Quizá fueron sus ganas de vivir, o quizá la capacidad del propio cuerpo en regenerarse, lo que en esa ocasión salvó a Christophe de las garras de la muerte. Sobrevivir a esa clase de crisis era como volver a nacer, con la salvedad de que Christophe tenía que aprender a respirar, algo que no necesita un recién nacido. Había ganado una batalla, pero estaba lejos de haber ganado la guerra. Justo cuando su situación empezó a estabilizarse, otro problema vino a añadirse al accidente que casi le cuesta la vida.
Al principio sintió un escozor, luego un dolor insoportable al tragar. El personal sanitario lo achacó al tiempo que llevaba alimentado por una sonda. Le subió la fiebre a más de cuarenta grados; empezó a padecer alucinaciones; volvió el delirio. Una radiografía reveló el origen del dolor: un orificio en la parte posterior del esófago. Parte de lo que comía iba a parar al material ortopédico que le habían colocado en las vértebras. Una leve herida en el esófago, producida al ponerle los tubos después de la operación de pulmón, se había infectado. Era una catástrofe, más imputable a su frágil estado físico que a una negligencia del personal médico. La señora Roux fue convocada para dilucidar las diversas opciones: ¿Había que quitar el material ortopédico de las vértebras? ¿Convenía operarle el esófago, que suponía una intervención delicada? ¿Podría soportarla? Llegaron a la conclusión de que era demasiado arriesgado operarle de nuevo y decidieron dejar el esófago en reposo absoluto.
Para Christophe significó no comer nada durante los ocho meses siguientes. Le practicaron un orificio en el vientre y le colocaron una sonda para mandar alimentos directamente al intestino. El aparato era como una pequeña bomba que le proporcionaba nutrición ininterrumpidamente. Tenía la sensación de estar cebado y sufría náuseas constantes. Esto se sumaba a los problemas con el respirador. Nunca conseguía el volumen de aire adecuado; o le llegaba demasiado y se mareaba, o no lo bastante y se sentía como pez fuera del agua. Una angustia incontrolable se fue apoderando de él: «Me ahogaba, tenía sofocos, caídas de tensión. Pensé que no valía la pena seguir. Era como si mi cuerpo no me perteneciese: sólo sentía el latido de la sangre en las sienes. Se había estropeado la máquina y me encontré sin fuerzas para esperar a que la arreglasen, si es que eso era posible. Decidí acabar con esa pesadilla. Una noche me quité la cánula con un movimiento de la cabeza. Dejé de respirar. Pronto, pensaba, dejaría de pasarlo mal. Pero no contaba con que el pulmón artificial era más inteligente de lo que yo esperaba. Sonó un pitido estridente y acudieron las enfermeras. Me volvieron a conectar. De nuevo estaba condenado a vivir. Lo intenté otra vez, más tarde, pero la maldita máquina volvió a delatarme. Me sentía atrapado, prisionero de la vida. Es una sensación atroz».
Una de las enfermeras permaneció a su lado mientras esperaba a que el sedante que le había administrado hiciese efecto. Cuando se hubo calmado, Christophe preguntó con un hilo de voz:
—¿Qué va a ser de mí? —Empezaba a reaccionar ante su nueva situación. No conseguía imaginar el porvenir.
—Cuando te estabilices, irás a un centro de rehabilitación, probablemente a Garches, que es el mejor… Allí te ayudarán a recuperar…
—A vegetar, quiere decir.
—Es normal que estés deprimido. Todo tu cuerpo está bajo el efecto del traumatismo padecido…
La enfermera conocía bien ese estado de ánimo. En un paciente así, el cambio de vida es tan brusco que puede asimilarse a la muerte. La depresión sirve para despedirse de la vida anterior, es la expresión del luto por el final de una etapa. Es útil y hasta necesaria, pero eso a Christophe no se lo podía decir. Él se estaba dando cuenta del sinfín de cosas a las que tendría que renunciar: correr, tocar el piano, pasear, subir por escaleras, ir al cine, bailar, viajar y hacer el amor, pero también cosas básicas como leer, comer sin ayuda, vestirse, etc. Era una lista tan larga que prefirió hacer la pregunta al revés:
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué me queda?
—Te sorprenderá descubrir la cantidad de cosas que se pueden hacer en tu estado.
—¿Por ejemplo?
—Todavía es pronto. Pero podrás escribir con una máquina adaptada, leer… Mira, sabemos que el seccionamiento de tu médula es total, así que olvídate de las piernas, pero con los brazos nunca se sabe, es muy probable que recuperes los movimientos.
