visto al borde del abismo, en equilibrio sobre la vida, sin futuro. Había sido una sensación tan dolorosa que se había quedado ensimismado, refugiado en su interior como un molusco se cierra ante el peligro. Al igual que muchos lesionados graves o enfermos desahuciados, había aprendido a anestesiar sus propias emociones para ahuyentar el fantasma del mañana. Es una especie de reflejo psíquico por el cual la mente se abstrae de una realidad imposible de afrontar. Por eso no pudo dar a Mathilde ni el cariño ni la atención que ella hubiera querido recibir. Su reencuentro había sido más bien un encontronazo.
Christophe necesitaba canalizar toda su energía en recuperar fuerzas y adiestrarse en las habilidades básicas de la vida. Las crisis seguían amenazando su supervivencia. A las infecciones urinarias se sucedieron cálculos en el riñón y en la vejiga. Había que operar, y como las intervenciones se hacían en el hospital de La Salpêtrière, era necesario trasladarle. En una institución como Garches, entumecida por una burocracia kafkiana, un traslado se convertía en un ejercicio demencial. Órdenes y contraórdenes se cruzaban sin el menor atisbo de racionalidad, ante la mirada aterrada de los familiares del enfermo, que le veían empeorar por momentos. Cuando las constantes vitales de Christophe fueron alarmantes, unos celadores le metieron por fin en una ambulancia que cruzó París a golpe de sirena. Llegó justo a tiempo, pero allí los cirujanos tuvieron que interrumpir la operación porque el corazón empezó a fallar. La terminaron al día siguiente y le devolvieron a Garches. «Fue indescriptible», diría su madre. El desorden y la falta de coordinación tenían siempre en vilo a los familiares y a los enfermos. La única ventaja de esa situación era que algunos pacientes se responsabilizaban más de su propia curación, compensando así los fallos de la institución. Christophe insistió en que le hiciesen la reeducación urinaria, a pesar de las predicciones catastrofistas del doctor Werther. La enfermera le puso en contacto con una uróloga, que le quitó la sonda, le hizo beber un litro de agua y le dijo: «Cuando sientas algo raro, una sensación anormal, llamas a la enfermera y nos ocuparemos de ti». Al cabo de una hora Christophe empezó a sudar, a tener escalofríos y dolor de cabeza. En adelante, le dijo la uróloga, ésa sería la señal de que tenía ganas de orinar. Le dio unas palmaditas en la tripa y eso le hizo evacuar todo el líquido; aquello probaba que su vegija estaba en perfecto estado. La reeducación continuó varios días, quitándole la sonda, midiendo lo que bebía, calculando el residuo… Para Christophe significaba ganar un poco de control sobre su cuerpo, recuperar ciertas funciones aunque hubiera que activarlas de manera distinta. Fue también una manera de responder al fatalismo del jefe de servicio.
Pero sin poder comer, en aquel ambiente lúgubre y sin hacer nada porque los fisioterapeutas le consideraban demasiado débil para la rehabilitación, su estado se estancó. Estaba exhausto y pasaba todo el tiempo esperando. Cuando se iban las visitas se producían conversaciones por encima del tabique. En los hospitales, más democráticos que la sociedad, el dolor y el sufrimiento rompen las barreras sociales e igualan a los hombres. Los pacientes aprenden rápidamente que tienen que conformarse con la rutina del lugar. El termómetro a las seis de la mañana es una costumbre conocida por todo el que ha pasado por un hospital, y da lo mismo que el paciente no haya pegado ojo en toda la noche. El funcionamiento de un hospital está ante todo diseñado para los que allí trabajan. Los enfermos entran y salen; el personal sanitario se queda. La gran mayoría de los pacientes abandonan el hospital no sólo con vida, sino en mejor estado del que traían. Aunque en Garches todo hacía dudar de ello.
El vecino de box de Christophe era conocido en todo el hospital por la manera en que había llegado: encastrado en un cubo de basura. Los bomberos habían acudido a urgencias porque no se habían atrevido a extraerle por la fuerza. Los que estaban de guardia decidieron abrir el cubo con un soplete. «Era un camionero —contaba Christophe—. Y me describía sus viajes durante horas. Había estado en Turquía, en Grecia, en Líbano… Debía de pertenecer a la mafia marsellesa, aunque nunca me contó sus trapicheos. Un día, unos tipos entraron en su habitación de un hotel de mala muerte de París, le dieron una paliza y le arrojaron por la ventana del primer piso. Cayó en el cubo de la basura que todavía hoy se puede ver en el servicio de urgencias. Se rompió las vértebras y quedó parapléjico».
El camionero no aceptaba la idea de haber perdido su potencia sexual. «Puedo quedarme sin caminar, pero no sin joder», musitaba para que no le oyesen las enfermeras. A Christophe no se le había ocurrido pensar en ello, así que tanteó el terreno con su madre, quien le confirmó que no podría tener hijos y que mejor se olvidara de la sexualidad. Una nueva puerta se cerraba de golpe. Esa noche Christophe pidió a la enfermera un somnífero. Necesitaba olvidar.
Christophe habría podido tener hijos si le hubieran extraído semen justo después del accidente, conservándolo en un banco para inseminarlo artificialmente después, una técnica que a principios de los años ochenta no estaba todavía generalizada[1]. Pero afortunadamente sí podría tener vida sexual, según le explicó el médico al día siguiente. Le dijo que los parapléjicos (parálisis de las piernas), como el camionero de al lado, no pueden tener una erección natural porque su lesión medular es baja y afecta su aparato urinario y sexual. Los tetrapléjicos en cambio sufren lesiones en las vértebras altas que afectan la movilidad de los brazos pero dejan indemne el aparato sexual. Tienen erecciones y aunque no sienten placer al eyacular pueden proporcionarlo, lo que es una forma de sexualidad. En cuanto a los parapléjicos, hay varias técnicas para que puedan provocarse una erección. Se lo había explicado mil veces al camionero, pero éste no atendía a razones. También supo Christophe que ciertas zonas adquirían una sensibilidad muy especial, como compensación por la pérdida de sensibilidad en las zonas erógenas propiamente dichas. Y que la sexualidad era algo más sofisticado que el tradicional «metesaca» que obsesionaba tanto al camionero. El médico le hizo observar que una pareja hace el amor una vez por semana de media durante una hora, sumando cuatro horas en la cama al mes; que un orgasmo dura cuatro segundos, es decir dieciséis segundos al mes sobre un total de dieciséis millones de segundos. «¿Piensas que son únicamente esos dieciséis segundos los que mantienen una pareja unida durante toda una vida?», le preguntó entonces el médico. «Las profundidades de la pasión están en el cerebro, no entre las piernas», añadió antes de desearle las buenas noches. Christophe se echó a reír y luego se quedó pensativo. Esas palabras, en aquel momento, le devolvieron una cierta noción de futuro. Pero era un futuro difícil de imaginar.