—Menuda gracia. A mí me gusta el deporte. Quería participar en el maratón de este año.
—Es probable que también puedas hacer deporte.
—Sí… ¡de árbitro de tenis! ¡Es el único movimiento que me queda! —replicó el muchacho, moviendo la cabeza de un lado a otro y ahogando sus sollozos.
«Mucha gente me dijo que era mejor que se hubiera ido definitivamente… —diría la madre de Christophe—. Pero ninguna madre puede desear la muerte de su hijo. Yo sólo quería una cosa, que viviese, para bien o para mal. Después ya veríamos… Tenía la esperanza de que recuperara algún movimiento en las manos o los brazos. Así que al enterarme de su tentativa de suicidio le dije: “No lo intentes, Christophe. Hemos pasado por lo más duro. Sigue luchando, por lo menos un poco más…”. Se encontraba mejor porque estaba sedado y me prometió que no volvería a intentarlo. “No te dejes llevar por un momento de angustia —añadí—. Lo que no puedas hacer con las manos lo harás con los dientes. Así es como se sale adelante”». Entonces me miró y me sonrió: «Si tú lo has conseguido —me dijo—, yo también lo conseguiré». Las lágrimas se me saltaban porque su caso era bastante más grave. No había comparación entre una polio, aun siendo grave, y el estado en que se encontraba él, con los pulmones afectados. Pero aunque las condiciones fueran diferentes, lo que contaba era su espíritu, su estado mental. Creo que a partir de ese día sintió que yo podía guiarle por el sendero de la discapacidad y el dolor.
La obsesión de Mathilde por Christophe se veía alimentada por la prohibición de visitarle. Las noticias que recibía eran vagas y confusas. «Está mejor», le decía una de las hermanas, y al día siguiente otra le decía que estaba peor. Empezó a pensar que le ocultaban la verdad. El desamparo y el dolor de la separación se alimentaban mutuamente en un círculo vicioso que la hundía cada vez más en el desasosiego. Y luego estaba la frustración: no aceptaba que ella, la persona más importante para Christophe, no fuese autorizada a verle. «Si sólo pudiera acariciarlo, abrazarlo, decirle que estaré siempre a su lado…», pensaba.
Para no volverse loca decidió hacer caso omiso de recomendaciones, consejos y órdenes, e ir a visitarle. Odile, la hermana menor de Christophe, le dio su documento de identidad caducado para que burlase el control del hospital. También le indicó el día en que su madre no estaría.
A principios de octubre, dos meses y medio después del accidente, Mathilde tomó un tren para Rennes. Conocía el ambiente de los hospitales porque su madre era enfermera, así que el olor y la miseria no la afectaron. La señora Frank, la enfermera de guardia, una mujer gruesa, de pelo negro recogido en un moño y uniforme almidonado, se abstuvo de pedirle la identificación al entrar en la unidad de cuidados intensivos. La ayudó a ponerse el traje estéril y le indicó el camino. Mathilde cruzó un pasillo blanco y resplandeciente, con el corazón al galope como solía ocurrirle cuando se acercaba a él. De pronto se quedó inmóvil, petrificada. Detrás del cristal, en el fondo de aquella sala que era como un enorme quirófano, yacía Christophe, cubierto de tubos y rodeado de monitores y aparatos. No pudo dar un paso más. Permaneció largo rato mirando la cama, vislumbrando únicamente un mechón de pelo rubio, que ahora parecía gris. La enfermera la observaba desde su cabina. «Al ver a Christophe en ese estado comprendí que no podía forzar una visita —diría Mathilde—. Comprendí que era un acto de egoísmo, más para satisfacerme a mí que a él… Aunque me moría de ganas de abrazarle, di media vuelta y me fui. Esperaría a que él me llamase a su lado».
Nadie se enteró de la visita de Mathilde, excepto su cómplice Odile y la enfermera Frank, que tras adivinar de quién se trataba había hecho la vista gorda. La enfermera no podía evitar emocionarse cada vez que iba a visitar a Christophe, quizá porque tenía un hijo de la misma edad. Ella intentaba disimularlo, pero a él se le escapaban pocas cosas de las que ocurrían a dos metros alrededor de su cama. Un día, después de que empezase a respirar solo, Christophe le pidió que dibujase una diana en una hoja para afinar su puntería. Escupir era una de las pocas cosas que podía hacer y se convirtió en un especialista en la materia. Christophe se sentía infinitamente mejor sin el respirador. A esto se unió el hecho de que pudo mover ligeramente el hombro, lo que le llenó de alegría. Cada recuperación, por nimia que fuese, era una mejoría considerable. Hasta entonces el único músculo intacto que conservaba, el dorsal superior, se había manifestado por espasmos y contracturas. Ahora, concentrándose mucho, conseguía que el brazo respondiese, aunque no controlaba el movimiento. Pero fue suficiente para hacerle pensar que su mejoría podía ser ilimitada. Su vida empezó a girar en torno a esos pequeños triunfos sobre su cuerpo.
«No volví a verle deprimido, en el sentido médico del término —diría la enfermera Frank—. Quizá por ser joven, su etapa de luto por la vida anterior fue corta». Pero sí tuvo un corto período de rebelión, que los médicos juzgaron como una manifestación positiva de su capacidad de resistencia y combatividad. El sentimiento de impotencia por la pérdida de control de sus necesidades fisiológicas y la humillación de encontrarse siempre desnudo, expuesto ante el personal sanitario, le exasperaba hasta el extremo de que más de una vez les dedicó insultos y reproches. Pero enseguida se arrepentía y rogaba a la enfermera Frank que transmitiese sus excusas a las víctimas de su ira.
Poco a poco sus defensas psíquicas fueron construyendo un muro entre él y la inaceptable realidad de su tetraplejía. Se fue acostumbrando a no pensar en el mañana y a concentrarse en el combate diario por mejorar. Aprendió a vivir día a día, a bloquear cualquier pensamiento sobre la condición en que quedaría, a apartar de su mente cualquier visión de lo impensable. Algo en su interior le decía que es una tontería preocuparse por lo inevitable. Es como atormentarse por la idea de la muerte; uno puede estropear su vida de esa manera. A medida que Christophe progresaba, las enfermeras y los familiares que le visitaban veían en él mucha valentía y hasta un poco de fanfarronería. Pero no se trataba de eso, sino de una manera inconsciente de protegerse. No había sentido miedo sino vértigo ante un futuro tenebroso cuando, al salir del coma, su madre le había contado lo ocurrido. Le había parecido un sueño, como si no fuese con él. En aquel momento se sentía un espectador de su propia tragedia. Ahora empezaba a sentirse un partícipe dispuesto a presentar batalla.
Era la reacción común de gente que padecía situaciones límite. Se vive el presente cuando el futuro está plagado de peligro y de la más absoluta incertidumbre, como lo estaba el de Christophe en octubre de 1982. Si su cuerpo era inservible, toda su energía se concentró en preservar su mente: era un efecto compensatorio natural. El ejemplo de su madre, que durante años había mostrado una estoica resistencia al sufrimiento, era el cimiento sobre el que voluntariamente construía su nueva identidad. Ella siempre había vivido bajo la amenaza de quedar totalmente inválida y no poder ocuparse de sus hijos. Sin embargo, Christophe no recordaba haberla visto quejarse, o apiadarse de sí misma; ni siquiera llorar. De ella había aprendido que, para sobrevivir, de poco sirven el miedo y la tristeza.
«Un mes y pico después del accidente —contaría su madre—, llegué un día a las tres de la tarde, un poco tensa por el tráfico, y me encontré con un ambiente insólito. Las enfermeras estaban riéndose. Christophe estaba radiante.
»—¿Qué te pasa? —le pregunté.
»—No lo sé. Pero estoy muy contento porque sé que no moriré. Tengo la certeza de que voy a vivir, aunque sea en una silla, y que voy a ser feliz.
»Nunca había visto a mi hijo así. Pregunté a la enfermera si le habían dado algún euforizante, pero me dijeron que no. Christophe dijo que se sentía protegido, rodeado y querido, y que se había dado cuenta que eso era lo más importante. Creo que tuvo una revelación sobre el amor, pero sobre el amor al prójimo, el que los demás podían sentir por él y el que él podía sentir por los demás. Comprendió algo sobre el sentido de la vida, de manera muy profunda».
No había sido una alucinación. Era como si su alma se hubiera hecho porosa. Tenía la sensación de que la gente podía llegar hasta su ser más íntimo. Se sentía en comunión con los demás y si su madre, más tarde, lo interpretó como una experiencia religiosa, Christophe pensó que era debido a la alegría de regresar al mundo como una persona nueva. Su identidad, puesta a prueba por el accidente, había cesado de descomponerse y empezaba a sanar, lo que no significaba que sus momentos de angustia y depresión hubieran desaparecido. Pero volvía a sentirse un ser humano.